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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

Amor y anarquía (48 page)

BOOK: Amor y anarquía
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Supongamos que, ya en el baño, se miró en el espejo, se reconoció en el espejo, se sonrió en el espejo y pensó que la sonrisa, por lo que fuera, no le salía tan triste. Que la sorprendió que su cara en el espejo de esa noche fuera tan parecida a su cara en el espejo cualquier noche: que el aspecto de todo fuese tan parecido a cualquier otra noche. Supongamos que recordó, una vez más, que intentó recordar la sonrisa de Edoardo. Que entonces se apenó con la idea de que nunca tendría un hijo pero se dijo que cómo podría tener un hijo que no fuera de él: que ésa sería la traición intolerable. Supongamos que pensó de nuevo, que volvió a pensar que lo que estaba por hacer la acercaría tanto a él, que era una forma extrema, definitiva de la fidelidad. Que él sabría, también, que desde que murió, ella nunca había estado con otro y que ahora eso sería para siempre. Supongamos que recordó un momento aquella última vez y que después se lo sacó de la cabeza: que pensó que si seguía con esa imagen nunca sería capaz de hacerlo. Y que, para escaparse, pensó que ojalá sus compañeros supieran disculparla por dejar la pelea; que quizás, si acaso, la entendieran. Que quizás, incluso, su muerte les sirviera en la lucha.

Supongamos que ya no tenía ganas de pensar nada más: que pensó que ya había pensado demasiado. Que miró una vez más la sábana limpia blanca muy planchada, que le temblaron las manos cuando empezó a anudarla al caño de la ducha, que le temblaron más cuando se la ató al cuello. Supongamos que miró y vio que casi no había espacio para arrodillarse y que entonces se puso levemente de costado y se echó de rodillas y sintió el tirón de la sábana alrededor del cuello, el sofoco de la sábana alrededor del cuello, la garganta cerrando el paso al aire, el aire que faltaba, las manos apretadas, los ojos apretados. Supongamos que pensó que no conseguiría llegar hasta el final, que no tendría las fuerzas, y que pensó que igual tenía que hacerlo. Supongamos que apretó las mandíbulas, las manos y se dijo que ya casi estaba. Supongamos que, entonces, pasaron varios minutos, diez, quince minutos, tan largos que es imposible suponerlos.

Aunque todo puede haber sucedido de tantos otros modos.

6. POST MORTEM

La ambulancia tardó casi una hora; sólo pudo constatar que Soledad había muerto por asfixia. Ibrahim, Giorgia y los demás estaban desbordados. Llamaron al asilo, le pidieron a Luca que viniera. Las salidas de Turín estaban colapsadas por las familias que iban a la costa. Ya eran más de las once cuando Luca, Ita y Pipero llegaron a Bene Vaggena.

"Cuando llegamos ya estaban los carabineros, todo eso", dirá Luca Bruno. "Los carabineros querían llevarse todo, las cosas de Sole, papeles, todo lo que había. Pero nosotros nos pusimos duros y hubo algunos discusiones, cosas de ésas. Entonces llegó el fiscal de Mondovi: un verdadero perro, la trataba como si fuera una vaca muerta. Lo empezamos a insultar, casi llegamos a las manos".

Riccardo Bausone, el fiscal de Mondovi, estuvo poco rato: lo suficiente para firmar una orden de registro y programar la autopsia para el Lunes. Y para tratar de echar a los amigos de Soledad, que le comunicaron, vehementes, que se iban a quedar.

"Después llegaron unos periodistas y nosotros le tiramos piedras a su coche", dirá Luca. "A uno de la televisión se le rompió un parabrisas. A mí me van a procesar por este asunto".

Una periodista de la Retesette tuvo un corte en la cabeza; los carabineros instalaron un retén fuera de la casa para impedir la llegada de más informadores. En Turín ya era mediodía cuando el locutor de Radio Black Out impostó voz de circunstancias para decir que "La compañera Soledad se ha quitado la vida". Hasta entonces sólo habían pasado música: como si no hubieran sabido qué decir. Y después más música y el mismo locutor que repetía su letanía:

—Queremos contarles que, esta madrugada, la compañera Soledad se ha quitado la vida.

