Krell lo miraba fijamente, con los ajos muy abiertos y aterrorizados.
Rhys lo golpeó en la sien con el emmide.
Krell cayó muerto sobre el suelo manchado de sangre. Tenía los ojos abiertos y la mirada fija. Entre sus labios inertes salía una espuma sanguinolenta.
Rhys se quedó allí de pie, con el emmide preparado para golpear de nuevo. Sabía que Krell estaba muerto, pero quería asegurarse de que permanecía muerto. Al fin y al cabo, servía a un dios conocido por devolver a los muertos una espeluznante imitación de la vida.
Krell no se movió ni un milímetro. Al final, incluso Chemosh lo había abandonado.
Rhys se relajó.
—Bien hecho, monje —lo felicitó Jenna con un hilo de voz.
Estaba demacrada y muy pálida. Tenía los hombros hundidos. Parecía demasiado exhausta como para moverse. Rhys se apresuró a su lado.
-¿Estás herida, señora? ¿Qué puedo hacer por ayudarte? —preguntó Rhys.
-Nada, amigo mío -repuso ella, esbozando una sonrisa con gran esfuerzo—, No estoy herida. La magia exige esfuerzo. Lo único que necesito es descansar un rato.
Le lanzó una mirada cargada de significado.
—¿Y tú, hermano?
—Yo tampoco estoy herido, doy gracias a Majere.
-Has hecho lo correcto, hermano. Matar a ese monstruo.
—Espero que mi dios también piense eso, señora.
-Seguro que sí. ¿Sabes contra lo que estaba luchando yo, hermano? Contra un Guerrero de los Huesos de Chemosh. No se veían esos demonios por Krynn desde los días del Príncipe de los Sacerdotes.
Señaló hacia el cadáver.
—Esa cosa es... o más bien era... un Acólito de los Huesos. Chemosh atrapó el alma repugnante del minotauro aprovechando su furia. Y seguramente no es el único. El Acólito tendría tantos Guerreros de los Huesos a sus órdenes como pensara que podía controlar. Y son guerreros mortíferos, hermano.
»Quizá tus hermanos estén combatiéndolos en este mismo momento -añadió con voz lúgubre-. Al matar al Acólito, has conseguido que sea más fácil destruir a los Guerreros de los Huesos. El Acólito es quien los controla y cuando está muerto, los guerreros se enfurecen y luchan cegados por la cólera.
El humo se había despejado. Los incendios ya estaban controlados, pero todavía les llegaba el clamor de la batalla que seguía librándose fuera. Rhys estaba preocupado por si Mina y Beleño habían quedado atrapados en aquel terrible caos. Estaba impaciente por ir en su búsqueda, pero no le gustaba la idea de dejar sola a Jenna, sobre todo si había más Guerreros de los Huesos sueltos.
Ella le leyó el pensamiento y le acarició la mano.
-Estás preocupado por tu amigo el kender. Está a salvo, o al menos lo estaba la última vez que lo vi. Él fue quien me envió en tu ayuda. La señorita Atta estaba con él y los dos iban persiguiendo a Mina.
Jenna se detuvo.
-He oídos historias muy extrañas acerca de ella, hermano —añadió después-. Por eso vine a Solace en busca de Gerard, quien estuvo con ella una vez, o eso me han dicho. No te haré perder el tiempo preguntándote los detalles. Tienes que ir a buscarla, por supuesto. Pero ¿hay alguna forma en que pueda ayudaros?
—Ya has hecho más que suficiente por mí, señora. Ahora mismo estaría muerto si no hubiera sido por ti.
La hechicera se echó a reír.
-Hermano, no me habría perdido esto por nada del mundo. ¡Pensar que he luchado contra un Guerrero de los Huesos de Chemosh! Dalamar se volvería loco de envidia.
Jenna le dio un golpecito en la mano.
—Vete a buscar a esa diosecilla tuya, hermano. Yo estaré bien. Puedo cuidar de mí misma.
