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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (16 page)

BOOK: Antes bruja que muerta
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—¿Qué clase de seguro de hospitalización tienes?

Sus finos labios se torcieron en una sonrisa, mostrando un atisbo de pequeños dientes.

—La Cruz de Plata.

Mi cabeza se movió de arriba abajo. Estaba diseñado para hombres lobo, pero era lo bastante flexible para los demás. Un hueso roto es un hueso roto.

—Vale —pronuncié arrastrando las letras mientras me reclinaba—, ¿dónde está el truco?

Su sonrisa se hizo más amplia.

—Tu salario se desvía hacia mí, ya que soy yo quien hace todo el trabajo.

Ahhh
, pensé. Él obtendría dos salarios. Aquella era una estafa de las gordas. Con una risa entre dientes le devolví la tarjeta.

—Gracias, pero no.

David emitió un sonido de disgusto, recogiendo su tarjeta.

—No puedes culparme por intentarlo. En realidad, fue una sugerencia de mi anterior compañero. Debería haber sabido que no la aceptarías. —Vaciló un instante—. ¿Es verdad que tu compañero se comió ese pez?

Asentí, deprimiéndome al hacerlo.

—Al menos, conseguí antes un coche.

—Bueno… —Dejó la tarjeta a mi lado, sobre el cemento—. Llámame si cambias de idea. La extensión que pone en la tarjeta te evitará hablar con mi secretaria. Cuando no estoy en la calle, estoy en mi despacho desde las tres hasta medianoche. Podría considerar tomarte como aprendiz de verdad. Mi última compañera fue una bruja, y tú tienes aspecto de tenerlos bien puestos.

—Gracias —respondí desdeñosamente.

—No es tan aburrido como parece. Y es más seguro que lo que haces ahora. Puede que cambies de opinión cuando recibas unas cuantas palizas.

Me preguntaba si aquel tipo hablaba en serio.

—No trabajo para los demás. Trabajo para mí.

Tras asentir, se llevó una mano a la sien a modo de inadvertido saludo antes de darse media vuelta y marcharse. Respiré con alivio cuando su oscura silueta cruzó la verja. Se subió en un vehículo biplaza gris, enfrente del lugar donde yo había aparcado mi pequeño coche rojo, y condujo hacia la salida. Sentí vergüenza al reconocerlo, y al darme cuenta de que el día anterior nos había observado a Nick y a mí juntos.

Al levantarme, tenía el culo congelado de estar sentada sobre el cemento. Recogí su tarjeta, la rompí en dos pedazos y me dirigí hacia una papelera pero, mientras sostenía los trozos sobre el agujero, me lo pensé. Lentamente, me los metí en el bolsillo.

¿
Investigadora de seguros
?, dijo con burla una vocecilla en mi cabeza. Torciendo el gesto, volví a sacar los pedazos y los arrojé a la papelera. ¿Trabajar para otra persona otra vez? No. Jamás.

9.

Me invadía una cálida placidez al espolvorear el azúcar amarillo sobre la galleta glaseada con forma solar. De acuerdo, era un círculo, pero con aquel azúcar brillante podía ser el sol. Ya estaba harta de las largas noches y la constancia física del cambio de estaciones siempre me había dotado de una fuerza silenciosa. Especialmente el solsticio de invierno.

Coloqué la galleta terminada sobre el papel de cocina y cogí otra. Todo estaba en silencio, salvo por la música que me llegaba desde el cuarto de estar. Takata había lanzado
Lazos Rojos
en la WVMP, y la emisora la estaba emitiendo hasta la saciedad. No me importaba. El estribillo era el que yo había escogido como el que mejor quedaba con el tema de la canción, y me resultaba agradable haber desempeñado un pequeño papel en su creación.

