Ana Karenina (31 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

BOOK: Ana Karenina
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—¡Bravo, Vronski! —gritaron varias voces, en las que el conde reconoció las de sus compañeros y amigos, situados cerca del obstáculo, donde también se hallaba Yashvin, aunque no lo vio.

—¡Bien, yegua mía!—murmuraba Vronski, escuchando lo que sucedía detrás de él… «Ha saltado también»; se dijo al oír próximo el galope de
Gladiátor
.

Faltaba el último foso, de poca anchura, y Vronski no le daba apenas importancia; pero queriendo llegar el primero, mucho antes de los demás, comenzó a picar su caballo. El animal perdía sus fuerzas, con el cuello bañado en sudor, así como la cabeza y las orejas; su respiración «empezaba a ser fatigosa; pero Vronski comprendía que aún le quedaba fuerza para franquear las doscientas
sazhens
que lo separaban de la meta, y no «observaba la celeridad sino porque iba tocando casi el suelo. El foso fue franqueado sin que Vronski lo notase;
Fru-Fru
voló más bien que saltó, pero en el mismo instante, el jinete reconoció con espanto que en vez de seguir el movimiento del cuadrúpedo, el peso de su cuerpo había caído en falso sobre la silla, por un movimiento tan imperdonable como difícil de explicar. ¿Cómo había sucedido aquello? Vronski no lo comprendió, pero sí reconoció que le pasaba algo terrible: el alazán de Majotin cruzó por delante como un relámpago.

Vronski tocaba el suelo con un pie sobre el cual cayó la yegua, y apenas había tenido tiempo de retirarlo cuando el animal se tendió completamente produciendo un ruidoso resoplido y haciendo con su delicado cuello, empapado en sudor, inútiles esfuerzos para levantarse, cual ave herida por el tiro del cazador. Vronski le había roto los ijares por el movimiento que hizo en la silla, pero no comprendió su falta hasta más tarde; solo veía una cosa en aquel momento, y era que
Gladiátor
se alejaba rápidamente y que él estaba allí solo, delante de la yegua tendida en tierra, que fijaba en él una triste mirada. Siempre sin comprender aquello, Vronski tiró de la brida; el pobre animal se agitó como un pez cogido en la red, tratando de ponerse en pie; pero no pudiendo mover las patas, volvió a caer de lado. Vronski, pálido y descompuesto por la cólera, le descargó con el tacón de su bota un golpe en el vientre para obligarla a levantarse; pero
Fru-Fru
no se movió, y fijando en su amo una elocuente mirada, hundió el hocico en el suelo.

—¡Dios mío!, ¿qué he hecho yo? —gritó Vronski, mesándose los cabellos—. ¿Qué acabo de hacer?

Y al pensar en la carrera perdida, en su humillante e imperdonable falta y en el pobre animal que tenía ante sí, volvió a repetir las mismas palabras.

El cirujano y su ayudante, sus compañeros y amigos, todo el mundo, en fin, corrían hacia Vronski, que, con gran pesar suyo, se veía sano y salvo.

El caballo tenía rota la espina dorsal y era preciso matarlo. Incapaz de pronunciar una sola palabra, Vronski no pudo responder a ninguna de las preguntas que le hicieron, y abandonó el campo de las carreras sin recoger la gorra que se le había caído, y andando a la casualidad sin saber adónde iba. Por primera vez en su vida era víctima de una desgracia que ya no tenía remedio, y de la cual se reconocía el único culpable.

Yashvin corrió tras de Vronski con la gorra y lo condujo a su alojamiento, donde al fin se calmó, volviendo del todo en sí; pero aquella carrera fue durante largo tiempo, uno de los recuerdos más penosos y crueles de su existencia.

XXVI

L
AS
relaciones de Alexiéi Alexándrovich y de su esposa no parecían haber cambiado aparentemente; cuando más, se notó que Karenin estaba sobrecargado de trabajo más que nunca.

