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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (25 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Ella sepultó el rostro entre las manos. Jenna no sabía. La pregunta era correcta, sí, pero no sabía su respuesta. ¿Significaba eso que no existían?

—Sí, Eddie, tienes razón. Sé que la tienes. Pero ¿qué pensarías si de todos modos me busco un chamán? ¿Te enfadarías?

Él rio.

—Búscatelo. ¿A mí qué me importa? Pero Jenna, tú sabes, mírame, sabes tan bien como yo que el kushtaka no existe. Es un mito. Un cuento para asustar a los niños. Todo lo que te viene asustando está en tu mente, nada más. Sabes que es así, ¿no?

Ella asintió. Era como si su papá le explicase que el coco no existe.

—Lo sé.

—Y si vas en busca de un chamán, lo más probable es que des con algún indio chiflado que bailará en torno a ti y te cobrará mil dólares por hacer un hechizo o algo por el estilo. A mi entender, sería tirar el dinero.

Jenna se rascó la cabeza. Eddie tenía razón. Y de todos modos, ¿dónde encontrar un chamán? ¿En las Páginas Amarillas? Y por cierto, ¿existen las Páginas Amarillas en Alaska? Y sería un charlatán, nada más, y le cobraría por nada.

—Tienes razón.

—Bien, ¿te sientes mejor? A veces, ayuda decir las cosas, porque de ese modo uno se da cuenta de cuán ridículas son.

—Sabía que era ridículo antes de decírtelo.

—Pero… ¿De todos modos irás en busca de un chamán?

Jenna suspiró.

—No. Supongo que no. No sé. ¿Dónde buscarlo? Pero, a juzgar por todas las cosas extrañas que me han estado sucediendo, no me sorprendería que un chamán me encontrara a mí.

Eddie sonrió y se puso de pie.

—Bien, basta de kushtakas por ahora. ¿Aún tienes hambre?

—Sí.

Él agitó su brazo bueno.

—Puedo sujetar la sartén, pero tú tienes que revolver.

Jenna se levantó; se disponían a entrar a la casa cuando los detuvo el sonido de una bocina. Era el alguacil. Aparcó frente a la casa y se apeó de su coche.

—Buenas… —dijo mientras se dirigía al porche.

—¿Qué hay, alguacil? —preguntó Eddie.

—Bueno, encontré a este perro…

Abrió la puerta trasera y cogió un trozo de cuerda que había atado al collar de
Óscar
. El can bajó de un salto y corrió hacia Jenna, saludándola con entusiasmo.

—Y me parece que le pertenece a la señora.

Jenna abrazó a
Óscar
. Por fin había regresado. Eso era bueno. Pero quien lo había encontrado era el alguacil. Eso era malo. Jenna se dio cuenta de que el policía estaba enfadado. Ahora, estaba en aprietos.

—Y ésta es una citación —continuó el alguacil, tendiéndole un papel a Jenna—. Por permitir que ese perro ande por ahí sin correa. Bajo circunstancias normales, lo pasaría por alto. Pero su perro hizo peligrar la integridad de un niño. Y eso es inadmisible.

Jenna cogió el papel.

—¿Qué pasó?

—Lo sorprendí persiguiendo a un chiquillo. El chaval estaba tan atemorizado que escapó, no sé adónde. Ahora, escuche. Ate al perro y no se le ocurra soltarlo. Si lo sorprendo otra vez, sólo podré hacer una cosa, y no quiero hacerla. ¿Entendido?

Jenna asintió; estrechaba con fuerza a
Óscar
. El alguacil le habló a Eddie.

—Me parece que ella no me entiende. ¿Tú me entiendes, Ed?

—Ella sí que entiende, alguacil —replicó Eddie.

El alguacil regresó a su coche y abrió la puerta.

—Espero que ese niño haya llegado sano y salvo a su casa. Si me entero de que se perdió y le ocurrió algo, regresaré.

—¿Dónde lo vio por última vez? —preguntó Eddie.

—Cuando venía al pueblo esta mañana. Cerca del instituto.

