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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

Alexis Zorba el griego (29 page)

BOOK: Alexis Zorba el griego
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Luego, bajando la voz:

—Tengo un plan...

—Alguna nueva locura, Zorba. ¿Te parece que son pocas las que cometiste, viejo chiflado? Vamos, dinos tu plan.

Zorba se encogió de hombros.

—¡Como para decírtelo, patrón! Tú, sea dicho sin intención irrespetuosa, eres un buen tipo. Un mozo que trata con la mayor delicadeza a cualquiera que se presente. Si hallaras una pulga en invierno sobre la almohada, la pondrías debajo para que no tuviese frío. ¿Serías capaz de entender, entonces, las tretas de un bandido taimado como yo? Si veo una pulga, ¡crac! la aplasto. Si me encuentro con un cordero, le corto el cuello, lo pongo a asar y me lo como con los amigos. Tú protestarás; ¡ese cordero no es tuyo! De acuerdo. Pero déjanos, hermano, que lo comamos, y luego, tranquilamente, discutiremos acerco del "tuyo" y del "mío". Hablarás al respecto todo cuanto quieras, mientras yo use una cerilla a manera de mondadientes.

Repercutieron en el patio sus carcajadas. Zaharia apareció, mostrando alarma. Apoyó el índice en los labios y se aproximó en puntas de pie.

—¡Chito! —dijo—, ¡no riáis así! Mirad, allá arriba, detrás de la ventanita que se ve abierta, está trabajando el obispo. Aquélla es la biblioteca. Está escribiendo. Todo el día escribe el santo hombre, ¡no hagáis ruido!

—¡Hombre, precisamente deseaba verte, padre José! —dijo Zorba cogiendo del brazo al monje—. Llévame a tu celda, que hemos de hablar.

Y dirigiéndose a mí:

—Mientras tanto, puedes visitar la capilla y admirar los viejos iconos. Yo esperaré al
higúmeno
, que no ha de tardar. Sobre todo, no te metas en nada, pues echarías a perder las cosas. Déjame en libertad de acción: pondré en práctica mi plan.

Y hablándome al oído, agregó:

—Conseguiremos el pinar por la mitad del precio... ¡No digas nada!

Y se marchó prontamente, del brazo del monje loco.

XVIII

E
NTRÉ
en la capilla y me sumergí en la penumbra fresca y perfumada. Nadie había en ella. Los candelabros de bronce daban muy débil luz. Finamente labrado, el iconostasio ocupaba todo el fondo, simulando un parral de oro cargado de racimos. Los muros de arriba abajo mostraban frescos semiborrados, con figuras de impresionantes ascetas, de Padres de la Iglesia, de las escenas dolorosas de la Pasión, de ángeles robustos y severos, cuyos cabellos estaban sujetos con anchas cintas celestes y rosadas que la humedad había desteñido.

Arriba, en la bóveda, la Virgen tendía los brazos, implorante. Frente a ella, una pesada lámpara de plata ardía, y la luz temblorosa acariciaba blandamente el largo rostro atormentado. No he de olvidar en mi vida la mirada triste, los labios fruncidos y entreabiertos, la barbilla robusta y enérgica de aquella imagen.

"He aquí —me dije—, a la Madre plenamente satisfecha, plenamente feliz, aun en medio de su congoja torturadora, pues sabe que de sus entrañas perecederas ha surgido algo que ha de ser inmortal."

Cuando crucé de nuevo el umbral de la capilla, ya se ponía el sol. Me senté al pie del naranjo florecido, sintiéndome con ánimo jubiloso. La cúpula se teñía de rosa como lamida por las primeras luces del alba. Los monjes retirados en sus celdas, descansaban. Esta noche no dormirían; el descanso de ahora les daría fuerzas para la cercana ceremonia: dentro de poco iniciaría el Salvador sus pasos del Calvario y ellos habían de acompañarlo hasta el Gólgota. Dos marranas negras de rosadas mamas dormían, echadas junto a un algarrobo, los palomos, en los tejados, hacían la rueda y arrullaban.

