Ángel caído (28 page)

Read Ángel caído Online

Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: Ángel caído
2.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los pensamientos le daban vueltas en la cabeza. Había muchos interrogantes en la investigación que estaban llevando a cabo. Muchos datos aún no habían podido ser verificados y no parecía que Amanda se diera cuenta de que había tantos huecos en la investigación como en un colador. Últimamente no era la misma de siempre. Impotente, de alguna manera. «Tiene que ser este calor», pensó.

Camino de su despacho hizo mentalmente una larga lista de cosas-que-hay-que-hacer. Cuando pasó por delante del despacho cerrado de Amanda, decidió discutir la prioridad de los trabajos. Lleno de ideas, abrió la puerta sin llamar. Después se quedó parado en el umbral.

Amanda miró hacia arriba, acusadora, con los ojos llenos de lágrimas. Kent no la había visto nunca llorar antes y no sabía qué hacer.

—Perdona —balbuceó pensando en volver a cerrar la puerta.

Después se dio cuenta de que hacía más de diez años que se conocían y que la situación requería una pregunta. Tanto por ella, para que se sintiera mejor, como por él, para apagar su curiosidad.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Kent.

Amanda parecía menos enojada.

—No, bueno sí. Algo privado.

—¿Quieres hablarlo conmigo? —se ofreció Kent tanteando.

—No... Bueno... sí... quizá.

Amanda vio cómo Kent cerraba la puerta con cuidado y se sentaba delante de ella con una expresión benevolente. Ella ya se estaba arrepintiendo de haberle dejado entrar. ¿Cómo le iba a explicar que estaba embarazada? Eran compañeros y había un riesgo grande de que se supieran las cosas antes de lo que ella quisiera. Si es que fuera a tener al niño. «Claro que quiero tener al niño», pensó.

La venció un nuevo ataque de llanto. No podía controlar sus emociones. Le caían las lágrimas. Sollozaba. Kent esperaba paciente. Parecía preocupado. En medio de aquella desgracia, ella sintió afinidad con el hombre al otro lado de la mesa. Habían trabajado uno al lado del otro durante muchos años y con un respeto recíproco. Se dio cuenta de que tenía que hablar con alguien. Kent era la persona adecuada.

—Estoy embarazada —dijo.

—¿Felicidades es la palabra correcta? —preguntó Kent observando a Amanda.

—Sí y no. El niño quizá tenga una enfermedad hereditaria.

—¿Puedo preguntarte cuál?

—Fibrosis quística de páncreas.

Kent parecía sinceramente afectado cuando oyó de lo que se trataba.

—Entiendo cómo te sientes. Mi padre tenía ese gen, pero yo, por suerte, me libré.

—¿No te afectó en absoluto?

—No. Mi madre no era portadora de ese gen, así que estoy contento de que mis hijos no corran el riesgo de contraer la enfermedad. Por lo que he leído es bastante compleja.

—Pero de todas formas, ¿había peligro de que tú la heredaras si tu padre tenía el gen?

—No, los dos padres tienen que tenerlo.

El corazón de Amanda empezó a latir más de prisa por el rayo de esperanza que vio.

—¿Quieres decir que el niño puede tener el gen pero no la enfermedad si yo estoy completamente sana?

—Y también puede no tener el gen. Pero oye, ¿quién te ha explicado todo esto? Ese médico parece que no sepa mucho de qué va.

La cara de Moses apareció en el interior de Amanda y se levantó de la silla.

—Perdona, tengo que hacer una cosa.

Kent la miró interrogante cuando ella salió corriendo del despacho.

En la mano de Moses había cuatro pastillas, tres Mifegyne que eliminarían la progesterona, es decir, la hormona que mantiene el embarazo, y un Cytotec, que provocaría contracciones en la matriz con la consiguiente hemorragia. No fue difícil conseguirlas. Con una receta escrita por él mismo, había ido a la farmacia. «Ser médico tiene muchas ventajas», pensó Moses. Las pastillas debían tomarse con dos días de intervalo pero eso a él no le importaba.

