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Authors: Milena Agus

Tags: #Romántico

Alice (9 page)

BOOK: Alice
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—Sí, claro, ya nos hemos visto.

—Por cierto, gracias. Me han dicho que usted se ocupó de mis rosas. Son especies del siglo
XVIII
, las he traído de Francia, las Bourbon, las Madame Pierre Oger, las Louise Odier.

—Pase, pase. ¿Le apetece tomar algo?

—No, gracias —dijo con la voz aguda y entrecortada de quien habla de algo que no consigue tragar—. He visto que la señora de abajo trabaja en mi casa. No me acordaba de ella, pero en cuanto entré en mi piso la reconocí enseguida, por la ropa que hace daño a la vista, cuadros, flores, lunares. ¿No le parece a usted también que hace daño a la vista? Ha sido muy eficiente, todo está limpio y ordenado. Lo único es que en la terraza me ha plantado unas margaritas, que son flores muy vulgares y malolientes. En fin, que gracias de nuevo por haber cuidado de mis rosas.

Me estrechó la mano y se fue. Ahora, todos los días con cualquier excusa me llama al timbre.

—¡Pase! —le digo—. Pase, siéntese.

—¡No, no se moleste! —y se queda en la puerta.

Un buen día aceptó la invitación, entró y la hice sentarse en el sofá rojo de lana rizada, en el salón que da a la calle, porque desde la cocina, que da al patio, habría visto Buckingham Palace y no me apetecía.

—Leí en los diarios sobre el concierto de mi marido. Lo que cuentan los periodistas son puras tonterías. Jamás ha estado deprimido. Sencillamente vive en un mundo de fantasía y se siente mal cuando el real no se corresponde. Decidió no tocar más en público y no grabar discos porque el éxito no le importaba nada. Podía haber seguido dando conciertos y lo hubieran recibido con alfombra roja en Nueva York, en Tokio, en París, en el mundo entero. Por entonces iban a recogerlo en limusina, pero fíjese, decía que no le gustaba que lo zarandearan. ¡Que lo zarandearan! ¡En las limusinas, en los vagones de primera de los trenes! No quería separarse del niño, que llegó después de muchos años de casados, no quería dejar nuestro cuarto de baño azulejado, con animalitos de goma en el borde de la bañera. ¿Sabía que mi marido es hijo de gente pobre, pobre y ordinaria? Salvo su madre. En la época de París debió de ser refinada. Estudiaba violín, pero, con la ocupación nazi, la mandaron a Estados Unidos, a casa de sus parientes, unos judíos que habían emigrado mucho tiempo antes. Cuando la conocí, había perdido gran parte de su elegancia, claro, pero todavía se le notaba la educación. De todos modos, yo, en lugar de la mierda de las vacas de Oklahoma, habría preferido las cámaras de gas. Pero ella parecía feliz, no parecía arrepentida.

—¿Arrepentida de lo de las cámaras de gas?

Pero no contestó la pregunta y siguió diciendo:

—El que después sería mi marido ganó una beca para asistir al
college
al que me mandaron a estudiar también a mí desde Cerdeña. Lo conocí cuando teníamos dieciséis años. Estaba fascinada. Loca por él. Tocaba el violín. Pero ya entonces era raro. Confraternizaba con sus rivales de la orquesta. Nunca hablaba de sí mismo con convicción. Si se trataba de ser elegido para algo importante, siempre apoyaba a los demás. Le disgustaba ganar. Y cuando se le terminó el éxito, se conmovía al leer sobre los éxitos de sus amigos, recortaba los artículos y los guardaba celosamente. Muchas veces yo le arrancaba de las manos los malditos recortes y se los rompía en pedacitos.

—Johnson sénior no conoce los malos sentimientos, para él el mundo es bueno, como para Giovannino, que tiene muchísimas cosas de su abuelo.

—No puede tener nada de su abuelo cuando lo trata desde hace apenas unos meses.

—Lo que cuenta es el ADN. ¿Ha oído cómo toca el violín su nieto? Ciertos talentos son hereditarios.

—Ya, hereditarios… En fin, que yo era feliz viajando por el mundo, de modo que de zarandeos, nada de nada. También vivimos en Nueva York, porque yo quería que mi hijo se sintiera americano y quería que estudiara en Estados Unidos, pero ese país le ha hecho daño.