"¿Hasta cuándo —pensaba—, me será dado vivir y gozar de la tierra, del aire, del silencio y del perfume del naranjo en flor?"

Un icono de san Baco, que había contemplado en la capilla, me embargó el corazón de intensa alegría. Todo aquello que más hondamente me conmueve, unidad de deseo, consecuencia en el esfuerzo, lo había hallado de nuevo en él. ¡Bendito sea el gracioso icono del efebo cristiano cuyos cabellos rizados caen sobre la frente cual racimos negros! Dionisios, el hermoso dios del vino y del éxtasis, y san Baco, se confundían en mi interior y tenían el mismo semblante. Bajo las hojas de la parra o bajo los hábitos del monje, palpitaba el mismo cuerpo vibrante, tostado al sol: el de la Grecia eterna.

Volvió Zorba.

—Ya llegó el
higúmeno
—me dijo de prisa—, hemos conversado un poco. Se hace rogar; dice que no quiere vender el bosque por un mendrugo; pone más alto precio; pero déjalo en mis manos, que al pícaro lo haré ceder yo.

—¿A qué viene todo eso? ¿No estábamos ya de acuerdo?

—¡No te metas en nada, patrón, por favor! —suplicó Zorba—. Sólo sería para suscitar inconvenientes. ¡Los acuerdos de antes, muertos y enterrados están a estas horas! No frunzas las cejas: ¡enterrados, te digo! Conseguiremos el pinar por la mitad del precio convenido antes.

—¿En qué revoltijos andas, Zorba?

—No te preocupes, que es asunto mío. Un poco de aceite a la polea ¡y verás cómo gira! ¿Has comprendido?

—No, no comprendo. ¿Por qué regatear ahora?

—Porque gasté más de lo que debía en la ciudad. ¡Por eso! Porque Lola me ha devorado, es decir, te ha devorado no poco dinero. ¿Pensaste que yo lo había echado en olvido? Uno tiene su amor propio, ¿o qué crees tú? ¡Mi reputación debe quedar inmaculada! He gastado, pago. Ya tengo las cuentas bien hechas: Lola nos costó siete mil dracmas: pues las descontaré del valor del bosque. El
higúmeno
, el monasterio, la Virgen, pagarán por Lola. Ése es mi plan, ¿no te agrada?

—En modo alguno. ¿Por qué la Virgen habría de cargar con tus derroches?

—Porque es responsable y más que responsable. Ella dio vida a su hijo; su hijo me dio vida a mí, Zorba, y me ha dotado de los instrumentos que sabes. Y por obra de esos malditos instrumentos, dondequiera que me encuentre con la especie hembra tengo que perder la cabeza y abrir la bolsa. Así pues, que cada cual pague sus deudas.

—No me agrada esto, Zorba.

—Ésa es harina de otro costal, patrón. Saquemos a flote, primero, los siete billetitos, y luego hablaremos. ¿Recuerdas la canción: "Bésame, ahora, mi bien, que luego volveré a ser tu tía..."?

El gordo hospedador se presentó, diciendo con melosa voz eclesiástica:

—Tened la bondad de pasar al comedor; la cena está pronta.

Entramos en el refectorio, una gran sala con bancos y largas mesas angostas. Fuerte olor a aceite rancio flotaba en el aire. En la pared frontera un antiguo fresco reproducía la Santa Cena: los once discípulos fieles amontonados como ovejas en torno de Cristo y, en frente, de espaldas al espectador, el rojo, de nariz aguileña y abultada frente, Judas, la oveja sarnosa. Y Cristo sólo para él tenía miradas.

El padre hospedador tomó asiento, yo me ubiqué a su derecha, Zorba a su izquierda.

—Estamos en Cuaresma —dijo—, tendréis que perdonar lo modesto de nuestra mesa: no podemos brindaros aceite ni vino, aun siendo como sois forasteros. ¡Sed bienvenidos!

Nos persignamos; nos servimos silenciosamente algunas aceitunas, cebolletas, habas verdes,
halva
. Masticábamos los tres lentamente, como conejos.