Otros Okupas empezaron el viaje hacia Bene Vaggena. Poco después del mediodía llegó el cajón y los enfermeros de la policía se dispusieron a retirar el cuerpo. "recién entonces pude entrar a verla", dirá Luca.

—¿Y cómo la viste?

—Tranquila.

Todavía los sorprende: esa foto es distinta de todas las demás. Los Rosas nunca sacan fotos en blanco y negro pero ese día, el del primer baño de Valentina, que cumplía diez, la foto no tenía colores. En la foto Gabriela Rosas bañaba a su bebé, su madre la ayudaba. "Qué raro, ¿no?", dirá Gabriela. "Eso pasó justo antes de que todo se fuera a la mierda".

—Hola, ¿Marta?

—Sí, Viviana, ¿Cómo te va?

—Bien, bien. ¿Qué estás haciendo?

—Nada, le estoy preparando el desayuno a Gaby.

Era sábado, ocho de la mañana, quinta de Villa Rosa. Marta se sorprendió de que Viviana, una de sus amigas más antiguas, la que le había presentado a su marido más de treinta años antes, la llamara a esa hora.

—¿No escuchaste la radio, no tenés la radio prendida?

—No, ¿Por qué?

—¿Y Luis dónde está?

—¿Qué pasa, Viviana, para que vos me llames a las ocho de la mañana y me hagas estas preguntas?

—No, no, decime dónde está Luis, que quiero hablar con él.

Marta, de pronto, entendió todo. Nunca sabrá ni cómo ni por qué, pero entendió de pronto y quiso no entender:

—¿Qué, se murió Soledad?

—Sí, apareció muerta esta mañana. Acabo de escuchar la radio que dice que...

—No, no puede ser, no puede ser...

"Lo primero que pensé es que no podía ser", dirá Marta Rosas, su madre. "Es más, en el fondo lo sigo pensando, uno alimenta la esperanza de que Soledad... Como yo no la vi muerta, es muy difícil aceptar que esté muerta. Yo no la vi en un cajón ni la fui a reconocer en una morgue ni me preparó una enfermedad para saber que se iba a morir. En el fondo es como que todavía por ahí guardo la esperanza de que esté escondida en algún lugar. Por eso —esto lo charlo con mi psicóloga— yo no me desprendo de las cosas de Soledad. De nada, hasta las estupideces más grandes que te puedas imaginar tengo guardadas. Los aritos, las pulseritas, los cassettes. Porque en el fondo supongo que algún día me los va a reclamar. Lo que sí estuve esperando muchísimo tiempo, pero muchísimo tiempo, es una carta de despedida".

Marta Rosas llamó a su marido, que estaba trabajando, y le pidió que viniera enseguida. Y se lo fue a decir a Gabriela, que estaba amamantando a su bebé: "Entonces le di la noticia a Gaby, que es lo peor que pude haber hecho en ese momento", dirá Marta Rosas. "Decirle que su hermana había aparecido muerta mientras le estaba dando la teta a su nena me parece una falta de consideración. No entiendo qué me pasó por la mente para hacer una cosa así".

Marta y Gabriela empezaron a llamar a todos los teléfonos que tenían en Turín: esperaban que alguien les dijera que no, que era un error, que cómo podían imaginarse semejante cosa. Nadie les contestaba: ni el asilo, ni el celular de Soledad, ni el abogado. Hasta que una voz de mujer atendió el celular:

—Sí, es verdad. Acá estamos, en la casa, está la policía, la ambulancia. Sí, es verdad.

La radio seguía dando la noticia y la quinta de Villa Rosa empezó a llenarse de gente: venían amigos, parientes, vecinos a darles el pésame, a preguntar qué había pasado. "Pero al principio no podés ni pensar, no podés explicar, no podés hablar", dirá Gabriela Rosas. "Vienen a preguntarte a vos qué pasó y vos no podés decir nada. No sabés qué pasó, no la viste, no estabas. Estábamos tan lejos...".

