Authors: Anne Rice
Temí que iba a ponerme a vomitar en el suelo. Miré al pelirrojo, su dulce rostro y su espléndida caballera roja. Él sonrió con timidez, mostrando unos dientes pequeños, blancos y perfectos, muy perlados, al tiempo que me observaba arrobado, con una expresión bobalicona, sin decir palabra.
—Anda, bebe —dijo mi maestro—. El tuyo es un camino peligroso, Amadeo, bebe para que el vino te dé fuerzas y sabiduría.
—¿No te estarás burlando de mí, señor? —pregunté sin quitar ojo al pelirrojo aunque me dirigía a Marius.
—Te quiero, Amadeo, como siempre te he querido —repuso mi maestro—, pero comprende que te hable así, pues la sangre humana me embrutece. Es un hecho ineludible. Sólo en el ayuno hallo una pureza etérea.
—Y me apartáis a cada momento de la penitencia —repliqué—, hacia el goce de los sentidos, del placer.
El individuo pelirrojo y yo nos miramos a los ojos, lo cual no me impidió oír decir a Marius:
—Es una penitencia matar, Amadeo, ése es el problema. Es una penitencia matar sin motivo alguno, no hacerlo «por honor, valor ni decencia», como dice nuestro amigo.
—¡Sí —insistió—, nuestro amigo! —el cual miró a Marius y luego a mí—. ¡Bebe! —ordenó, ofreciéndome la copa.
»Y cuando todo haya terminado, Amadeo —prosiguió el maestro—, recoge esas copas y tráelas a casa como trofeo de mi fracaso y mi derrota, pues son la misma cosa, y una lección que no debes desaprovechar. Pocas veces lo veo todo con tanta nitidez e intensidad como ahora.
El pelirrojo se inclinó hacia delante, coqueteando conmigo descaradamente, y me acercó la copa a los labios.
—Pequeño David, de mayor serás rey, ¿recuerdas? Pero yo te adoro tal como eres ahora, adoro tu tierna juventud, tus lozanas mejillas, y te suplico que me ofrezcas un salmo de tu arpa, sólo uno.
—¿Puedes concederle su último deseo a un moribundo? —murmuró el maestro.
—¡Yo creo que ya está muerto! —soltó el hombre de pelo canoso con voz áspera y estentórea—. Oye, Martino, creo que le he matado; está muerto, sangra como un condenado tomate. ¡Fíjate!
—¡Olvídate del muerto! —replicó Martino, el pelirrojo, sin apartar los ojos de los míos—. ¿Quieres concederle un último deseo a este moribundo, pequeño David? —insistió—. Todos vamos a morir, yo por ti, y te suplico que accedas a morir un poco en mis brazos. Juguemos un rato. Os garantizo que os divertiréis, Marius de Romanus. Yo le montaré y le acariciaré hábil y rítmicamente, y contemplaréis una escultura de carne mortal que se convertirá en una fuente cuando el líquido que yo le introduzca brote de él y se derrame en mi mano.
El pelirrojo cerró la mano como si sostuviera mi miembro, sin apartar la vista de mí. Luego bajó la voz y añadió:
—Soy demasiado blando para crear una escultura. Deja que beba de tu fuente. Compadécete de un sediento.
Yo le arrebaté la copa de su temblorosa mano y la apuré. De inmediato sentí que mi cuerpo se tensaba. Temí vomitar el vino que acababa de ingerir y traté de reprimir mis náuseas. Miré a mi maestro.
—Es horrible. Odio el vino. —¡Bobadas! —repuso el maestro sin apenas mover los labios—. ¡Hay belleza en todo cuanto nos rodea!
—Que me aspen si no está muerto —dijo el hombre de pelo canoso, propinando un puntapié al cadáver de Francisco, que yacía en el suelo—. Yo me largo de aquí, Martino.