Llegada la primavera, marchó al extranjero, según su costumbre, a fin de reponerse de las fatigas del invierno en alguna estación termal.

Regresó en julio y se encargó otra vez de sus funciones con nueva energía. Su esposa habitaba en la casa de campo de los alrededores de San Petersburgo, y el señor Karenin permanecía en la ciudad.

Después de su conversación en la noche en que asistió a la tertulia de la princesa Tvierskaia, no se había tratado ya entre los cónyuges de sospechas ni de celos; pero Alexiéi Alexándrovich hacía uso más que nunca del tono que le era peculiar en sus actuales relaciones con Anna, y su frialdad había aumentado, mas no parecía conservar de aquella conversación ni una ligera contrariedad.

«No has querido explicarte conmigo —parecía decir—; tanto peor para ti, porque ahora habrás de venir a mí, y entonces yo no querré explicarme.» Y se dirigía a su mujer con el pensamiento, como un hombre furioso por no haber podido apagar un incendio, y que diría al elemento devorador: «¡Arde, arde, tanto peor para ti!».

Aquel hombre tan fino y tan sensato cuando se trataba de su servicio, no comprendía todo lo absurdo de semejante conducta, y si no comprendía era porque la situación le parecía demasiado terrible para osar analizarla. Prefirió sepultar en su alma el afecto que profesaba a su esposa y a su hijo, como si lo guardase en un cofre sellado y bien cerrado; y hasta comenzó a tratar a Serguiéi con cierta frialdad, llamándolo siempre joven, con ese tono irónico con que hablaba a su esposa. Alexiéi Alexándrovich pretendía no haber tenido nunca entre manos asuntos tan importantes como aquel año; pero no confesaba que los había creado a su antojo, a fin de no tener que abrir el cofre cerrado en que guardaba sus sentimientos, tanto más perturbado cuanto más tiempo los conservaba así.

Si alguien se hubiera arrogado el derecho de preguntarle lo que pensaba de la conducta de su esposa, aquel hombre sereno y pacífico se hubiera encolerizado en vez de contestar; por eso su fisonomía tomaba una expresión digna y severa siempre que le preguntaban por Anna; y a fuerza de empeñarse en no pensar nada sobre la conducta de su mujer, Karenin acabó por conseguirlo.

La residencia de verano de los Karenin estaba en Petergof, y la condesa Lidia Ivánovna, que solía vivir allí, mantenía frecuentes relaciones de buena vecindad con Anna. Aquel año la condesa no había querido habitar en Petergof, y hablando cierto día con el señor Karenin, hizo algunas alusiones sobre la inconveniencia de la intimidad de Anna con Betsi y Vronski. Alexiéi Alexándrovich la contuvo severamente, declarando que para él su esposa estaba muy por encima de toda sospecha; y desde aquella conversación evitó el encuentro con la noble dama. Resuelto a no observar nada, no echaba de ver que muchas personas comenzaban a murmurar contra su esposa, y no había tratado de explicarse por qué esta insistió para instalarse, en Tsárskoie, donde vivía Betsi, no lejos del campamento de Vronski. Alexiéi Alexándrovich no quería reflexionar, mas, a pesar de todo, sin darse cuenta de los hechos ni tener prueba o sospecha alguna, no dudaba que era engañado y sufría profundamente.

¡Cuántas veces se había preguntado, durante sus ocho años de felicidad conyugal, al ver matrimonios desunidos, cómo podía suceder semejante cosa y por qué no se saldría a toda costa de una situación tan absurda!

Ahora que aquella desgracia llamaba a su propia puerta, no solamente no pensaba en librarse de tan crítica posición, sino que no quería admitirla, porque lo espantaba lo que tenía de terrible.

Desde su vuelta del extranjero, Alexiéi Alexándrovich había ido dos veces a ver a su esposa al campo, la una para comer y la otra para asistir a una reunión; pero sin quedarse a dormir como lo hacía antes.

