—¡Te echo una carrera! -gritó Beleño antes de arrancar a correr.
Caele nunca había llegado a ver la Sala del Sacrilegio, pero había podido visualizarla para el hechizo. Midori, la hembra de dragón, se la había descrito una vez. En aquel momento Caele no había prestado demasiada atención a la descripción, pues la hembra de dragón divagaba sobre eso con el único propósito de atormentarlo. Midori sabía que ante su presencia se sentía aterrorizado y le parecía muy divertido entretenerlo al alcance de sus colmillos.
Caele había creído enfermar de miedo el día en que la hembra de dragón había pasado una media hora insoportable divagando sobre el castillo de arena y lo listo que había sido Nuitari cuando lo construyó para que albergara los objetos sagrados, y la mala suerte que tenía él, Caele, porque jamás en su vida lo vería. Caele apenas recordaba nada de la conversación, pero sí consiguió rescatar las palabras «castillo de arena» de entre sus recuerdos. Con aquella imagen en la mente, su magia lo llevó hasta el lugar.
Se materializó en la puerta y se quedó petrificado, sin osar moverse hasta que no hubiera valorado la situación. El monje estaba de rodillas, lloriqueando. La perra estaba acurrucada a su lado. El kender y la mocosa estaban más lejos, saqueando un altar. Ni rastro de Basalto.
Caele había planeado matar al monje sin dilación, pero el hechizo mortal que iba a pronunciar se borró de su mente cuando su mirada perpleja empezó a pasar de un altar a otro. Ni en sus sueños más avariciosos había llegado a imaginar aquel tesoro de valor incalculable. Y allí estaba, desprotegido, esperando a que alguien lo cogiese sin más y lo vendiese al mejor postor. Caele estaba tan emocionado que podría haberse puesto a lloriquear como el monje.
Volvió a concentrarse en lo que lo ocupaba. En primer lugar, tenía que librarse de la competencia. Caele sabía un buen número de hechizos que po- dian matar a las personas de las formas más diversas y desagradables. Estaba cogiendo la calamita que haría que el monje se desintegrara en gotas pegajosas y rezumantes de carne, cuando percibió un movimiento cerca de uno de los altares.
Caele miró fijamente en aquella dirección. No estaba muy seguro de a qué dios pertenecía ese altar, pero tampoco le importaba. Uno de los objetos que relucía sobre el altar era un cáliz incrustado de piedras preciosas. Caele ya lo había apuntado mentalmente como especialmente valioso y se dio cuenta de que alguien más se había percatado de su valor. Una sombra se arrastraba cerca, una forma oscura y peluda que alargaba la mano.
—¡Basalto! —gruñó Caele.
La perra se incorporó de un salto lanzando un ladrido.
Beleño estaba de pie con las manos hundidas en los bolsillos, centrando todos sus esfuerzos en que siguieran ahí. Nunca antes había visto tantos objetos interesantes, curiosos e increíbles, todos juntos en un sitio. Mirara donde mirase, todo parecía pedirle a gritos que lo tocara, lo cogiera, lo estudiara, lo palpara, lo olfateara, lo abriera, lo levantara, lo tanteara, lo desenrollara, lo desenroscara o, por lo menos, lo guardara en un morral para observarlo más adelante.
En varias ocasiones, las manos de Beleño intentaron escapar de un salto de los bolsillos y llevar a la práctica todo lo mencionado. Dando muestras de una voluntad férrea, el kender consiguió mantener sus manos bajo control, pero tenía la sensación de que su voluntad era cada vez más débil y sus manos cada vez más fuertes.
Lo único que quería era que Mina se diera prisa.
Completamente ajena a la lucha que estaba produciéndose en los bolsillos del kender, Mina deambulaba entre los dos altares, ambos inmersos en las sombras más impenetrables, mirando los objetos que había apilados alrededor. Fruncía los labios y arrugaba la frente. Parecía que estaba intentando tomar una decisión, porque a veces extendía la mano hacia un objeto, después la apartaba y se acercaba a otra cosa.