—Así es la vida en este mundo —dijo el padre hospedador—, una crucifixión, una Cuaresma. Pero tened paciencia, hermanos, paciencia, que la Resurrección está próxima, en compañía del Cordero, y el reino de los Cielos nos será abierto.

Tosí; Zorba me tocó un pie con el suyo, como indicándome: ¡Calla!

—Estuve con el padre Zaharia... —dijo Zorba, con propósito de cambiar de tema.

El padre hospedador se sobresaltó:

—¿Acaso te ha dicho algo ese poseso? —preguntó inquieto—. Lleva en sí a los siete demonios, ¡no le prestéis oídos! Como tiene impura el alma, sólo ve impurezas en todas partes.

Lúgubre, la campana llamó a vísperas. El padre hospedador se levantó persignándose.

—Yo debo retirarme —dijo—. La Pasión comienza, he de llevar la cruz en compañía del Salvador. Esta noche, podéis reposaros de las fatigas del camino. Pero mañana a maitines...

—¡Cochinos! —gruñó Zorba entre dientes apenas salió el monje—. ¡Falsos! ¡Mulos! ¡Mulos!

—¿Qué te ocurre, Zorba? ¿Te dijo algo Zaharia?

—¡Deja, patrón! ¡Al diablo con todo y con todos! No te preocupes, que si no quieren firmar, tendrán que vérselas conmigo.

Nos fuimos a la celda que para nosotros habían dispuesto. En una esquina había un icono con la imagen de la Virgen que apoyaba la mejilla en la de su hijo. Los ojos, grandes, aparecían bañados en lágrimas.

Zorba meneó la cabezota y preguntó:

—¿Sabes por qué llora, patrón?

—No.

—Porque ve. Si yo pintara iconos, a la Virgen la representaría sin ojos, sin orejas, sin nariz. Porque siento compasión por ella.

Nos echamos en los duros catres. Las vigas del techo exhalaban olor a ciprés; por la ventana abierta penetraba el suave hálito de la primavera cargado de aromas de flores. De cuando en cuando llegaban del patio, como ráfagas de viento, las fúnebres melodías. Cantó un ruiseñor junto a la ventana, luego, algo más lejos, otro y otro más. La noche desbordaba amor.

No podía dormir. El canto del ruiseñor se fundió en un solo rumor con las lamentaciones de la Vía Crucis y a mí me pareció que estaba escalando, entre naranjos florecidos, el camino del Gólgota, guiado por las huellas que dejaban en el suelo grandes gotas de sangre. Al fulgor de la noche primaveral y azul, veía perlas de sudor en todo el cuerpo pálido y desfalleciente de Cristo; veía cómo se tendían temblorosas las manos del Mártir, como en convulsiva súplica, como para mendigar.

Las pobres gentes de Galilea se apresuraban detrás de Él, gritando:
¡Hosanna! ¡Hosanna!
Y Él miraba a los que eran tan caros a su corazón: ninguno de ellos adivinaba la magnitud de su desamparo. Él sabía que marchaba a la muerte. Bajo las estrellas, llorando silenciosamente, trataba de consolar a su pobre corazón humano, atenaceado por el espanto:

"Como un grano de trigo, corazón mío, debes soterrarte y morir. No temas. ¿Cómo podrías, si así no fuera, convertirte en espiga? ¿Cómo, de no ser así, podrías convertirte en pan para los hombres que de hambre mueren?"

Pero, en su pecho, el corazón de hombre temblaba, se estremecía, no quería morir...

Poco después, el bosque entero, en el contorno del monasterio, se llenó de cantos de ruiseñor. Subían del húmedo follaje, hechos amor y pasión. Y con ellos, temblaba, lloraba, se henchía el pobre corazón humano.

Y poco a poco, sin advertirlo, entre lamentos de la Pasión de Cristo y cantos de ruiseñores, fui entrando en el sueño como ha de entrar el alma en el Paraíso.

Apenas habría dormido una hora, cuando desperté sobresaltado, con susto:

—Zorba —exclamé—, ¿has oído? ¡Sonó un tiro!

Zorba ya se hallaba sentado en la cama, fumando.

