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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (16 page)

BOOK: Ana Karenina
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—Sí —continuó—: ¿Sabes por qué Kiti no ha venido a comer? Pues voy a decírtelo: es porque está celosa de mí…, yo he sido la causa de que ese baile, en vez de ser una alegría para ella, se convirtiera en martirio; pero debo asegurarte de veras que no soy culpable, o, si acaso, muy poco —añadió, recalcando la última palabra.

—¡Cómo te has parecido a Stiva al decir esto! —repuso Dolli, sonriendo.

Anna se resintió de estas palabras.

—¡Oh, no, yo no soy Stepán! —repitió, con expresión sombría—. Te refiero esto porque no quisiera dudar de mí misma un solo instante.

En el momento de pronunciar estas palabras, Anna comprendió que no eran justas, pues no solamente dudaba de sí misma sino que el recuerdo de Vronski la impresionaba de tal modo, que había resuelto marcharse antes de lo que pensaba para no encontrarlo más.

—Sí —repuso Dolli—, Stepán me ha dicho que habías bailado una mazurca con él, y que…

—No puedes figurarte qué giro tomó todo eso. Yo pensaba contribuir a que se efectuase el matrimonio, y en vez de ayudar…, tal vez contra mi deseo…

Anna se ruborizó de nuevo y guardó silencio.

—¡Oh! Esas cosas se sienten de pronto —dijo Dolli.

—Me desesperaría si por parte de él hubiese algo serio —interrumpió Anna—; pero estoy convencida de que todo se olvidará pronto, y de que Kiti no me tendrá mala voluntad.

—A decir verdad, no sentiría que se descompusiera el proyecto de matrimonio en el caso de que Vronski se hubiese enamorado de ti en un solo día.

—¡Dios mío, eso sería una locura! —exclamó Anna, ruborizándose de placer al ver que Dolli emitía el mismo pensamiento que ocupaba su espíritu—. Hete aquí que ahora me marcho, dejando a Kiti como enemiga, siendo así que la amaba tanto. Pero ya arreglarás tú eso, ¿no es verdad?

Dolli reprimió a duras penas una sonrisa. Amaba a su cuñada, pero no le disgustaba encontrar en ella también debilidades.

—¿Una enemiga? —replicó—. Es imposible.

—Hubiera deseado que me quisierais tanto como yo os quiero —dijo Anna, con lágrimas en los ojos—. ¡Dios mío, cuántas tonterías digo hoy!

Y pasándose un pañuelo por los ojos, comenzó a arreglarse.

Por fin llegó el momento de marchar. Stepán Arkádich se presentó con el rostro enrojecido y animado, oliendo a vino y tabaco.

La ternura de Anna se había comunicado a Dolli, y al abrazarse por última vez, esta murmuró al oído de aquella:

—Piensa, querida Anna, que no olvidaré nunca lo que has hecho por mí, y que te quiero y te querré siempre como a mi mejor amiga.

—No comprendo por qué —contestó Anna, abrazando a Dolli y reteniendo sus lágrimas.

—Me has comprendido y me comprendes aún. ¡Adiós, querida mía!

XXIX

T
ODO
acabó al fin, ¡a Dios gracias!, pensó Anna, después de despedirse de su hermano, que había ocupado con su persona la entrada del coche hasta que hicieron la tercera señal. La hermosa dama fue a sentarse al lado de Ánnushka, la doncella, en el pequeño diván, y examinó el compartimiento, débilmente iluminado. «A Dios gracias —se dijo—, mañana volveré a ver a mi hijo y a Alexiéi Alexándrovich, y mi vida volverá a ser la misma de antes.»