La noticia de la muerte de soledad cayó en Turín como un baño de miedo. De inmediato la policía tomó posiciones en la ciudad. Y con ella el silencio:

—No quiero decir nada. En momentos como éstos las palabras pueden volverse piedras. Pero yo sé que ella había llegado a Turín después de los atentados.

Dijo Maurizio Laudi, el fiscal que la acusó. Poco antes había llamado al abogado Claudio Novaro:

—Lo he buscado a través de conocidos porque tengo que darle una mala noticia. Es Soledad. Esta mañana la encontaron muerta en un baño de la comunidad. Se mató. Igual que Massari. Parece que no dejó ninguna nota...

Novaro no supo qué decir: le agradeció el llamado.

—Controlamos la ciudad. Tenemos hombres apostados frente a los posibles objetivos de los squatters y controlamos los centros sociales. Y escuchamos Radio Black Out y seguimos los comunicados que lanzan en internet.

Dijo, para calmar a sus ciudadanos, Giuseppe Faranda, jefe de policía. Pero por el momento la radio contestataria no convocaba a ningún encuentro. Sólo decía que se anulaban todas las fiestas, cenas y conciertos previstos en los centros ocupados para esa noche de sábado. Mientras tanto, en el Balon, los anarcos juntaban rabia y trataban de imaginar una respuesta. El mercado estaba rodeado por la policía.

Hacia las cinco de la tarde, dos o tres docenas se fueron al asilo, a discutir qué hacían. A las diez de la noche, de improviso, un centenar de anarquistas cortó la Piazza Castello con una barricada. Los policías cargaron enseguida y volaron las piedras, adoquines. Algunos pintaron: "Laudi verdugo, justicia homicida". "Sole vive, Sole en el corazón".

—Esta es nuestra primera acción por la muerte de Soledad.

Decían en Radio Black Out mientras relataban en directo las refriegas. Hubo corridas, peleas con la policía, vidrieras rotas, un par de heridos: nada más que unas horas de tensión sin consecuencias. Era la misma plaza donde, el sábado anterior, los anarquistas habían bailado salsa; un volante, después, lo subrayó: "Salsa y palos, palos y salsa. Se bailan todos los ritmos, se está listo para cualquier ocasión. Sin jactancias, sin esos que pretenden explicarnos el camino y la fórmula victoriosa, sin duros que se pavonean ni polemistas de mirada suficiente". Esa noche en Roma y en Milán, otros anarquistas hicieron sus manifestaciones: breves, apenas violentas.

A la mañana siguiente todos los diarios italianos reseñaban en su primera página la muerte de María Soledad Rosas. Los diarios hablaban de la "pequeña pasionaria argentina" y de su familia "rica, elegante y burguesa, conocidísima entre el tout Buenos Aires". El diputado verde Paolo Cento pedía una interpelación parlamentaria al ministro de Justicia Giovanni Maria Flick: "Basta de esta justicia que despedaza a las personas y las mata bajo la forma del suicidio". El académico local Gianni Vattimo, en un artículo publicado en el diario de los Agnelli, no estaba de acuerdo, despolitizaba: "Si queremos tratar el suicidio de María Soledad Rosas con el respeto que se debe a las tragedias humanas como ésta, haremos bien en considerarlo como un hecho estrictamente privado". Aunque el jefe de policía de Turín decía que el orden público estaba en peligro:

—Ojalá se lleven el féretro a la Argentina. Eso eliminaría los riesgos de un funeral aquí en Turín.

Esa tarde, en el festival del diario comunista
L'Unità
, el intendente comunista Castellani fue víctima de un ataque feroz de los squatters: le acertaron en el hombro una bombita de agua coloreada. Al día siguiente los diarios dedicaron páginas enteras al asalto. Mojado, levemente teñido, el intendente había hablado con un par de periodistas:

—Lo que más me impresionó fue que me llamaran asesino. Esta gente no sabe lo que dice. Nuestro problema es encontrar un canal de comunicación con ellos donde las palabras tengan el mismo sentido para nosotros y para ellos.

