Cartago, la ciudad más rica y libre de la Antigüedad, combate por preservar sus derechos frente al emergente dominio del Imperio Romano. Una lucha que será glorificada por Aníbal, el gran comandante africano que en el siglo III a.C. se atrevió a desafiar el poder de Roma. El elocuente narrador de la historia es Antígono, banquero y consejero de la familia de los bárcidas de origen griego y asentado en Cartago, que nos ofrece una nueva visión de las guerras púnicas, desde el punto de vista de los vencidos.
Gisbert Haefs
Aníbal
La novela de Cartago
ePUB v1.0
AlexAinhoa05.04.13
Título original:
Hannibal. Der Roman Kartaghos
© Gisbert Haefs, 1991.
Traducción: José Antoni Alemany
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.1
«…, giró una parte del muro.
Ocultaba una especie de caverna que encerraba cosas misteriosas, cosas sin nombre y de un valor incalculable. Amílcar bajó los tres escalones; cogió de una cuba de plata una piel de llama que flotaba sobre un líquido negro, y volvió a salir.»
GUSTAVE FLAUBERT
,
Salambó
, cap. VII.
«… Régulo lo pensaba realmente… Él conocía Cartago aquello era (vuestro examinador no os preguntará esto, así que no hace falta que lo anotéis) una especie de Manchester de negros dejado de la mano de Dios.»
RUDYARD KIPLING
, «Régulo»,
Stalky & Co.
L
as vallas blancas de la finca brillaban entre los árboles. A la izquierda se arrastraban los carros por la superficie polvorienta. Capas de aire arremolinado desfiguraban todo. De pronto vimos dos caballos gigantescos que tiraban de un punto negro; luego vimos también un enorme carro volcado, con las ruedas hacia arriba. Unos cientos de pasos más allá se inclinaban sobre el campo algunos braceros de la pequeña finca; no nos molestarían.
Habíamos llegado a la bahía esa noche, según lo planeado; uno siempre podía fiarse de Bomílcar. El barco estaba anclado tras unos peñascos, no podía verse desde el mar.
—Bostar es casi puntual. —Volví a sentarme tras el bloque de piedra y eché una mirada irónica a Bomílcar—. ¿No, capitán?
Su rostro se iluminó; sus dientes brillaban resaltando la oscuridad de su piel.
—Ocho años —dijo en voz muy baja—. Mi padre es un anciano. —Luego añadió, riendo a medias—: Como tú, Antígono.
Era la primera vez que pisábamos suelo púnico desde nuestro destierro y huida de Kart-Hadtha. La bahía no quedaba lejos de las ruinas de la finca rústica donde yo había pasado parte de mi juventud. Ocho años atrás habían sido destruidas todas las propiedades de los bárcidas y de sus amigos.
—Deberíamos salirle al encuentro. Aquí no puede pasarnos nada.
Quise levantarme.
Iolaos dio un tirón a mi túnica y me señaló el cielo, tras la carreta: nubes de polvo y el reflejo de algunos jinetes cuyos trajes blancos ondeaban al viento.
—¡Númidas! —Bomílcar se levantó de un salto, sin prestar atención a los gestos del capadocio—. Vamos, tenemos que largarnos de aquí. ¡Ah, ojalá los dioses ahogaran a Masinissa en mierda de ratas!
Titubeé un instante, luego hice una señal a los demás.
—¡Vamos! Agachaos, quizá no nos vean.
Iolaos hizo una mueca extraña.
—Como tú digas, jefe. —Se llevó dos dedos a la boca y silbó.
Los viejos somos malos corredores. Empuñé la espada y corrí tras ellos tan rápido como pude. Bomílcar iba entre los primeros: corría blandiendo su espada cretense. Los arqueros capadocios corrían con pasos largos y elásticos. Aparceros —hombres, mujeres y niños— salían a nuestro encuentro dando gritos y tropezando.
