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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (69 page)

BOOK: Ana Karenina
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Los dos retratos de Anna hubieran debido bastar para hacerlo comprender la diferencia que existía entre Mijáilov y él, sin embargo, no la veía. Mas, después de haber terminado Mijáilov el suyo, dejó el retrato de Anna inacabado considerándolo ya innecesario. Aun así continuó con su cuadro de la Edad Media, del cual estaba tan satisfecho como Goleníschev y Anna, porque se semejaba a una pintura antigua mucho más que todo lo que hacía Mijáilov.

El artista, por su parte, a pesar del atractivo que el retrato de Anna había tenido para él, se dio por muy contento al verse libre de los discursos de Goleníschev y de las obras de Vronski. Seguramente no se podía impedir a este que se entretuviera, pues los aficionados tienen por desgracia el derecho de pintar lo que mejor les parece; pero le enojaba aquel pasatiempo
de dilettante
. Nadie puede impedir a un hombre que modele una muñeca de cera y la bese; pero no debe acariciarla delante de dos enamorados. La pintura de Vronski le producía un efecto de insuficiencia análogo; lo resentía y lo ofendía, pareciéndole ridícula y lastimosa.

La afición de Vronski a la pintura y a la Edad Media fue, sin embargo, de corta duración; tuvo bastante instinto artístico para no terminar su cuadro, y percibir vagamente que los defectos del lienzo, no muy visibles al principio, serían horribles si llegaba al final. Se hallaba en el mismo caso de Goleníschev, que a pesar de sentir el vacío en su espíritu, se alimentaba de ilusiones, imaginándose que maduraba sus ideas y hacía acopio de materiales. Pero mientras Goleníschev se irritaba por esto, Vronski permanecía tranquilo, e, incapaz de engañarse, abandonó simplemente la pintura con la resolución propia de su carácter, sin tratar de justificarse.

Sin embargo, la vida sin ocupación llegó a ser muy pronto intolerable en aquella pequeña ciudad; el palacio le pareció de repente viejo y sucio; las manchas de las cortinas tomaron un aspecto sórdido; los mosaicos, agrietados; el eterno Goleníschev, el profesor italiano y el viajero alemán fueron, al fin, por demás enojosos; y Vronski experimentó la imperiosa necesidad de cambiar de existencia.

Anna extrañó este repentino cambio, pero consintió de la mejor gana en volver a Rusia y vivir en el campo.

Vronski quiso pasar por San Petersburgo para evacuar unas diligencias sobre repartición con su hermano, y Anna para ver a su hijo. Se proponían pasar el verano en la extensa propiedad patrimonial de Vronski.

XIV

L
IEVIN
, casado hacía tres meses, era feliz; pero, contrariamente a lo que había pensado, y a pesar de ciertos encantos imprevistos, experimentaba cada día algún desengaño. La vida conyugal era muy diferente a lo que él había soñado; semejante al hombre que después de admirar la marcha tranquila y regular de un barco en un lago quisiera dirigirlo él mismo, comprendía la diferencia que existe entre la simple contemplación y la acción; no bastaba estar sentado sin hacer falsos movimientos; era preciso pensar en el agua, dirigir la embarcación y levantar con inexperta mano los pesados remos.

En otra época, cuando aún era soltero se había reído a menudo interiormente de las ligeras contrariedades de la vida conyugal: disputas, celos y mezquinas preocupaciones, pensando que jamás se produciría nada de esto en la suya, y que nunca su existencia íntima se semejaría a las de los demás; pero tocaba estas mismas pequeñeces, que, a pesar suyo, tomaban una importancia indiscutible.