El instituto. A Jenna le sonaba. No, algo más que eso. Le sonaba como una sirena. Como una alarma antiaérea. La escuela de los indios. La historia que relató Rolfe. El alguacil saludó con la mano y entró a su coche. Lo puso en marcha y se dirigió de vuelta al pueblo. Jenna miró a Eddie.

—El instituto. ¿No vivía por ahí el granjero? —le preguntó.

—¿Qué granjero?

—El del relato de Rolfe. El del kushtaka.

Eddie resopló y meneó la cabeza.

—Pues bien —insistió Jenna—, ¿hay algo de cierto?

—¿En qué?

—¿Qué le pasó a esa familia?

Eddie se encogió de hombros, resignado.

—La madre de Whitey Jorgenson estaba loca. Todos lo saben.

—¿Y?

—Asesinó a su marido de una puñalada cuando Whitey era un bebé.

Jenna abrió mucho los ojos. Se le aceleró el pulso.

—¿Y qué hay del tío de Whitey?

—No me acuerdo —murmuró Eddie; se volvió y se dispuso a entrar en la casa.

—Eddie. —Jenna lo detuvo—. ¿Qué ocurrió?

—Era el hermano de la madre de Whitey; cuando murió, ella perdió la razón. Eso fue un año antes de que apuñalara a su marido. Su hermano murió, ella enloqueció y después, una noche, asesinó a su esposo. Eso es todo. Una loca que cometió un crimen. Pasa con frecuencia. Me voy a preparar la cena.

Eddie quiso escapar otra vez, pero Jenna aún no había terminado con él.

—Eddie, ¿cómo murió el hermano de la mujer?

Eddie gimió y agachó la cabeza.

—¿Y bien?

—Se ahogó. Sí, se ahogó. ¿Satisfecha?

Eddie miró a Jenna y vio confusión en su rostro. Pero en realidad no se trataba de confusión. Era esa comprensión que aflora lentamente. Los últimos granos que se deslizan en el reloj de arena. La largamente esperada comprensión de cómo encajan las piezas de un rompecabezas. La embargó una sensación de resolución; ahora, al menos sabía con certeza qué debía hacer.

Encontrar un chamán que la ayudase.

26

A
Robert no le llegan noticias del investigador; le preocupa la posibilidad de que no haya logrado averiguar nada de Jenna. Su depresión crece como una bola de nieve, y con cada nuevo copo, sus ideas suicidas aumentan. Piensa que en su vida no queda nada que valga la pena. No le gusta estar con gente, no le gusta estar solo. No le gusta lo que ponen en la tele, no le gusta leer. No come, sí bebe. Y todo aquello a lo que dedicó su vida, el gran plan que diseñó para sí hace tanto, le parece apenas un ensayo para la prueba de ingreso a la universidad. Mis pasatiempos son el béisbol y la gente. Pura mierda. Cuando miras adelante ves muchas cosas maravillosas, bellas escenas que se despliegan a cámara lenta para ti y tu futuro. Y nada de ello es verdad. O quizá, si tienes suerte, una parte lo sea por un tiempo. Pero al fin, todo se desmorona y ahí te quedas, mirando los quince años transcurridos y preguntándote qué coño ocurrió. Y piensas en la escena final.

Y mientras se sirve otro Tanqueray, de pronto se le ocurre que quizá le esté pasando lo mismo que hace mucho le pasa a Jenna. Que tal vez haya reprimido sus pensamientos suicidas para mostrarse fuerte ante ella y ayudarla en sus momentos difíciles. Y, además, se dice que si se hubiese permitido sentirse deprimido, si Jenna y él, como pareja, hubiesen albergado ideas de suicidio, quizá ahora estarían juntos, no separados. Y estos pensamientos hacen que se sienta culpable por la ausencia de Jenna y se siente aún más deprimido por no haber sentido nada de todo eso antes.

