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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

Aretes de Esparta (13 page)

BOOK: Aretes de Esparta
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El abuelo vino también corriendo hacia mí. Me cubrió con su manto, me subió a sus espaldas y empezó a vitorearme mientras Alexias me agarraba del pie. Mi madre y mi padre aplaudían entre la muchedumbre. Creí que moría de vergüenza hasta que me olvidé de los vítores para alzar las manos mientras saboreaba lo que es el triunfo por primera vez en mi vida. Sólo yo sabía que no había ganado la carrera por mi tesón, sino a causa de mi vergüenza.

Los hombres suelen hablar de lo que llena su corazón, y esa tarde el abuelo exclamó a conocidos y desconocidos, a todo el que quisiera oírle, que yo era su nieta, Aretes. Muchos le felicitaban con palmadas en la espalda como si la victoria hubiera sido de él, y su compañero Aristarco se acercó a regañadientes para pagarle la fuerte suma que se habían apostado.

Capítulo 14

495 a.C.

Cuando cumplí los doce años sufrí la menarquia y me convertí en mujer adulta. Tras las purificaciones rituales, padre y madre me regalaron mi primera túnica: un
peplos
que habría costado una fortuna. Madre lo había cosido a escondidas durante los últimos meses. Recuerdo que tenía el color de los brotes de la hierbabuena, olía a lavanda y llevaba bordadas unas pequeñas flores violetas en el hombro. Creo que aún lo guardo en uno de los arcones de la bodega. La túnica se cerraba con una preciosa fíbula con forma de mariposa que el abuelo compró para mí en el mercado.

Esa noche apenas dormí de la excitación de todo lo que me había sucedido. Guardé la fíbula envuelta en un trapo, en mi cajón, junto a las conchas que había recogido en Giteo, los pétalos con los que Polinices sembró mi cama y el collar que me había regalado padre años antes.

Durante unas semanas me sentí como una princesa oriental y dejé que mi cabello creciera hasta los hombros. Mis hermanos se reían cuando me veían andar con tanta gracia y se mofaban cuando me preguntaban si para dormir me quitaba el vestido nuevo. Sin embargo, yo les ignoraba y sentía en mí la mirada de aprobación del abuelo. Sus palabras amables, y el hecho de que me tratara como una mujer hecha y derecha, afianzaron en mí la confianza que muchas púberes desean tener.

Con la caída de las primeras hojas, Polinices cumplió los catorce y Alexias los siete. Entonces, el abuelo le cortó el cabello para entrar en la
Agogé
. Fue un día triste para mí ver cómo el abuelo cumplía con la ley. Los mechones dorados de Alexias, que habían sido similares a un alegre faro todos esos años, caían al suelo mientras el abuelo —con más buena intención que acierto, todo hay que decirlo— le rapaba la cabeza. A Alexias no pareció importarle, ya que estaba excitado por adentrarse en el mundo de los hombres e incorporarse a los barracones. Pasarían muchos años hasta que volviera a lucir un cabello tan bonito. Ya era uno de los muchachos más fuertes y atrevidos que había visto nunca. Trepaba a los cerezos o a los olivos con una agilidad pasmosa, y cuando lo hacía me gritaba desde la base del tronco:

—¡Mira, hermana!

Para cuando yo giraba la cabeza ya había trepado hasta las ramas más altas. A veces se ganaba por ello un buen pescozón del abuelo o de Menante, porque les pisaba las ramas más tiernas de los frutales. Si no podían pillarle, él cogía los higos o las manzanas que habían caído y salía corriendo para comérselas alejado de ellos.

Alexias tiraba las piedras más lejos que ningún otro chico y corría tan aprisa como los muchachos dos años mayores que él. Pronto empezó a destacar en la palestra de la
Agogé
, en las carreras y en el combate cuerpo a cuerpo. Era un niño dotado para los ejercicios y con una resistencia fuera de lo común. Nunca le habíamos dicho que había nacido en un parto doble para ahorrarle una pena innecesaria.