Como todos los hombres, Lievin había pensado encontrar las satisfacciones del amor en el matrimonio, sin admitir ningún detalle prosaico; el amor debía darle el reposo después del trabajo; su mujer se contentaría con ser adorada, y olvidaba del todo que ella también tenía derecho a cierta actividad personal. No fue poca su sorpresa al ver que aquella poética y encantadora Kiti se ocupaba, desde los primeros días de su casamiento, del mobiliario, de la ropa blanca, del servicio de la mesa y de la cocina. Ya antes de casarse había extrañado que su prometida rehusase viajar, prefiriendo ir a establecerse en el campo; lo mismo que ahora al ver que al cabo de algunos meses el amor no le impedía ocuparse de la parte material de la vida, por 1o cual le gastaba bromas algunas veces.

A pesar de todo, admiraba a Kiti y le divertía ver cómo presidía el arreglo de la casa con los nuevos muebles llegados de Moscú, dando sus órdenes para poner cortinas, preparar las habitaciones destinadas a recibir a los amigos, dirigir a su nueva doncella y al anciano cocinero y trabar discusiones con Agafia Mijáilovna, a la cual retiró el cargo de guardar las provisiones. El pobre cocinero sonreía dulcemente al recibir órdenes caprichosas, imposibles de ejecutar, y Agafia Mijáilovna movía la cabeza con aire pensativo ante las nuevas medidas decretadas por su joven señora. Lievin miraba a todos, y cuando Kiti se dirigía a él entre risueña y llorosa para quejarse de que nadie la escuchaba con formalidad, le parecía encantadora, pero extraña, y no comprendía la metamorfosis experimentada por su mujer al verse dueña de comprar montañas de confites, gastar y mandar lo que se le antojaba para desquitarse, sin duda, de su privación de satisfacer toda clase de caprichos mientras estuvo con sus padres.

Los detalles caseros atraían invenciblemente a la joven esposa, y su celo por las más insignificantes bagatelas, muy contrario al ideal de felicidad soñado por Lievin, fue por varios estilos un desencanto; mientras que aquella misma actividad, cuyo objeto no penetraba, pero que no podía observar sin placer, le parecía por otros puntos un encanto imprevisto.

Las disputas fueron también sorpresas; jamás se hubiera imaginado Lievin que entre su esposa y él podría haber más que dulzura, respeto y cariño; pero he aquí que ya en los primeros días se indispusieron; Kiti declaró que su marido no pensaba más que en sí, y comenzó a llorar, haciendo ademanes desesperados.

La primera de estas disputas sobrevino a consecuencia de una excursión que Lievin debió hacer a una nueva granja; queriendo volver por el camino más corto se extravió y tardó más de lo que había dicho. Al acercarse a la casa solo pensaba en Kiti, en su felicidad y en el cariño que le profesaba; de modo que al entrar lo primero que hizo fue correr al salón, poseído de un sentimiento análogo al que experimentó el día en que pidió la mano de Kiti. Esta última lo recibió con expresión sombría, y cuando la quiso abrazar, lo rechazó con ademán airado.

—¿Qué tienes? —le preguntó.

—Bien te diviertes —comenzó a decir Kiti con afectada frialdad.

Y apenas hubo abierto la boca, los absurdos celos que experimentó mientras esperaba a Lievin sentada en el reborde de la ventana se tradujeron en amargas frases y reprensiones. Lievin comprendió entonces claramente, por primera vez, lo que hasta aquel día solo entendió confusamente, es decir, que el límite que los separaba era indefinible y que no podían determinar dónde comenzaba y acababa su propia personalidad. En el primer instante se ofendió, pero luego comprendió que ella no podía ofenderlo, porque ella es él. Experimentó al principio lo que un hombre que, sintiendo un violento golpe por detrás y volviéndose enojado y anheloso de venganza en busca del agresor, halla que él mismo se ha lastimado por descuido y no tiene con quien enfadarse, y le es preciso tranquilizarse y aguantar el dolor. Este fue un doloroso sentimiento interior, y jamás le había impresionado nada tan vivamente; quiso disculparse, probar a Kiti su injusticia, y hasta le habría atribuido todo, pero temía irritarla más, envenenando la cuestión, aunque era sensible sufrir una injusticia y más aún resentir a Kiti bajo el pretexto de justificarse. Semejante al hombre que lucha medio dormido contra un mal doloroso que quisiera arrancarse, y reconoce al despertar que este mal está en su interior. Lievin se persuadió que la paciencia era el único remedio.

