Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
—Lord Mariscal, debo presentar una queja contra el general Poulder.
—Señor, exijo una disculpa del general Kroy.
A West le pareció que la mejor defensa era lanzar de inmediato un ataque.
—¡Antes de nada, es tradición entre nosotros —les interrumpió alzando la voz— felicitar a nuestro comandante en jefe por la victoria! —y, acto seguido, se puso a aplaudir con enfática lentitud. Pike y Jalenhorm se apresuraron a acompañarle. Poulder y Kroy se cruzaron una mirada gélida y luego alzaron también las manos.
—Quisiera ser el primero en...
—¡El primero de todos en felicitarle, Lord Mariscal!
Sus respectivos Estados Mayores se les unieron, luego los otros soldados que había junto a la tienda, después otros que había un poco más lejos y finalmente los vítores se extendieron por todo el campamento.
—¡Viva el Lord Mariscal Burr!
—¡Viva el Lord Mariscal!
—¡Victoria!
Burr, por su parte, se estremecía y temblaba con una mano aferrada a su estómago y su rostro convertido en una máscara de angustia. West se fue echando hacia atrás, alejándose del centro de atención, alejándose de la gloria. No le interesaba en lo más mínimo. Se había salvado por poco, por muy poco. Las manos le temblaban, sentía un regusto amargo en la boca y tenía la vista borrosa. Aún oía a Poulder y Kroy, que otra vez se habían puesto a discutir y gañían como un par de patos furiosos.
—Debemos avanzar de inmediato hacia Dunbrec y lanzar un ataque fulminante aprovechando que aún están...
—¡Bah! ¡Tonterías! Las defensas son demasiado fuertes. Debemos rodear las murallas y prepararnos para un largo...
—¡Estupideces! ¡Mi división puede tomar la fortaleza mañana mismo!
—¡Eso es absurdo! ¡Tenemos que atrincherarnos! ¡El asedio es mi especialidad! Así una y otra vez. West se tapó los oídos con la punta de los dedos para no oír sus voces y se alejó con paso tambaleante por el barro batido. Unos pasos más adelante se encaramó a una pequeña formación rocosa, apoyó la espalda contra ella y se dejó resbalar por la superficie. Se dejó resbalar hasta quedarse en cuclillas sobre la nieve con las rodillas abrazadas, como solía hacer de niño cuando su padre estaba furioso.
Abajo, en el valle, envueltos en la creciente oscuridad, distinguía a los hombres que deambulaban por el campo de batalla. Ya habían empezado a cavar tumbas.
Hacía un rato había estado lloviendo, pero ya había escampado. El pavimento de la Plaza de los Mariscales empezaba a secarse; las losas estaban claras en los bordes pero aún conservaban oscuras manchas de humedad en el centro. Un sol mortecino había roto por fin las nubes y se reflejaba en el brillante metal de las cadenas que colgaban del bastidor y en las cuchillas, los ganchos y las tenazas del potro.
Un tiempo espléndido para un asunto como éste, supongo. Va a ser el gran acontecimiento de la temporada. A menos, claro está, que te llames Tulkis, porque, si es así, seguro que uno prefería perdérselo
.
La multitud, en cualquier caso, aguardaba expectante tan emocionante espectáculo. La amplia plaza rebosaba con su cháchara, una embriagadora mezcla de excitación y furia, de felicidad y odio. La zona destinada al público estaba abarrotada, y aún seguía llegando gente, pero donde estaba él, en la zona reservada a las autoridades, un recinto cercado y fuertemente custodiado que había delante del cadalso, seguía habiendo sitio de sobra.
Al fin y al cabo, es lógico que los grandes y los poderosos sean quienes disfruten de las mejores vistas
. Por encima de los hombros de la fila que tenía delante distinguía las sillas donde se sentaban los miembros del Consejo Cerrado. Si se ponía de puntillas, una maniobra de la que prefería no abusar, incluso podía atisbar la mata de pelo blanco del Archilector, que se ondeaba con elegancia impulsada por la brisa.
Miró de reojo a Ardee. La muchacha contemplaba con gesto tétrico el cadalso y se mordisqueaba el labio inferior.
Hay que ver. Pensar que en tiempos solía llevar a las jovencitas a los mejores establecimientos de la ciudad, a los jardines de recreo de las colinas, a los conciertos en el Pabellón de los Susurros o directamente a mis aposentos, desde luego, si el asunto prometía. Ahora, en cambio, las llevo a ver ejecuciones
. Sintió que las comisuras de sus labios se curvaban esbozando una media sonrisa.
En fin, las cosas cambian
.
—¿Cómo lo van a hacer? —le preguntó Ardee.
—Le colgarán y luego lo eviscerarán.
—¿Cómo?
—Le atarán unas cadenas a las muñecas y al cuello, sin apretarlas en exceso para que no muera estrangulado, y luego lo alzarán. A continuación, le abrirán con un acero y le irán destripando lentamente. Como colofón, mostraran sus entrañas a la multitud.
La muchacha tragó saliva.
—¿Seguirá vivo entonces?