Durante muchas tardes esperaba a mis hermanos a la salida del campo al terminar mis entrenamientos en la palestra y a veces los tutores permitían a Polinices acompañarme a casa. Un atardecer llegamos excitados a Amidas, pues Alexias se había batido en una pelea con unos muchachos tres años mayores que él y les había vencido. Durante el camino a la aldea nos había contado la batalla del puente, que es tradicional entre los muchachos que se inician en la
Agogé
. En un banco del Eurotas, cerca del templo de Artemis, hay dos pequeños puentes para cruzarlo. Los chicos suelen jugar a ocupar uno de los puentes y defenderlo. Si otros pretenden cruzarlo, se entabla la pelea. Sacrifican un perro imitando a sus mayores cuando entran en combate y la batalla consiste en echar a los contrincantes del puente. Alexias iba feliz, con un ojo amoratado y rasguños en los codos y las rodillas que parecían importarle muy poco.

Al llegar a casa encontramos al abuelo, a madre y a padre sentados a la mesa. Presentí que algo había ocurrido, porque nunca les encontrábamos a los tres juntos por la tarde. Alexias empezó a contar la pelea mientras se lavaba los rasguños con agua y Polinices le animaba a que diera detalles de cómo se había enfrentado a Efialtes de
la caña alargada
, pero el abuelo Laertes les interrumpió:

—Habrá sido por alguna causa noble, supongo… —dijo con el semblante muy serio.

Pero el motivo de la disputa, contaron, fue la batalla para conquistar el puente que el abuelo consideraba algo absurdo y peligroso. Por eso riñó a Alexias por bravucón y a Polinicies por alabar que usara la fuerza sin causa justificada.

—Hay que preferir un castigo a un triunfo deshonroso —les dijo—. Lo primero es doloroso, pero es por una vez. Lo segundo es para toda la vida.

—Ya está bien —le interrumpió padre.

—Educad a los niños —sentenció el abuelo enfurruñado— y no será necesario castigar a los hombres.

Luego calló y padre prosiguió:

—Sentaos aquí.

Obedecimos esa orden al instante, porque raramente padre nos mandaba sentarnos a la mesa cuando era ocupada por los mayores. Quizás tenía que ponernos al corriente de algún asunto importante en relación a los sucesos de la Polis. Madre estaba sentada al lado del fuego y yo me senté en su regazo mientras ella me alisaba el cabello. En un susurro, le pregunté:

—¿Qué pasa, madre?

—Padre ha de contaros un secreto.

—Me gustan los secretos —le dije apoyada en su hombro.

Me indicó con un gesto de la mano que esperara a que padre hablara y lo entendería. Él nos miró a los tres y nos explicó, con palabras breves y claras, que la ciudad se preparaba para una gran guerra contra Argos.

—Y tras esta batalla —dijo— llegarán otras y otras más, porque una gran sombra se cierne sobre la Hélade. Es la amenaza de los persas. Es algo tan cierto como este fuego que nos alumbra en el hogar.

Muchas ciudades e islas, nos dijo, se habían doblegado a los deseos del Gran Rey de Persia, Darío, y no cabía una solución pacífica para el conflicto. De nada servirían las embajadas y las palabras de los heraldos. No terminé de entender por qué padre nos contaba esas cosas. Supongo que quería prevenirnos para lo que iba a suceder en años venideros, porque él podía ausentarse cualquier día si su
Systia
era convocada a embrazar el escudo y coger la lanza, trenzarse el cabello y ceñirse la capa escarlata. Y ya se sabe que, cuando un espartano entra en campaña, no sabes si regresará con su escudo o encima de él. Supongo que quiso tenernos preparados para el día en que nos viera en la calle de Aphetais, donde los espartanos despedimos a los regimientos de hoplitas que marchan a la guerra y donde las muchachas elevan los bebés al cielo para que vean a sus padres por última vez.

—Y ahora, el abuelo ha de contaros algo —dijo padre.

Se cruzó de brazos y miró al abuelo, que dejó de juguetear con los frutos secos que tenía encima de la mesa. Nos miró uno a uno con atención y cierto respeto, como si implorara comprensión para lo que nos iba a decir. Parecía un chiquillo que hubiera sido sorprendido comiendo miel a hurtadillas. Titubeó, miró a madre y ella asintió. Luego empezó a hablar mirando fijamente a Alexias.