Con esa necesidad de agitarse de que estuvo dominada todo el día, Anna hizo minuciosamente sus preparativos para la noche; con sus lindas manos sacó del maletín una almohada, la puso sobre sus rodillas y se tapó los pies. Una dama enferma arreglaba ya también sus cosas; otras dos entablaron conversación con Anna; y una vieja, rodeando sus piernas con una manta, hizo varias observaciones críticas sobre la calefacción. Anna contestó a lo que le dijeron; pero como no tenía interés alguno en la conversación, pidió a su camarera la linterna de viaje, la fijó en el respaldo de su asiento y tomó de su saco una novela inglesa y una plegadera. Al principio le fue difícil leer, porque a cada momento pasaba alguien junto a ella, pero cuando el tren se puso en movimiento, escuchó involuntariamente los ruidos exteriores: la nieve que azotaba los vidrios, el conductor que pasaba, completamente cubierto de blancos copos; la conversación de sus compañeras de viaje, que hablaban de la tempestad que reinaba; todo, en fin, era para Anna un motivo de distracción. Después siguió algo más monótono; siempre las mismas sacudidas y el mismo ruido, la misma nieve en la ventanilla e iguales cambios bruscos de temperatura, del calor al frío y viceversa; los mismos semblantes y las mismas voces. Anna consiguió al fin leer y comprender lo que leía, mientras su camarera dormitaba ya, con el saco sobre las rodillas, sostenido por sus gruesas manos, revestidas de guantes de abrigo. Sin embargo, la lectura no la inducía a interesarse en la vida de otro; esto le era intolerable, porque necesitaba demasiado vivir para sí misma. Si la heroína de su novela cuidaba a un enfermo, a Anna le hubiera gustado moverse con los pasos silenciosos por el cuarto del paciente. Si un diputado del parlamento pronunciaba su discurso, Anna deseaba hallarse en su lugar. Si
lady
Mary montaba a caballo y admirando al mundo por su audacia, Anna deseaba hacer lo mismo. Pero no había nada que hacer, sus pequeñas manos atormentaban impacientemente la plegadera, Anna se esforzaba por seguir leyendo.

El héroe de su novela llegaba al fin al apogeo de su dicha inglesa, por haber adquirido un título de barón y algunas tierras; Anna hubiera querido marchar a su posesión, más le pareció de pronto que en esto habría algo vergonzoso para el favorecido, y para ella también. «Pero ¿de qué podría avergonzarme yo?», se preguntó la dama, apoyándose en el respaldo de su asiento y oprimiendo la plegadera. Anna evocó todos sus recuerdos de Moscú, que eran tan buenos y agradables; pensó en el baile, en Vronski, en sus relaciones con él, en su expresión enamorada. ¿Había en esto cosa alguna de la que pudiera ruborizarse? Seguramente que no, y, sin embargo, en vano pugnaba por desechar un sentimiento de vergüenza al evocar este último recuerdo, pareciéndole que una voz interior le repetía: «¡Caliente, caliente, muy caliente!», cada vez que pensaba en Vronski. «¿Qué significa esto? —se preguntó, agitándose en su asiento con violencia—. ¿No me será dado hacer nada frente a mis recuerdos? ¿Puede existir algo de común entre ese joven oficial y yo, como no sean las relaciones que se tienen con todo el mundo?» Anna sonrió con desdén, y cogió de nuevo su libro; pero decididamente no le era posible comprender lo que leía. Con la punta del cuchillo comenzó a frotar el vidrio del coche para pasar después la fría superficie por su mejilla abrasada, mientras se reía casi en voz alta. Entonces reconoció que sus nervios se irritaban cada vez más, que sus ojos se abrían desmesuradamente y que sus dedos se crispaban, pareciéndole que la oprimía una sofocación; las imágenes y los sonidos adquirían una importancia exagerada en la semioscuridad del coche, tanto que la dama se preguntó si avanzaban o retrocedían, o si el tren estaba parado. Poseída del temor de que la sobrecogiese un estado de atonía, y comprendiendo que aún le era dado resistir por la fuerza de la voluntad, se levantó, se despojó de su abrigo y de su cuello de pieles, y creyó sentir alivio. Un hombre alto y seco entró en aquel instante; en él reconoció al encargado de los calentadores; lo vio mirar el termómetro y observó cómo el viento y la nieve se introducían en el coche; después, todo se volvió a confundir para ella. De allí a poco, Anna creyó oír un ruido extraño, como de algo que se desgarrase rechinando, pareciéndole ver un hierro enrojecido que brillaba y desaparecía detrás de una pared, y de pronto se le figuró que caía en un foso.

