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Authors: Lucía Etxebarría

Amor, curiosidad, prozac y dudas (29 page)

BOOK: Amor, curiosidad, prozac y dudas
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—Este tío está muerto —anunció. Fue la única vez en la vida que oí su voz su voz, no su vocecita, sin el timbre agudo que normalmente la caracteriza.

—¿Cómo lo sabes? Quizá sólo esté en coma —dije.

—Está muerto. Estoy totalmente segura.

—¿Por qué? ¿Cómo puedes tenerlo tan claro?

Yo quería creer que quizá sólo estuviese en coma o inconsciente.

—Porque soy socorrista. Sé tomar el pulso y sé reconocer a un cadáver. Y este tío está muerto. Vámonos de aquí. —Parecía asustada de verdad—. Qué suerte hemos tenido de no haber sido las primeras en probar el material.

Me escandalizó la frase con que había rematado la cuestión. Parecía no afectarle el que uno de nuestros amigos, precisamente el que hacía cualquier cosa por ella, la hubiese palmado. Sólo le importaba que la china no le había tocado a ella.

—No podemos irnos así como así. No podemos dejarlo aquí —insistí.,

—Mira, Cris, ya no hay nada que podamos hacer por él —dijo Line—. Y yo paso de meterme en líos. Vámonos inmediatamente.

Me cuesta mucho justificar ante mí misma cómo consentí en dejarle allí, solo. Supongo que estaba tan aturdida que me dejé arrastrar por la recién descubierta voluntad férrea de Line. Me pareció que ella tenía razón. Si estaba muerto, nosotras no podíamos ayudarle en nada quedándonos allí. Y si estaba vivo, lo mejor era irnos y llamar una ambulancia. Nada ganábamos permaneciendo a su lado, y teníamos mucho que perder, en cambio, si no nos largábamos. Sobre todo Line, que vive con sus padres y que no podría silenciar el asunto y se vería obligada a ofrecer interminables explicaciones y confrontaciones. Yo lo entendía perfectamente. No hacía falta que ella me dijera nada. Al fin y al cabo no somos más que dos niñas pijas recicladas.

Llegamos andando hasta Moncloa sin intercambiar una sola palabra durante todo el camino. Cuando vimos una cabina entramos y no hizo falta que ninguna le explicase a la otra qué correspondía hacer. Line llamó a la policía e informó de lo que pasaba, describió el sitio donde podrían encontrar el coche y rogó que enviaran una ambulancia lo antes posible. Insistió varias veces en que la cosa iba en serio y acto seguido colgó.

Cuando llegamos a casa intentamos averiguar qué podía haber pasado. No era una sobredosis, Habíamos visto al tío preparar su chute y ni siquiera había metido un cuarto. La cantidad no era excesiva. No podía ser sobredosis. ¿Cuánta heroína hay en un gramo de burro? ¿Un siete por ciento? Probablemente el material estuviese cortado con estricnina o con cal o con cualquier sustancia imposible de analizar. O quizá, peor aún, era tan tan bueno como él aseguraba. Eso pasa. Cuando el jaco es demasiado puro es casi más peligroso que cuando lo han adulterado. No estamos acostumbrados a meternos heroína de verdad y no sabemos manejar las cantidades. El caso es que no sé lo que pasó.

No podía olvidar lo que Line había dicho. La suerte que habíamos tenido. Si a mí no me diesen repelús las agujas, si Line no hubiese venido conmigo a hacer pis, si no hubiésemos perdido media hora buscando las llaves, si nos hubiésemos metido las líneas antes que Santi, ¿dónde estaríamos ahora?

Yo me habría metido una línea de aquel jaco mal cortado, me habría disparado directamente al corazón novocaína, lactosa, laxantes, cal de la pared, estricnina, diazepanes, hipnóticos, codeína, aspirina, antibióticos, nesquick, polvo de ladrillo, migas de galleta, vete tú a saber qué, y estaría allí, con los ojos en blanco, y la boca babeante y la cabeza cayéndose sobre un hombro, como Uma Thurman en Pu1p Fíction.