La reconciliación se efectuó pronto. Kiti, sin confesarlo, reconoció su error, y se mostró tan cariñosa que su amor no se resintió; mas, por desgracia, estas dificultades se renovaban a menudo por causas frívolas e imprevistas, y porque ambos ignoraban aún lo que para uno y otro tenía importancia. Aquellos primeros meses fueron difíciles de pasar; ninguno estaba de buen humor y la causa más pueril bastaba para promover una incomprensión. Cada cual tiraba por su lado de la cadena que los unía, y aquella luna de miel que tantas ilusiones infundiera a Lievin, no les dejó en realidad más que penosos recuerdos. Ambos procuraron después borrar de su memoria los mil incidentes casi ridículos de aquel periodo, durante el cual se hallaron tan rara vez con el espíritu tranquilo.

Su vida no fue más regular hasta que regresaron de Moscú, donde fueron a pasar el segundo mes de su matrimonio.

XV

L
OS
cónyuges habían vuelto a su casa y disfrutaban de su soledad. Lievin, sentado a su mesa, escribía; Kiti, con un vestido morado, querido de su esposo porque lo llevaba los primeros días de su casamiento, se ocupaba en bordar, sentada en el enorme diván de cuero que comunicaba a la estancia el mismo carácter que tenía cuando la habitaron el abuelo y el padre de Lievin. Este último estaba muy satisfecho de la presencia de su esposa, reflexionando y escribiendo a la vez. No había renunciado a sus trabajos sobre la transformación de las condiciones agronómicas de Rusia, pero si antes le parecieron pobres comparadas con su tristeza, entonces, que era feliz, las juzgaba insignificantes. Continuaba sus ocupaciones, aunque comprendía claramente que el centro de sus intereses era otro y que como consecuencia de ello, veía todo de un modo distinto. Antes aquello era para Lievin su salvación. Sin ello su vida hubiera sido demasiado triste. Ahora, necesitaba aquel trabajo por temor a la monotonía de la felicidad. Cuando releyó sus notas, encontró para gran satisfacción suya que valía la pena continuar el trabajo. Era un trabajo nuevo y útil. Muchas ideas le parecieron exageradas y superfluas, pero, sin embargo, se le aclararon muchas cosas al repasar en su memoria todo el problema. Lievin comenzó un nuevo capítulo acerca de las causas de la situación desventajosa de la agricultura en Rusia. Demostraba que la miseria de Rusia provenía no solo de una distribución injusta de la propiedad sobre la tierra; contribuía a ello la civilización exterior implantada en Rusia, sobre todo sus vías de comunicación, los ferrocarriles que trajeron consigo la concentración en las ciudades, el desarrollo del lujo y, como consecuencia de ello, el desarrollo, en perjuicio de la agricultura, de la industria, el crédito y la bolsa. Lievin consideraba que, en un estado en que la riqueza se desarrolla normalmente, todos estos fenómenos deberían surgir tan solo después de que la agricultura alcanzara unas condiciones determinadas. Que la riqueza debía aumentar de forma regular, de tal modo que otras ramas no se adelantaran a la agricultura; de aquí que los ferrocarriles tendrían que corresponder al estado de la agricultura y que como aquellos habían surgido por razones políticas y no económicas, su desarrollo era prematuro, y que en lugar de contribuir al desarrollo de la agricultura, como se esperaba de ellos, lo habían detenido, al provocar el desenvolvimiento de la industria y del crédito; por estas razones, del mismo modo que el desarrollo unilateral y prematuro de un órgano animal impediría el desarrollo del conjunto, el crédito, los ferrocarriles, las fábricas, necesarias en Europa, en Rusia perjudicaban el aumento de la riqueza nacional, al no resolver el problema de la agricultura.