—Hijo mío —le dijo—. Lo que ahora vas a oír no debe salir de estas cuatro paredes, ¿entendido?

Alexias asintió y el abuelo prosiguió con lo que tenía que decir:

—Bien, pues el asunto es que la noche que naciste tu madre parió también a otro niño al que llamamos Taigeto. Aunque erais — gemelos, tu hermano no era tan rollizo como tú y por eso decidimos ocultarle y engordarle antes de presentarle ante los ancianos. ¿Sabes lo que es la
Lesjé
, verdad?

Alexias asintió de nuevo en silencio. Los tres teníamos los ojos clavados en él, parecía que nos contara el descenso a los infiernos de Perséfone, hija de Deméter, raptada por Hades. Vimos cómo cogía una nuez y fijaba su mirada en la cáscara. El abuelo resucitaba acontecimientos muy dolorosos y mis padres le escuchaban en silencio. Sólo se oía crepitar los troncos cuando hacía una pausa.

—A pesar de los esfuerzos que hicimos para alimentarle —prosiguió él— fuimos convocados ante el consejo y los ancianos le rechazaron porque no era tan fuerte como tú. Pues bien, hace siete años, cuando erais muy pequeños y Alexias un recién nacido, la noche en que nos convocaron para examinar a los gemelos, fui con vuestro padre a la plaza de la ciudad. El llevaba en sus brazos a Alexias y yo a Taigeto para presentarlos ante los ancianos. La repentina visita de la vieja Laonte no permitió que Taigeto engordara hasta ser un niño fuerte para pasar la prueba. Pero pensé que, si mis camaradas me veían con el niño menos robusto, comprenderían las razones que les daba y dejarían que le criáramos unas semanas. Así se fortalecería lo suficiente para ser un guerrero espartano. Sin embargo, esa noche la negra Parca estaba decidida a visitar nuestra familia y el hado se había confabulado en contra nuestra.

»En los soportales de la ciudad, los ancianos, con el maldito Atalante al frente —el abuelo partió la nuez con dos dedos—, dictaminaron que el más pequeño de los dos gemelos era indigno de cantar el
Embaterion
con sus camaradas de la falange y que, por tanto, debía ser arrojado al barranco del Taigeto. ¡Queridos míos! —prosiguió mientras nos miraba con infinito cariño—, la vida en el campo me ha enseñado que no hay nada más fuerte y fértil que la sangre, por eso conservamos el agua con el que limpiamos el altar del sacrificio y regamos con ella los membrillos y las granadas. La sangre es lo que nos da la vida y nadie, salvo el mismísimo Zeus, dios del trueno, nos la puede arrebatar. Yo tenía apretado junto a mi pecho al pequeño Taigeto, y me ordenaron que lo pusiera en el montón con los demás bebés rechazados para llevárselo al monte. Mi corazón y mi cabeza se negaron a obedecer entonces la bárbara ley de Licurgo y ha sido la única vez en mi vida que la he desobedecido, los dioses se apiaden de mí —suspiró—. Por suerte, estaba muy oscuro y sólo una antorcha iluminaba débilmente las sombras tenebrosas, así que, sin que se dieran cuenta, desenvolví a Taigeto y lo oculté dentro de mi capa mientras arrojaba furioso al suelo la manta hecha un ovillo, que cayó sobre el resto de desdichados recién nacidos.

El abuelo calló y los tres le miramos asombrados. Polinices, Alexias y yo apenas respirábamos. Nunca se citaba en casa el nombre de Taigeto por respeto y consideración a madre. A la luz del fuego, parecía que el abuelo nos contara unos hechos ocurridos en la noche de los tiempos.