Me dije a mí misma: «Pase lo que pase a partir de ahora, por muy mal que te encuentres y por muy harta de todo que te sientas, recuerda que tienes suerte de seguir con vida. Estás aquí de regalo.»

Una quincena exacta después de aquello conocí a Iain, y me aferré desesperadamente a él como el náufrago a su tablón, porque no quería ahogarme en aquel océano turbulento en que Line y yo navegábamos. Porque quería olvidar la cara azul de Santiago, los labios azules que yo había besado cuando eran rojos, los dedos rígidos que me habían pellizcado el culo cuando aún podían moverse. Quería olvidar a Line, convertida en su propia radiografía, incapaz de conmoverse ya ni por lo bueno ni por lo malo. Necesitaba alguien a quien querer. Necesitaba alguien a quien aferrarme, una razón seria para vivir. Alguien alejado del caballo y de los éxtasis y del Planeta X. Alguien más serio mayor que yo. Uno de esos tipos que describen las rubias de las películas yanquis: un hombre bueno que me quiera y me respete. Pero no funcionó. Yo no soy una rubia de las películas yanquis. Soy una morena excesiva que se ha follado a medio Madrid. Ningún hombre honesto se plantearía retirarme.

Iain no quiere saber nada de mí y a mi vida no le queda un solo agarradero. Mi hermana Rosa no tiene más amigos que su módem y su fax. Mi hermana Ana acaba de darse cuenta que en la vida de una mujer debe haber algo más que armarios y coladas. Pero yo no siento ninguna compasión ni por mis hermanas ni por mí misma. No estamos en nuestro mejor momento, pero superaremos este bache. Hemos pasado por cosas peores. Y si lo que no te mata te hace más fuerte, entonces nosotras somos resistentes como un tentetieso, y abriremos un camino sobre nuestras cicatrices.

Y, por lo menos, estamos vivas. Lo tengo presente cada día. Y tengo que agradecerle no sé a quién, a la mano invisible de la divina providencia, a los ángeles cuya existencia niego, que me haya permitido quedarme. Así que, mientras esté aquí, seguiré adelante, a trancas y barrancas, a trompicones, resbalando, tropezando si hace falta, volviendo a levantarme cuando me caiga. Estoy aquí, pero noviembre llega de color tristeza.

Z

de zenit

Apoyándose en el primer relato de la creación del hombre que dice «macho y hembra los creó», una tradición rabínica hace de Lilith la primera mujer, creada antes de Eva. De este modo ella sería igual al hombre, por haber salido, como él, del barro de la tierra. La Cábala la hace disputar con Adán y huir. Se habría convertido en un demonio, súcubo e instigadora de los amores ilegítimos.

Pero a los que escribieron la Biblia no les gustó el primer relato de la creación del hombre. Para subrayar la necesaria sumisión de la mujer al hombre inventaron la figura de Eva, creada a partir de la costilla de Adán, que fue seducida por la serpiente y se convirtió por ello en la responsable de todos los males de sus descendientes. Esta segunda primera mujer había nacido del hombre y debía depender, por tanto, de él.

Hoy en día casi nadie sabe quién era Lilith, aunque todo el mundo conoce el mito de Eva. Los redactores de la Biblia se salieron con la suya.

Y, sin embargo, pese a ellos, algunas mujeres fuertes se colaron entre las páginas de la Biblia y demostraron que no eran el apéndice de nadie. Débora, jueza y profetisa que dirigió la campaña contra Sísara apoyada por Baraq. Atalía, reina de Judá, única mujer que gobernó un reino judío, aunque para conseguirlo tuviera que matar uno a uno a sus seis hermanos. Betsabé, la mujer favorita de David, su consejera y su apoyo. Ester, la mujer judía del rey persa Vastí, que arriesgó su vida y su situación para impedir la matanza programada de su pueblo. Judit, la asesina de Holofernes, el general asirlo, que gracias a su astucia e inteligencia consiguió acabar con el asedio del pueblo judío...