Todas estas sensaciones eran más divertidas que pavorosas. La voz del hombre cubierto de pieles pronunció un nombre a su oído; Anna se levantó, y entonces pudo comprender que llegaban a una estación y que aquel individuo era el conductor. Al punto pidió su chal y sus pieles, se las puso y se dirigió hacia la puerta.

—¿La señora quiere salir? —preguntó Ánnushka.

—Sí, necesito respirar; aquí hace mucho calor.

Y abrió la portezuela.

La nieve y el viento le cerraron el paso, lo cual le pareció divertido; pero sujetándose el vestido con una mano y cogiéndose con la otra a un poste, bajó al andén.

Una vez preservada por los coches, se serenó un poco, y con verdadero placer aspiró el aire frío de aquella noche tempestuosa. En pie junto al tren, miró a su alrededor el suelo cubierto de nieve y la estación brillante de luces.

XXX

E
L
viento soplaba con fuerza, introduciéndose entre las ruedas; formaba torbellinos alrededor de los postes y cubría de nieve el tren y los viajeros. Algunas personas corrían acá y allá abriendo y cerrando las grandes puertas de la estación y conversando alegremente. Una sombra rozó el vestido de Anna, y esta oyó el ruido de un martillazo sobre el hierro.

—¡Que se envíe el telegrama! —gritaba una voz irritada al otro lado de la vía.

—Por aquí, al número veintiocho —vociferaban en otra parte.

Dos caballeros, con el cigarrillo en la boca, pasaron en aquel instante por delante de Anna; esta se disponía a subir de nuevo al coche después de respirar con fuerza, como para hacer provisión de aire fresco, y sacaba ya la mano de su manguito, cuando la luz vacilante del reverbero quedó interceptada por un hombre que, cubierto de un paletó de militar, se acercó a ella: era Vronski, a quien reconoció al punto.

El joven saludó, llevando la mano a la visera de su gorra, y preguntó respetuosamente a la viajera si podría serle útil en algo. Anna lo miró, sin poder contestarle al pronto; y aunque Vronski estaba en la sombra, creyó observar en sus ojos la expresión de admiración respetuosa que tanto llamara su atención la víspera. Muchas veces la dama se había repetido que Vronski no era para ella sino uno de esos jóvenes como los que se encuentran a centenares en el mundo, y en el cual no se permitiría pensar; pero al reconocerlo en aquel momento, experimentó una orgullosa alegría. Inútil era preguntarse por qué estaba allí; Anna sabía, con tanta seguridad como si él se lo hubiese dicho, que se hallaba allí solo por ella.

—Ignoraba que se propusiese usted ir a San Petersburgo —dijo Anna—. ¿Qué lo llama allí? —preguntó sin poder disimular la alegría que iluminó su semblante.

El viento amainó por un instante, pero enseguida volvió con más ímpetu, y parecía que no existiese fuerza capaz de oponerle resistencia.

Y dejó caer su mano, dispuesta a abrir la portezuela del coche.

—¿Por qué voy? —repitió Vronski, mirándola fijamente—. Bien sabe usted que solo voy por estar a su lado; no he podido hacer menos.

En aquel instante el viento, como si hubiese vencido todos los obstáculos, barrió la nieve del techo de los coches y agitó triunfalmente una plancha de cinc que acababa de desprender, mientras que el silbato de la locomotora producía un sonido plañidero y triste; jamás el horror de la tormenta había parecido tan hermoso a la bella Anna. Acababa de oír las palabras que temía su razón, pero que su corazón deseaba escuchar.

Guardó silencio, pero comprendía la lucha que en ella se empeñaba.