Rhys se levantó, pero todavía vacilaba.
Jenna enarcó las cejas.
—Si no te vas, hermano, voy a empezar a pensar que me consideras una vieja inútil y enferma, y me sentiré muy ofendida.
Rhys hizo una profunda reverencia muy respetuosa.
—Lo que considero que eres es una gran dama, señora Jenna.
Ella sonrió encantada y lo despidió con un gesto.
—Y, hermano —dijo cuando Rhys ya se iba—, ¡sigo queriendo ese perro pastor de kender que me prometiste!
Mientras Rhys se apresuraba, se prometió a sí mismo que la señora Jenna tendría el mejor cachorro de la próxima camada de Atta.
Para cuando Rhys ya había cruzado los huertos y el césped que había delante de la fachada del templo, la guardia de la ciudad había logrado recuperar cierto control sobre la zona. Rhys se detuvo, sorprendido al encontrarse con las consecuencias de la matanza. La calle estaba repleta de cuerpos, algunos se agitaban y gemían, pero muchos yacían inmóviles. El empedrado de la calzada estaba resbaladizo por la sangre. Los incendios ya se habían apagado, pero el hedor de la quema le vino como una bofetada. Los guardias habían cerrado la calle y, en cuanto hubo terminado la batalla, tuvieron que dedicarse a la ardua tarea de mantener a raya a los amigos y familiares consternados que buscaban a sus seres queridos.
Rhys no tenía la menor idea de por dónde empezar a buscar a Beleño, a Mina y a Atta. Deambuló calle arriba y calle abajo, gritando el nombre de los tres. Nadie le respondió. Todos con los que se encontraba estaban cubiertos de hollín, tierra y sangre. Le resultaba imposible identificar a las víctimas viendo sólo su ropa y cada vez que descubría el cuerpo del tamaño de un kender, se le desbocaba el corazón.
Incluso mientras buscaba, hacía lo que podía por ayudar a los heridos, aunque como no era sacerdote, no podía ofrecerles mucho más que consuelo y aliviar su miedo asegurándoles que la ayuda ya estaba en camino.
En una situación normal se habría llevado a los heridos al Templo de Mishakal, pues sus sacerdotes estaban instruidos en el arte de curar. Pero su templo había quedado dañado en el incendio y el Templo de Majere se había abierto a las víctimas, así como los de Habbukuk y Chislev. Los sacerdotes de muchos dioses se afanaban entre los heridos, cuidando de los amigos y los enemigos sin hacer distinciones. Los sacerdotes contaban con la ayuda de los místicos, que habían acudido rápidamente al lugar para hacer
lo que estuviera en su mano, y con ellos habían llegado los herbolarios y los médicos de Solace. Los cadáveres se trasladaban al Templo de Reorx, donde se depositaban hasta que los familiares y amigos fueran a enfrentarse al duro trámite de identificarlos y recogerlos para enterrarlos.
Rhys se cruzó con el abad, que estaba organizando el transporte de camillas. Muchos de los heridos se encontraban muy graves y el abad estaba muy ocupado, pues aquellas vidas pendían de un hilo. Rhys habría dado cualquier cosa por no interrumpirlo, pero estaba empezando a desesperarse. Todavía no había encontrado a sus amigos. Ya iba a pararse un momento para preguntarle al abad si había visto a Mina, cuando vio a Gerard.
El alguacil estaba salpicado de sangre y cojeaba de una pierna, en la que tenía una herida. A su lado caminaba un guardia, que le rogaba que buscara a alguien que le curara la herida. Gerard despachó al hombre enfadado, di- ciéndole que buscara ayuda para aquellos que realmente la necesitaban. El guardia vaciló y después, al ver la expresión torva del alguacil, volvió a su puesto. Cuando el hombre se hubo ido y Gerard pensaba que nadie lo miraba, se apoyó tambaleante contra un árbol, dejó escapar un suspiro profundo y tembloroso, cerró los ojos y su rostro se deformó en una mueca.
Rhys corrió a su lado. Al oír que unos pasos se acercaban a él, Gerard se irguió bruscamente y trató de seguir caminando como si no pasara nada. La pierna herida no lo sostenía y estuvo a punto de caerse, de no ser porque Rhys ya estaba allí para cogerlo y bajarlo al suelo con delicadeza.
—Gracias, hermano —dijo Gerard de mala gana.
Sin hacer caso del empeño de Gerard por llamar simple arañazo a la herida, Rhys examinó el corte del muslo del alguacil. Era profundo y sangraba profusamente. La hoja había atravesado la carne y el músculo, y quizá había roto el hueso. Gerard hizo un gesto de dolor cuando Rhys palpó la herida con los dedos y maldijo entre dientes. El azul intenso de sus ojos refulgía más de rabia que de dolor.
Rhys abrió la boca para gritar y llamar a un sacerdote, pero Gerard no esperó siquiera a oír qué decía.
—Si dices una oración, hermano —advirtió Gerard—, si pronuncias una sola palabra sagrada, ¡haré que vuelvas a tragártela!
Lanzó un grito ahogado por el dolor y se apoyó contra el árbol, gimiendo suavemente.
-Soy un monje de Majere -repuso Rhys-, No tienes que preocuparte, no tengo el don de la curación.
Gerard se sonrojó, avergonzado por su estallido.
-Siento haberte gritado, hermano. ¡Es que estoy más que harto de vuestros dioses! ¡Mira lo que han hecho vuestros dioses a mi ciudad!
Hizo un gesto hacia los cuerpos que se amontonaban en el suelo, hacia los clérigos que se abrían paso entre los heridos.
-La mayor parte del mal cometido en el mundo se comete en el nombre de un dios u otro. Estaríamos mejor sin ellos.
Rhys podría haber respondido que también se hacía mucho bien en nombre de los dioses, pero no era el momento de entrar en una discusión teológica. Además, entendía a Gerard. Había habido un tiempo en que Rhys había pensado lo mismo.
Gerard observó a su amigo y después suspiró.
—No me hagas caso, hermano. No quería decir lo que he dicho. Bueno, no exactamente. La pierna me duele un horror y hoy he perdido a unos cuantos hombres buenos —terminó de disculparse con aire sombrío.
—Lo siento. Realmente lo siento. Alguacil, ojalá no tuviera que molestarte ahora, pero tengo que preguntarte. ¿Has visto...? —Rhys sintió que se le secaba la garganta al pronunciar la pregunta-. ¿Has visto a Beleño por algún sitio?
-¿Tu amigo el kender? -Gerard negó con la cabeza-. No, no lo he visto, pero eso no quiere decir nada. Esto era un auténtico caos, con todo el humo, los incendios y esos demonios muertos vivientes asquerosos que mataban a todo el que se pusiera a su alcance.
Rhys lanzó un profundo suspiro.
-Beleño tiene mucho más sentido común que todos los kenders juntos —le animó Gerard—. ¿Atta está con él? Esa perra es más lista que mucha gente que yo conozco. Seguramente ya hayan vuelto a la posada. Ya sabes que esta noche hay pollo y bollos...
Intentó sonreír, pero dejó escapar un resoplido y empezó a balancearse hacia delante y hacia detrás, maldiciendo por lo bajo.
—¡Esto duele!
El mejor lugar en el que podría estar era uno de los templos, pero Rhys ya sabía cómo iba a recibir su sugerencia.
-Por lo menos deja que te ayude a volver a la posada, amigo mío -propuso Rhys, pues sabía que Gerard estaría a salvo si Laura se ocupaba de él.
Gerard se mostró de acuerdo y, de mala gana, permitió que Rhys lo ayudara a levantarse.
-Tengo la receta de una cataplasma que te aliviará el dolor y que hará que la herida se cierre limpiamente -le dijo Rhys, mientras lo rodeaba con un brazo.
-No vas a bendecirla con una oración, ¿verdad, hermano? -preguntó Gerard bruscamente, apoyándose en su amigo.
—Tal vez pida un par de cosas a Majere en tu nombre —contestó Rhys, sonriendo—, Pero me aseguraré de que no me oyes.
Gerard gruñó.
-En cuanto lleguemos a la posada, avisaré de que busquen al kender.
Habían recorrido una corta distancia, pero era evidente que Gerard no podría continuar sin más ayuda que la que Rhys podía ofrecerle. Gerard había perdido mucha sangre y estaba demasiado débil para resistirse, así que Rhys pidió ayuda. Inmediatamente acudieron tres jóvenes robustos. Subieron a Gerard a un carro, lo condujeron hasta la posada y después lo subieron a una habitación. Laura iba de un lado a otro, preocupada por el alguacil y ayudando a Rhys a preparar la cataplasma, a limpiar y vendar la herida.
Laura se quedó consternada al enterarse de que Beleño había desaparecido. Cuando Rhys le preguntó, su respuesta fue que el kender no había vuelto a la posada. No lo había visto en toda la mañana. Se la veía tan preocupada por el kender que Rhys no encontró fuerzas para contarle que también había perdido a Mina. Ante las preguntas angustiadas de Laura, le dijo que Mina estaba con un amigo. No tenía por qué ser mentira. Tenía la esperanza de que la niña estuviese con Beleño.
Gerard se quejó mucho del olor de la cataplasma, que, según él, sería lo que lo mataría si la herida no lo lograba. Rhys se tomó las quejas del alguacil como un síntoma de que ya se sentía mejor.
-Te dejaré descansar -dijo Rhys, preparándose para irse.
-No te vayas, hermano -le pidió Gerard, quejoso—. Entre el olor asqueroso de esa cosa que me habéis puesto y el dolor, no voy a poder dormir. Siéntate y habla conmigo. Hazme compañía. Ayúdame a que se me despeje un poco la cabeza. Y deja de dar vueltas por la habitación. Pronto tendremos noticias del kender. ¿Qué me has puesto en esa porquería, por cierto? —preguntó con recelo.
-Plátano, arrayán, corteza, jengibre, Cayena y clavos -contestó Rhys.
No se había dado cuenta de que se movía de un lado a otro y se obligó a sí mismo a detenerse. Sentía que tenía que estar allí afuera, buscando, aunque era el primero en admitir que no tenía la menor idea de por dónde empezar. Gerard les dijo a sus guardias que estuviesen atentos por si veían a un kender con un perro y que avisasen a la población. En cuanto supiesen algo de los desaparecidos, se lo comunicarían a Gerard.
—Cuando haya encontrado al kender, no quiero tener que ir a buscarte a ti —dijo Gerard a Rhys, quien entendía su razonamiento.
Rhys acercó una silla a la cama de Gerard y se sentó.
-Cuéntame lo que pasó en Ringlera de Dioses -le pidió al alguacil.
-Todo lo empezaron los sacerdotes y los seguidores de Chemosh. Prendieron fuego al Templo de Sargonnas y después intentaron quemar el Templo de Mishakal lanzando ramas ardiendo al interior, mientras otros comenzaban la matanza. Invocaron dos demonios que parecían sacados de la más terrible pesadilla. Llevaban una armadura hecha de huesos y se les salían las entrañas. Mataban todo lo que se movía. Los lideraba una sacerdotisa de Chemosh. A los paladines de Kiri-Jolith les costó mucho destruirlos y únicamente lo lograron cuando esos monstruos del otro mundo se volvieron contra la sacerdotisa y la despedazaron.
Gerard meneó la cabeza.
—Lo que más me sorprende es que los seguidores de Chemosh hayan hecho todo esto a plena luz del día. Esos ladrones de tumbas suelen cometer sus atrocidades protegidos por la oscuridad. Casi parece que fuera una especie de distracción...