—Posiblemente. Aunque no es fácil asegurarlo. Depende de lo bien que hagan los verdugos su trabajo. En todo caso, si vive, no será por mucho tiempo.
Al menos, una vez que se haya quedado sin entrañas
.
—Parece muy... brutal.
—Eso es lo que se pretende. Era el castigo más salvaje que inventaron los salvajes de nuestros antepasados. Lo tenían reservado para aquellos que intentaban atentar contra una persona de sangre real. Por lo que tengo entendido, hacía más de ochenta años que no se aplicaba.
—De ahí la multitud.
Glokta se encogió de hombros.
—Tiene el encanto de la novedad, pero, de todos modos, las ejecuciones siempre atraen a un público muy numeroso. A la gente le gusta ver cómo se da muerte a alguien. Les recuerda que por muy miserable, mezquina e insufrible que sea su vida... ellos, al menos, aún la conservan.
Glokta sintió que le daban un golpecito en el hombro y, no sin cierto dolor, se volvió y se topó con la cara enmascarada de Severard asomando justo detrás de él.
—Ya he solucionado el asunto ese. Lo de Vitari.
—Ajá. ¿Y?
Severard miró de reojo a Ardee con un gesto de recelo y luego se agachó para hablarle a Glokta al oído.
—La seguí hasta una casa que hay pasados los jardines públicos de Galt, cerca de un mercado que hay por ahí.
—Lo conozco. ¿Y?
—Eché un vistazo por una ventana.
Glokta alzó una ceja.
—Te lo estás pasando muy bien, ¿verdad? ¿Qué había ahí dentro?
—Niños.
—¿Niños? —preguntó Glokta.
—Tres niños pequeños. Dos chicas y un chico. ¿Y a qué no adivina de qué color tenían el pelo?
No me lo digas.
—¿No sería pelirrojo, por un casual?
—Igualito al de su madre.
—¿Tiene hijos? —Glokta se chupó pensativamente las encías—. ¿Quién lo habría pensado?
—Ya. Yo creía que esa perra era de hielo.
Eso explica por qué estaba tan ansiosa por regresar del Sur. Durante todo ese tiempo tuvo aquí a esos tres pequeños esperándola. El instinto maternal. Qué cosa más absolutamente conmovedora
. Notó una irritación en su ojo izquierdo y se limpió el agüilla que se había formado debajo.
—Bien hecho, Severard, esa información puede sernos de utilidad. ¿Qué hay de lo otro? ¿Del guardia del Príncipe?
Severard se levantó un poco la máscara y se rascó por debajo mientras sus ojos miraban nerviosos a uno y otro lado.
—Un asunto extraño. Lo he intentado, pero ese tipo parece haber... desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Hablé con la familia. No le han visto desde el día anterior a la muerte del Príncipe.
Glokta frunció el ceño.
—¿El día anterior?
Pero si estaba allí... Yo mismo lo vi
. Coge a Frost, y también a Vitari. Quiero una lista de todas las personas que estuvieron en palacio esa noche. Cualquier lord, sirviente o soldado que anduviera por allí. Pienso llegar al fondo de este asunto.
Como sea
.
—¿Le ha pedido Sult que lo haga?
Glokta echó un rápido vistazo a su alrededor.
—No me ha pedido que no lo haga. Tú hazlo y punto.
Severard masculló algo, pero sus palabras quedaron ahogadas por la multitud, que de pronto había prorrumpido en un monumental abucheo. Estaban conduciendo a Tulkis hacia el patíbulo. Avanzaba arrastrando los pies, mientras las cadenas tintineaban alrededor de sus tobillos. No lloraba ni gemía, ni tampoco lanzaba gritos de desafío. Simplemente se le veía demacrado, triste y dolorido. En la cara tenía unos cuantos moratones desvaídos y en los brazos, las piernas y el pecho unas líneas de puntos de un rojo intenso.
Es imposible no dejar marca cuando se usan las agujas candentes, pero, dadas las circunstancias, no tiene mal aspecto del todo
. Exceptuando un taparrabos que llevaba atado a la cintura, estaba desnudo.
Por respeto a la delicada sensibilidad de las damas del público. Ver cómo le sacan a un hombre las entrañas es un entretenimiento de primera, pero verle la verga es una obscenidad
.
Un secretario se plantó delante del cadalso y leyó el nombre del prisionero, el cargo del que se le acusaba, los términos de su confesión y su castigo, pero, a pesar de estar bastante cerca, casi no se le oía debido al hostil murmullo de la multitud, que de vez en cuando se veía salpicado por algún que otro grito de furia. Glokta hizo una mueca de dolor y movió lentamente su pierna de atrás adelante para tratar de estirar sus entumecidos músculos.
Los verdugos, provistos de sendas máscaras, entraron en escena y, moviéndose con consumada destreza, se hicieron con el prisionero: cubrieron la cabeza del enviado con una bolsa negra y le aherrojaron el cuello, las muñecas y los tobillos con grilletes. Glokta alcanzó a ver cómo el trozo de lona que le cubría la boca se movía de adentro afuera.
