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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Ardores de agosto (14 page)

BOOK: Ardores de agosto
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Era listo y rápido el capataz.

—Por ahora no divaguemos. Spitaleri nos contó que la obra del
chalet
de Pizzo concluyó el doce de octubre. Y usted lo corroboró. Pero la verdad es que los trabajos terminaron la mañana del día siguiente, tal como hemos averiguado por Miccichè.

—Pero ¿eso qué importancia tiene?

—Deje que seamos nosotros quienes decidamos si es o no importante. Spitaleri no podía saber que se había producido esa prolongación de los trabajos porque se había ido, pero ¿usted estaba al corriente de ello?

—Sí.

—Es más, ¿no fue usted precisamente quien lo decidió?

—Sí.

—¿Por qué no nos lo dijo?

—Se me fue de la cabeza.

—¿Seguro?

—Pero usted tampoco me habló el otro día de la cuestión de la chica asesinada.

Quería pasar al contraataque el muy cabrón.

—Dipasquale, aquí no estamos jugando al juego del yo te digo una cosa a ti y tú me dices una cosa a mí. En cualquier caso, cuando usted vino aquí, ya estaba al corriente de lo de la chica muerta porque Spitaleri se lo había dicho. E hizo como que no sabía nada.

—¿Y qué quería que le dijera? Nada.

—¡Pues no! Una cosa sí dijo.

—¿Cuál?

—Quiso crearse una coartada con nosotros. Nos dijo que Spitaleri, cuatro días antes de que terminaran los trabajos en Pizzo, lo envió a Fela para poner en marcha otra obra. Y ahora yo pregunto, ¿cómo es posible que usted, el once y el doce de octubre, en ambos casos por la tarde, estuviera en Pizzo y no en Fela?

Dipasquale ni siquiera trató de buscar una excusa.

—Comisario, usted debe comprenderme. Yo me pegué un susto muy grande cuando Spitaleri me habló del cadáver. Y entonces me inventé la historia de que me habían enviado a Fela. Ya me esperaba que de un momento a otro ustedes se enterarían de que era falsa.

—Pues entonces díganos exactamente cómo ocurrieron las cosas.

—Mire, el día once yo entré en aquel maldito apartamento. Quería ver si había humedades o alguna filtración. Estuve también en el salón, pero no vi nada extraño.

—¿Y al día siguiente, el doce?

—Regresé por la tarde. Le dije a Miccichè que no desmontara la galería. Él se fue y yo me quedé una media hora esperando al señor Speciale.

—¿Entró a inspeccionar el piso?

—Sí, señor. Todo estaba en orden.

—¿También en el salón? —preguntó Fazio.

—También en el salón.

—¿Y después?

—Llegó finalmente el señor Speciale.

—¿Cómo llegó?

—En coche. Lo había alquilado al llegar aquí.

—¿Lo acompañaba su hijastro?

—Sí, señor.

—¿Qué hora era?

—Debían de ser las cuatro.

—¿Bajaron ustedes?

—Los tres.

—¿Cómo hicieron para verse?

—Yo tenía una linterna de gran potencia. Y Speciale también tenía una. Él lo examinó todo detalladamente, pues era un hombre muy tiquismiquis y meticuloso; después yo le pregunté si podíamos cerrar la entrada y nivelar la tierra arenisca y él me dijo que le parecía muy bien. Eché un último vistazo y después Speciale y yo salimos. Nos despedimos y yo me fui.

—¿Y Ralf?

—El chico le había pedido la linterna a su padrastro y se había quedado abajo.

—¿Para hacer qué?

—Vaya usted a saber. Estar allí abajo le gustaba. Miraba los marcos envueltos en
nylon
y se reía. ¿No le dije que estaba loco?

—¿O sea que usted se fue mientras Speciale y Ralf se quedaban en Pizzo?

—Yo los dejé allí. Por otra parte, el señor Speciale tenía las llaves del otro apartamento, que estaba listo para entrar a vivir.

—¿Recuerda qué hora debía de ser cuando se fue?

—Casi las cinco.

—¿Y por qué razón no le dijo a Miccichè que ya podía desmontar la galería hasta las nueve de la noche?

—¡Pero si lo llamé por lo menos tres veces y no me contestaba nadie!

Todo coincidía. Miccichè y su mujer se habían pasado la tarde en el hospital de Montelusa.

—¿Qué hizo usted cuando se fue de Pizzo?

Dipasquale soltó una risita.

—¿Quiere una coartada?

—Si la tiene, mejor.

—La tengo. Fui al despacho de Spitaleri. Entre las seis y las ocho él tenía que llamarnos a la secretaria y a mí.

—¡Pero si todavía no había llegado a Bangkok! —dijo Fazio.

—Pues claro que no había llegado. Pero el avión hacía escala en un sitio que ahora no recuerdo cómo se llama. Spitaleri conoce bien esa línea. Va muy a menudo por allí.

—¿Llamó?

—Sí, señor.

—¿Era importante la llamada?

