Aníbal. Enemigo de Roma (63 page)

Read Aníbal. Enemigo de Roma Online

Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
9.26Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sin embargo, lo que sucedió esta vez es algo que solo pasa una vez cada cien vidas —comentó Aníbal.

Pasmado, Hanno esperó a ver qué más decía su general.

—Un hombre no puede matar a quien le ha ayudado, aunque sea romano. No se me ocurre una mejor manera de enfurecer a los dioses —declaró Aníbal. Inclinó la cabeza en dirección a Hanno—. Hiciste lo correcto.

—Gracias, señor —susurró Hanno. Jamás se había sentido tan aliviado en su vida.

—Bostar, dada la naturaleza especial de estas circunstancias, tampoco recibirás castigo alguno.

—¡Gracias, señor! —saludó Bostar con voz firme.

Hanno miró a Safo. El miedo en su rostro había sido reemplazado por una expresión de resentimiento que a duras penas podía disimular. «¿Realmente quería que nos castigaran?», se preguntó Hanno inquieto.

—Además de actuar con honor, tu gesto clemente ha cumplido otro propósito —continuó Aníbal—. Esos dos hombres hablarán de la excelencia de nuestras tropas, lo cual desmoralizará a su ejército y servirá a nuestra causa. A pesar de tu acto de desobediencia, se ha cumplido el objetivo de la misión.

—Sí, señor.

—Eso no eso todo —comentó Aníbal.

—¿Señor? —Hanno volvió a sentir que le invadía el miedo.

—Tu conducta no puede repetirse de nuevo —dijo Aníbal en tono duro—. Ya has saldado tu deuda con el tal Quintus. Si vuelves a encontrarte con él o con su padre, solo puedes actuar de un modo.

Tenía razón, pensó Hanno. Era una cuestión de sentido común. «¿Cómo puedo ser amigo de un romano?», se preguntó, pero su corazón le decía algo muy distinto.

—Sí, señor.

—Créeme, esos hombres no dudarán en clavarte una espada en el vientre la próxima vez que te vean. Son el enemigo —gruñó Aníbal—. Y si tú vuelves a verles, tendrás que matarles.

—Sí, señor —accedió Hanno. «Pero espero que no suceda jamás.»

—También debes entender que, si vuelves a desobedecer mis órdenes, no tendré piedad y acabarás tu vida miserable aullando en la cruz. ¿Lo comprendes?

—Sí, señor —respondió Hanno tembloroso.

—Ya podéis marcharos —dijo Aníbal en tono seco—. Todos vosotros.

Zamar y los tres hermanos le dieron las gracias y se retiraron.

Cuando salieron, Safo se acercó a Hanno.

—¿Sigues pensando que hiciste lo correcto? —susurró enfadado.

—¿Eh? —Hanno miró a su hermano incrédulo.

—Podríamos estar todos muertos por tu culpa.

—¡Pero no lo estamos! Además, no es probable que vuelva a suceder algo así, ¿verdad? —preguntó Hanno.

—Supongo que no —reconoció Safo sorprendido por la respuesta airada de Hanno.

—Yo soy tan leal a este ejército como tú o cualquiera de los demás soldados —gruñó Hanno—. ¡Ponme una fila de romanos aquí delante y les cortaré a todos la puta cabeza!

—Muy bien, muy bien —murmuró Safo—. Me ha quedado muy clara tu posición.

—¡La tuya también a mí! —espetó Hanno furioso—. Querías que nos castigaran allí dentro, ¿verdad?

Safo hizo un gesto de disculpa.

—No tenía ni idea de que os pudiera crucificar.

—Y si lo hubieras sabido, ¿le habrías dicho algo a Aníbal? —le preguntó Bostar.

—No —dijo Safo con expresión culpable.

—¡Eres un maldito mentiroso! —le acusó Bostar, y sin decir palabra, se fue.

Hanno miró a Safo furioso.

—¿Qué tienes que decir al respecto?

—¿Realmente crees que deseo vuestra muerte? ¡Vamos! —Safo protestó—. ¡Confía un poco en mí!