Los últimos alientos desesperados, ¿Estará rezando ahora? ¿O estará maldiciendo y rabiando? ¿Cómo saberlo y, en realidad, qué más da?
Lo izaron en el bastidor con los brazos y las piernas extendidos. Las manos soportaban la mayor parte de su peso. Pero también al cuello le tocaba una parte, lo bastante para que el collar que tenía ceñido le asfixiara, pero sin llegar a causarle la muerte. Como cabía esperar, trataba de ofrecer resistencia.
Nada más natural. El instinto animal te fuerza a intentar auparte, a revolverte, a retorcerte, a hacer lo que sea para poder respirar. Un instinto que no se puede resistir
. Uno de los verdugos se acercó al potro, cogió una cuchilla bastante gruesa, se la mostró a la multitud haciendo una floritura y el mortecino sol arrancó un tenue brillo a la hoja. Luego dio la espalda al público y empezó a cortar.
La multitud enmudeció. Reinaba un silencio casi mortal, interrumpido tan sólo por algún que otro susurro sofocado. Un castigo como aquél no invitaba al griterío. Era un castigo que exigía un silencio sobrecogido. Un castigo para el que la única reacción posible era una contemplación horrorizada y fascinada a partes iguales.
De eso se trata
. Sólo se oía el silencio y tal vez el húmedo borboteo del aliento del reo.
El grillete del cuello le impide gritar
.
—Un castigo adecuado, me imagino —le susurró Ardee mientras observaba cómo extraían las sanguinolentas entrañas del cuerpo del enviado—, para el asesino del Príncipe Heredero.
Glokta agachó la cabeza para hablarle al oído.
—Tengo fundados motivos para creer que ese hombre no ha matado a nadie. Sospecho que de lo único que es culpable es de haber tenido el valor de presentarse ante nosotros para hablarnos con sinceridad, tendernos la mano y ofrecernos la paz.
Los ojos de la muchacha se abrieron desmesuradamente.
—Entonces, ¿por qué se le ejecuta?
—Porque el Príncipe Heredero ha sido asesinado. Y hay que ejecutar a alguien.
—Pero... ¿quién mató realmente al Príncipe Raynault?
—Alguien que no desea que haya paz entre Gurkhul y la Unión. Alguien que desea que la guerra entre nuestras dos naciones crezca, se extienda y no acabe jamás.
—¿Y quién puede desear eso?
Glokta no respondió.
Eso digo yo, ¿quién?
No hace falta admirar el carácter de Fallow para reconocer que tiene buen ojo a la hora de escoger sillas
. Glokta exhaló un suspiró y se acomodó en el mullido tapizado. Luego estiró los pies hacia el fuego de la chimenea y se puso a girar sus doloridos tobillos, que soltaron unos cuantos chasquidos.
Ardee no parecía sentirse tan cómoda.
Lógico, no puede decirse que el espectáculo de esta mañana fuera precisamente reconfortante
. Miraba pensativamente por la ventana con el ceño fruncido mientras se tiraba nerviosa de un mechón de pelo.
—Necesito beber algo —se acercó al aparador, lo abrió y sacó una botella y una copa. Se detuvo un momento y se volvió hacia él—. ¿No me va a decir que es un poco temprano?
Glokta se encogió de hombros.
—Ya sabe qué hora es.
—Necesito tomar algo después de...
—En tal caso, tómelo. No tiene que darme explicaciones. No soy su hermano.
Giró bruscamente la cabeza y le lanzó una mirada de reproche, luego abrió la boca como si fuera a decir algo pero, en lugar de ello, volvió a meter bruscamente la botella y la copa en el aparador y lo cerró de golpe.
—¿Contento?
Glokta se encogió de hombros.
—Lo más cerca que una persona como yo puede llegar a estarlo, ya que lo pregunta.
Ardee se dejó caer en la silla de enfrente y se puso a mirar con expresión avinagrada la punta de su zapato.
—¿Y ahora qué pasará?
—¿Ahora? Ahora nos vamos a entretener el uno al otro con nuestras ocurrencias durante una larga hora y, luego, no sé, ¿un paseo por la ciudad, tal vez? —hizo una mueca de dolor—. Despacio, por supuesto. Después había pensado quizás en un almuerzo tardío.
—Hablo de la sucesión.
—Oh —exclamó Glokta—. Eso —se dio media vuelta para colocarse mejor el almohadón y luego se estiró un poco más emitiendo un gruñido de satisfacción.
Sentado en una habitación cálida y acogedora como ésta, en tan atractiva y grata compañía, casi se podría llegar uno a creer que todavía tiene una especie de vida
. Cuando prosiguió, sus labios casi sonreían—. Habrá una votación en el Consejo Abierto. Lo cual significa, no me cabe ninguna duda, una orgía de chantajes, sobornos, corruptelas y traiciones. Un carnaval de trapicheos, rupturas de alianzas, intrigas y asesinatos. Una jovial danza de amaños, fraudes, amenazas y promesas. Así será hasta que el Rey muera. Y, luego, el Consejo Abierto votará.