El día de las carreras había sido muy atareado para el señor Karenin; pero al hacer su programa por la mañana, resolvió ir a Petergof, después de comer temprano, y luego a las carreras, pues hallándose allí la corte, le convenía dejarse ver. Por conveniencia también, había resuelto hacer todas las semanas una visita a su esposa; había llegado el día 15 del mes y tenía por costumbre entregar en esta fecha el dinero necesario para el gasto de la casa.

Todo esto fue resuelto con la fuerza de voluntad de Alexiéi Alexándrovich, sin pensar en otra cosa.

Durante la mañana estuvo muy ocupado, pues había recibido la víspera un folleto de un viajero célebre por sus expediciones en la China, viajero a que la condesa Lidia recomendaba como hombre muy útil.

Alexiéi Alexándrovich no había podido terminar la lectura del folleto por la noche, y debía concluirla a la mañana siguiente; después vinieron las solicitudes, los informes, las audiencias, el correo y, en fin, todo el «trabajo de los días laborables», como él decía.

Seguía a esto su trabajo personal, la visita del médico y la del administrador; este último le ocupó poco tiempo, pues se limitó a darle dinero y un informe muy conciso sobre el estado de sus negocios, que aquel año no eran muy brillante, pues los gastos habían sido considerables, ocasionando esto un déficit.

El doctor, médico célebre y amigo de Karenin, le ocupó, en cambio, largo tiempo. Había ido sin que lo llamaran, y Alexiéi Alexándrovich quedó sorprendido por su visita y por la escrupulosa atención con que le auscultó, haciéndole varias preguntas; ignoraba que, inquieta por su estado poco normal, su amiga la condesa Lidia había rogado al doctor que lo viera y lo examinara bien.

—Hágalo usted por mí —le había dicho la condesa.

—Lo haré por Rusia, condesa —contestó el doctor.

—¡Qué hombre tan bueno! —dijo la condesa.

El doctor quedó muy descontento de su examen; el hígado estaba congestionado, la alimentación era mala y el efecto de los baños, nulo; en su consecuencia, prescribió más ejercicio físico, menos tensión de espíritu y, sobre todo, la abstención de preocupaciones morales, tanta hubiera valido ordenarle que no respirara.

El médico salió, dejando a Karenin bajo la desagradable impresión de que tenía un principio de enfermedad incurable.

En cuanto al doctor, al salir de casa de Alexiéi Alexándrovich encontró en el peristilo al jefe de negociado, llamado Sliudin, compañero de la universidad; rara vez se veían, mas no por eso dejaban de ser buenos amigos, y he aquí por qué el doctor no hubiera hablado a otros con la misma franqueza que a Sliudin.

—Me alegro mucho que lo haya visto usted —dijo este último—, pues me parece que no va bien. ¿Cuál es su opinión?

—Lo que yo pienso —replicó el doctor, haciendo seña a su compañero para que avanzase—, lo va usted a saber ahora —y retirando un dedo de su guante helado, añadió—: Si trata usted de romper una cuerda que no esté muy tirante, difícilmente logrará su objeto; pero si se halla muy tensa, bastará tocarla para conseguirlo; he aquí lo que le sucede con su vida, harto sedentaria, y sus trabajos concienzudos en demasía… ¿Irá usted a las carreras? —preguntó, subiendo a su coche.

—Sí, seguramente no faltaré.

Poco después de haber salido el doctor, llegó el célebre viajero, y Alexiéi Alexándrovich, ayudado por el folleto que leyera la víspera y por algunas nociones anteriores sobre el asunto, admiró a su visitante por la extensión de sus conocimientos y la exactitud de sus apreciaciones.

Después del viajero llegó un alto funcionario del gobierno, con el cual hubo de hablar Alexiéi Alexándrovich algún tiempo; luego fue necesario despachar con el jefe, y terminado este trabajo, hacer una visita importante a un personaje oficial. Karenin no tuvo apenas tiempo para volver a comer, acompañado del jefe de negociado, a quien invitó a ir a las carreras.