Mira la tele y se siente tan solo que desea llorar. Es la noche del viernes, y desde la adolescencia detesta las noches de los viernes. Había tanta presión para hacer lo correcto, asistir a los lugares indicados. Siempre la incómoda intuición de que había personas que se divertían más, la abrumadora sensación de que no estaba con gente enrollada. De modo que ahora se dice que es importante ponerse en marcha y circular. Quiere hablar con gente, nada más, porque a veces es divertido hacerlo. Entonces, llama a su viejo amigo, el que siempre tiene algo que hacer los viernes por la noche. Steve Miller. Hace casi un año que no habla con Steve. Es que hubiera sido demasiado duro. Ahora, Jenna lo aborrece abiertamente. Dice que es una babosa. Pero Robert aún lo recuerda con cariño, por más que Steve lo haya forzado a aceptar esa lamentable compensación.

En casa de Steve responde el contestador, porque es viernes por la noche y él salió, por supuesto. Robert se dispone a dejar un recado, cuando oye el mensaje grabado por Steve en la máquina: «El lugar de esta noche es el bar Garda. Si eres demasiado cobarde para ir allí, deja un mensaje».

El bar Garda. En la Cuarta Avenida y Bell. Eso era lo que Robert quería. Lo que había necesitado durante toda su puta vida. Un número telefónico al que llamas para que te digan dónde divertirte. Qué cómodo. La Línea Fiestera. ¿No sabes qué hacer este fin de semana? Llama a la Línea Fiestera y te diremos cuáles son los mejores bares y fiestas. Sólo noventa y nueve centavos el minuto.

Así que Robert echa una meada y conduce hasta el bar Garda, donde lo recibe un cordón de terciopelo. Tan ochentero que ni siquiera es retro. Sabe cómo son esas cosas, de modo que camina hacia el tío de la camiseta negra y lo mira como preguntándole por qué no abre el puto cordón de una vez. Y el tío separa las aguas para él y Robert entra.

El lugar es tan oscuro como Calcuta y hay terciopelo por todas partes. Un inmenso ventilador echa aire y en cada mesa arde un sahumerio que huele a espliego. No hay demasiada gente; Robert se pregunta si el cordón de la entrada estará destinado a mantener fuera a las personas o a instarlas a entrar. Steve Miller está sentado en un reservado con los brazos en torno a dos muchachas, chicas jóvenes de vestidos negros diminutos. Tiene un inmenso cigarro en la boca. Los pechos de una de las chicas son gigantescos. Robert supone que deben de ser implantados, porque se proyectan directamente desde su cuerpo, como la proa de un barco. Steve ve a Robert y está a punto de dejar caer su cigarro.

—¡Caray, Robert! ¿Dónde mierda te habías metido todo este tiempo?

Se pone de pie y, pasando frente a la chica de las tetazas, se precipita a abrazar a Robert.

—Luces como la mierda Robert, la mierda más total. Ven, siéntate.

Se sientan; las chicas se remueven.

—Éstas son Stacy y Erin. Éste es mi viejo amigo Robert. Stacy y Erin estudian administración en la universidad.

Robert les estrecha las manos. Son tan tibias y suaves. Erin es la más bonita; sus pechos son más pequeños que los de la otra, pero tiene hermosos labios y una nariz que es un botoncito.

—¿Qué haces aquí, hombre? —pregunta Steve; pero Robert mira a hurtadillas los labios de Erin. Tan llenos y deliciosos—. No sabía que frecuentaras este lugar.

—Tenía que encontrarme con alguien, pero me parece que ya no vendrá.

Steve le guiña un ojo con expresión enterada.

—No te preocupes por mí, amigo. No le diré nada a nadie.

Le da un par de codazos en las costillas y Robert casi se arrepiente de haber ido. Quizá suicidarse habría sido mejor.

Pero antes de que Robert tenga tiempo de cambiar de idea, Steve se levanta. Agita las manos y chasquea los dedos como un niño hiperactivo. Resulta que está llamando a una camarera.

—Elaine, cariño, mira a ver qué quiere mi compadre.