—Sí, tienes razón. Lo siento —suspiró Hanno.

—Yo también lo siento —dijo Safo, y le dio una palmada en el hombro—. Olvidemos todo este asunto y centrémonos en luchar contra los romanos.

—Sí. —Hanno miró a Bostar, pero vio que estaba rabioso por el gesto amable de Safo.

«Por todos los dioses —pensó con frustración—, ¿no puedo llevarme bien con los dos?» Al parecer no era posible.

Saturnalia estaba a la vuelta de la esquina. A pesar de la melancolía de Atia y Aurelia, habían iniciado los preparativos para el festival de invierno. Aurelia se dio cuenta de que les ayudaba a enfrentarse al vacío que ambas sentían en su interior ante la muerte probable de su padre y la falta de noticias de Quintus. La vida seguía y dedicarse a las tareas domésticas era un método efectivo de mantener la normalidad. Los días de invierno eran muy cortos y había mucho que hacer. La lista de tareas que había confeccionado Atia era interminable. Cada noche, Aurelia se iba a dormir agotada, agradecida de que el cansancio la liberara de las pesadillas.

No obstante, hubo una noche en que a Aurelia le costó conciliar el sueño. Su madre y ella tenían previsto ir a Capua al cabo de dos días para hacer las últimas compras. Todavía les faltaban docenas de velas para entregar como obsequio a sus amigos, familiares e invitados. No habían encargado todavía toda la comida. Había habido un problema con el panadero y el carnicero exigía demasiado dinero por la carne. Atia también quería comprar unas figuras de arcilla para intercambiar el último día de la celebración.

A pesar de todo el trabajo, Aurelia no pudo evitar pensar en Suniaton. Tras su encuentro con Agesandros, ella y Elira habían acudido a la cabaña del pastor sin problemas. La pierna de Suni parecía haber cicatrizado lo suficiente como para poder marcharse. «Ahora ya debe de estar lejos», pensó Aurelia con tristeza. Suniaton había sido su último vínculo con Hanno y, curiosamente, también con Quintus y su padre. Era muy probable que nunca volviera a verlos de nuevo. Aurelia decidió en ese momento volver a visitar la cabaña abandonada, no sabía por qué, pero necesitaba hacerlo. Quizá los dioses le ofrecerían algún tipo de señal, algo que le permitiera sobrellevar mejor su dolor. Pensó en ello y por fin se quedó dormida.

A la mañana siguiente se levantó temprano y se puso su ropa más cálida. Para su gran alivio, solo un dedo de nieve cubría las estatuas y el suelo de mosaico del patio. Se detuvo un momento a explicarle a Elira adónde iba y que diera la voz de alarma si no había regresado antes de caer la noche. Aurelia fue a los establos y preparó el caballo gris de su padre.

Jamás había montado tan lejos de la finca en invierno y le sorprendió la belleza del silencioso paisaje, muy diferente al de primavera y verano, cuando todo estaba rebosante de vida. Casi todos los árboles habían perdido sus hojas, que formaban gruesas alfombras heladas en la tierra bajo la capa de nieve. El único movimiento que se veía era el de algún animal ocasional: una pareja de cuervos persiguiendo a un halcón o un ciervo a lo lejos. A Aurelia incluso le pareció ver un chacal entre los arbustos. Por suerte no oyó el aullido de ningún lobo ni observó ninguna huella. No era habitual que estos depredadores atacaran a los humanos, pero podía suceder. Aurelia era consciente de que las posibilidades de ver a lobos aumentaban a medida que ascendía, por lo que agradeció haberse llevado consigo el arco y la honda.

Su impaciencia fue en aumento a medida que se acercaba a la cabaña. Su ambiente tranquilo le ayudaría a calmar su preocupación por sus seres queridos. Impaciente, Aurelia ató al caballo y esparció unos granos de avena en el suelo para que estuviera contento. Cuando estaba a punto de entrar, se paró en seco al oír un ruido dentro. El terror la paralizó y recordó a los bandidos contra los que habían luchado Quintus y Hanno. ¿Cómo se le podía haber ocurrido viajar sola hasta allí?