Ahora la señora de arriba baja a verme incluso con ropa de estar por casa, en pantuflas, pero de esas preciosas, con tacones y plumitas de avestruz. Trae los ojos embadurnados de maquillaje y se nota que ha llorado.

Me gustaría dejarla en la puerta, porque yo estoy de parte de Anna, pero me da pena y le digo que pase y se siente en el sofá rojo de lana rizada y le pregunto si le apetece tomar algo.

—¿Cómo es esta historia de la señora de abajo que vivía en mi casa y en cuanto yo le ofrecí generosamente que se quedara como ama de llaves, recogió sus bártulos y se volvió para su piso? ¿Qué le he hecho yo? ¿No se habrá hecho amante de mi marido? Pero si ella también es una vieja igual que yo. ¿Qué es lo que quieren, vencer a la naturaleza? ¿Actuar en contra de todo sentido común? ¿Quieren hacerse los jovencitos? ¿Ser lo que no son ni nunca más serán? ¿Y mi hijo? Él también contrario a la naturaleza. Sin futuro. Todos sin futuro. Padre, hijo e hijito, el pobre no tiene la culpa. Es difícil, créame, muy difícil querer a alguien que no hace nada, pero absolutamente nada de lo que una quisiera. Llegué incluso a pensar en suicidarme. No quería saber nada más de ninguno de los tres. Me fui aprovisionando de pastillas para dormir que el médico me había recetado para varios meses y todas las noches dejaba de tomármelas y las guardaba para tragármelas todas juntas. Pero las guardé durante demasiado tiempo y, cuando decidí que había llegado el momento de morir, las pastillas más antiguas habían caducado.

—Se lo ruego, Mrs. Johnson —le dije tomando sus manos entre las mías—, deje de pensar en el suicidio.

—¿Cómo hago para no pensar en ello con todas esas cosas contrarias a la naturaleza?

—No entiendo. ¿Qué es contrario a la naturaleza?

—No hay nada que entender. Son americanos. En Estados Unidos no se resignan ante el curso las cosas. Y no es ninguna casualidad que mi marido sea americano y que mi hijo sea hijo de un americano.

Capítulo 13

Un día Mrs. Johnson se presentó en la puerta de mi casa y dijo:

—¡Hola! ¿Qué tal si nos tuteamos?

—Claro, pase. Quiero decir, pasa. Ay, me cuesta tutearla. Hagamos una cosa, usted me tutea y yo la trato de usted.

—Te molesto porque se me ha ocurrido algo que me atormenta y no puedo contárselo a nadie.

Entonces, como siempre, fuimos a sentarnos en el sofá rojo de lana rizada.

—¿Sabes guardar un secreto?

—Sí.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo. Pero ¿por qué me hace confidencias justamente a mí, Mrs. Johnson?

—No sabría con qué otra persona hablar.

—¿No tiene amigos, aquí en Cagliari?

—Conozco a muchas personas, pero no son amigas mías. Además, tú te pareces a alguien que siento muy cercana, aunque sea una ridiculez.

—¿Una ridiculez?

—Te pareces a la hija que me habría gustado tener, con ese bolso en bandolera cargado de libros, rubia, pálida, juiciosa, elegante.

—Y una calamidad.

—De eso ya me he dado cuenta.

—¿Por qué?

—Por el olor a quemado que sale por la ventana de tu cocina. Por el estrépito que hacen las cacerolas cuando se te caen de las manos. Por cómo tiendes a secar la ropa. Y, no te lo tomes a mal, por lo que me convidas cuando vengo a verte.

—Lo único a lo que la convido siempre es té.

—Precisamente.

—Entonces ¿quiere que vaya a prepararle un té?

—No, gracias. Tengo que hablar contigo. Quédate aquí sentada. ¿Prometes que guardarás el secreto?

—Lo prometo.

—Después de los sesenta y cinco años, a mi marido le entraron ciertas ganas, ciertas curiosidades. Empezó a comprar revistas guarras, ¿me comprendes? Quería que yo hiciera lo que se veía en las fotos. Y yo le decía: «Pero si soy una vieja. Estoy fofa. Debíamos haberlo pensado antes. Además, ¿acaso lo nuestro no ha sido bonito igual? ¿Acaso no es ahora el momento de descansar, de ser amigos fraternales? ¿No es lo que le pasa a todo el mundo, después de cincuenta años de vida en común?». Estoy segura de que la señora de abajo se convirtió en su amante y también entiendo por qué: hace lo que sale en esas revistas asquerosas. Qué vergüenza. Ella también es una vieja. ¿Qué se creía, que iba a ser la dueña del piso de arriba? ¿Qué yo no iba a regresar?