—Quedaos, señor —le exhortó Marius—. Deseo despedirme de vos con un beso —añadió, aferrando al hombre mayor por la muñeca y precipitándose sobre su yugular. A todo esto, ¿qué debió de parecerle la escenita al pelirrojo, quien se limitó a observar con cara de idiota antes de seguir cortejándome? Luego volvió a llenarme la copa.
En éstas oí un gemido que deduje que había emitido el hombre mayor, ¿o había sido Marius?
Yo estaba petrificado. Cuando el maestro soltara a su víctima y se volviera hacia mí, vería más sangre circulando por sus venas, pero lo que deseaba era volver a verle pálido, mi dios de mármol, mi padre esculpido en piedra en nuestro lecho privado.
El individuo pelirrojo se levantó, se inclinó sobre la mesa y oprimió sus labios húmedos sobre los míos.
—¡Muero por ti, tesoro!
—No, mueres por nada —contestó Marius.
—¡No le mates, maestro! —le supliqué.
Al retroceder, tropecé con el banco y por poco me caigo. El brazo del maestro se interpuso entre ambos y apoyó la mano en el hombro del pelirrojo.
—¿Cuál es el secreto, señor? —pregunté desesperado—. El secreto de Santa Sofía, el que debemos creer.
El hombre pelirrojo me miró aturdido. Sabía que estaba borracho. Sabía que lo que había presenciado no tenía ningún sentido, pero lo achacó a que estaba borracho. Contempló el brazo de Marius extendido a través de su pecho, e incluso se volvió y contempló la mano apoyada en su hombro. Luego miró a Marius, y yo también.
Marius era humano, totalmente humano. No había rastro del dios impermeable e indestructible en él. Sus ojos y su rostro rebosaban sangre. Tenía las mejillas arreboladas como si hubiera disputado una carrera; sus labios eran rojos como la sangre, y cuando se los lamió, vi que su lengua era de color rojo rubí.
Marius sonrió a Martino, el último que quedaba, el único que seguía vivo. Martino apartó la vista de Marius y me miró. De inmediato su expresión se suavizó y siguió hablando con serenidad.
—En pleno asedio, cuando los turcos irrumpieron en la iglesia, algunos sacerdotes abandonaron el altar de Santa Sofía —contó con tono reverente—. Se llevaron el cáliz y la hostia sagrada, el cuerpo y la sangre de nuestro Señor, y han permanecido ocultos hasta la fecha en las cámaras secretas de Santa Sofía. En el momento en que conquistemos de nuevo la ciudad, en el momento en que recuperemos la gran iglesia de Santa Sofía, cuando expulsemos a los turcos de nuestra capital, esos sacerdotes regresarán. Saldrán de su escondite, subirán la escalera del altar y reanudarán la misa en el mismo punto donde se vieron obligados a interrumpirla. —¡Ah! —exclamé, suspirando maravillado—. Es un secreto lo suficientemente importante para salvar la vida de un hombre, ¿no crees, maestro? —pregunté suavemente.
—No —repuso Marius—. Conozco la historia, y ese tipo se ha referido a nuestra Bianca como una ramera.
El pelirrojo se esforzó en seguir nuestra conversación, en comprender el significado.
—¿Una ramera? ¿Bianca? Una redomada asesina, señor, pero no una ramera. Nada tan simple como una ramera. —El pelirrojo observó a Marius como si ese hombre apasionadamente rubicundo le pareciera el colmo de la hermosura. Y lo era.
—¡Ah! Pero vos le enseñasteis el arte de asesinar —dijo Marius casi con ternura. Mientras acariciaba el hombro del pelirrojo con la mano derecha, extendió el brazo izquierdo alrededor de la espalda de Martino hasta que su mano izquierda se unió con la derecha, que estaba apoyada en el hombro de éste. A continuación, inclinó la cabeza y apoyó la frente en la sien de Martino.
—Hummm —exclamó Martino, estremeciéndose—. He bebido demasiado. Jamás enseñé a Bianca a matar.
—Por supuesto que lo hicisteis, la enseñasteis a asesinar por unas sumas irrisorias.
—¿Qué nos importa eso a nosotros, maestro?