Aurelia dio media vuelta y se alejó de la cabaña de puntillas. Si conseguía llegar hasta el caballo, tendría muchas posibilidades de escapar. Pocos hombres tenían la habilidad de apuntar y dar con el arco a un jinete al galope. Casi había llegado hasta su caballo, que levantó la cabeza del suelo y relinchó al verla. Aurelia lo acarició para silenciarlo. Era muy consciente de los fuertes latidos de su corazón, que se asemejaba a un animal salvaje que deseaba escapar. Se agarró con fuerza a la crin del caballo y se preparó para montar.

—¿Hola?

A Aurelia casi se le paró el corazón del susto.

Pasaron unos minutos y la puerta no se abrió.

Aurelia consiguió tranquilizarse. La voz que había oído era débil y temblorosa, no era la voz de un hombre sano y fuerte. Poco a poco, empezó a sentir tanta curiosidad como miedo.

—¿Quién anda ahí? No estoy sola.

No hubo respuesta.

Aurelia se preguntó si no sería una trampa, pero vaciló. Por un lado, deseaba ponerse a salvo y, por el otro, quería asegurarse de que la persona que estaba en la cabaña no necesitaba su ayuda. Al final, decidió no huir. Si era una emboscada, era la peor que había visto en su vida. Agarró el puñal para sentirse más segura y se aproximó lentamente a la cabaña. No había ninguna manija ni tirador para abrir la puerta, simplemente un agujero en la madera. Con dedos temblorosos, Aurelia abrió la puerta hacia sí y la mantuvo abierta con el pie. Escudriñó el oscuro interior con cautela. No había fuego en la hoguera, solo cenizas. Aurelia sintió náuseas al percibir el olor acre de orina y heces.

Finalmente, vislumbró el cuerpo de una persona tendida en el suelo, que en un principio confundió por unos harapos. Al volverse, Aurelia gritó.

—¿Su-Suni?

—¿Eres tú, Aurelia? —dijo abriendo los ojos.

—Sí, soy yo. —Aurelia corrió a arrodillarse a su lado—. ¡Oh, Suniaton! —gimió tratando de no llorar.

—¿Tienes agua?

—¡Mejor que eso! ¡Tengo vino!

Aurelia salió corriendo y regresó con las provisiones. Con cuidado, ayudó a Suniaton a sentarse y a beber unos sorbos.

—Mucho mejor —declaró Suniaton.

Sus mejillas empezaron a tomar color y miró la bolsa de Aurelia con avidez.

Entusiasmada con su recuperación, le ofreció pan y queso.

—Come poco a poco —le advirtió—. Tu estómago no podrá aceptar más.

Aurelia se sentó y observó a Suniaton mientras devoraba la comida.

—¿Por qué no te marcharse después de mi última visita?

Suniaton habló mientras comía.

—Me fui al día siguiente, pero a un kilómetro de aquí tropecé con la raíz de un árbol y me caí. La caída me rasgó los músculos de la pierna mala y no podía caminar tres pasos sin gritar, y mucho menos llegar hasta Capua o la costa. Lo único que pude hacer fue arrastrarme de nuevo hasta aquí, pero hace más de una semana que se me acabó la comida y, el agua, dos días después —explicó, y señaló el agujero en el tejado—. Si no llega a ser por la nieve que entró por ahí, me habría muerto de sed —sonrió—. Los dioses se han tomado su tiempo, pero al final han contestado a mis plegarias.

Aurelia le apretó la mano.

—Así es, de pronto sentí la necesidad de venir aquí, y ahora sé por qué.

—Pero no puedo quedarme aquí —manifestó Suniaton ansioso—. Si cae una tormenta de nieve, cederá el tejado.

—No te preocupes —dijo Aurelia—. Mi caballo puede llevarnos a los dos.

Suniaton la miró preocupado.