Robert pide un Martini, las chicas más champán. En cuanto a Steve, sólo quiere «una porción de tu culo, cariño». Las chicas se excusan. Van al lavabo. Cuando se marchan, Steve pasa su largo brazo sobre los hombros de Robert y lo atrae hacia sí.

—¿Cómo va eso, compañero? Hace mucho que no nos vemos.

—Sobrevivo.

—¿Ah, sí? Sé que tu guapa esposa me detesta, pero ello no significa que no podamos encontrarnos de vez en cuando para hacer una salida de hombres solos, ¿verdad?

—Es que no salgo, ¿sabes?

—Sí, lo sé, lo sé. Pero, mira, Robbie, tú me dirás si me propaso, pero eres uno de mis amigos más antiguos y querido y verte con esa cara tan larga me hace daño. ¿Puedo decirte algo sin rodeos?

Para ese momento, Steve está prácticamente encima de Robert. Robert lo mira a los ojos y ve que tiene las pupilas tan dilatadas que un camión podría pasar por ellas. Está colocado con algo.

—Dime.

—¿Lo habéis vuelto a intentar? Sé que tu pequeño, Bobby, era la luz de tu vida, y sé cuán duro fue para vosotros dos. Pero quizá lo mejor sea insistir, ¿me entiendes? Hacer un intento más.

Esto entristece mucho a Robert. Él quiere hacer otro intento, pero Jenna dice que todavía no. Pronto será tarde. Él no quiere adoptar un chaval mexicano. Quiere uno propio.

—Eh, hombre, no tenía intención de deprimirte.

Steve le da una palmada en la espalda. Llegan los tragos. Robert hace ademán de sacar la billetera, pero Steve lo detiene y le dice a la camarera que los cargue a su cuenta. Robert bebe un sorbo de su Martini y Steve vuelve a inclinarse sobre él.

—Amigo, ¿quieres un poco de polvillo para alegrarte?

Robert mira a Steve; su rostro está tan cerca que huele el Old Spice. Agita las cejas.

—Vamos a mear y te pondré en órbita.

Van al baño de hombres y se encierran en un retrete. Steve saca un frasquito marrón con una cuchara ingeniosamente adherida a la tapa y extrae de él un polvo blanco. Tapona con el índice la fosa nasal derecha de Robert y sostiene la cuchara bajo la derecha. Robert se apresura a inhalar. Bum. Steve le acerca un poco más. Bum. Después, Steve aspira tres o cuatro cucharadas.

—Despegaste, compañero.

Pone más coca bajo la nariz de Robert. Ahora, los senos nasales de Robert están llenos de vida. Sacude la cabeza y se estremece. Aspira. Bum. Mierda. Los ojos se le abren mucho. Ríe.

—¡A la mierda, amigo! —exclama Robert—. Esto es muy homoerótico. Muy años ochenta.

—De eso van los noventa, amigo, de recuperar la gloria de los ochenta a precio de liquidación.

Vuelve a acercar la cuchara a la nariz de Robert. Blam. Robert se siente estupendamente. Tiene la nariz anestesiada, siente que sus dientes se van a dormir. Aspira ruidosamente y sonríe. Coño, qué bien se siente.

—¿Te gustan esas chicas, compañero?

Robert asiente. Quiere más.

—La de las glándulas mamarias es mía. Si quieres a la pequeñita, es tuya.

Robert se sirve otra cucharada del amor.

—Tiene tetitas de chico; pero ¡vaya boca!, ¿no? Dan ganas de follarle la cabeza aquí mismo en el bar, ¿a que sí, Robert?

Sí, follarle la cabeza. Quiere ponerse un poco en el dedo para refregársela por las encías. Tamborilea sobre sus incisivos. Signo universal del consumidor de coca.

—Oye, aspiradora humana, te estás tomando toda mi coca.

Steve se echa al bolsillo el frasco, donde aún queda mucho para más tarde y regresan a la mesa. Las chicas ya están allí. Robert ve que Erin se oprime las narices con índice y pulgar y aspira. Es una señal en código que significa: «Voy de coca, ¿tú también?».

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