—Dispénseme usted si le disgusta lo que acabo de contestar —murmuró Vronski, humildemente.

Hablaba con el mayor respeto, pero con un tono tan determinado, que Anna estuvo mucho tiempo sin responder.

—Lo que usted ha dicho no está bien —replicó al fin—, y si se tiene por un caballero galante, debe olvidarlo, como yo lo olvidaré también.

—Yo no olvidaré, ni me será posible olvidar nunca, ninguno de los ademanes ni de las palabras de usted…

—Basta, basta —exclamó Anna, procurando inútilmente comunicar a su rostro, que el joven observaba con amor, una expresión de severidad.

Y apoyándose en el poste, franqueó rápidamente los peldaños de la pequeña plataforma y entró en el coche. Se detuvo junto a la portezuela, deseosa de recordar lo que acababa de ocurrir, mas no halló en su memoria las palabras pronunciadas entre los dos; solo comprendía que aquella conversación de pocos minutos los había acercado más; establecía como un lazo entre ella y el joven conde, y esto la espantaba, complaciéndola al mismo tiempo. A los pocos segundos, se adentró en el coche y fue a ocupar su asiento.

Su excitación nerviosa aumentaba cada vez más; le parecía que se iba a romper algo en su interior, y le era imposible dormir, pero su tensión de espíritu y sus meditaciones no tenían nada de penoso, semejándose más bien a una agradable perturbación.

Por la mañana se adormeció un poco; era muy entrado el día cuando despertó, y pudo reconocer que se acercaban a San Petersburgo. Entonces pensó en su esposo, en su hijo, en su casa y en todas las preocupaciones que la esperaba aquel día y los siguientes.

Apenas estuvo el tren en la estación, Anna bajó del coche, y el primer semblante conocido que vio fue el de su esposo. ¡Santo Dios!, «¿por qué se le han alargado tanto las orejas?», se dijo, al divisar el rostro frío, aunque distinguido, de su esposo, y observando el efecto que producían los cartílagos de aquellas orejas bajo las alas de su ancho sombrero redondo.

Al ver a su esposa, el señor Karenin se adelantó a su encuentro, mirándola fijamente, con expresión fatigada y una sonrisa irónica que le era peculiar.

Aquella mirada impresionó a Anna desagradablemente; le pareció que hallaba en su esposo otro hombre, y de su corazón se apoderó un sentimiento de pesar; no solamente estaba descontenta de sí misma, sino que se imaginaba reconocer cierta hipocresía en sus relaciones con Alexiéi Alexándrovich. La impresión no era nueva, pues ya la había experimentado otras veces, aunque sin darle importancia; entonces se la explicaba claramente y con sentimiento.

—Ya ves que soy un tierno esposo, como el primer día de nuestra unión —dijo Alexiéi Alexándrovich, con voz lenta y como cuchicheando, cual si quisiera ridiculizar a las personas que hablaban así—: Ardía en deseos de volver a verte.

—¿Cómo está Seriozha? —preguntó Anna.

—¿Es así como recompensas mi amor? —replicó Alexiéi Alexándrovich—. Está bien, muy bien.

XXXI

V
RONSKI
no había tratado siquiera de dormir aquella noche; permaneció siempre sentado, abiertos los ojos y mirando con la mayor indiferencia a cuantos entraban y salían; para él, los hombres no tenían más importancia que las cosas; lo que en circunstancias ordinarias le hubiera hecho perder su imperturbable calma, no le habría impresionado aquel día en absoluto. Un joven muy nervioso, empleado en un tribunal, que iba enfrente, acabó odiándolo por este aspecto suyo. Se esforzó lo posible para recordarle que figuraba entre los seres animados; le pidió fuego, le dirigió la palabra y hasta lo empujó; pero ninguna de esas demostraciones bastó para que se alterase la impasibilidad del conde. El joven, mal dispuesto ya contra él, lo miró con enojo al ver su indiferencia.

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