Sólo se le presentaría una oportunidad.

Con cuidado, las puso en un mortero y las deshizo hasta convertirlas en un ligero polvo blanco, después cogió una taza que tenía para las visitas con publicidad de la Asociación de Enfermos Cardiovasculares. Debajo de un gran corazón rojo había la dirección de una web impresa: conelcorazon.se. Moses puso los polvos y procuró llenar todo el fondo de la taza. El resultado fue correcto. Casi no se podían ver contra la paredes blancas del recipiente. Si lo descubría, podría decir que era un sucedáneo de azúcar.

Moses no tuvo tiempo más que de hundirse satisfecho en su silla cuando Amanda abrió la puerta. De forma instintiva le echó una mirada a la taza. No parecía diferente. Sin preguntarle por qué había llegado mucho antes de la hora acordada, dijo:

—Iba a tomar un café. Te puedo ir a buscar uno a ti también.

—Tengo que hablar contigo —dijo Amanda con determinación.

—Pero es que me apetece mucho un café —insistió Moses.

—Vale ya, tengo que hablar contigo ahora.

—En seguida —dijo Moses y salió del despacho con una taza en cada mano.

Amanda lo siguió irritada con la mirada y se sentó impaciente. Moses apareció en seguida con dos tazas que sacaban humo. La del corazón rojo se la ofreció a Amanda como si fuera una declaración de amor. Amanda la aceptó con un suspiro.

—¿Qué es lo que querías decirme? —preguntó Moses con una sonrisa.

Para sí mismo pensaba: «Bebe, bebe, bebe.»

—Si yo no tengo ningún gen de la enfermedad, ¿la puede tener nuestro hijo de todas formas?

Moses de pronto se puso serio.

—Sí, lamentablemente es así.

—Pero yo he oído que no es cierto. Que el niño no estará enfermo si yo estoy sana.

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Moses preocupado.

—Kent, mi compañero.

—¿El policía gordo? ¿Le has explicado lo nuestro? —inquirió enojado Moses.

«Bebe, coño», pensó. Los labios de Amanda rozaron la taza, pero empezó a hablar en lugar de beber.

—No te preocupes. No dije ningún nombre.

—Yo soy médico y él policía. ¿Quién crees que tiene razón? —preguntó Moses retórico.

Parecía que Amanda pensara en lo que había dicho Moses.

—Es que a mí me pareció raro. Parecía muy seguro.

Moses no pudo aguantarse:

—¿Es que no te vas a tomar el café?

—No me machaques más con el café, joder —replicó Amanda.

Después miró la taza como si fuera la primera vez.

—No, no me voy a tomar el café —respondió y dejó decidida la taza—. No es bueno para el niño.

Con ayuda de su irritación, Amanda hizo la incómoda pregunta:

—La madre de Nova está viva y tú te encargaste de la identificación del cuerpo. ¿Cómo pudo salir mal algo así?

Moses tardó un instante en entender lo que ocurría. Su mirada siguió un rato fija en la taza de Amanda. Después se dio cuenta de lo que había dicho y dijo con la mandíbula apretada:

—¿Me acusas de no hacer bien mi trabajo?

—No, pero evidentemente algo se ha hecho mal. La madre de Nova sigue con vida y ella misma dice que tú, conscientemente, hiciste una identificación errónea.

—Y ¿tú la crees? ¿Es que no has pensado en quién te dio los datos? Ella.

—Pero tengo que preguntarte.

«El ataque es la mejor defensa», pensó Moses y continuó con una expresión de prepotencia:

—Yo sabía que las mujeres desdeñadas podían estar amargadas, pero esto es absurdo. Acusarme de ser un criminal.

—Ni siquiera sabía que era una mujer desdeñada —replicó Amanda mirando a Moses de forma crítica.

—No, no es eso lo que quería decir —intentó arreglarlo Moses, pero Amanda insistía:

—Tienes que decidirte. ¿Estamos juntos o no?