Beleño vivía una auténtica agonía. Una mano había logrado deslizarse del bolsillo y había utilizado la otra para agarrarla por la muñeca y forcejear con ella. Estaba a punto de gritarle a Mina que se decidiera de una vez, cuando el ladrido de Atta, que sonó más alto de lo normal en el silencio absoluto de la Sala, a punto estuvo de hacerle pegar un salto.
—¡Mina! -gritó Beleño—. ¡Es uno de esos hechiceros malos! ¡Está aquí!
—Ya lo sé -repuso Mina, encogiéndose de hombros-. Los dos están aquí.
Hay otro arrastrándose por ahí, cerca del altar de Sargonnas. -Esbozó una sonrisa maliciosa—. El enano se cree muy listo. No sabe que podemos verlo.
Al principio Beleño no vio nada, pero después distinguió perfectamente a un enano merodeando alrededor de uno de los altares. Estaba mirando un cáliz de piedras preciosas cuyo pie representaba la cabeza de un minotauro apoyada sobre sus cuernos.
Atta estaba ladrando al otro hechicero, que acechaba desde la puerta. Rhys seguía de rodillas, completamente entregado a su dios. Caele tenía la mano metida en uno de sus saquitos y Beleño sabía lo suficiente sobre hechiceros para considerar poco probable que estuviera buscando un poco de pimienta.
—¡Mina, creo que va a intentar matar a Rhys! -exclamó Beleño con voz apremiante.
—Sí, seguramente —se mostró de acuerdo Mina. Seguía dándole vueltas a todas las opciones.
—¡Tenemos que hacer algo! —repuso Beleño, enfadado— ¡Detenlo!
Mina suspiró.
—No logro decidir cuál le gustará a madre. No quiero equivocarme. ¿A ti qué te parece?
A Beleño no le parecía nada. Caele estaba recitando y apuntando a Rhys con algo.
Beleño estaba a punto de gritar a Rhys para avisarlo, pero el grito se convirtió en un sonido estrangulado por el asombro. Una cuerda de cáñamo recorrida por hojas sagradas, que hasta entonces había estado enroscada en el altar de Chislev, se lanzó como una serpiente atacante y rodeó los brazos de Caele, apretándolos contra los costados. Las palabras del hechizo del semielfo murieron en un aullido. Cayó al suelo rodando, mientras intentaba zafarse de la cuerda que lo sujetaba.
En ese momento, Basalto cogía el cáliz y, para más asombro de Beleño, lo utilizaba para golpearse a sí mismo en la cabeza. Basalto aullaba de dolor e intentaba escapar del cáliz, pero lo único que conseguía era seguir pegándose. Siguió dándose golpes, incapaz de detenerse. La sangre le caía por el rostro. Se tambaleó aturdido, gimiendo de dolor, hasta que se derrumbó inconsciente. Sólo entonces dejó de golpearse.
Beleño tragó saliva. Sus manos, todavía en los bolsillos, ya parecían sentirse más cómodas allí y no manifestaban deseo alguno de tocar nada.
—Creo que deberíamos salir de este lugar -sugirió Beleño con un hilo de voz.
-Me llevaré esto -dijo Mina, decidiéndose por fin.
-¡No toques nada! -le advirtió Beleño, pero Mina no le prestaba atención.
Cogió una figura pequeña de cristal esculpida en forma de pirámide del altar de Paladine y se quedó admirándola. No pasó nada.
Sin dejar el pequeño cristal, Mina se acercó al altar de Takhisis y, después de dudarlo un momento, eligió un collar anodino, hecho con cuentas brillantes.
—Creo que a madre le gustarán estas cosas —anunció la pequeña.
-¿Qué son? -preguntó Beleño-. ¿Qué hacen? ¿Lo sabes, por lo menos?