—No te aturrulles, patrón —dijo esforzándose por dominar la irritación que lo embargaba—. Déjalos que arreglen entre ellos sus asuntos, ¡cochinos!

Se oyeron exclamaciones en el corredor, el arrastrar de pantuflas, ruido de puertas que se abrían y cerraban, lamentos de alguien al parecer, herido. Salté del lecho, abrí la puerta y en el mismo instante un viejecillo seco apareció ante mí. Tendió los brazos como para atajarme el paso. Llevaba gorro de noche blanco, puntiagudo, y camisa también blanca, que le llegaba a las rodillas.

—¿Quién eres?

—El Obispo... —respondió con temblorosa voz.

A punto estuve de lanzar una carcajada. ¿Un obispo? ¡Qué sorpresa! ¿Y la casulla de oro, y la mitra, y el báculo, y las piedras falsas multicolores? Por vez primera veía yo a un obispo en su atavío nocturno.

—¿Qué fue ese disparo, Monseñor?

—No lo sé, no lo sé... —balbucía empujándome suavemente hacia el interior de la habitación.

Desde la cama, Zorba soltó la carcajada.

—¿Estás asustado, padrecito? ¡Entra, pobre viejo, entra! Nosotros no somos monjes, no tengas miedo, pues.

—Zorba —le dije quedo—, sé respetuoso: es el Obispo.

—¡En camisa nadie es obispo! Entra, te digo.

Se levantó, lo tomó del brazo, lo ayudó a entrar y cerró la puerta. Del saco de provisiones extrajo una botella de ron y llenó un vasito.

—Bebe, viejo. Con esto te volverá el alma al cuerpo.

El viejezuelo vació el vaso: se recobró pronto. Sentado en mi cama, apoyó la espalda en la pared.

—Muy Reverendo Padre, ¿qué fue el tiro que oímos?

—No lo sé, hijo... Estuve trabajando hasta medianoche y me retiré a descansar, cuando de pronto oí en la celda vecina, la del padre Dometios...

—¡Ah, ah, ah! —rió Zorba—. ¡Cuán verdaderas eran tus palabras, viejo Zaharia! ¡Piara de cerdos!

El Obispo inclinó la cabeza.

—Debió de ser algún ladrón... —murmuró.

En el corredor todo bullicio había cesado, el monasterio de nuevo se sumía en el silencio. En la bondadosa mirada del Obispo, que ahora turbaba el espanto, había una súplica muda.

—¿Tienes sueño, hijo?

Comprendí que no quería irse y hallarse a solas en su celda. Tenía miedo.

—No —respondí—, no tengo sueño. Quédese usted.

Conversamos. Zorba, apoyado el codo en la almohada, arrollaba un cigarrillo.

—Pareces ser un joven culto —me dijo el viejezuelo—. Aquí no encuentro con quien hablar. Tengo concebidas tres teorías que son el consuelo de mi vida. Con placer te las comunicaría, hijo mío...

Y sin esperar mi asentimiento, continuó:

—La primera de mis teorías es ésta: las formas de las flores influyen en los colores que toman; el color influye en las propiedades de la flor. De tal modo, cada flor ejerce distinta acción en el cuerpo del hombre y, por lo tanto, en su alma. Por eso hemos de andar muy atentos cuando crucemos por un campo florecido.

Calló como a la espera de lo que yo opinara. Y yo me imaginaba al vejete vagando por un campo en flor, puesta la mirada en el suelo y con interior alarma posarla en cada florecilla para distinguir bien la forma y el color con que se exhibieran a la luz. El pobre viejo habría de temblar con místico pavor: en primavera, para él el campo se poblaba de ángeles y de demonios multicolores.

—Mi segunda teoría consiste en lo siguiente: toda idea que obre una acción verdadera, posee también verdadera existencia. Está en la realidad. No circula invisible en el aire. Tiene cuerpo de veras: ojos, boca, pies, vientre, verdaderos. Tiene forma de hombre o de mujer; persigue a los hombres o a las mujeres. Por eso en el Evangelio está escrito: "El Verbo se hizo carne..."

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