Todos los pixies estarían durmiendo en mi escritorio durante, al menos, dos horas más. Probablemente, Ivy no llegaría armando ruido en busca de un café hasta más tarde aún. Ella había llegado antes del amanecer con aspecto calmado y relajado, buscando tímidamente mi aprobación por haber saciado su ansia de sangre en algún pobre ingenuo antes de caer en la cama como si fuera una adicta al azufre. Tenía la iglesia para mí sola, y me disponía a exprimir cada gota de soledad que fuese capaz. Sonreía al contonearme al pesado ritmo de los tambores, de una forma en la que jamás lo haría de estar viéndome alguna otra persona. Era agradable estar sola de vez en cuando.

Jenks había obligado a sus vástagos a hacer algo más que disculparse, y esta mañana me había despertado para encontrar un cazo de café caliente en una cocina limpia y reluciente. Todo brillaba, todo había sido bruñido. Incluso habían retirado el barro del círculo que yo había grabado en el linóleo alrededor de la encimera central. Ni rastro de telarañas en las paredes o en el techo, y mientras hundía el cuchillo en el glaseado verde, me prometí tratar de mantenerlo limpio todo el tiempo posible.

Sí, claro
, pensé al untar el glaseado sobre la forma circular. Lo dejaría pasar hasta que volviese todo al mismo nivel de caos del que los pixies me habían sacado. Le daría dos semanas, como mucho.

Acompasando mis movimientos al ritmo de la música, coloqué tres pequeños caramelos para que pareciesen bayas. Un suspiro me hizo subir los hombros, lo aparté y cogí el molde en forma de vela, tratando de decidir si hacerla morada por la sabiduría de la edad o verde para variar.

Me encontraba intentando alcanzar el morado cuando sonó el teléfono en el cuarto de estar. Me quedé paralizada un instante, antes de colocar el envase de glaseado boca abajo y corrí a descolgarlo antes de que pudiera despertar a los pixies. Era peor que tener un bebé en la casa. Recogí el mando a distancia del sofá y lo apunté hacia el equipo de música para silenciarlo.

—Encantamientos Vampíricos —dije al contestar al teléfono, esperando no estar respirando demasiado fuerte—. Rachel al habla.

—¿Cuánto me costaría una acompañante para el día veintitrés? —inquirió una voz joven con tono cambiante.

—Eso depende de la situación. —Busqué frenéticamente un calendario y un bolígrafo. No estaban donde los había dejado, así que al final escarbé en mi bolso en busca de mi agenda. Pensé que el veintitrés sería sábado—. ¿Existe una amenaza de muerte o se trata de protección en general?

—¿Amenaza de muerte? —exclamó la voz—. Lo único que quiero es una chica guapa para que mis amigos no piensen que soy un inútil.

Cerré los ojos reuniendo fuerza.
Demasiado tarde
, pensé al pulsar el botón del bolígrafo para cerrarlo.

—Este es un servicio independiente de cazarrecompensas —dije con cansancio en la voz—, no una casa de citas. ¿Y sabes qué, chico? Hazte un favor y lleva a la chica tímida. Es más marchosa de lo que crees, y ella no poseerá tu alma por la mañana.

Colgaron y yo fruncí el ceño. Aquella era la tercera llamada de esa clase en lo que iba de mes. A lo mejor debería echarle un vistazo al anuncio de las páginas amarillas que compró Ivy.

Me sacudí las manos de azúcar y rebusqué en la mesita en la que descansaba el contestador automático; extraje la guía telefónica y la dejé sobre la mesa del café. La luz roja parpadeaba, así que apreté el botón a la vez que hojeaba el pesado volumen hasta encontrar «Investigadores privados». Me quedé helada al oír la voz de Nick saliendo del aparato; con aire culpable e incómodo, me decía que había venido a las seis de la mañana para recoger a Jax y que me llamaría dentro de unos días.

—Cobarde —espeté en voz baja, pensando que no era más que otro clavo más en el ataúd. Él sabía que no habría nadie levantado a esa hora, salvo los pixies. Me prometí disfrutar en mi cita con Kisten, tanto si Ivy tenía que matarle después, como si no. Apreté el botón para borrar su mensaje, después volví a la guía telefónica.