-¡Claro que lo sé! -repuso Mina ofendida—. No soy tonta. Lo sé todo sobre todo.
Beleño olvidó por un momento que era una diosa y que probablemente lo sabía todo sobre todo. Hizo un ruido poco educado para expresar su incredulidad.
-Entonces, ¿qué es ese collar? —le retó.
—Se llama Sedición —contestó Mina con aire petulante por todo lo que sabía—. Lo hizo Takhisis. La persona que lo lleva tiene el poder de hacer mala a la gente buena.
Beleño estuvo a punto de decir «¿Quieres decir malos como tú?», pero se lo pensó mejor. A pesar de que Mina había estado a punto de ahogarlo, no quería herir sus sentimientos.
—¿Y la pirámide pequeña? —preguntó.
-Está consagrada a Paladine. —Mina la levantó para ver los destellos del cristal bajo la luz azul del altar de Mishakal—, Esta pieza emite la luz de la verdad sobre las personas. Por eso el Príncipe de los Sacerdotes tenía que esconderla. Tenía miedo de que la gente viera lo que realmente era.
Beleño tuvo una idea.
—Bah, no te creo. Te lo estás inventando.
—¡Es verdad! —repuso Mina, enfadada.
-Entonces demuéstramelo —contestó Beleño. Alargó la mano hacia el cristal.
Mina vaciló.
—¿Me prometes que vas a devolvérmelo?
-Que me parta un rayo si no lo hago —juró Beleño.
Ya que había hecho aquel terrible juramente, sagrado para todos los niños del mundo, Mina aceptó. Dejó el cristal en forma de pirámide en la mano del kender.
-¿Qué hago? -preguntó Beleño, mirando el objeto con curiosidad y un poco más de recelo que hasta el momento. De repente le había asaltado la duda de si el objeto se ofendería porque lo utilizara un místico.
—Póntelo en el ojo y mira a algo a través de él —contestó Mina.
—¿Qué voy a ver?
-¿Cómo quieres que lo sepa? Depende de lo que estés mirando, bobo.
Beleño levantó el cristal y miró al enano hechicero que estaba tumbado en el suelo. Vio un enano hechicero tumbado en el suelo. Miró a Caele y vio a Caele. Miró a Rhys y vio a Rhys. Miró a Atta y vio un perro. Pensando que aquélla era una excusa muy mala para hacer un objeto, Beleño volvió el cristal hacia Mina.
Una luz blanca la bañaba, la rodeaba y la iluminaba desde dentro y desde fuera. Beleño parpadeó, porque la luz lo cegaba. Intentó enfrentarse a la luz, mirarla directamente para poder ver con más claridad, pero la luz se hacía cada vez más brillante, cada vez más intensa si cabía. Refulgente y cegadora, la luz se intensificaba y al final el kender tuvo que cerrar los ojos. La luz se expandía y crecía; la luz de una miríada de soles, la luz primigenia, la luz de la creación. Beleño aulló de dolor y dejó caer el cristal. Se quedó allí de pie frotándose los ojos abrasados.
Una vez, cuando era un kender pequeño, había mirado fijamente al sol sencillamente porque su madre le había dicho que no lo hiciera. Luego, durante unos minutos eternos, no veía más que unas manchas oscuras como pequeños soles negros, y eso mismo era lo que veía en ese momento. Y después de lo que había visto, se preguntó si no sería eso todo lo que quería ver.
Mina recogió el cristal del suelo.
—Bueno, ¿qué has visto?
—Puntos —dijo Beleño, frotándose los ojos.
Mina parecía decepcionada.
-¿Puntos? Tienes que haber visto algo más.
—¡Pues no! —negó Beleño malhumorado—. A lo mejor no funciona.
—¡A lo mejor no sabías qué estabas mirando! —le reprochó Mina.
—Sí que lo sabía —contestó Beleño.
