Antídoto (20 page)

Read Antídoto Online

Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

BOOK: Antídoto
6.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

Desde aquella distancia, incluso el inmenso C-17 era poco más que un punto, pero Hernández reconoció su velocidad y su forma. «Ese debe de ser uno de los nuestros», pensó, porque ninguno de los cazas había ido a interceptarlo. Sin embargo, había algo extraño en el aspecto del avión de transporte. Normalmente no se acercaba ninguna aeronave desde más allá de las llanuras de la región central porque en teoría allí no había nada.

Apretó el botón de «ENVIAR» y dijo:

—McKay solicita instrucciones. Se acercan un CM7 y mi F-35 por el este. Diles que andamos justos de armas. ¿Tenemos permiso para disparar? El transmisor crepitó.

—A la orden, señor.

En realidad, Hernández no tenía nada que hacer contra los aviones. Calculaba que se encontraban a cuarenta kilómetros de distancia, aunque podrían convertirse en treinta si continuaban hacia Leadville. Incluso si hubiese traído un lanzamisiles, los Stinger tierra-aire sólo tenían un alcance de cinco kilómetros. Sin embargo, sabía que si solicitaba el uso de las armas obtendría una respuesta.

Llegó en menos de un minuto. El transmisor volvió a crepitar y McKay dijo:

—No dispare. No dispare. Dicen que es un enviado ruso, señor. Es un aliado. Parece ser que hubo hostigamientos por parte de los rebeldes de la región central, por eso nuestros cazas fueron en su ayuda. —De acuerdo. Gracias.

Los otros cazas estaban ofreciendo una cortina protectora más al norte. Hernández tuvo un momento de empatia había los pilotos. No había dónde eyectar si les alcanzaban. Incluso sin ser atacados, caminaban por la cuerda floja sobre un mundo de ruinas y muerte. Por primera vez se alegró de estar en aquella montaña.

Los dos aviones habían traspasado la Divisoria Continental. El C-17 empezó a descender mientras la escolta de cazas tomaba la delantera. Hernández no podía ver las marismas al norte de Leadville, pero había visto lo suficiente como para saber que la larga carretera se había convertido en una de las principales pistas de aterrizaje de las fuerzas locales. Leadville parecía estar guiando allí al C-17 en lugar de utilizar la pequeña pista del aeropuerto del condado al sur de la ciudad.

De pronto, el avión de carga descendió en picado y Hernández se tensó contra el suelo congelado. Entonces la aeronave volvió a nivelarse, como si alguien hubiese tomado los mandos. Planeaba con inseguridad y giraba a izquierda y derecha como un pájaro que acaba de abrir los ojos. Parecía un avión diferente. Entre la violenta bajada en picado y la nueva forma de volar, Hernández estaba convencido de que había otro piloto en la cabina de mando, y la prueba real fue el cambio de dirección del avión. El C-17 ya estaba dirigiéndose a la ciudad.

El caza iba más de kilómetro y medio por delante, pero dio un giro acelerado para intentar alcanzar al avión de carga, que era más lento, pero ya era demasiado larde.

Hernández los observó por un instante y asía con fuerza los prismáticos entre sus dedos. ¿Estaban planeando un ataque como los del 11 de septiembre? Un avión de carga podría destruir varios edificios en el centro de la capital, pero ¿cómo podían saber los rusos que aquello ocasionaría grandes daños? A menos que alcanzasen a los dirigentes, sería un golpe grave pero no mortal. A no ser que el avión fuese cargado de explosivos o algo peor. ¿Tal vez una especie de nanotecnología?

El pánico le despegó del suelo y echó a correr sin dejar de mirar hacia atrás cada dos por tres. Por un instante su mirada se detuvo en los kilómetros de terreno que aún le separaban de Leadville y entonces Frank Hernández empezó a correr a toda velocidad mientras gritaba por el
walkie-talkie.

—¡A cubierto! ¡Poneos a cubierto! ¡Todo el mundo al suelo!

13

En el centro de Leadville, Nikola Ulinov salió de un Chevy Suburban. El ruido de las aeronaves inundaba la ciudad. El ruso se obligó a hacer como si no lo oyese. Su cabeza quería volverse hacia el distante estruendo de las turbinas de los cazas, pero mantuvo los ojos fijos en la acera mientras seguía al senador Kendricks y al general Schraeder. No era tan difícil. El sonido estaba por todas partes, procedía de las montañas, de modo que no era necesario mirar. Sabía lo que se avecinaba. —Por aquí, embajador —dijo un joven vestido con un elegante traje azul.

Pálido y recién afeitado, saltaba a la vista que el ayudante del senador nunca había pasado demasiado tiempo fuera en aquel lugar elevado, el hecho de no llevar barba lo delataba. Todos los hombres que rodeaban a Ulinov compartían este privilegio como si fuese un uniforme. Era la única cosa en común entre las unidades de seguridad que acompañaban a Kendricks y a Schraeder hasta la pequeña plaza situada delante del ayuntamiento. Los cuatro agentes civiles llevaban trajes negros y sólo llevaban pistola en la cintura, mientras que los dos soldados del ejército vestían uniforme de camuflaje y botas y llevaban fusiles, pero todos iban perfectamente afeitados y ninguno estaba tan terriblemente delgado como la mayoría del resto de supervivientes.