Moses sopesó las palabras unos segundos de más.

—Es decir, hemos acabado —constató Amanda saliendo por la puerta.

Cuando hubo abandonado el despacho, la expresión de Moses se apagó.

«Tengo que deshacerme de ella», pensó.

La taza de café seguía sobre la mesa, delante de él.

Ni una gota había pasado a través de los labios de Amanda.

Moses cogió el teléfono y llamó. Se habían descubierto demasiadas cosas. Ahora tenía que reaccionar rápido.

Nova miraba a Nor Boström y a Amanda. Nor, vestido con una camiseta negra, estaba sentado inclinado hacia atrás y masticaba chicle. Amanda, ligeramente inclinada hacia adelante, parecía cansada y agobiada. Tenía los ojos enrojecidos y fatigados. Estaban alrededor de una mesa de reuniones. Nova interpretó como buena señal que fuera redonda. En otros interrogatorios anteriores siempre había estado sola en uno de los lados de la mesa. Ya no eran polos opuestos, cada uno en un lado, ahora trabajaban juntos.

—Nova tiene una dirección electrónica de Elisabeth Barakel. Si consigue que responda, ¿la podrías rastrear? —preguntó Amanda.

—Sí, pero es dar un rodeo —respondió Nor, que había empezado a balancearse en la silla—. ¿Por qué no preguntas al servidor desde qué dirección suele enviar los mensajes electrónicos?

—¿Se puede hacer? —se interesó Amanda.

—Sí, bueno, tendréis que hablar con el fiscal antes de pedirlo.

—Ahí tenemos un pequeño problema. No tenemos pruebas.

Nova no pudo dejar de protestar.

—¿Que no hay pruebas? Si la tenéis en un vídeo.

—Sí que está en la película —aclaró Amanda—, pero no tenemos pruebas de que sea culpable de nada. Probablemente sea una indicación de que ha amañado su propia muerte, pero tampoco tenemos pruebas de ello.

—Pero a mí me dijo que había sido ella —replicó Nova.

—Pero sólo lo oíste tú —respondió Amanda—. Y eso no es suficiente.

Nova sentía cómo aumentaba su frustración. Quería llevar la contraria, protestar porque su credibilidad no era suficiente, pero la situación era demasiado delicada. Se contentó con suspirar como queja.

—¿Crees que puedes hacer que te envíe un mensaje? —interrumpió Nor.

—No lo sé, pero creo que sí —respondió Nova.

—Tengo una propuesta de cómo hacerlo.

Se inclinó hacia adelante y les explicó. Amanda y Nova escuchaban interesadas.

La tensión que sentía en la nuca le provocaba un principio de dolor de cabeza. La piel de debajo de los ojos le dolía por falta de sueño. El malestar seguía en el fondo, pero Amanda hizo todo lo que pudo para calmarlo. Tenía miedo de que los esfuerzos pudieran dañar al pequeño feto y le hizo frente al impulso de meterse los dedos en la garganta. Alguien había pintado encima del texto grabado
Fuck the police
que hacía tiempo estaba sobre el lavabo, pero Amanda se dio cuenta de que las letras se veían bien de todas formas.

Apoyó las manos en el lavabo y miró su propia imagen en el espejo. Las bolsas oscuras se veían bien debajo de los ojos enrojecidos. Le volvieron a caer las lágrimas por las mejillas y le estropearon los últimos restos del maquillaje de la mañana. Sentía el cuerpo pesado por la pena.

Amanda había perdido el sueño de formar una familia.

No sólo era un hombre más del que se veía obligada a separarse. Ahora se trataba del hombre que era el padre de su hijo. Entonces se dio cuenta de la repercusión que tenía quedarse sola esta vez. Era diferente. No serían unos cuantos meses de tristeza y luego se arreglaría todo.

Nunca más estaría todo completamente bien.

