Año de publicación:
1870
Sinopsis:
Este viaje Alrededor de la Luna, continuación del relato titulado De la Tierra a la Luna, es la prolongación novelada del Verne que sabe combinar, con el artificio del narrador vigoroso, los mitos lunares imaginados por el hombre desde los inicios de la humanidad con los conocimientos científicos del siglo XIX.
Verne narra con lujo de detalles cómo sería el viaje de dos estadounidenses y un francés dentro de una bala gigante hacia la Luna. Mientras en De la Tierra a la Luna se dedica a explicar minuciosamente cómo unos emprendedores planean y ejecutan todos los preparativos para un viaje hacia la Luna en una bala de cañón, en Alrededor de la Luna describe el transcurso de ese viaje.
El viaje se realiza durante la luna llena y, aunque la idea de los tripulantes era aterrizar en el satélite, pronto se dan cuenta de que están atrapados orbitando alrededor de él. Hacen conjeturas sobre la posibilidad de vida selenita, y después de comprobar que en el lado de la Luna que siempre mira a la Tierra, ampliamente explorado por los telescopios de la época, no hay indicio de vida, se internan en el otro lado. Como todo esto transcurre durante la luna llena, el lado oculto se encuentra absolutamente a oscuras. Sin embargo, estalla un bólido que hace posible, apenas por unos instantes, ver bien la superficie lunar de cerca, y los personajes se dan cuenta de que, en el pasado, la Luna tuvo continentes, ciudades y vida selenita que luego sería destruida.
Julio Verne
Alrededor de la Luna
ePUB v1.0
akilino06.08.12
Título original:
Autour de la Lune
Julio Verne, 1870
Editor: akilino
ePub base v2.0
Al correr el año 186… sorprendió al mundo entero la noticia de una tentativa científica sin ejemplo en los anales de la ciencia. Los miembros del «Gun-Club», círculo de artilleros fundado en Baltimore durante la guerra de Secesión, concibieron el propósito de ponerse en comunicación nada menos que con la Luna, enviando hasta dicho satélite una bala de cañón. El presidente Barbicane, promotor del proyecto, después de consultar a los astrónomos del observatorio de Cambridge, tomó las medidas necesarias para el éxito de aquella empresa extraordinaria, que la mayor parte de las personas componentes declararon realizable, y después de abrir una suscripción pública que produjo cerca de treinta millones de francos, dio principio a su tarea gigantesca.
Según la nota redactada por los individuos del observatorio, el cañón destinado a lanzar el proyectil debía colocarse en un país situado entre los 0° y 28° de latitud Norte o Sur, con objeto de apuntar a la Luna en el cenit. La bala debía recibir el impulso capaz de comunicarle una velocidad de doce mil yardas por segundo; de manera que, lanzada por ejemplo, el 10 de diciembre, a las once menos trece minutos y veinte segundos de la noche, llegase a la Luna a los cuatro días de su salida, o sea el 5 de diciembre, a las once en punto de la noche, en el momento en que el satélite se hallara en su perigeo, es decir, a su menor distancia de la Tierra, o sean ochenta y seis mil cuatrocientas diez leguas justas.
Los principales individuos del «Gun-Club», el presidente Barbicane, el comandante Elphiston, el secretario J. T. Maston y otros hombres de ciencia celebraron repetidas sesiones en que se discutió la forma y composición de la bala, la disposición y naturaleza del cañón, y por último, la calidad y cantidad de la pólvora que había de emplearse. De estas discusiones salieron los siguientes acuerdos:
1. Que el proyectil fuese una bala de aluminio de ciento ocho pulgadas de diámetro y sus paredes de doce pulgadas de espesor, con un peso de diecinueve mil doscientas cincuenta libras.
2. Que el cañón tenía que ser un columbiad de hierro fundido, de novecientos pies de largo y vaciado directamente en el suelo.
3. Que la carga se haría con cuatrocientas mil libras de algodón pólvora, las cuales, produciendo seis millones de litros de gas bajo el proyectil, podrían lanzarlo fácilmente hasta el astro de la noche.
Una vez resueltas estas cuestiones, el presidente Barbicane, auxiliado por el ingeniero Murchison, eligió un punto situado en la Florida a los 27° 7' de latitud Norte y 5° 7' de longitud Este, en donde después de maravillosos trabajos, quedó fundido el cañón con toda felicidad.
Así se hallaban las cosas, cuando ocurrió un incidente que vino a aumentar de un modo extraordinario el interés de aquella gigantesca empresa.
Un francés, un parisiense caprichoso, artista de talento y audacia, manifestó el deseo resuelto de encerrarse en el proyectil a fin de llegar a la Luna y practicar un reconocimiento del satélite de la Tierra. Ese intrépido aventurero se llamaba Miguel Ardán; llegó a América, fue recibido con entusiasmo, celebró reuniones públicas, se vio aclamado triunfalmente, consiguió reconciliar al presidente Barbicane y al capitán Nicholl, que eran enemigos mortales y, en prueba de reconciliación, los decidió a embarcarse juntos en el proyectil.
Entonces se modificó la forma del proyectil, que en vez de ser esférico, fue cilindrocónico. Se colocaron en aquella especie de vagón aéreo muelles de gran resistencia y tabiques móviles que amortiguasen el golpe de la salida. Sé les proveyó de víveres para un año, de agua para unos cuantos meses y de gas para algunos días. Un aparato automático elaboraba y producía el aire necesario para la respiración de los tres viajeros. Al mismo tiempo, el «Gun-Club» mandaba construir por su cuenta, en una de las más altas cumbres de las Montañas Rocosas, un telescopio gigantesco, por medio del cual se podría observar la marcha del proyectil a través del espacio.