—Bien, todo tiene buen aspecto —opinó Kendricks mientras analizaba los llamativos lazos y las banderas que decoraban la plaza.

—.Sí, señor —dijo el soldado principal. Pero él estaba observando los tejados, donde había soldados a pares a simple vista. También habría francotiradores en puntos estratégicos.

Por lo que tenía entendido Ulinov, aquélla era sólo la segunda vez que los altos funcionarios del gobierno estadounidense iban a aparecer en público juntos desde el Año de la Plaga. Las medidas de protección en los alrededores eran extremas. No había habido ninguna necesidad de llegar allí en dos Suburbans, podían haber caminado. La ciudad estaba paralizada y las calles estaban vacías, excepto por las unidades blindadas y las ametralladoras colocadas en las principales intersecciones.

—Y además hace un día estupendo —dijo Kendricks sonriendo directamente a Ulinov.

El ruso se limitó a asentir. Kendricks parecía excepcionalmente contento y aún era pronto para su pequeña ceremonia. Quería hacerse con aquel lugar antes de que los enviados rusos llegasen del campo de aviación. El lugar estaba bien preparado. Kendricks se había transformado para encajar en él. Se había quitado el traje de vaquero y se había puesto uno más formal. Se había dejado el lazo, pero se había desprendido del sombrero blanco y exponía su espesa mata de pelo castaño al sol y al frío de la ligera brisa que soplaba.

La parte menos alta del ayuntamiento presentaba una banda de tela roja, blanca y azul. En la plaza había un podio, cuatro cámaras, dos grupos de sillas plegables y el principio de una audiencia. Había equipos de cámaras y medios de comunicación. Ulinov también vio a un grupo de niños con tres profesores que habían tenido la brillante idea de mantenerlos ocupados hablando con un general de las Fuerzas Aéreas ataviado con su característico uniforme azul.

Kendricks se apartó de su Suburban y se unió a un grupo de hombres. Ulinov cojeaba tras ellos. Kendricks no se volvió, pero Schraeder extendió la mano hasta el codo del ruso.

—Estamos delante del todo —le dijo con discreción.

Ulinov asintió de nuevo, sumido en sus pensamientos Como si fuese posible ocultarse del zumbido del avión.

Sabía que tenía exactamente el mismo aspecto que aquellos hombres privilegiados. Limpio y aseado. Aquello hacía que se sintiese sorprendentemente incómodo. El día anterior, Schraeder había enviado a dos hombres con tijeras, jabón, una cuchilla y ropa nueva a visitarle, y Ulinov sintió que se había ido descuidando poco a poco. No sabía por qué. Se había pasado la vida manteniendo el orden. Para un cosmonauta, la pulcritud y los detalles eran esenciales y, aun así, hubiese preferido llevar el uniforme de su nación. Había más de uno en su petate de la
Endeavour
, pero era mejor dejar que los estadounidenses creyesen que le tenían controlado hasta en los más mínimos detalles.

Lo único que importaba era su conducta. Su corazón. Su memoria. Sabía que lo había hecho bien y aquello le ayudó a controlar su miedo. Se había estado refugiando en su pasado cada vez con más frecuencia, repasando a la gente y los ideales de su vida: a su padre y a su hermana y la simple sensación del calor del hogar, a sus parejas, la maravillosa belleza del espacio... Se alegraba de que Ruth no estuviese allí. Le habría gustado oírla bromear sobre su corte de pelo y su traje, pero a los dos siempre les había separado el deber, y ahora veía que era lo mejor. Si aún estaba viva no le deseaba más que buena suerte.

Se acordaba de los demás astronautas y de la amistad que habían compartido en la EEI a pesar de sus diferencias. Estadounidenses. Rusos. Italianos. Nada de aquello había sido un problema allí arriba y eso le hacía sentir nostalgia y alegría. Finalmente, Ulinov miró hacia arriba. El ruido no cesaba nunca. Se había vuelto incluso más intenso. Conforme el C-17 sobrevolaba los picos más cercanos, las cuencas que rodeaban Leadville habían atrapado y repetido el sonido. Un momento antes se había producido otro pequeño cambio y el zumbido de los motores se había intensificado. Kendricks se lo había perdido, y miraba a los ojos a un coronel de las Fuerzas Especiales que estaba cerca de la última fila de sillas plegables.

—Hola, Damon —dijo tranquilamente ofreciéndole su pequeña mano—. Al que madruga, Dios le ayuda, ¿verdad? —Ya somos dos, senador —dijo el coronel. Pero junto a Ulinov, el agente principal se puso dos dedos en el auricular y murmuró entre dientes: —Mierda.

El ruso también advirtió que varios niños levantaban la vista, inquietos con sus trajes perfectos. Un niño de ocho años le dio un codazo en el costado a su compañero de al lado y le regañaron.

—Vale ya —le dijo la profesora.

Al mismo tiempo, las siluetas de los hombres apostados en los tejados cambiaban de posición. —Disculpe, señor.