Recordaría cada día, el resto de su vida, que él no quiso estar con ellos. Con una mano se tocó el vientre y pensó: «Ahora estamos tú y yo solos, mi pequeño.» Las lágrimas le caían más de prisa para después explotar en un gran sollozo cuando continuó: «Si vives.» Amanda se dejó invadir por el dolor y la angustia. La dura fachada se resquebrajaba en la soledad de un baño de la jefatura de policía.

Al final, se sonó con un trozo de papel de váter y se apoyó en la pared. Estaba tan cansada. Tan tremendamente cansada. Le dolían los tendones entre los omóplatos y la nuca. Lo único que quería era irse a casa. No hacer nada. No tener que pensar.

Pero nada de eso era posible.

Amanda iba a detener a un asesino en serie. Toda la responsabilidad era suya. Se inclinó hacia adelante y fijó su propia imagen. Después se estiró, llenó los pulmones de aire y dijo en voz alta:

—Espabila de una vez, joder.

Para reforzar sus palabras, golpeó el espejo con la frente. Amanda se secó las lágrimas con las manos y salió del baño.

El Clarion Hotel de la calle Ring no era del gusto de Elisabeth Barakel, pero resultaba correcto para sus fines. La atmósfera anónima hacía que pudiera hospedarse allí unos cuantos días sin que nadie se fijara en ella. Con su correcto traje y su carisma de profesional, era una más entre el montón de asesores, gestores y jefes de proyecto que pasaban el tiempo allí entre reuniones y trabajo. Todos podrían salir en las imágenes de Microsoft ClipArt que ilustraban los hombres de negocios en activo. Elisabeth Barakel también tenía la intención de ponerse en marcha.

Muy pronto.

Fue hasta el bar en la planta baja y pidió una copa de vino blanco. Mientras el barman le servía, observó el vestíbulo. Todo era de diseño pero, aun así, mediocre. Los sillones tenían un color rojo vino chillón, la sillas del bar eran altas y la alfombra tenía un color amarillo y marrón. En las paredes no había cuadros interesantes. Elisabeth Barakel no veía nada que valiera la pena.

Cogió la copa con el vino frío y se sentó en un sillón lo más lejos de la ventana que le fue posible. Lo último que, quería era estar como un maniquí en un escaparate. De su bolso sacó el único contacto que tenía con el mundo exterior: un ordenador portátil marca Dell. Cuando se conectó a la red del hotel, entraron cuatro nuevos e-mails. El de Peter Dagon era interesante: Moses Hammar presentaría nuevas directivas. A Elisabeth Barakel le dolía que ahora siempre hubiera un intermediario entre ella y Peter Dagon. Hubo un tiempo en que habían estado muy cerca uno del otro, muy cerca.

El e-mail de Nova la impresionó.

Sólo haber recibido un mensaje de Nova ya era sorprendente. Elisabeth Barakel no tenía ni idea de que Nova supiera su dirección electrónica secreta, pero al cabo de un momento se acordó de que, tres años atrás, la había llamado a casa y le había pedido que enviara un documento a esa dirección, ya que no tenía otra posibilidad de solventar una situación que había surgido. «Todavía se acuerda», pensó Elisabeth Barakel.

Tenía que pensar un momento en el contenido del e-mail. ¿Había leído bien? Esperaba profundamente que Nova sintiera lo que escribía. Los últimos días se había sentido sola. Elisabeth Barakel fantaseaba cada vez más con tener a su hija a su lado y ahora parecía que sus deseos se cumplirían. Nova había llegado a la conclusión y había entendido que su madre lo había hecho todo por ella. Había salido de la cárcel y quería unirse a ellos.

Other books

Sheltered by Charlotte Stein
Nobody Said Amen by Tracy Sugarman
Lone Wolf by Tracy Krauss
Desert Gold by Zane Grey
Chase by Flora Dain
The Nine Lives of Christmas by Sheila Roberts
Capri's Fate by Devore, Daryl
The White Cross by Richard Masefield