—¿Pero adónde puedo ir? La lesión de la pierna tardará meses en curarse, eso si alguna vez consigo recuperarme del todo.

—Iremos a la finca —contestó Aurelia—. Le diré a mi madre y a Agesandros que te encontré perdido en el bosque y que no podía dejarte morir.

—Agesandros quizá me recuerde —protestó Suniaton.

Aurelia lo tomó de la mano.

—No te reconocerá. Ahora tienes un aspecto terrible, muy distinto al de aquel día en Capua.

Suniaton hizo una mueca.

—Es evidente que soy un esclavo fugado.

—Pero no habrá nadie que pueda demostrar quién eres. ¡Puedes fingir ser mudo! —exclamó Aurelia triunfante.

—¿Funcionará? —inquirió Suniaton con el ceño fruncido.

—Desde luego —declaró Aurelia convencida—. Y cuando estés mejor, podrás marcharte.

Un destello de esperanza iluminó los ojos cansados de Suniaton.

—Si estás segura… —susurró.

—Lo estoy —contestó Aurelia tomándole la mano. Lo cierto es que por dentro estaba aterrorizada, pero ¿qué otra opción tenía?

Dos semanas más tarde, Quintus paseaba por el campamento en compañía de Calatinus y Cincius. La moral había mejorado considerablemente con la llegada siete días antes de Tiberio Sempronio Longo, el segundo cónsul. Su ejército, formado por dos legiones y más de diez mil
socii
y soldados de infantería y caballería había incrementado los efectivos de las tropas romanas hasta casi cuarenta mil hombres.

El trío se encaminó hacia el cuartel general. Por ahora no había noticias sobre los planes que tenía Longo, que había asumido el control de las fuerzas de la República, para Aníbal.

—Seguro que estará contento con lo sucedido ayer —declaró Calatinus—. La caballería y los
velites
dieron a los
guggas
una paliza que no olvidarán en mucho tiempo.

—¡Malditos cabrones! ¡Se lo tienen bien merecido! —añadió Cincius—. Se supone que los galos son sus aliados, pero si asaltan los asentamientos locales, es normal que al final las tribus vengan a nosotros en busca de ayuda.

—Es cierto que hubo muchas bajas enemigas —admitió Quintus—, pero no estoy seguro de que fuera una victoria aplastante como intenta vender Longo.

Sus dos amigos lo miraron escandalizados.

—Pensad en ello —les instó Quintus, tal y como hizo su padre con él cuando celebraba entusiasta la victoria—. Dominamos la situación al principio, pero las cosas cambiaron de inmediato cuando Aníbal entró en escena. Y los cartagineses no se replegaron, ¿verdad?

—¿Y qué más da? —respondió Cincius—. Perdieron el triple de hombres que nosotros.

—¿No te complace que al final hayamos conseguido vencerles? —preguntó Calatinus.

—Claro que sí —respondió Quintus—. Lo único que digo es que no deberíamos subestimar a Aníbal.

Cincius resopló con desdén.

—Longo es un general experimentado. Además, cualquier hombre capaz de recorrer con su ejército más de mil quinientos kilómetros en menos de seis semanas tiene habilidades considerables.

—Tú has visto a Longo varias veces desde su llegada y el hombre destila energía —añadió Calatinus—. Y no se amilana ante un combate.

—Tienes razón —convino Quintus al final—. Nuestras tropas están mejor alimentadas y armadas que las de Aníbal y les superamos en número.

—Simplemente tenemos que encontrar la oportunidad adecuada —declaró Cincius.

—Ya llegará —predijo Calatinus—. Los últimos presagios han sido buenos.

Quintus sonrió. Era imposible no contagiarse del entusiasmo de sus amigos y de su cambio de fortuna reciente. Como siempre, cuando pensaba en el enemigo le venía una imagen de Hanno a la cabeza, pero la eliminó de su mente.

Other books

Family Thang by Henderson, James
Detective by Arthur Hailey
Dark Dragons by Kevin Leffingwell
Honky Tonk Christmas by Carolyn Brown