—No se creía nada. Anna es la persona más ingenua que conozco.

—Lo calculó como una auténtica puta. ¿Sabías que su madre también era puta? Aquí, en la Marina, lo sabe todo el mundo.

—No es puta y le aseguro que es incapaz de calcular nada.

—Eres demasiado joven para ciertas cosas. Si hubieses hojeado esas revistas, a lo mejor sabrías a qué me refiero.

—Las he hojeado, las revistas.


Mon dieu!
Pobrecita mía. Mira que tener que ver ciertas cosas a tu edad.

—Desde que ocurrió la desgracia reúno información sobre el sexo. Johnson sénior no tiene la culpa.


Mon dieu!
¿Qué desgracia?

—La de mis padres. Oí decir que la estudiante de la que se enamoró mi padre, esa por la que se suicidó, era una máquina de guerra del sexo. Después de la muerte de Lady Diana, leí en un periódico que en vez de preferir a su guapísima esposa al príncipe Carlos le gustaba esa otra señora feúcha, Camilla, y era siempre por el sexo, y también leí que el rey Eduardo VIII de Inglaterra renunció al trono por amor a Wallis Simpson, una plebeya, y que Wallis lo conquistó con las artes aprendidas en un establecimiento de dudosa fama de Shanghái. Pensé que si yo también aprendía esas artes, nunca me dejarían por otra, como le pasó a mamá con mi padre. La estudiante esa era fea, si hasta tenía un poco de bigote, y recuerdo que cuando me besaba para despedirse, me pinchaba. Y aun así… Siento curiosidad por todo lo que pueda conducirme al establecimiento de dudosa fama al que fue Wallis Simpson en Shanghái.

—La muy guarra y puta de tu amiga seguro que sabrá indicarte el camino.

Me levanté de un salto como para invitarla a marcharse, pero estalló en sollozos, entonces le dije que se quedara todo el tiempo que quisiera, con la condición de que no hablara mal de Anna.