Sin darse cuenta de ello, buscaba ahora siempre un tercero que asistiese a las entrevista con su esposa.

XXVII

A
NNA
estaba en su habitación, en pie ante un espejo, sujetando el último lazo de un vestido con ayuda de Ánnushka, cuando se oyó el ruido de un coche en el patio.

«Es demasiado temprano para Betsi —pensó la señora de Karenin; y al mirar por la ventana vio en el coche el sombrero negro y las bien conocidas orejas de Alexiéi Alexándrovich—. ¡He aquí una dificultad enojosa! —añadió—. ¿Vendrá a pasar aquí la noche?»

Los resultados que esta visita podrían tener la espantaron; sin reflexionar un minuto, y bajo el imperio de ese espíritu de engaño que le era familiar y la dominaba, bajó radiante de alegría a recibir a su esposo, y habló con él sin saber por qué.

—¡Qué amable eres! —exclamó, presentando la mano a su esposo, mientras saludaba a Sliudin con una sonrisa—. Espero —añadió— que te quedarás aquí esta noche —el demonio de la mentira le aconsejaba estas palabras—. Supongo que iremos juntos a las carreras. ¡Qué lástima que me haya comprometido con Betsi, que ha de venir a buscarme!

Alexiéi Alexándrovich hizo una mueca al oír este nombre.

—¡Oh!, no quiero separar a las inseparables —dijo con tono irónico—; yo iré con Mijaíl Vasílievich. El doctor me ha recomendado el ejercicio, y deseo recorrer una parte del camino a pie.

—Pero no hay prisa —dijo Anna—. ¿Quieres tomar té?

Y llamó.

—Sirva usted el té —ordenó a la criada—, y diga usted a Seriozha que aquí está su padre. ¿Y cómo vamos de salud? —añadió—. Mijaíl Vasílievich, aún no había usted venido a mi casa; vea cómo tengo arreglado el balcón.

Anna hablaba sencilla y naturalmente, pero demasiado y muy deprisa, como se lo dio a conocer la curiosa mirada de Mijaíl Vasílievich, que la observaba a hurtadillas; este se dirigió hacia el terrado y Anna fue a sentarse junto a su esposo.

—Tienes mala cara —le dijo.

—Sí, el doctor vino esta mañana y me ha quitado bastante tiempo; pero estoy seguro de que lo envió uno de mis amigos. ¡Como mi salud es tan preciosa!

—¿Y qué ha dicho el doctor?

Anna interrogó a su esposo sobre sus trabajos, le aconsejó el descanso y le invitó a trasladarse al campo también. Todo esto lo dijo con mucha alegría y animación; pero Alexiéi Alexándrovich no daba importancia a este tono; solo oía las palabras y las tomaba en su sentido literal, contestando simplemente, aunque con cierta ironía. Esta conversación no tuvo nada de particular, y, sin embargo, Anna no pudo recordarla más tarde sin experimentar profunda pena.

Seriozha entró, acompañado de su aya; si Karenin hubiera observado, no habría podido menos de notar la expresión tímida con que el niño miró a sus padres; pero no quería ver nada, y nada vio.

—¡Hola, joven! —exclamó Alexiéi Alexándrovich—. Parece que crecemos; ya estás hecho todo un mozo.

Y ofreció su mano al niño, muy turbado en aquel momento. Seriozha había sido siempre tímido con su padre; pero desde que este lo llamaba «joven», y desde que se atormentaba la imaginación para averiguar si Vronski era amigo o enemigo, se mostraba más tímido aún. Se volvió hacia su madre como para buscar protección, porque solo a su lado estaba tranquilo, mientras que Alexiéi Alexándrovich, cogiendo al niño por los hombros, preguntó al aya cómo se portaba. Anna vio el momento en que Seriozha iba a llorar, y observando su inquietud, se acercó a él vivamente, separó las manos de su esposo apoyadas en el hombro del niño y condujo a este al terrado, abrazándolo. Después se acercó a su esposo.

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