—Bastante. Se trataba del contrato de una obra que tenían que adjudicarnos. En caso de que nos la adjudicaran, yo debía encargarme enseguida de hacer unas cuantas cosas.

«Entre ellas, por ejemplo, ir a entregar las consabidas comisiones a los Sinagra, los Cuffaro, el alcalde y a quien correspondiera», pensó el comisario, pero se abstuvo de decirlo.

—Por curiosidad, ¿se la adjudicaron? —preguntó Fazio.

—El día doce aún no lo habían decidido. Lo decidieron el catorce.

—¿En favor de ustedes? —insistió Fazio.

—Sí.

¿Cabía esperar otra cosa?

—¿Se lo comunicaron a Spitaleri?

—Sí, al día siguiente. Lo llamamos nosotros al hotel de Bangkok.

—¿Quién de ustedes?

—La secretaria y yo. En resumen, si quieren saber lo que ocurrió en Pizzo cuando yo me fui, tienen que llamar al señor Speciale a Alemania.

—Pero ¿es que no lo sabe? Murió.

—¿Le dio un ataque?

—No; cayó por la escalera de su casa.

—Bueno, pues pueden preguntárselo a Ralf.

—Ralf también está muerto. Me he enterado hace justo media hora.

Dipasquale lo miró perplejo.

—¿Có… cómo?

—Subió al tren con su padrastro, pero jamás llegó a Colonia. Debió de caerse.

—¡Pues entonces el de Pizzo es un
chalet
maldito! —exclamó profundamente alterado el maestro de obras.

«¡Dímelo a mí!», pensó Montalbano.

El comisario cogió del escritorio la ficha con la fotografía de la chica y se la pasó al capataz. Éste la tomó, la contempló y una llamarada de rubor le tiñó el rostro.

—¿La conoce?

—Sí. Es una de las gemelas que vivían en la última casa que hay antes de llegar al
chalet
de Pizzo.

¡Por eso la denuncia de la desaparición se había presentado en Fiacca! Por entonces Montereale dependía de aquella comisaría.

—¿Ésta es la asesinada? —preguntó Dipasquale sin soltar la ficha.

—Sí.

—Estoy seguro de que…

—Hable.

—¿Recuerda que la otra vez se lo conté? Ésta es la chica que Ralf persiguió en pelotas y a la que Spitaleri salvó. —E inmediatamente comprendió que había cometido un error al mencionar a Spitaleri. Trató de poner remedio—. O quizá no. Mejor dicho, nada de quizá. Me estoy equivocando. Ésta es la hermana gemela; estoy seguro.

—¿Veía a menudo a las gemelas?

—A menudo no. Alguna vez. Para ir a Pizzo había que pasar a la fuerza por delante de la casa donde ellas vivían.

—¿Y cómo es posible que Miccichè diga que jamás la había visto?

—Comisario, los albañiles entraban en la obra a las siete de la mañana. Y a esas horas las chicas dormían. Y los hombres se iban a las cinco y media, cuando ellas estaban todavía en la playa. Yo, en cambio, iba y venía de la obra.

—¿Tal como hacía el aparejador Spitaleri?

—Él más de tarde en tarde.

—Gracias, ya puede retirarse —concluyó Montalbano.

—¿Qué le parece la coartada de Dipasquale? —preguntó Fazio cuando el encargado de obras se hubo marchado.

—Que puede ser verdadera o puede ser falsa. Se basa en una llamada telefónica de Spitaleri que no sabemos si se hizo realmente.

—Podríamos preguntárselo a la secretaria.

—¿Estás de guasa? La secretaria hará y dirá todo lo que Spitaleri le diga que haga o diga. De lo contrario, queda despedida. Y con el hambre de trabajo que hay por aquí, imagínate cómo va a poner en peligro su puesto.

—Me parece que no hemos adelantado nada.

—A mí también me lo parece. A ver qué nos dice Adriana mañana.

—¿Podría explicarme por qué quiere hablar con Filiberto?

—Pero si yo no quiero hablar con él. Me interesaba la reacción de Dipasquale. Quería ver si sospechaba de nosotros dos por lo de la otra noche.

—Me ha dado la impresión de que todavía no pensaban en nosotros.

—Más tarde o más temprano pensarán.

—¿Y qué harán?

—En mi opinión, no dirán nada, Spitaleri irá a quejarse ante sus amiguetes protectores y éstos algo harán.

—¿Qué?

—Fazio, esperemos primero a que nos rompan la cabeza y después ya lloraremos.

—Muy bien. Yo me…

Los interrumpió un golpe casi tan fuerte como un cañonazo. Era la puerta, que había chocado contra la pared. Catarella aún mantenía un brazo levantado y el puño cerrado mientras en la otra mano sujetaba un sobre.

—Disculpe el ruido,
dottori
. Han traído una carta ahora mismo.

—Dámela y lárgate antes de que te pegue un tiro.

Era un sobre grande que contenía dos hojas de fax procedentes de Alemania y dirigidas a la agencia de Callara.

—Escucha tú también, Fazio. Es la noticia de la muerte de Ralf. Me la adelantó Callara.

Montalbano leyó en voz alta.