El agente principal detuvo a Kendricks justo cuando empezaba a caminar hacia el pasillo que separaba los grupos de sillas plegables.

—¿Senador? Estamos en alerta.

Schraeder fue el primero en reaccionar.

—¿Dónde?

—En el campo de aviación. Es su avión. No aterriza.

El agente mantenía la mano ahuecada a un lado de su cabeza y escuchaba por el auricular a la vez que hablaba.

Los colegiales siguieron dándose codazos pero su profesora estaba mirando en otra dirección.

—Viene hacia nosotros —dijo el agente.

El rostro de Kendricks se contrajo hasta parecer pétreo. Entonces le lanzó una larga mirada inquisidora a Ulinov y dijo:

—¿Estáis intentando obligarnos? ¿Queréis cambiar el trato?

Ulinov no respondió.

Schraeder le agarró de la manga y gritó:

—¡Dinos que demonios está pasando!

Sin embargo, Kendricks no parecía ver ninguna señal de amenaza o triunfo en el rostro de Ulinov. Se llevó a un lado al agente con la conexión de radio y Schraeder también se acercó a escuchar, deteniéndose sólo para clavarle un dedo a Ulinov.

—Registradle —le dijo.

Uno de los soldados del ejército puso el cañón de su pistola contra la frente de Ulinov.

—Ni respires —dijo mientras uno de sus compañeros registraba al ruso en busca de armas o aparatos electrónicos.

No había nada. Había destruido su PDA y su teléfono móvil dos noches antes y había escondido la Glock de 9mm robada en la cisterna de un retrete.

—Llevadle al coche —ordenó Kendricks.

El grave estruendo del avión inundaba toda la ciudad y la hacía vibrar incluso antes de que llegase la lenta aeronave. Todo el mundo alzó la vista. Entre aquel ruido se distinguía el aullido más agudo de un caza, pero ninguno de los aviones podía verse aún desde el lugar de la plaza donde se encontraba Ulinov. La hilera de banderas ondeó con la brisa. Entonces una mujer dio un grito y Ulinov casi pierde el equilibrio cuando los soldados le empujaron tras Kendricks y Schraeder y todo el mundo corrió de nuevo hacia la calle.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó el militar.

Los agentes civiles también habían sacado las pistolas como si aquello fuese a ayudar en algo. Pero ayudó. Uno de ellos llegó hasta los coches primero y se metió en uno de los vehículos apelotonados blandiendo su arma hacia un GMC Yukon que acababa de llegar.

—¡Apártese! —gritó el agente.

—¡Vengo con el congresista O'Neil! —dijo el conductor.

Pero el agente gritó:

—¡Nos llevamos el coche!

Junto a él, otras unidades tomaron violentamente los vehículos aparcados con gritos y empujones. En medio de aquel caos, Ulinov finalmente se desmoronó. «Por favor. Señor», pensó. «Por favor».

Pero todo continuó. El pánico disparaba su propia adrenalina. Vio a dos soldados portando un lanzamisiles abiertamente. Algunos de los niños gritaron, pero sus voces se perdieron entre el ruido. Entonces los ecos humanos se vieron salpicados por el ladrido explosivo de los lanzacohetes que abrían fuego desde todos los tejados de la plaza. Los artilleros ocultos estaban intentando derribar el avión y, por un instante, Ulinov deseó que lo lograsen.

Kendricks estaba furioso con Ulinov, y estaba indignado por su espionaje y su traición. A través de él, había presionado a los líderes rusos y había amenazado con abandonarlos. Primero les había hecho rogar. Después transigió y accedió a cumplir su palabra de enviar aviones estadounidenses para trasladar a los rusos al Himalaya indio. Cualquier otra cosa suponía un coste muy elevado. Andaban escasos de munición y de alimentos. Leadville no incluiría animales de cría y jamás les daría ningún arma nanotecnológica.

Eso es todo», había dicho Kendricks, y los rusos le siguieron el juego. Rusia había admitido que estaban desesperados. Sólo pedían una cosa más. Aparte de los aviones y los pilotos para trasladar a la población a India, querían que los Estados Unidos acogiesen a mil quinientos niños y mujeres y a unos cuantos diplomáticos en Leadville para que estableciesen una pequeña colonia secundaria y para garantizar las buenas relaciones entre los Estados Unidos y Rusia.

«Son demasiados», les había respondido. «Aceptaremos a cien».

«Mil», contestó Rusia. Entonces edulcoraron el trato. También le confiarían a Leadville el tesoro y las piezas de museo de la patria, y a Ulinov no le sorprendió que aquello significase tanto para los estadounidenses, siempre tan capitalistas, por mucho que las coronas y los cuadros de la historia previa a la plaga no pudiesen proteger ni alimentar a nadie. Para algunos, aquellos artículos serían incluso más valiosos que antes.

Other books

The Third Figure by Collin Wilcox
Eleven Rings: The Soul of Success by Phil Jackson, Hugh Delehanty
Washington's Lady by Nancy Moser
DaughterofFire by Courtney Sheets
Night's Promise by Amanda Ashley