—Mi hijo olvida a veces quién es —repuso Marius sin quitarle ojo a Martino—. Olvida que estoy obligado a mataros en beneficio de nuestra dulce dama, a quien habéis involucrado en vuestros oscuros complots.
—Ella me hizo un servicio —dijo Martino—. ¡Dadme a vuestro chico!
—¿Cómo decís?
—Si queréis matarme, adelante. Pero dadme a vuestro chico. Un beso, señor, es cuanto pido. Un beso, que para mí representa el mundo. Estoy demasiado borracho para hacer otras cosas.
—Os lo suplico, maestro, no lo soporto —dije.
—¿Entonces cómo vas a soportar la eternidad, hijo mío? ¿No sabes que eso es lo que deseo darte? ¡No existe poder en este mundo de Dios capaz de destruirme! —exclamó el maestro, mirándome furioso, pero me pareció más bien un gesto fingido que una emoción auténtica.
—He aprendido la lección —contesté—. Pero detesto verle morir.
—Ah, sí, ya veo que te la has aprendido. Martino, besa a mi hijo si él te lo permite, pero hazlo con suavidad.
Yo me incliné sobre la mesa y deposité un beso en la mejilla del pelirrojo. Él se volvió y atrapó mi boca con la suya, ávida, con un sabor rancio a vino, pero deliciosa y eléctricamente caliente.
Los ojos se me llenaron de lágrimas. Abrí la boca para dejar que él introdujera su lengua. Y con los ojos cerrados, sentí que exploraba mi boca con su lengua, y que apretaba los labios como si de pronto éstos se hubieran convertido en una trampa de acero que me impedía cerrar la boca.
El maestro le aferró por el cuello, interrumpiendo nuestro beso, y yo, llorando, tendí la mano ciegamente para palpar el lugar donde el maestro había clavado sus mortíferos incisivos en el cuello de su víctima. Noté el tacto sedoso de los labios de mi maestro, y sus afilados dientes, y el cuello suave y dúctil de Martino.
Abrí los ojos y me aparté. Mi pobre Martino suspiró y gimió y cerró los labios, reclinándose contra el maestro con los ojos entreabiertos.
De pronto volvió la cabeza lentamente hacia el maestro y con voz ronca y ebria dijo:
—Por Bianca...
—Por Bianca —repetí yo, tapándome la boca con la mano para sofocar mis sollozos.
El maestro se enderezó y alisó con la mano izquierda el pelo húmedo y alborotado de Martino.
—Por Bianca —le susurró al oído.
—Nunca... nunca debí permitir que siguiera viva —fueron las últimas palabras que pronunció Martino. Luego inclinó la cabeza sobre el brazo derecho de mi maestro.
El maestro le besó en la coronilla y le dejó caer sobre la mesa.
—Encantador hasta el último momento —comentó—. Un auténtico poeta capaz de conmoverte hasta las entretelas.
Yo me levanté, aparté el banco y me dirigí al centro de la habitación, donde me eché a llorar desconsoladamente sin tratar de contener mi llanto. Saqué un pañuelo del bolsillo, pero cuando me disponía a secarme las lágrimas, tropecé con el cadáver del jorobado y por poco me caigo de bruces. Espantado, lancé un angustioso, débil e ignominioso alarido.
Me aparté apresuradamente del jorobado y de los cadáveres de sus compañeros y retrocedí hasta topar con el pesado y áspero tapiz; percibí el olor de las fibras y el polvo.
—De modo que esto es lo que querías —dije sollozando con autentico desconsuelo—. Que me compadeciera de ellos, que llorara por ellos, que luchara por ellos, que te implorara por ellos.
El maestro se hallaba sentado a la mesa, inmóvil, como Jesucristo en la Ultima Cena, con su pelo repeinado, su rostro reluciente, sus manos enrojecidas cruzadas una sobre la otra, contemplándome con los ojos húmedos y mirada febril.