Distinguido señor:

Hace tres meses tuve ocasión de leer en un periódico una noticia de sucesos cuya copia le envío junto con su traducción.

Inmediatamente intuí, tal vez por instinto maternal, que aquellos míseros restos tenían que pertenecer a mi pobre Ralf, tan largamente esperado por mí durante todos estos años.

Pedí que se cotejara el ADN del desconocido con el mío. No fue fácil conseguirlo, tuve que insistir mucho.

Finalmente, hace unos días recibí el resultado.

Los datos coinciden perfectamente, así que los restos pertenecen sin la menor duda a mi pobre Ralf.

Puesto que no se ha encontrado ningún resto de ropa, la policía considera que Ralf debió de levantarse por la noche para ir al servicio, pero por error abrió la puerta exterior del compartimento y se precipitó al vacío.

Ese chalet siciliano nos ha dado mala suerte; fue la causa de la muerte de mi hijo Ralf y de mi marido Angelo, que, después del viaje a Sicilia y sin duda debido a la desaparición de Ralf, ya no fue el mismo hombre de antes.

Ésta es la razón por la cual deseo vender el chalet.

En los próximos días le enviaré por fax una copia de todos los documentos relacionados con la construcción del chalet, el proyecto, la autorización, el extracto catastral y los contratos con la empresa de Spitaleri. Le servirán tanto para la solicitud de regularización como para la futura venta.

Gudrun Walser

La traducción del artículo de la crónica de sucesos decía lo siguiente:

HALLADOS LOS RESTOS DE UN DESCONOCIDO

Anteayer, como consecuencia de un incendio declarado entre los densos matorrales del talud ferroviario situado a unos veinte kilómetros de Colonia, los bomberos que intervinieron para sofocar las llamas descubrieron en el interior de una galería semienterrada unos restos humanos. No se ha podido llevar a cabo ninguna identificación porque en la proximidad de los restos no se encontraron prendas de vestir ni documentos.

La autopsia ha revelado que los restos pertenecen sin ninguna duda a un joven y que su muerte se remonta a no menos de cinco años.

—Esa caída del tren no me convence —dijo Fazio.

—A mí tampoco. Según la policía, Ralf se levantó para ir a hacer sus necesidades. ¿Y va desnudo? ¿Y si hubiera encontrado a alguien por el pasillo?

—¿Usía qué piensa?

—Pues no sé, todo son cosas muy confusas; jamás tendremos una prueba, una confirmación. Quizá Ralf había visto a alguna pasajera jovencita y decidió, tal como nos ha contado Dipasquale que solía hacer, ir a abrazarla en pelotas. Y quizá un marido, un padre o un novio lo arrojó por la ventanilla.

—Me parece muy descabellado.

—Puede haber otra explicación. Un suicidio.

—Pero ¿por qué?

—Hagamos una hipótesis partiendo del hecho de que la tarde del doce de octubre, según Dipasquale, Angelo Speciale y su hijastro se quedaron solos en Pizzo. Supongamos que Angelo decide disfrutar de la puesta de sol en la terraza mientras que Ralf se va a dar un paseo hacia la casa de los Morreale. Recuerda que Dipasquale nos ha contado que una vez Ralf intentó atrapar a Rina. La encuentra por casualidad y esa vez no quiere dejarla escapar. La amenaza con una navaja y la obliga a seguirlo al apartamento subterráneo. Y allí ocurre la tragedia. Ralf empaqueta a la chica, la introduce en el baúl, recoge su ropa, la esconde en el
chalet
y después sale a la terraza para hacerle compañía a Angelo. Pero éste, tal vez el último día, descubre la ropa de la chica. Puede que se hubiera manchado de sangre mientras su hijastro la mataba.

—Pero ¿no la había obligado a desnudarse?

—No lo sabemos, igual la desnudó después. Para hacer lo que quería hacer, no era necesario que la chica estuviese completamente desnuda.

—¿Y cómo termina la cosa?

—Termina con que Angelo, durante el viaje en tren, obliga a Ralf a confesar el crimen. Y tras haber confesado, el chico se mata arrojándose del tren. Si quieres, puedo ofrecer una variante.

—¿Cuál?

—La de que Angelo lo arroja del tren para matar al monstruo.

—¡Qué exageraciones,
dottore
!

—Sea como sea, recuerda que la señora Gudrun escribe que, cuando el marido regresó a Colonia, ya no parecía el mismo hombre de antes. Por consiguiente, algo debió de sucederle.

—¿Cómo que algo? ¡Al pobre le sucedió que al despertar por la mañana en el coche cama ya no encontró a su hijastro!

—En resumen, tú a Speciale no lo ves como un asesino.

—Francamente no.

—Pero mira que en las tragedias griegas…


Dottore
, aquí estamos en Vigàta y no en Grecia.

—Dime la verdad: ¿te gusta o no como historia?

—Me parece buena para la televisión.

Doce

El día había sido muy largo y lo habían alargado todavía más los ardores de agosto. Montalbano se sentía un poco cansado, pero no había perdido el apetito.

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