Intenté correr más rápido. El corazón, fatigado por ocho décadas de vida, rabiaba como un animal enjaulado; los pulmones se contraían formando una bola de fuego. Ante mis ojos, o tras ellos, daban vueltas diversas imágenes: los númidas de Amílcar, los jinetes de Naravas, su yerno, persiguiendo soldados dados a la fuga. Los númidas de Maharbal galopando a través de una quebrada, en Iberia. Los númidas de Aníbal, figuras vertiginosas fundidas en sus ligeros caballos, dispersando a la caballería pesada romana, llevando a sus tropas hacia un remolino mortal. Pero estos númidas eran los jinetes de Masinissa, rey de los númidas, aliado de Roma. Estos númidas asaltaban las fincas y poblados púnicos, devastaban los cultivos, cercenaban porciones cada vez mayores del interior, vitales para la subsistencia del país. Y Kart-Hadtha, atada de pies y manos por el tratado con Roma, no podía emprender ninguna guerra, ni siquiera en Libia, ni siquiera para defenderse.
Una mujer salió corriendo de una nube de polvo. Sus cabellos ondeaban tras ella. Dio un grito. Tenía la boca desgarrada. No escuché el grito, lo vi. El jinete le dio alcance. Ella corría con los brazos extendidos. Entonces brilló la espada, la cabeza voló, cayó a un lado, el cuerpo todavía dio unos cuantos pasos más. Otro númida apretó su cuerpo contra el de un hombre que le mostraba el pecho y la cara. El hombre exhaló un grito largo y gutural; se abrazó al mango de la lanza cuya punta le salía por la espalda. Finalmente el númida lo soltó, casi sin querer. El hombre caminó un corto trecho, tambaleándose, hasta que por fin se desplomó. Yacía a pocos pasos de mis pies y todavía gritaba.
Los jinetes númidas avanzaban formando una extensa línea; ahora se precipitaban uno a uno sobre el punto central: el carro. Los arqueros estaban arrodillados en semicírculo, disparando con rapidez pero tranquilos y seguros. La voz de Iolaos resonaba a través de los gritos, los relinchos y el ruido del combate.
—¡Los caballos! ¡Apuntad a los caballos!
Aquello decidió el encuentro. Hasta entonces los hombres habían estado disparando contra los verdaderos enemigos, los númidas y sus polvorientos trajes blancos; pero los caballos eran más grandes y ofrecían un blanco más fácil.
Y de pronto los númidas sobrevivientes emprendieron la retirada, con la misma velocidad con que habían empezado el ataque. Debían quedar unos diez o doce; doce más yacían en el suelo, alcanzados por las flechas o aplastados bajo caballos heridos y muertos. Un capadocio había caído en una hendidura del terreno, bañado en sangre; el yelmo había desviado el golpe, el acero se le había incrustado en un hombro. Un segundo arquero yacía con la cara enterrada en el polvo del camino; el mango roto de una lanza asomaba entre sus hombros.
Iolaos y tres de sus hombres empuñaban cuchillos ensangrentados; se estaban ocupando de los númidas y los caballos. Uno de los jinetes intentaba escabullirse corriendo a través del campo tan rápido como le era posible; su pierna izquierda lo seguía inerte. Iolaos lo alcanzó, lo cogió por los cabellos, le echó la cabeza hacia atrás. El cuchillo apenas le rozó el cuello.
Aparté la vista y, todavía sin aliento, caminé tambaleándome hasta el carro. Sobre el pescante yacía la cabeza del esclavo negro que había conducido el carro; el cuerpo estaba enterrado bajo el cadáver de uno de los caballos de tiro. El otro caballo había conseguido liberarse y estaba a unos cincuenta pasos de allí, con el morro metido entre las hojas de un arbusto raquítico.
Bomílcar estaba sentado junto a la rueda delantera izquierda; sobre su regazo descansaba la cabeza de su padre. Una lanza arrojada desde adelante había alcanzado la clavícula de Bostar. Bajo la tetilla derecha se adivinaba la herida abierta, cubierta por un mantón blanco que no tardó en teñirse de rojo.