Lo que viene a demostrar, supongo, que por muchos impedimentos que se le pongan por delante, por mucho que se haga por ocultar su existencia, una mujer fuerte siempre puede conseguir lo que se propone. Y resulta paradójico que yo aprendiera esta lección precisamente en un colegio de monjas, un colegio en el que las hermanas me alentaban a hacer los deberes porque «algún día tendría que ayudar a mis hijos a hacer los suyos».

Fortaleza no es lo que creéis. La fortaleza no se mide según el grosor de los músculos ni según el número de kilos que una persona pueda levantar. Fortaleza significa, sobre todo, aguantar, no romperse. Es una virtud femenina.

A veces odio a esos productos de familias felices que me rodean, a esos pastilleros que vienen al Planeta X, esos niños bien que viven en Mirasierra o la Moraleja, que tienen un chalet con jardín y piscina y perro, y un padre trabajador y una madre saludable y bronceada, y nada que olvidar o de lo que avergonzarse. Tienen un padre y una madre que se adoran, o que al menos se soportan con mutua tolerancia, unos padres que les regalaron su primer coche al aprobar la selectividad, que les han pagado la universidad y las vacaciones, un mes en Marbella en verano y una semana en Saint Lary en invierno. Tienen unos amigos que han esquiado y han montado a caballo con ellos desde la infancia. Tienen un ordenador y un vídeo en su habitación, y pantalones Caroche y cazadoras de Gaultier y botas de auténtica piel de serpiente (a cuarenta talegos el par) y van vestidos como si fueran yonkis, yonkis de lujo, imitando las pintas de Matt Dillon en Drugstore Cowboy, aunque, eso sí, su nevera está repleta y nunca han dormido en la calle.

Uno de estos chicos me contó en la barra, entre cubata y cubata, las dos grandes tragedias de su vida: una novia que le había dejado y un atraco que había sufrido en la Gran Vía. ¿Cómo iba a explicarle yo que mi padre se había largado un buen día sin razón aparente, que mi madre no ha sido capaz de dirigirme más de cinco palabras seguidas en toda su vida, que cuando yo tenía nueve años me lo hacía con mi primo de veinte, que mi mejor amiga se pasa el día yendo y viniendo del hospital, que tengo un tajo de siete puntos en el brazo derecho que me hice yo misma con un cuchillo y que a los dieciséis años intenté matarme por primera vez?

Si le contara alguna de estas cosas pensaría que soy una persona muy desgraciada y muy problemática, y, sin embargo, yo no me veo así. Estoy segura de que él ha sufrido mucho más por su novia que yo por Iain. Me lo imagino ahogando sus penas en éxtasis y alcohol, haciendo esfuerzos hercúleos por olvidar su nombre y su cara, evitando sistemáticamente los bares a que solían ir juntos y las terrazas por las que paseaban, desarmado ante el primer golpe de su vida, puesto que nadie le había curtido en una batalla previa, puesto que nadie se había encargado de hacerle resistente a la frustración. Nadie le había advertido de que en la vida, por una cuestión de simple estadística, le tocaría, una vez al menos, enfrentarse a un desamor, y a un accidente de coche, y a un amigo desleal, y que todo el dinero y el amor de sus padres no iban a poder evitar lo inevitable.

Piensa en nosotras, por ejemplo, en las hermanas Gaena. ¿Nos van tan mal las cosas como parece?

Asumamos que Iain me ha dejado y que nunca va a volver. Quizá nunca le quise. Quizá sólo quería que llenase este agujero enorme que tengo en mi interior. Es hora de que aprenda que no puedo perderme en la vida de otra persona sin haber vivido la que me pertenece y que yo, y sólo yo, puedo llenar mis propios huecos.