Éramos de las últimas del listín y, al topar con Encantamientos Vampíricos impreso en un simpático tipo de letra, mis cejas se enarcaron. Era un bonito anuncio, más atractivo que todos los demás anuncios que lo rodeaban, con el dibujo a mano de una mujer de aspecto misterioso vestida con un sombrero y un guardapolvos al fondo del mismo.

—«Rápidas. Discretas. No hacemos preguntas» —leí en voz alta—. «Honorarios en base a su solvencia, facilidades de pago. Estamos aseguradas. Tarifas semanales, diarias y por horas». —Debajo de todo aquello estaban nuestros tres nombres, la dirección y el número de teléfono. No lo entendía. Allí no había nada que incitase a pensar en casas de citas o incluso en un servicio de acompañantes. Entonces vi la diminuta tipografía al pie que recomendaba mirar las entradas secundarias.

Pasé las finas páginas hasta el primer anuncio de la lista, y encontré el mismo anuncio. Luego miré con más atención, no a nuestro anuncio, sino a los de al rededor. Joder, esa mujer apenas llevaba ropa, y tenía la insinuante figura de un dibujo
manga
. Mis ojos se fueron al encabezamiento de la página.

—¿Servicios de acompañantes? —dije, ruborizándome ante aquellos sugerentes y tórridos anuncios.

Volví a mirar nuestro anuncio, y ahora las palabras cobraban un significado completamente nuevo. ¿«No hacemos preguntas»? ¿«Tarifas semanales, diarias y por horas»? ¿«Facilidades de pago»? Cerré la guía con los labios apretados, y la dejé a la vista para hablarlo con Ivy. No me extrañaba que recibiéramos tantas llamadas.

Algo más que un poco airada, volví a conectar el sonido del equipo y me dirigí de vuelta a la cocina, con el tema
Magic Carpet Ride
, de los Steppenwolf, haciendo lo posible por mejorar mi estado de ánimo.

Fue el ligero matiz de una corriente de aire, un mínimo aroma a pavimento húmedo, lo que me hizo vacilar en mis pasos y la mano que trataba de golpearme de camino a la cocina pasó rozándome la mandíbula.

—¡Dios bendito! —murmuré al lanzarme hacia la cocina en lugar de retroceder hasta el angosto pasillo. Recordé lo ocurrido con los niños pixie e invoqué la línea luminosa de nuevo, pero no hice nada más, mientras me agachaba en una postura defensiva entre el fregadero y la encimera central. Casi me ahogo al ver quién permanecía de pie, en el umbral de la cocina.

—¿Quen? —balbuceé sin relajar mi postura al tiempo que aquel hombre atlético y ligeramente arrugado me observaba de forma inexpresiva. El jefe de seguridad de Trent iba vestido completamente de negro, sus mallas ajustadas recordaban vagamente a un uniforme—. ¿Qué coño estás haciendo? —inquirí—. Debería llamar a la SI, ¿sabes? ¡Y hacer que se lleven tu culo a rastras de mi cocina por allanamiento! Si Trent quiere verme, puede venir hasta aquí como cualquier otra persona. ¡Lo mandaría a hacer gárgaras, pero debería tener la decencia de permitirme hacerlo en persona!

Quen sacudió su cabeza.

—Tengo un problema, pero no creo que tú puedas resolverlo.

Torcí el gesto al mirarle.

—No me pongas a prueba, Quen —pronuncié en un gruñido—. Saldrás perdiendo.

—Ya lo veremos.

Esa fue la única advertencia que recibí, mientras aquel hombre se separaba de la pared dirigiéndose hacia mí.

Jadeando, me lancé pasando junto a él, en vez de retroceder por el camino que yo quería. Quen era un experto en seguridad. Retrocediendo, tan solo lograría acorralarme a mí misma. Con el corazón desbocado, agarré mi abollado recipiente de cobre para hechizos, que contenía el glaseado blanco y traté de golpearle.