El día 30 de noviembre, a la hora anunciada, y en medio de extraordinaria concurrencia de espectadores, se efectuó la salida, y por primera vez tres seres humanos abandonaron el globo terrestre, lanzándose a los espacios interplanetarios, casi con la seguridad de llegar a su destino.
Los audaces viajeros, Miguel Ardán, el presidente Barbicane y el capitán Nicholl debían recorrer su camino en noventa y siete horas, trece minutos y veinte segundos. Por consiguiente su llegada a la superficie del disco lunar no podía efectuarse hasta el 5 de diciembre, a medianoche, en el momento mismo de ocurrir el plenilunio, y no el 4, como lo habían anunciado algunos periódicos mal informados.
Pero ocurrió algo inesperado: la detonación del columbiad produjo una alteración en la atmósfera terrestre acumulando en ella gran cantidad de vapores. Este fenómeno llenó de despecho a todo el mundo, porque la Luna estuvo cubierta unas cuantas noches a los ojos de los que la examinaban.
El digno J. T. Maston, el más valiente amigo de los viajeros, se encaminó a las Montañas Rocosas, acompañado del respetable. Belfast, director del observatorio de Cambridge, y llegó a la estación de Long's Peak, donde se alzaba el telescopio que acercaba la Luna hasta la distancia de dos leguas. El secretario del «Gun-Club» quería observar por sí mismo la marcha del vehículo que conducía a sus amigos.
La acumulación de nubes en la atmósfera impidió toda observación durante los días 5, 6, 7, 8, 9 y 10 de diciembre. Hasta se creyó que se habían de aplazar las observaciones hasta el 3 de enero siguiente; porque como el 11 de diciembre entraba la Luna en cuarto menguante, lo presentaría ya más que una porción cada día menor de su disco, insuficiente para poder examinar la marcha del proyectil.
Mas al fin, con gran alegría de todos, una fuerte tempestad despejó la atmósfera en la noche del 11 al 12 de diciembre, y la Luna, iluminada en su mitad, se dejó ver perfectamente sobre el fondo negro del cielo.
Aquella misma noche, los señores Maston y Belfast enviaron un cablegrama desde la estación de Long's Peak a los individuos del observatorio de Cambridge en el que comunicaban que el día 11 de diciembre, a las ocho y cuarenta y siete minutos de la noche, habían distinguido el proyectil lanzado por el columbiad de Stone's Hill; que la bala, desviada de la dirección por una causa desconocida, no había llegado a su término, si bien había pasado bastante cerca para ser detenida por la atracción lunar y en su movimiento circular, empezando a recorrer una órbita elíptica alrededor del astro de la noche, convirtiéndose en satélite suyo.
Añadía el mensaje que los elementos de este nuevo astro no habían podido calcularse todavía; y, en efecto, para determinarlos se necesitaban tres observaciones hechas hallándose el astro en tres posiciones diferentes. Después indicaban que la distancia entre el proyectil y la superficie lunar «podía» evaluarse en unas dos mil ochocientas treinta y tres millas, o sea unas mil cien leguas.
Finalmente, terminaba emitiendo estas dos hipótesis: o la atracción lunar vencería y los viajeros llegarían a su destino, o el proyectil, detenido en una órbita inmutable, gravitaría en torno del disco lunar hasta la consumación de los siglos.
¿Cuál podría ser la suerte de los viajeros en este último caso? Verdad es que tenían víveres para cierto tiempo. Pero aun en el caso de que su empresa tuviera el mejor éxito, ¿cómo volverían? ¿Podrían acaso volver? ¿Habría noticias suyas? Todas estas cuestiones, debatidas por plumas competentes, interesaban en alto grado a la opinión pública.
No estaría de más hacer aquí una observación que deben de tener en cuenta los impacientes. Cuando un sabio anuncia al público un descubrimiento puramente especulativo ha de proceder con mucha prudencia. Nadie está obligado a destruir un planeta, ni un cometa, ni un satélite, y el que se equivoca en casos semejantes se expone a las burlas de la multitud. Por lo tanto, es preferible esperar y esto es lo que hubiera debido hacer el impaciente J. T. Maston, antes de enviar aquel cablegrama que, según él, decidía ya el resultado definitivo de aquella empresa.
En efecto, había en él errores de dos clases, como se demostró después en primer lugar, errores de observaciones respecto a la distancia entre el proyectil y la superficie lunar; porque en la fecha del 11 de diciembre, era imposible verlo; y lo que J. T. Maston había creído ver no podía en manera alguna ser la bala del columbiad. En segundo lugar, erró la teoría acerca de la suerte que podría correr el citado proyectil; porque al suponerlo convertido en satélite de la Luna era ponerse en contradicción con las leyes de la mecánica racional.
No podía realizarse más que una sola hipótesis de los observadores del Long's Peak: la que preveía el caso en que los viajeros, si vivían, combinaran sus esfuerzos con la atracción lunar a fin de llegar a la superficie del astro.
Pues bien, aquellos hombres tan inteligentes como atrevidos habían sobrevivido al terrible golpe que determinó la salida, y vamos a referir su viaje dentro del proyectil vagón, con todos sus dramáticos y singulares pormenores. Esté relato destruirá muchas ilusiones y muchas previsiones; pero dará una idea exacta de las peripecias reservadas a semejante empresa y pondrá en evidencia los instintos científicos de Barbicane, los recursos del ingenioso Nicholl y la audacia humorística de Miguel Ardán.
Demostrará también que su digno amigo J. T. Maston perdía lastimosamente el tiempo cuando, inclinado sobre su gigantesco telescopio, observaba la marcha de la Luna por los espacios estelares a la busca del famoso proyectil.