Por suerte, los puntos empezaban a apagarse. Se secó el sudor de la frente. Parecía extraño que estuviera sudando cuando todavía tenía los brazos de piel de gallina.
Mina se guardó el objeto en el bolsillo y después le sonrió.
—Te toca —dijo.
—¿El qué?
La pequeña hizo un gesto con la mano.
—Has venido conmigo. Puede escoger un objeto. El que tú quieras.
Beleño miró a Basalto, ensangrentado y tirado en el suelo, mientras oía los gritos aterrorizados de Caele. Metió las manos en los bolsillos con fuerza.
-No, pero gracias.
—Gallina cobarde -se burló Mina.
Se acercó al altar de Majere, cogió algo brillante y se lo tendió a Beleño.
—Toma. Deberías tener esto.
En la mano tenía un broche de oro que representaba un saltamontes. Beleño recordó aquella ocasión en la que Atta y él estaban siendo perseguidos por los Predilectos y un ejército de saltamontes los había salvado. El broche tenía dos rubíes por ojos y estaba labrado con tal delicadeza que parecía que podía pegar un salto en cualquier momento. A Beleño le gustaba bastante y lo deseaba más que ninguna otra cosa que hubiera querido en su vida. La mano le temblaba en el bolsillo.
-¿Estás segura de que a Majere no le importará que lo coja? -preguntó-. No querría hacer nada que lo enfadara.
—Estoy segura —contestó Mina y, antes de que Beleño pudiera protestar, le colocó el broche en la camisa.
Beleño se puso tenso, asustado, esperando que el broche le machacara la nariz o lo golpeara en la cabeza. El saltamontes se quedó mansamente sobre la camisa. Mientras lo admiraba, a Beleño le pareció ver que uno de los ojos rojos le lanzaba un guiño.
—¿Qué hace? —preguntó el kender.
—Es un saltamontes, bobo —respondió Mina—. ¿Qué te parece que hace?
—¿Saltar? -aventuró Beleño.
-Sí, y también hará que saltes tú. Tan alto y lejos como quieras.
—¡Vaya! —dijo Beleño en voz baja.
Rhys no había visto ni oído nada. El enano lanzaba alaridos, Caele maldecía, Atta ladraba y Rhys parecía estar en otro lugar. El único sonido que le llegaba era la voz del dios.
Y entonces Rhys sintió que una mano le daba golpecitos en el hombro y levantó la cabeza. La voz del dios desapareció.
—Señor monje, tengo mis regalos para Goldmoon -dijo Mina, mostrándole los dos objetos—. Ya podemos irnos.
Rhys se levantó. Había estado arrodillado en el suelo mucho tiempo, o eso parecía, porque le dolían las rodillas y tenía las piernas entumecidas. Al mirar en derredor, se quedó perplejo al ver a los dos Túnicas Negras en el suelo, uno de ellos atado y chillando, y el otro sangriento e inconsciente.
Miró a Beleño en busca de una explicación.
—Enfadaron a los dioses —repuso el kender.
Esa respuesta dejó a Rhys bastante desconcertado, pero antes de que pudiera preguntar, Mina gritó con impaciencia que ya estaba lista para irse.
—¿Qué hacemos con el cara de comadreja y con la bola de pelo? —planteó Beleño.
—Dejarlos aquí —contestó Mina, frunciendo el entrecejo—. Encerrarlos para que se mueran aquí. Así aprenderán la lección.
—¡No podemos hacer eso! —se escandalizó Rhys.
—¿Por qué no? Iban a matarnos —repuso Mina.
Rhys bajó la vista hacia Caele, atado con la cuerda bendita y retorciéndose por todo el suelo. La ira y el miedo combatían entre sí por apoderarse del semielfo. Un momento estaba haciendo rechinar los dientes y lanzando amenazas y al siguiente suplicaba entre gemidos que lo salvaran. El otro hechicero, Basalto, había recuperado la conciencia y lloriqueaba diciendo que le dolía la cabeza.