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Authors: Alberto Rivas Bonilla

Tags: #Costumbrismo, Literatura sudamericana

Andanzas y malandanzas (11 page)

BOOK: Andanzas y malandanzas
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Pues no. Lo que hizo la muy bienaventurada fue irse tras él, arrastrando consigo, de ribete, a los demás cargadores.

Al estrépito infernal producido por la caída se unieron, para colmo y remate de confusión, un tintineo de monedas rodando entre guijarros, los juramentos y blasfemias de los hombres, y los lamentos e invocaciones místicas de las mujeres de a pie.

La única en permanecer impasible fue la celestial Patrona, quien no dijo esta boca es mía, con todo y que a ella le tocaba lo peor en el desastre.

Y con razón. ¡Qué había de poder hablar la cuitada, si en la caída se había descabezado!

Nerón, sobrecogido de horror por su propia obra, había salido como alma que lleva el diablo, pasando como Dios le dio a entender por debajo de las púas de un cerco, y se fue a situar a una pequeña eminencia para contemplar sin peligro las consecuencias de su hazaña.

El primer cuidado que tuvieron los hombres, así como lograron reasumir su posición bípeda, fue buscar al chucho, quién sabe con qué siniestras intenciones. Y como vieron que el delincuente se había hecho humo, procedieron a levantar las andas hasta dejarla sobre sus cuatro patas. Y si bien anduvieron solícitos en comprobar que la Santa no había soltado el plato, no se les ocurrió examinarla de pies a cabeza para ver si no había sufrido mengua en su individuo.

Por último, hombres y mujeres se dedicaron a pepenar los níqueles caídos, producto de las limosnas colectadas en el trayecto, para restituirlos al lugar que tan violentamente habían abandonado; el cual era una lata de las de petit pois clavada a los pies de la imagen.

Sobre esta última e importantísima operación, insistieron bastante, registrando hasta los más ínfimos accidentes del terreno.

Terminado que hubieron, izaron su carga nuevamente y reanudaron la marcha al trote gimnástico para reponer el tiempo perdido.

Entonces, saltando el cerco que poco antes había violado Nerón en sentido opuesto, apareció Toribio.

Con una piedra en la mano, acechando un conejo andaba cuando oyó el estruendo que sabemos. Entre la curiosidad y el temor a lo desconocido, pudo más aquélla. Y sin botar la piedra, por lo que de útil pudiera tener, se fue acercando muy quedo al teatro de los sucesos.

Y llegó a tiempo de asistir, sin ser visto, al último acto del drama, observando cómo aquellos desconocidos recogían monedas del suelo y las echaban en el bote de lata.

Se estuvo quedo mientras duró la operación, rogando a las ánimas benditas que no las encontraran todas, y ya vimos cómo saltó el cerco en cuanto el campo estuvo libre.

Buscó largo rato como quien busca una aguja, removiendo piedras, metiendo palitos en donde no le cabían los dedos y murmurando malas palabras que iban subiendo de tono a medida que aumentaba su certidumbre de que estaba perdiendo el tiempo.

¡Los muy bandidos no habían dejado una!

Dándose a todos los demonios, ya abandonaba su empeño, cuando vio una cabeza suspendida de la rama de un árbol a escasa altura. De momentos se le erizó el pelo, porque creyó que era una cabeza de verdad; mas pronto comprendió su error al notar la aureola de metal amarillo que, dicho sea entre paréntesis, no poco había contribuido a que la sagrada testa quedara fija donde estaba.

Ya no se volvió a acordar de los níqueles ni de nada en el mundo.

Presa de un mortal desasosiego, echó una furtiva mirada en redondo para asegurarse de que estaba solo. Agachó la rama con la punta de la cuma y descolgó la cabeza.

Palpó y examinó rápidamente la aureola. Y sin dar importancia a las señales de brocha que cruzaban en todas direcciones la brillante superficie, la reputó como de oro de veinticuatro quilates.