—¡Llora por ellos, al menos por uno de ellos! —repuso con tono airado—. ¿Acaso es mucho pedir? ¿Que llores la muerte de un hombre entre tantos otros? —Se levantó de la mesa, temblando de furia.
Yo me cubrí el rostro con el pañuelo, sin dejar de sollozar.
—No derramamos una sola lágrima por un pordiosero anónimo acostado en una góndola que le servía de lecho, ¿verdad? Y nuestra hermosa Bianca sufrirá como una perra porque nos hemos comportado como un joven Adonis en su lecho. Y por éstos tampoco lloramos, salvo por el más ruin, porque ha halagado nuestra vanidad, ¿no es cierto?
—Yo le conocía —musité—. En el poco rato que hemos estado aquí, hablé con él, y...
—¡Y hubieras preferido que huyeran de ti como estos zorros anónimos en el bosque! —replicó Marius, señalando los tapices con escenas de cacerías—. Contempla con los ojos de un mortal lo que te muestro.
En éstas las llamas de las velas oscilaron y la habitación se oscureció. Yo grité asustado, pero él se colocó ante mí y me miró con ojos febriles y el rostro arrebolado. Sentí un calor como si exhalara a través de cada poro de su piel un aliento cálido.
—¿Estás satisfecho de lo que me has enseñado, maestro? —pregunté tragándome las lágrimas—. ¿Estás contento con lo que he aprendido o no? ¡No pretendas jugar conmigo! ¡No soy un pelele, señor, ni jamás lo seré! ¿Qué pretendes de mí? ¿Por qué estás enfadado conmigo? —Me estremecí de rabia y de dolor, con los ojos anegados en lágrimas—. Quisiera ser fuerte como tú deseas, pero yo... le conocía.
—¿Por qué? ¿Porque te besó? —Marius se inclinó, me agarro por el pelo con la mano izquierda y me atrajo hacia él.
—¡Marius, por el amor de Dios!
Entonces me besó. Me besó como me había besado Martino. Su boca era tan humana y estaba tan caliente como la del otro. Cuando introdujo su lengua entre mis labios, no sentí sabor a sangre, sino pasión masculina. Su dedo me abrasaba la mejilla.
Al cabo de unos instantes, me separé de él. Él permitió que me apartara.
—Regresa a mí, mi frío y pálido dios —murmuré. Apoyé la cabeza sobre su pecho y oí los latidos de su corazón. Nunca los había oído, nunca había percibido siquiera el pulso en la capilla de piedra de su cuerpo—. Regresa a mí, mi frío y severo maestro. No sé qué quieres de mí.
—Amor mío —repuso él suspirando. A continuación me cubrió de besos como había hecho tantas veces; no el gesto fingido de un hombre apasionado, sino unos besos afectuosos, delicados como pétalos, unos tributos que depositaba sobre mi rostro y cabello—. Mi hermoso Amadeo, hijo mío.
—Ámame, ámame, ámame —musité yo—. Ámame y llévame contigo. Soy tuyo.
Él me abrazó en silencio. Yo me apoyé en su hombro, adormilado.
De pronto penetró una leve ráfaga de aire, pero no agitó los pesados tapices en los que los caballeros y las damas francesas paseaban por el frondoso bosque rodeados de mastines que ladraban a las aves que no cesaban de cantar.
Por fin el maestro me soltó. Dio media vuelta y se alejó con la espalda encorvada y cabizbajo. Luego, con un gesto indolente, me indicó que le siguiera y salió casi volando de la habitación.
Yo bajé tras él la escalera de piedra que conducía a la calle. Al llegar abajo, traspuse la puerta, que estaba abierta. El gélido viento secó mis lágrimas y se llevó el maléfico calor que reinaba en aquella habitación. Eché a correr junto a los canales, atravesé unos puentes y le seguí hacia la plaza.
No le alcancé hasta llegar al Molo, donde le vi caminando a paso ligero, un hombre alto ataviado con una capa y una capucha rojas. Pasó frente a San Marcos y se dirigió al puerto. