América (69 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: América
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Llevaban dos semanas vigilando a Delsol. Éste no los había traicionado. En caso contrario, la operación con la droga habría sido cancelada.

Delsol seguía en su falso escondite, convertido en yonqui en un abrir y cerrar de ojos: Néstor se encargaba de pincharlo en los brazos. Delsol estaba enganchándose a la heroína… a la espera de la maldita llamada.

Eran las cuatro y media de la tarde. Habían dejado Orange Beach hacía nueve horas y media. Continuaron llegando llamadas para pedir taxis. Los teléfonos sonaban cada pocos segundos. Tenían una lista de viajes pendientes y doce coches en servicio; Pete tuvo ganas de echarse a gritar o de pegarse un tiro en la sien.

Teo Páez cubrió con la mano el micrófono del teléfono de su escritorio.

–Por la línea dos, Pete. Es el señor Santo.

Pete se puso al aparato con deliberada lentitud.

–Hola, jefe.

Santo pronunció las palabras. Santo siguió fielmente el guión:

–Wilfredo Delsol me ha jodido un negocio. Está escondido y quiero que lo encuentres.

–¿Qué ha hecho?

–No hagas preguntas. Limítate a encontrarlo. Enseguida.

Néstor le franqueó la entrada. En pocas horas, había convertido el salón en la pocilga de un yonqui.

Pete observó la jeringuilla a plena vista, los caramelos pisados en la moqueta y los restos de polvo blanco sobre todas las superficies planas y pulidas.

Observó a Wilfredo Olmos Delsol, saturado de droga en un sofá de velludillo afelpado.

Pete le pegó un tiro en la cabeza. Néstor le cortó tres dedos y los dejó en un cenicero.

Eran las cinco y veinte. Santo no se tragaría que sólo había tardado una hora en encontrar al cubano. Disponía de tiempo para reforzar la mentira.

Néstor se marchó; Boyd tenía trabajo para él en Misisipí. Pete calmó los nervios con profundas respiraciones y una docena de cigarrillos. Visualizó lo que quería. Cuando tuvo todos los detalles claros en la cabeza, se puso los guantes y procedió.

Volcó el cubo del hielo.

Rasgó a cuchilladas el sofá y lo destripó hasta los muelles. Arrancó el papel de las paredes del salón en una ficticia búsqueda frenética del alijo de heroína.

Quemó cucharas de calentar la droga.

Preparó unas líneas del polvo sobre el cristal de una mesilla auxiliar.

Encontró un lápiz de labios desechado y manchó de carmín el filtro de varias colillas.

Luego, se cebó en el cuerpo de Delsol con un cuchillo de cocina y le quemó los testículos con un brasero que encontró en el dormitorio.

Empapó las manos en la sangre de Delsol y escribió «TRAIDOR» en la pared del salón.

Eran las nueve menos veinte.

Pete salió a buscar un teléfono público. Un miedo auténticamente cerval presidió su conversación.

Delsol está muerto. Torturado. He tenido un soplo sobre su escondite. Se drogaba. Había heroína por todas partes. Alguien ha revuelto el apartamento. Creo que estaba de juerga con unas putas. Dime, Santo, ¿de qué coño va todo esto?

81

(Washington, D.C., 7/5/62)

Littell hizo unas llamadas de negocios. El señor Hoover le proporcionó un desmodulador telefónico para asegurarse de que sus llamadas no eran escuchadas.

Llamó a Jimmy Hoffa a un teléfono público. Jimmy sentía una profunda fobia a las intervenciones telefónicas.

Hablaron del caso del fraude de la empresa de taxis Test Fleet. Jimmy propuso sobornar a algún jurado. Littell dijo que le enviaría una lista de los miembros y recomendó a Hoffa que las propuestas de soborno las efectuaran hombres de paja.

Jimmy preguntó qué tal iba el asunto de la extorsión. Littell le aseguró que todo funcionaba como era debido. «¡Entonces, apretemos las tuercas a Jack ahora mismo!», propuso Hoffa. Littell le recomendó paciencia. Ya se las apretarían en el momento más oportuno.

Jimmy se despidió refunfuñando. Littell llamó a Carlos Marcello a Nueva Orleans.

Hablaron de la causa de deportación. Littell subrayó la necesidad de presentar aplazamientos tácticos.

–Así provocas la frustración del gobierno Federal. Agotas a la Administración y la obligas a cambiar una y otra vez el abogado que lleva el caso. Pones a prueba su paciencia y sus recursos, y de paso ganas tiempo.

Carlos comprendió el planteamiento. Como despedida, hizo una pregunta realmente estúpida.

–¿Puedo pedir una deducción de impuestos por mis donaciones a la causa cubana?

–Lamentablemente, no -respondió Littell.

Carlos colgó. Littell llamó a Miami para hablar con Pete. Éste descolgó el teléfono a la primera.

–Bondurant al habla.

–Soy yo, Pete.

–Sí, Ward. Te escucho.

–¿Sucede algo? Te noto agitado.

–No sucede nada. ¿Alguna novedad en nuestro asunto?

–No, ninguna. Pero he estado pensando en Lenny y no dejo de decirme que está demasiado cerca de Sam para mi gusto.

–¿Crees que le andará con el cuento a Sam?

–No exactamente. Lo que pienso es que…

Pete lo interrumpió.

–No me cuentes lo que piensas. Este espectáculo lo diriges tú, así que limítate a decirme qué quieres que haga.

–Llama a Turentine -dijo Littell-. Dile que vuele a Los Ángeles e intervenga el teléfono de Lenny como precaución añadida. Barb también está en la ciudad. Actúa en un club de Hollywood llamado Rabbit's Foot. Dile a Freddy que se acerque por allí y vea qué tal le va.

–Eso me suena bien -comentó Pete-. Además, hay otras cosas que no querría que Sam obligara a hacer a Lenny.

–¿A qué te refieres?

–Asuntos cubanos. Seguro que no te interesan.

Littell consultó el calendario y comprobó que el plazo de presentación de escritos se prolongaba hasta entrado junio.

–Llama a Freddy, Pete. No nos durmamos en este asunto.

–Quizá lo vea en Los Ángeles. Me conviene un cambio de escenario.

–Hazlo. Y cuando esté intervenido ese teléfono, comunícamelo.

–Lo haré. Ya nos veremos, Ward.

Littell colgó. El parpadeo del desmodulador interrumpió sus pensamientos.

Últimamente, Hoover lo aceptaba. Pero los intercambios de cortesía entre ambos habían terminado; Hoover había adoptado de nuevo su sequedad de trato habitual.

Hoover esperaba que Ward le suplicase.

Por favor, readmita a Helen Agee en la facultad de Derecho. Por favor, saque de la cárcel a mi amigo el izquierdista.

Ward jamás le suplicó.

Pete estaba nervioso. Littell tenía el presentimiento de que Kemper Boyd obligaba a Pete a cosas que él no podía controlar.

Boyd reclutaba acólitos. Boyd se sentía cómodo entre asesinos cubanos y entre negros pobres. La capacidad de disimulo de Kemper tenía fascinado a Pete. El lío cubano los obligaba a apartarse mucho de su manera de ser habitual.

Carlos había dicho que habían cerrado un trato con Santo Trafficante. El beneficio que podían obtener hizo reír a Carlos, convencido de que Santo no les pagaría nunca tanto dinero.

Carlos se había volcado en el lío cubano. Dijo que Sam y Santo sólo pretendían reducir sus pérdidas.

Pérdidas netas. Ganancias netas. Beneficio potencial.

Littell tenía los libros del fondo. Necesitaba disponer de un periodo de tiempo y desarrollar una estrategia para explotarla.

Volvió la silla y miró por la ventana. Un cerezo en flor rozaba el cristal, tan cerca que habría podido tocar la rama.

Sonó el teléfono y pulsó el interruptor del altavoz.

–¿Sí?

–Soy Howard Hughes -dijo una voz.

A Littell casi se le escapó una risilla. Pete siempre contaba historias hilarantes sobre aquel Drácula…

–Soy Ward Littell, señor Hughes. Me alegro mucho de hablar con usted.

–Hace bien en alegrarse -dijo Hughes-. El señor Hoover me ha puesto al corriente de sus impecables credenciales y le presento una oferta de doscientos mil dólares anuales por el privilegio de entrar a mi servicio. No necesitaré que se traslade usted a Los Ángeles y sólo nos comunicaremos por carta y por teléfono. Sus obligaciones concretas serán llevar el papeleo legal de mi reclamación de exculpación en el asunto TWA, tan dolorosamente prolongada, y ayudarme a comprar los hoteles con casino de Las Vegas gracias a los beneficios que espero conseguir cuando, finalmente, me autoricen a vender. Sus conexiones italianas resultarán muy valiosas en este aspecto, y espero que se congracie usted con el Legislativo del Estado de Nevada y me ayude a diseñar una política para asegurar que mis hoteles se mantengan libres de negros y de gérmenes…

Littell escuchó.

Hughes continuó hablando.

Littell ni siquiera intentó intervenir.

82

(Los Ángeles, 10/5/62)

Pete sostuvo la linterna. Freddy volvió a colocar la tapa del auricular. El trabajo avanzaba lentamente y a Pete el nerviosismo casi le hacía morderse las uñas.

Freddy revolvió unos cables sueltos.

–Detesto los teléfonos de la Pacific Bell. Detesto los asuntos nocturnos y trabajar a oscuras. Detesto los teléfonos supletorios de dormitorio porque los jodidos cables se enredan detrás de la maldita cama.

–No te quejes y sigue.

–El destornillador no hace más que atascarse. ¿Estás seguro de que Littell quiere que intervengamos los dos supletorios?

–Hazlo y calla. Littell habló de poner micrófonos en los dos supletorios y colocar un aparato receptor en el exterior. Lo ocultaremos en esos arbustos, junto al camino. Si dejas de quejarte, podemos salir de aquí en menos de veinte minutos.

Freddy le hizo un gesto despectivo.

–Que te jodan. Detesto los teléfonos de la Pacific Bell. Y Lenny no tiene por qué utilizar el teléfono de su casa para delatarnos. Puede hacerlo en persona, o desde un teléfono público.

Pete agarró con más fuerza la linterna. El haz de luz saltó y dio bandazos.

–Deja ya de quejarte, joder, o te meto la maldita linterna por el culo.

Freddy retrocedió un paso y golpeó una estantería. Una carpeta con recortes de
Hush-Hush
salió volando.

–Está bien, está bien -dijo-. Te he notado muy irritado desde que has bajado del avión, de modo que sólo te lo diré una vez. Los teléfonos de la Pacific Bell son una mierda. La mitad de las veces, cuando intervienes la línea, el comunicante que llama oye ruidos extraños. Es inevitable. ¿Y quién va a controlar las trasmisiones?

Pete se frotó los ojos. Desde la noche que matara a Wilfredo Del-sol, padecía frecuentes episodios de migraña.

–Littell dice que puede encargar a unos federales la vigilancia del aparato de grabación de escuchas. Sólo tenemos que comprobar su estado cada varios días.

Freddy enfocó la luz de una lámpara flexible sobre el teléfono. – Ve a vigilar la puerta. No puedo trabajar si te quedas ahí mirándome.

Pete se retiró al salón. Tenía palpitaciones detrás de los ojos. Tomó un par de aspirinas y las hizo bajar con un trago del coñac de Lenny, directamente de la botella.

El alcohol le entró bien. Pete tomó otro breve trago.

El dolor de cabeza se hizo más soportable. Las venas de encima de los ojos dejaron de latir.

De momento, Santo se había tragado la historia. En ningún momento había explicado qué negocio le había jodido Delsol. Santo sólo dijo que a Sam G. también le habían jodido el negocio. No mencionó el alijo de droga ni los quince muertos. No dijo nada de que algunos peces gordos de la Organización intentaban trabar buenas relaciones con Castro.

Lo que sí dijo fue que era necesario disolver el grupo de elite.

–Sólo por ahora, Pete. He oído que se prepara una fuerte presión federal y quiero apartarme de los narcóticos durante una temporada.

El tipo acababa de importar cien kilos de heroína y, con toda desfachatez, hablaba ahora de desvincularse del negocio.

Santo le enseñó un informe policial. La policía de Miami también se había tragado la historia y consideraba que la matanza era otro terrible ajuste de cuentas por asuntos de drogas, perpetrado presuntamente por exiliados cubanos.

Boyd y Néstor volvieron a Misisipí. La droga estaba guardada en cuarenta cajas de seguridad.

Reanudaron su entrenamiento para la operación «Liquidar a Fidel». No les importaba que la Organización hubiera empezado a cortejar a Castro. Y, al parecer, no se daban cuenta de que había gente que podía obligarlos a desistir.

Boyd y Néstor no sabían lo que era el pánico cerval.

Él sí.

Ellos no sabían que con la Organización no se jugaba.

Él sí.

Él siempre daba jabón a los hombres con auténtico poder. Nunca quebrantaba las normas que establecían. Tenía que hacer lo que hacía… pero no sabía por qué.

Santo juró venganza. Dijo que encontraría a los ladrones de la droga, costara lo que costase.

Boyd pensaba que podrían vender la droga. Estaba equivocado. Boyd dijo que él se encargaría de divulgar los vínculos entre la mafia y la Agencia, y aseguró que conseguiría calmar la cólera de Bobby.

Pero no lo haría. Sería incapaz de hacerlo. Jamás se arriesgaría a perder su reputación ante los Kennedy.

Pete tomó otro trago. Con este tercero, había dado cuenta de un tercio de la botella.

Freddy recogió sus herramientas.

–Vámonos. Te llevaré al hotel.

–Ve tú solo. Yo prefiero caminar.

–¿Dónde vas?

–No lo sé.

El club Rabbit's Foot era una caldera: cuatro paredes que atrapaban el humo y el aire viciado. En una grave infracción de la legislación sobre venta de alcohol, la pista estaba llena de menores de edad locos por el twist.

Joey y sus muchachos tocaban medio adormilados. Barb cantaba una tonada triste y gimoteante. Una única prostituta con gesto sombrío aguardaba en la barra.

Barb lo reconoció, sonrió y cantó unos versos con voz arrastrada.

El único reservado medio privado del local estaba ocupado. Dos marines y dos chicas de instituto: candidatos ideales al desalojo. Pete se acercó y les dijo que se largasen. Los marines observaron su tamaño y obedecieron. Las chicas dejaron en la mesa sus copas de zumo de frutas con ron.

Pete se sentó y tomó unos sorbos. El dolor de cabeza se le alivió un poco más. Barb cerró con una floja versión de Twilight Time. Unos cuantos bailarines aplaudieron. El conjunto se dispersó tras el escenario. Barb se encaminó directamente al reservado y se sentó. Pete se deslizó a su lado.

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