El anciano respiraba con debilidad; tenía los ojos cerrados, y la piel de su rostro había empalidecido ostensiblemente. Coloqué la mano sobre su mejilla derecha. Un pergamino frío.
—¿Me escuchas, viejo amigo?
Bomílcar agarraba con firmeza las manos de su padre, que insistían en palparse el vientre. Tenía la mirada perdida en el cielo, sus ojos estaban húmedos, ciegos.
—Bostar, ¿puedes oírme? Soy Antígono…
El moribundo pestañeó.
—Hola, Tigo —murmuró. Llegó a esbozar una pequeña sonrisa—. Se acabaron los baños ante Cabo Kamart. Pero todo está en el carro. —Jadeaba; algo producía un sonido áspero dentro de ese cuerpo abierto por la lanza—. Mejor morir así que en una cama.
Luego buscó con los ojos el rostro de su hijo. Di un pequeño golpe en el hombro a Bomílcar y éste despertó de la contemplación del cielo. Dos o tres gotas cayeron sobre la frente de Bostar.
—Llévame al mar. —Las palabras eran apenas inteligibles—. Me voy, pequeño. Mad…
Bomílcar le cerró los ojos. Bostar ya nunca podría terminar esa última invocación a Tanit «Madre de Kart-Hadtha, te devuelvo mi timón».
Hacia el atardecer ya todo estaba a bordo. Las diez pesadas cajas de madera con refuerzos de hierro contenían schekels de oro; unos veinte talentos, en total. Me quedé con el paquetito de cuero; la botellita de cristal que había encargado a través de un comisionista estaba intacta. Ahora yo poseía todo lo que Bostar había podido salvar de los restos de mi fortuna y la de los bárcidas. Una buena suma, aunque de poca importancia; yo ya había liquidado la mayor parte de los negocios antes de que Aníbal fuese expulsado fuera de los límites de Kart-Hadtha. Ahora lo único que hacía era cortar los últimos lazos que me unían a la capital púnica.
Una vez que las cajas estuvieron estibadas, Bomílcar volvió a tierra firme. Pasé el brazo por encima de sus hombros.
—Escúchame. amigo. No sé qué cantidad de lo que hemos cargado pertenecía a tu padre, pero sin él nada de esto estaría aquí. Coge la mitad, como herencia de Bostar.
—¿Qué hay en las cajas?
—
Shiqlu
, oro. Tu parte son diez talentos.
Se sobresaltó al oír la cantidad.
—Estás loco.
Le di una palmada en la espalda y caminé hacia Iolaos, que estaba más arriba, de cuclillas sobre un peñasco, intentando arrojar guijarros al mar. Guijarros que nunca pasaban de la playa; el mar estaba demasiado lejos.
—¿Qué haréis ahora, tú y tus hombres?
Miré a los arqueros. Habían capturado el caballo de tiro y lo habían vuelto a enganchar, junto a un semental númida que había salido ileso del combate. Sus talegas, arcos y aljabas ya estaban en el carro. En el puerto de Pilos había encontrado y contratado a esos capadocios que habían peleado en algunas escaramuzas en el interior del país, defendiendo a Esparta, y en un primer momento me había parecido que contratar una escolta era una medida excesiva.
El arquero herido estaba vendado; los muertos habían sido arrojados a una fosa junto con los númidas, sin mayores ceremonias. Algunas personas venían de la finca: uno de ellos venía a caballo, es de suponer que era el dueño, o el administrador. Los demás eran aparceros que habían conseguido escapar de los númidas.
—No lo sé. ¿Debo llevaros conmigo y dejaros de nuevo en Pilos? Hay poco espacio, pero…
Iolaos arrugó la frente.
—Siempre hay algún empleo para unos buenos arqueros. Aquí, en Karjedón, en alguna de las otras ciudades.
El jinete se detuvo junto a nosotros y desmontó: un cartaginés de mediana edad, alto y delgado. Era el propietario de la finca y agradecía nuestra intervención. No hizo ninguna pregunta; hubiera sido descortés hacerlo en esas circunstancias. Pero se notaba que la curiosidad le roía las entrañas.