Mientras que Lievin escribía, Kiti pensaba en el proceder extraño de su esposo en la víspera de su salida de Moscú respecto al joven príncipe Charski, que con muy poco tacto quiso hacerle un poco la corte. «Está celoso —pensaba Kiti—. ¡Dios mío, si supiera el efecto que todos me producen! Lo mismo que si me hablara Piotr, el cocinero.» Y fijó una mirada dominante, todavía tan extraña para ella, en el cuello vigoroso de su marido.

«Es lástima interrumpirlo —añadió Kiti mentalmente—; pero ya tendrá tiempo de trabajar más tarde; quiero verle la cara; ¿sentirá que lo estoy mirando?, quiero que se vuelva hacia mí…» Y abrió los ojos cuanto le fue posible para comunicar más fuerza a su mirada.

«Sí, atraen la mejor savia y comunican una falsa apariencia de riqueza», se dijo Lievin, dejando la pluma al comprender que su esposa lo miraba fijamente.

—¿Qué tenemos? —preguntó, sonriendo y levantándose.

«Ya se ha levantado —pensó Kiti—; esto es lo que yo quería.» Y lo miraba con el deseo de adivinar si le había molestado la interrupción.

—¡Qué bueno es estar nosotros dos solos, al menos para mí! —exclamó Lievin, acercándose a su esposa con expresión de contento.

—Yo me hallo tan bien aquí que no iré a ninguna parte, y menos a Moscú.

—¿En qué pensabas?

—Pensaba…, no, no; sigue escribiendo y no te distraigas —contestó Kiti, haciendo una mueca—; ahora voy a cortar esos ojales que ves.

Y cogió las tijeras.

—No, dime qué pensabas —repitió Lievin, sentándose junto a Kiti y siguiendo el movimiento de las tijeras.

—¿En qué pensaba? Pues en Moscú y en tu cuello.

—¿Cómo he merecido yo esa felicidad? No es natural —dijo Lievin, besando la mano de Kiti.

—En cuanto a mí —repuso esta—, cuanto más feliz soy, más natural me parece.

—Mira que te sobresale un mechón de cabello —dijo Lievin, volviendo la cabeza de su esposa con precaución.

—Pues déjalo estar y ocupémonos de cosas formales. Pero estas cosas se interrumpieron, y cuando Kuzmá se presentó para anunciar que el té estaba servido, separáronse ambos bruscamente como dos culpables.

—¿Han traído el correo?—preguntó Lievin a Kuzmá.

—Acaban de traerlo.

—No tardes —le dijo Kiti al salir del gabinete—, si no voy a leer sola las cartas. Después tocaremos el piano a cuatro manos.

Una vez solo, Lievin guardó sus cuadernos en un nuevo pupitre, comprado por su esposa, se lavó las manos en una jofaina también nueva, y sonriendo al hacer sus reflexiones, se encogió de hombros con una expresión parecida a la del remordimiento. Su vida era demasiado regalada, y se avergonzaba un poco de ella. «Esta existencia no conviene —pensó—; y hace tres meses que me entrego al ocio; por primera vez me he puesto a trabajar hoy, y lo he dejado a poco de empezar; descuido hasta mis ocupaciones ordinarias, no vigilo nada ni voy a ninguna parte. Unas veces temo dejarla y otras que se aburra. ¡Y yo que creía que no se comenzaba a vivir hasta que se contraía matrimonio! Durante tres meses he sido un holgazán, y esto no puede continuar así. La culpa no es suya, y, por tanto, no merece la menor reprensión. Yo hubiera debido mostrar firmeza, defender mi libertad de hombre, y si no lo hago, se adquirirán al fin malas costumbres…»

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