Y el diario liberal
La Repubblica
se hacía eco del malestar de buena parte de su público: "Ayer Turín parecía una ciudad abandonada por sus turineses. Entregada a ellos. Ellos son todos esos que pertenecen a un mundo confuso, sin raza ni religión. Son los extracomunitarios residentes, las prostitutas, los clandestinos, los traficantes, los vendedores ambulantes negros, los atorrantes, los mendigos. Y los squatters, la última pesadilla que no viene de tierras lejanas sino directamente del vientre metropolitano. Tienen el mismo color de piel, hablan el mismo dialecto que nosotros. Así son aún más imprevisibles, inaprehensibles e indescifrables que la pesadilla clandestina. A la cual fueron a adicionarse malignamente, como la complicación imprevista de una enfermedad ya grave".

Silvano Pelissero se enteró de la muerte de su compañera en la cárcel de Novaro. El guardia que se lo dijo trató de poner la cara conveniente:

—Escuchá, lo lamentamos pero parece que esta Soledad tuvo un accidente, no sabemos si murió...

Silvano no necesitó más palabras. Ya llevaba veintiocho días en huelga de hambre y su debilidad, de pronto, le resultó intolerable. Un rato más tarde interrumpió la huelga y pidió que le permitieran, al menos, ver el cadáver de su amiga. El lunes a la mañana un furgón lleno de policías lo llevó hasta la morgue de Mondovi. El médico forense acababa de terminar su autopsia; dictaminó que se trataba de un suicidio. O que "no había razones para suponer que no lo era".

"Después me llevaron a ver el cuerpo y no tenía ninguna huella en el cuello, ni la más mínima", dirá Silvano. "Tenía la cara pintada, los labios, los párpados, pero en el cuello no tenía nada, yo la miré muy bien. El cuerpo estaba en un cuartel de carabineros, creo que en Mondovi, me llevaron hasta allí y me dejaron unos minutos y después me sacaron. Estaba bronceada, el pelo un poco más largo, estaba muy bella..."

Esa tarde, en su celda, Silvano escribió una carta a sus compañeros del Asilo: "Desde los primeros días de mayo empecé a escribirle con gran frecuencia. Cada mes salían hasta 18 cartas —en mayo y junio. Cartas llenas de apoyo y de amor. Empecé a amar a Sole y a olvidar cárcel y juicio. A veces hasta era feliz. Ella me contestaba con orden y pasión. Y sin embargo, siempre dejaba trasuntar fuertes malestares, crisis depresivas, soledad, por el aislamiento en el que estaba. Hacia fines de junio entendí que la situación se estaba agravando. Hice todo lo que pude para salvar a mi pequeña Sole. Pero ése era su destino. Quizás fue mejor así. Ahora encontrará allá arriba la felicidad, la paz, la libertad y el amor que una persona tan linda y simple se merecía. Y que no encontró en esta tierra, poblada de carroñeros asquerosos. Entiéndanlo: Sole era realmente la mujer más linda-rica-simple -buena-dulce-amable y benévola que nunca conseguí imaginarme. La muerte de Soledad me vació de toda energía, de toda capacidad de amar. De toda fe en el prójimo. ¡Ha muerto un ángel! ¡Ustedes mataron a un ángel!"

En Buenos Aires la prensa se enorgullecía púdicamente del destino de María Soledad Rosas. Resultaba, finalmente, una de las figuras favoritas de los argentinos: la compatriota que triunfó en el exterior. Aunque el triunfo, en este caso, sólo pudiera medirse en centimetraje de papel de diario y se pareciera tanto a una derrota. Pero el hecho de que fuera una argentina siguió actuando y, de pronto, los squatters italianos pasaron a ser un tema importante para los medios de la patria. La leyenda menor de la "Pequeña Pasionaria" se abrió pasó a cientos de miles de ejemplares. Con un componente unánime: Soledad se había hecho anarquista por amor.

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