—Nuestro fiel Menante —prosiguió tras tomar aire— nos había seguido a vuestro padre y a mí hasta Esparta para ver en qué paraba todo. Cuando salí corriendo de la plaza sin saber qué hacer, con el niño oculto bajo mi manto, vino a mi encuentro y me ofreció la solución. Me dijo que la familia de su hermano residía al norte de Esparta, cerca del
Menelaion
, y que no les importaría tener una boca más que alimentar. Me dijo que él respondería con su vida de lo que pudiera suceder al niño. Así que atravesamos el Eurotas de noche —continuó— y cruzamos los campos a largas zancadas hasta llegar a la aldea ilota. Allí dejamos al niño al cuidado de una nodriza. Los parientes de Menante le han cuidado durante estos años. Ahora, vuestro hermano Taigeto —terminó el abuelo volviéndose hacia Alexias— pasa por ser un ilota: pastorea cabras y ovejas como un niño esclavo y desconoce quién es su verdadera familia.

Durante unos segundos sólo se oyó el crepitar del leño en el fuego y el viento que azotaba las ventanas. Yo me puse una mano en la boca, horrorizada, y mi corazón se encabritó al igual que un caballo que ha pasado demasiado tiempo encerrado en la cuadra. Luego me volví hacia madre y padre, que me miraban en silencio. Enseguida di salida al rencor que sentí en mi interior golpeando la mesa con las dos manos mientras gritaba furiosa:

—¡Entonces está vivo! ¿Por qué nos habéis engañado?

El caballo salió desbocado del establo hasta que padre me cogió del brazo para calmarme y madre me rodeó más fuerte la cintura con sus brazos.

—Para protegerle —dijo padre mientras me acariciaba la mejilla tiernamente—. Si en Esparta sospecharan de esta traición a los ancianos de la
Lesjé
seríamos condenados. Ahora se prepara una guerra importante contra Argos, y pronto vendrá otra mayor contra oriente, y quería que lo supierais. Ya sois mayores para saber que tenéis a un hermano a quien proteger.

Mi corazón pasó en un breve instante de la ira más colérica al amor más profundo, el mismo que había sentido las primeras semanas de vida de los gemelos. Los jacintos que se habían marchitado años antes rebrotaron en mi interior mientras un calor incendiaba mi pecho. Miré a madre, que iniciaba una tibia sonrisa parecida a la de una
koré
y le pregunté ansiosa:

—¿Podemos conocerle?

El abuelo ya se temía que ésa sería la siguiente pregunta y miró al fuego, entre melancólico y apesadumbrado por la carga que se había quitado de encima. Luego me miró a mí y vi que sus ojos brillaban como dos ascuas. Su piel tostada se arrugaba en finos surcos alrededor de los ojos y parecía el mismo padre Zeus en su trono de nubes cuando me respondió con voz profunda:

—Más adelante.

El padre Zeus a quien yo acompañaba cada día a recoger setas o espárragos al campo no me amedrentaba, así que le inquirí impaciente:

—¿Más adelante qué quiere decir?

—Más adelante —sentenció muy seco—. No saber nada de Taigeto es para mí un castigo como el que Zeus infringió a Prometeo.

El abuelo me había contado ya la historia de Prometeo, el benefactor de los hombres, quien les había entregado el secreto del fuego para que se calentaran. Para vengarse del robo, Zeus ordenó a Hefesto que hiciese una mujer de arcilla y la llamó Pandora. Le infundió vida y la envió a Epimeteo, hermano de Prometeo, en cuya casa se encontraba la jarra que contenía todas las desgracias: las plagas, el dolor, la pobreza y el crimen con las que Zeus castigaría a los hombres. Epimeteo se casó con ella para aplacar la ira de Zeus, aunque Prometeo le había advertido que no aceptara ningún regalo de los dioses. Pandora abrió el ánfora, tal y como Zeus había previsto. Tras vengarse así de la humanidad, Zeus se vengó también de Prometeo e hizo que le llevaran al monte Cáucaso, donde fue encadenado. Cada día, un águila se comía el hígado de Prometeo, pero como era inmortal, su hígado volvía a crecer cada noche, y el águila volvía a comérselo al día siguiente. Este castigo había de durar para siempre, pero Heracles pasó por el lugar de camino al jardín de las Hespérides y le liberó disparando una flecha al águila. Con los años, me he dado cuenta de lo mucho que debieron sufrir padre y el abuelo por no poder conocerle.

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