—¿Es que no sabéis que soy dueña de todo? —continuó diciendo—. Mi marido tenía una sola casa de su propiedad en la playa, en uno de los lugares más famosos de Cerdeña, una maravilla, yo insistí para que se la comprara cuando todavía ganaba mucho con el violín. Porque era un gran violinista. Pero no sabía vender su arte. Renunciaba a los contratos más ventajosos, no quería saber nada de entrevistas. Él no sabe lo que son los buenos modales, no se resiste a los impulsos. Si se aburre, se duerme delante de quien le está hablando. Además, despilfarraba el dinero que ganaba, fueron muchos los que se dieron cuenta de que bastaba con pedir para obtener algo. Sólo quedó lo que era mío. A veces me preguntaba si era bueno de verdad. O sólo tonto. Un inadaptado. En fin, que conseguí que se comprara aquella casa. Pero nunca se comportaba como una persona normal. Andaba siempre entre las rocas buscando lapas, mientras en la playa había gente importante con la que establecer contactos. Se acercaban a nuestra sombrilla, querían saludar al violinista, felicitarlo. Yo me mataba haciéndole señas desde la playa, lo llamaba. Las rocas no estaban lejos, pero él fingía no enterarse. Además, decía que como acababan de ponerse los sombreros, los pareos o los bronceadores o de salir de la peluquería, estaba seguro de que nadie se habría tirado al agua por él. Eso decía. En cuanto llegaba el niño, regresaba a la sombrilla y los dos se ponían a jugar. Rodaban por la arena y construían castillos, y si alguien se acercaba, él seguía concentrado en levantar una torre, un puentecito, una fortificación. Cuando nos invitaban, era un aguafiestas y me decía: «¿Qué vas a hacer tú en esas cárceles?». Yo iba, sola y triste, por amor a él, para estrechar relaciones con esas personas importantes. Y qué fiestas daban, de cárceles no tenían nada. Cuando ibas hacia esas mansiones, el cielo se veía a trocitos, de tan altos que eran los árboles y de entrelazadas que estaban sus ramas sobre los senderos de guijarros. Después, a medida que avanzabas, el cielo se abría y te encontrabas en un prado de hierba perfectamente cortada, con parterres de flores multicolores y mesas con manteles de encaje agitados por la brisa, y camareros que llegaban con bandejas llenas de copas de cristal. Yo hacía algún contacto para algún concierto, regresaba a casa entusiasmada y se lo contaba todo. Pero él decía que ninguna de esas personas lo había oído tocar y que no lo apreciaban de verdad, sencillamente se habían enterado por los diarios o la televisión de que un violinista americano se había instalado en Cerdeña por amor. Me convenció para que vendiera aquella casa y comprara una
choza
en una islita de pescadores, a la que se llegaba en ferry, tras un viaje en el que te azotaba el viento. Un viento que se te llevaba. Pero nuestra
choza
estaba cerca de las playas tranquilas, se entraba por una de esas verjas que interrumpían largas murallas blancas, sepultadas en el monte espinoso, que te arañaba, y los huertos, huertos miserables, de tomates. Me acuerdo del suelo, qué asco, cubierto de higos violáceos despachurrados y, aparte de las cigarras, el silencio era absoluto, angustiante. Bonita lo es, la isla esa. Pero a mí no me gustaba. En ciertos lugares el agua es celeste, o de un azul verdoso oscuro, y el fondo marino está lleno de peces, pero a mí no me gusta bañarme cuando el fondo es rocoso y no puedes pisar en ninguna parte porque si no te haces daño, y tienes que estar todo el rato nadando, nadando, porque salir del agua es una hazaña. Una pequeña isla donde el paisaje cambia en un radio de pocos kilómetros. Con unos senderos estrechos, cavados en los acantilados, que se encaraman por las rocas hasta abrirse libres y rectos como pistas de aterrizaje en la piedra negra, a plomo sobre el mar. ¡Qué miedo! Unos acantilados plateados que te recuerdan los cráteres lunares. Qué desolación, perdidos en otro planeta… A mí no me gustan los acantilados complicados y a trasmano. Prefiero las calas redondas, suaves y perfumadas, pero mi marido nunca quería ir a esas calas, porque claro, estaban llenas de gente. Y el cielo, cuántas estrellas, él estaba embobado con las estrellas y tocaba el violín para ellas, para las estrellas, pero a mí me dan igual las estrellas en el cielo y me canso de estar con la nariz apuntando hacia arriba y me parecía ridículo que él tocara el violín para las estrellas. Había que verlo a mi marido, tan inútil y a disgusto en tierra, cómo se movía entre peces y jardines submarinos, cómo cabalgaba las olas. Hasta miedo me daba. Desde entonces pienso que a lo mejor Levi Johnson no es un terrícola. Es lo que dicen, ¿no?, que de otros planetas nos mandan alienígenas, replicantes idénticos en todo a nosotros, para observarnos, pero si los miramos con atención, nos damos cuenta de que no son de los nuestros. Claro que él parecía un ser humano en todo, absolutamente en todo, y después de que tuvimos a nuestro niño, fue un buen padre. Entre aquellas piedras los niños pescaban pececitos con sus redes, y jugaban en la calle o en la plaza, vigilados por los viejecitos que se apretujaban en los bancos. Mi marido decía que para el niño era mejor, porque en el sitio de antes, el mar estaba tan invadido por botes y flotadores con enormes cabezas de animales que sólo debajo del agua se podía estar tranquilo, y en las rocas no había lapas ni erizos, mientras que allí los había a montones. Erizos y lapas, cuando podíamos permitirnos tomar langostas. Pero él no come animales superiores. En la isla preparan un atún riquísimo, pero cada vez que en el restaurante me daba por tomarme un trozo, no hacía más que hablarme de la matanza, del sufrimiento de esos pobres desgraciados. Y después, a ver quién era capaz de comerse el atún… Además, a él le disgustaban los chismorreos de los habitantes de los chalets; en cambio, en la isla hablaban siempre de barquitas de madera y sus nuevos amigos le enseñaron todo sobre el mar, hasta el punto de que ya no parecía él, sino un verdadero marinero, aunque no pescara, porque juró que él jamás habría matado ni pedido a nadie que matara para darle de comer. Probablemente fueron ellos quienes le metieron en la cabeza la idea de los barcos de crucero. Allí tampoco había nadie que conociera su música, y ni siquiera lo felicitaban, porque seguro que nunca habían leído los artículos sobre él, y hablaban de otra cosa, y por la mañana, la gente bajaba a la playa incluso en pijama, y con estos ojos vi que muchos se metían en el agua en calzoncillos. Se compró una barquita de madera, característica del lugar, cuando nos podíamos permitir un yate.

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