Quen lo cogió, tirando de mí hacia delante. La adrenalina bombeó dolorosamente en mi cabeza al soltarlo, y él lo lanzó a un lado. Cayó con un fuerte sonido metálico y rodó hasta el pasillo.

Cogí la cafetera y la arrojé. El aparato se detuvo a causa de su propio cable, y el decantador cayó al suelo, haciéndose pedazos. Lo esquivó; sus ojos verdes mostraron su enfado al topar con los míos, como si se preguntase qué demonios estaba haciendo. Pero si lograba cogerme, estaría perdida. Tenía un armario lleno de amuletos al alcance de la mano, pero no tenía tiempo para invocar ni siquiera uno.

Él se agazapó para saltar y, al recordar cómo había esquivado a Piscary con increíbles saltos, me dirigí a mi cuba de solución salina. Apretando los dientes por el esfuerzo, la volqué.

Quen gimió de disgusto cuando cuarenta litros de agua salada cayeron sobre el suelo para mezclarse con el café y los trozos de cristal. Agitando sus brazos en círculo, resbaló.

Mientras, me subí a la isla central, pisoteando galletas glaseadas y pateando viales de azúcar de colores. Me agaché para evitar los utensilios que colgaban y salté con los pies por delante al tiempo que él se levantaba.

Mis pies lo golpearon de lleno en el pecho y ambos nos fuimos al suelo.

¿Dónde estaban todos?, pensé cuando mis caderas chocaron contra el suelo y gemí por el dolor. Estaba armando suficiente escándalo como para despertar a los muertos. Pero, al ser más habitual que el silencio durante los últimos días, Ivy y Jenks probablemente lo ignorarían y esperarían a que pasara.

Me escabullí, alejándome rápidamente de Quen. Sin ver dónde ponía mis manos, busqué a tientas mi pistola de bolitas, guardada a propósito a la altura de las rodillas. La saqué de un tirón. Los cacharros de cobre allí guardados cayeron rodando ruidosamente.

—¡Ya basta! —grité con los brazos rígidos mientras apoyaba mi trasero sobre el agua salada, apuntándole. La pistola estaba cargada con bolitas explosivas llenas de agua para practicar, pero él no lo sabía—. ¿Qué es lo que quieres?

Quen vaciló; el agua le había provocado manchas oscuras en sus pantalones negros. Le tembló un ojo.

La adrenalina se disparó. Iba a jugársela.

Mi instinto y practicar con Ivy me hicieron apretar el gatillo cuando él saltaba sobre la mesa y aterrizaba como un gato. Seguí su movimiento y disparé hasta la última bolita.

Pareció ofenderse cuando se detuvo en posición agachada, alternando su atención entre mi persona y las seis salpicaduras en su ajustada camiseta. Mierda. Había fallado uno de los disparos. Apretó los dientes y entornó los ojos de pura irritación.

—¿Agua? —dijo sorprendido—. ¿Cargas tu pistola de hechizos con agua?

—¿No deberías sentirte afortunado? —respondí—. ¿Qué es lo que quieres?

Sacudió su cabeza y aspiré con un siseo al notar en mi interior una sensación de descenso. Estaba invirtiendo la invocación de la línea.

El pánico me llegó hasta los pies y me aparté el pelo de los ojos. Desde su ventajosa situación, sobre la mesa, Quen se incorporó en toda su altura, moviendo las manos mientras susurraba en latín.

—¡No te dejaré hacerlo! —exclamé al lanzarle mi pistola de bolitas. Él la esquivó y yo agarré lo primero que tuve a mano para lanzárselo, desesperada por evitar que finalizase el encantamiento.

Quen esquivó el bote de mantequilla glaseada. Chocó contra la pared, dejando una mancha verdosa. Cogí el tarro de las galletas y corrí alrededor de la encimera, balanceándolo como un columpio. Se lanzó bajo la mesa para esquivarlo, mientras me maldecía. Las galletas y los caramelos salieron disparados por todas partes.

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