Trató de desprenderla por las buenas, y como no lo consiguiera sujetó la cabeza entre las rodillas, y a fuerza de tirones a dos manos, arrancó de cuajo el rico botín.

Se lo guardó entre cuero y camiseta.

Con unción y reverencia colocó el despojado despojo en posición normal sobre una gran piedra a la orilla del camino y volvió a saltar el cerco, no fuera a ser que encontrara gente si seguía la carretera.

Andando a trancos entre milpas y malezas, recordó haber visto al chucho por ahí poco antes, cuando llegaba atraído por la bulla.

¡Y cuándo no! El chucho tenía que ser…

Sea lo que sea lo que ahí había pasado, el chucho tenía la culpa.

Y, por ende, él era el artífice de su fortuna.

Miró por todos lados buscándolo. Sentía unas grandes ganas de darle unas palmaditas en el costillaje, de decirle cuatro palabras cariñosas.

Pero se las tuvo que aguantar porque no lo encontró por ninguna parte.

¡De la que se perdió el chucho!

Capítulo XXVII

El cual, por un escrúpulo del autor, vino a quedar tan magro de cuerpo como seco de enjundia.

En vista de que ya está tocando en el fondo de estos desordenados apuntes sin haber encontrado cierto detalle que esperaba encontrar, el lector no dejaba de inquirir:

—¡Bueno! Y del talapo, ¿qué hubo?

—¿Del talapo?

—Sí. Se hace mención de él —o de sus intestinos, que en conclusión viene a dar lo mismo— en el capítulo primero.

—¡Ah, sí!… El talapo…

Pues verá usted: todas las aventuras que se consignan en esta notabilísima historia, son auténticas de toda autenticidad. Auténticas sin la más leve sombra de una duda. De no ser así, no aparecieran en este libro. Y resulta que la aventura del talapo, según barruntos, es apócrifa.

En el mismo caso están muchos otros lances que hasta ahora no he mencionado. El del vendedor de reliquias, por ejemplo, y el de la batalla feroz con un ciego y su perro, y el del pasmoso lío con el mono de unos gitanos… ¡y tantos otros!

Sabido es que a todo personaje que sobresale del nivel común por sus buenas o malas acciones, se le atribuyen hechos y palabras que jamás pensó en proferir o ejecutar. Ahí están, entre otras mil, Ruy Díaz de Vivar y don Alonso Quijano, que no me dejarán mentir.

¿Por qué se había de librar Nerón de tal sino?

¡Ah! Pero no seré yo quien escriba medio renglón sobre semejantes infundios.

No se hable, pues, más del asunto, y vamos a otra cosa.

Capítulo XXVIII

De cómo Toribio se vio a dos dedos de un brete con la Guardia Rural.

Setenta años, diez más o menos, tendría la india que venía conduciendo tres cabras por medio de sendas cuerdas tan llenas de añadidos como de mugre. No lejos del predio de Toribio dispuso descansar un rato. Dejó en libertad a sus animales para que ramonearan lo que buenamente pudieran; se sentó a la turca a la vera del camino, y sacando unos fósforos del escote y un cabo de puro de detrás de una oreja, se entregó a la delicia de echar humo.

No tardó en aparecer Nerón, que vendría de alguna de sus inútiles correrías en busca de algo engullible; y ya se disponía a ladrar según su costumbre, hubiera o no motivo para ello, cuando reparó en una de las cuerdas que culebreaba por entre la grama al pie de un cerco de púas, y dispuso jugar un rato.

El juego consistiría en poner tensa la cuerda para darle tirones y sacudidas z diestra y siniestra, recurso de tanta diversión como no hay otro para pasar el rato.

Echó, pues, los dientes al extremo del lazo, pero no lo pudo templar porque la cabra, obedeciendo a la tracción, dio unos pasitos cortos sin dejar de mordisquear la hierba. Muchas veces repitió el chucho su intento, siempre con idéntico resultado. Y en esta forma: porfiando él por tensar la cuerda, y testaruda ella en no consentirlo un paso tras otro se fueron alejando de la vieja; y tanto se alejaron, que fueron a dar a la consabida puerta de trancas. El chucho pasó sin dificultad por debajo de la inferior; pero la cabra, una mitad más alta, se tuvo que quedar afuera.

¡Al fin se salía el héroe con su gusto! Corriendo para uno y otro lado, tiraba de lo lindo y gruñía en el colmo de la felicidad.

Poco le duró su recreo, sin embargo, porque el aguafiestas de Toribio, que andaba por ahí, corrió lleno de solicitud a franquearle la entrada a aquella nueva adquisición que le caía sin saber cómo. Le palpó las ubres, que estaban como para reventar, le pasó la mano por el lomo, que se le antojó de pura seda, y la llevó, radiante, a amarrar bajo el amate, a la misma estaca que en otra ocasión le sirviera para amarrar a cierto pajarraco danzarín que el lector recordará si tiene buena memoria.

Toribio estaba encantado. El domingo le compraría a la cabrita un lacito nuevo de a diez centavos, o mejor de a quince. También había que comprar una jarrilla para hervir la leche, porque en lo sucesivo, el desayuno ya no sería de café negro. Mas, por el momento, tenía que buscarle algo de comer para que le fuera tomando querencia a la casa.

Ya se dirigía a la cocina en busca de algo cuando la cabra, que con tanta docilidad se había dejado conducir, ahora no estaba contenta con verse entre gente extraña y dispuso llamar a la suya:

—¡Be-e-e-e!

El indio no sabía qué hacer. Pensó llamar a la Remigia en su ayuda, de lo que no hubo necesidad porque ya ella venía con unas cáscaras de guineo. Devorólas la escandalosa sin hacerse de rogar y se les quedó mirando como pidiendo más.

—Andá tre tortiya —ordenó el indio.

Fue ella a cumplir la orden; pero antes de que regresara ocurrió lo que él estaba temiendo lleno de zozobra: que acudiendo al reclamo de su cabra, llegó la vieja con las otras dos, y descorriendo las trancas sin ceremonia, avanzó resueltamente para interpelar a Toribio:

—¿Con qué permiso te habís traydo mi cabra?

—¿Cuál cabra? —preguntó él, haciéndose el tonto.

—Esta que tenés aquí es miya y te la habís traydo en un descuido.

Y se puso en cuclillas para desatar la cuerda; pero el indio anduvo listo en poner el pie sobre el nudo.

—¡Achís la señora! —protestó—. Esta cabra es miya. Vaya a buscar la suya por otro lado.

—Bueno —dijo ella—. Si no me la das, por ay nomasito hey vistuna marcuern’e guardias. Ya los voy a yamar.

Su interlocutor tragó saliva y dijo aflautando la voz:

—Pues unque seyan veinte guardias no le doy su cabra porque es miya. ¡Vaya!

Y como ella hiciera ademán de ir a buscar a sus míticos guardias, añadió en el mismo tono:

—Pero si tanta en su gana, yévesela. Se la regalo.

Y quitó el pie del nudo.

—La animalita es miya —concluyó la vieja— y por eso me la yevo.

Y dueña ya de su rebaño completo, se fue a buscar la salida, mientras el bellaco repetía una y otra vez, dando diente con diente:

—¡Se la regalo!… ¡se la regalo!

Pero ella no le contestó, como tampoco se dignó contestar a Nerón que se estaba desgañitando en defensa de su amo.

Así que la hubo perdido de vista, el indio le dio una patada al chucho y se volvió a la Remigia que en la puerta del rancho se había quedado con la boca abierta:

—¿Viste la vieja innorante? —dijo—. Estaba creyendo que yo me quería robar su tísica cabra.

Porque él era así. Las cacofonías le importaban un grano de anís cuando estaba incomodado.

Exactamente lo mismo que cuando no lo estaba.

Capítulo XXIX

Que bien pudo ser el primero de esta accidentada historia.

Mi conocimiento con Nerón se debió a una pura casualidad.

Iba yo una vez para Cojutepeque, caballero en un manso y parsimonioso macho. No sé lo que iría pensando; pero no hay duda que el tema de mis meditaciones debía ser interesante en extremo, puesto que me hizo perder la ruta.

Al darme cuenta de que iba extraviado, no dejé de sentir cierta contrariedad, pues ya se hacía tarde. Seguí adelante, con todo, con la esperanza de encontrar pronto algún alma caritativa que me sacara del mal paso. Y así fue. Al poco andar tuve la suerte de descubrir, distante de la carretera unos cincuenta pasos al norte, un rancho de paja como hay tantos en nuestros campos. Se levantaba en el fondo de un polvoriento patio cuadrangular al que daba acceso una puerta de trancas, y en cuyo centro extendía su parasol un gigantesco amate.

A la puerta de la casa estaba en cuclillas una mujer de pura raza pipil, lavando trastos de cocina. A cierta distancia, hacia la derecha, junto a una canoa llena de agua —el bebedero de los animales— un campesino en la misma postura, con el sombrero de palma calado hasta las cejas, afilaba una cuma. Dos cipotes, entre los diez y los doce años, chorreados y medio desnudos, correteaban por ahí entregados a sus juegos. Unas gallinas subían a su dormitorio entre las ramas del amate, sirviéndose de una vara inclinada a guisa de escalera, escandalizando con sus cacareos y dando aletazos para conservar el equilibrio.

Era mi propósito pedir los informes que necesitaba y seguir de largo; pero había tanta poesía, tal inexpresable encanto en aquel paisaje vespertino, en aquel pajizo rancho y sus sencillos habitantes; estaba yo tan cansado después de una larga jornada, que no pude resistir a la tentación de hacer un alto, según me lo estaban pidiendo a gritos las posaderas. ¿Por qué no conversar un rato con aquellas gentes y, ya descansado, continuar mi ruta a la luz de las estrellas?

Como lo pensé lo hice. Descorrí dos de las trancas de la puerta; azucé mi cabalgadura para que pasara sobre las otras dos, y me acerqué, atravesando el patio, a los campesinos, saludando amablemente:

—Buenas tardes.

—Buenas tardes, señor —contestó la mujer.

El indio suspendió su trabajo. Se quitó el puro de la boca. Escupió una saliva color de tabaco. Se limpió la boca con el dorso de la mano. Se tocó el ala del sombrero con la punta del índice, y al fin pudo contestar a su vez:

—Buenas tardes le dé Dios, patrón.

Sin esperar a que me invitaran, eché pie a tierra.

—Tray el taburete —le dijo el indio a la mujer.

Un perro flaco y tuerto, que hasta entonces no había visto, se me había aproximado y me estaba oliendo las sobrebotas.

—¿Muerde? —pregunté.

—No, señor, no muerde —dijo el hombre—. Al mismo tiempo cogió un leño que había por allí y lo lanzó con tan mala suerte para el pobre chucho, que le dio de plano en el costillaje y lo derribó entre lastimeros chillidos.

—¡Pobre animal! —no pude menos de decirle—. ¿Por qué le pega?

—¡Ay, patrón, usté no sabe lo lépero que es!

¿Lépero? No lo parecía, al menos. Después del golpe, había quedado ahí, cohibido y lloroso, en una actitud que daba lástima. Lo llamé con siseos y se me fue acercando agazapado, casi a rastras, medroso, como en espera de un nuevo castigo. De buena gana le habría pasado la mano por el lomo, en desagravio del leñazo que tan sin pensarlo le había ocasionado; pero no me atreví. Tenía demasiada sarna. Tanta, como para otros dos perros de su tamaño.

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