Mi hermana Rosa vivió su propia vida sin intromisiones de otros, nadie se lo niega, pero ella misma se ha convertido en su cárcel. ¿Cómo se vive con un disco duro por cerebro y un módem por corazón? Supongo que hay mucha gente que creería que su vida es un desierto sin oasis. Supongo que hay mucha gente que la compadece, que en su mente la retrata como una solterona neurotica, que imagina la vida de mi hermana como una carrera contra reloj intentando dar sentido a su existencia antes de que su reloj biológico se pare, antes de que sea demasiado mayor para tener hijos o seguir resultando sexualmente atractiva. Yo, sin embargo, sé que mi hermana puede conseguir todo lo que quiera.

La he visto durante años encerrada en su cuarto, frente a los lápices y los bolígrafos ordenados por colores, con el entrecejo fruncido y los ojos bien abiertos, decidida a ser la mejor de su promoción. Y si pudo ser la mejor en una carrera prácticamente reservada para hombres, ¿no podría cambiar su vida en el momento en que lo decidiera? Puede que no me lleve mucho con mi hermana, pero, joder, debo reconocer, aunque me pese, que hay momentos en que la admiro profundamente. Y, desde luego, no la compadezco.

A la playa de Ana llegó una ola enorme que le destrozó su castillo de arena. No me preguntéis cuándo ni por qué, porque no lo sé. Sólo sé que lo que tiene no le gusta. La vida se le escapa, lenta e inexorablemente, marcando las horas, como la arena de un reloj. Y cada vez le queda menos tiempo. Mi madre me llama angustiada, me dice que lo suyo es grave. Vale, he visto los ojos vidriosos de Ana fijos en una pantalla, y sus manos lánguidas incapaces de sostener un vaso. La he visto ojerosa y despeinada, incapaz de pronunciar una palabra, y sin embargo no temo por ella.

Porque también la he visto, durante años, eficiente y laboriosa como una hormiguita, despachando facturas y ordenando armarios, abriendo senderos en la cocina a través de montañas de platos sucios y envoltorios vacíos, convertida en la madre que mi madre no sabía ser, administradora, organizada, tranquila y coherente.

Nunca advertimos demasiado su presencia hasta que se casó y resultó tan drásticamente evidente que se había marchado. La casa se hundió de la noche a la mañana en un caos incontrolable. La colada se pasaba días pudriéndose dentro de la lavadora porque se nos olvidaba tenderla, así de simple; teníamos que sobrevivir a base de congelados porque ninguna de nosotras sabía cocinar, y nuestras respectivas habitaciones se cubrieron de capas de polvo y mugre porque durante años ninguna de nosotras había tenido que pasar una bayeta, así que ¿por qué se nos iba a ocurrir que ahora nos tocaba hacerlo?

Ana se marchó y mis discusiones con mi madre empezaron a hacerse cada vez más frecuentes, cada vez más sonadas. Mí madre se desesperaba entre aquel desorden que la rodeaba, que avanzaba lenta pero inexorablemente como una enfermedad incurable, y cuando llegaba a casa de la farmacia, agotada y deprimida, y se encontraba con aquella casa que se descomponía por momentos, estallaba. Nos echaba la culpa a nosotras, claro, pero nosotras, ¿qué podíamos hacer? Yo ni siquiera sabía freír un huevo o aliñar una ensalada, y mucho menos planchar o hacer las camas. Ana no me había enseñado. Rosa se pasaba el día encerrada con sus libros y dejó siempre muy claro que su vocación para las tareas domésticas era nula. Hasta entonces los silencios gélidos de mi madre siempre me habían sacado de quicio. Pero cuando Ana se marchó, mi madre aprendió a gritar y a maldecir en alto, y de golpe afloró a la superficie todo el resentimiento que llevaba acumulado durante décadas, y entonces sí que de verdad perdí los estribos. Ella gritaba y yo gritaba más alto e intercambiábamos todos los insultos que conocíamos, más algunos que inventábamos expresamente para la ocasión. Ella decía que se arrepentía de haberme traído al mundo. Yo respondía que nadie se lo había pedido y que yo no estaba precisamente contenta del sitio a donde había ido a parar. Me largué de casa en cuanto pillé un trabajo y Rosa hizo lo propio dos años después, aunque con la carrera acabada, que es una ventaja.

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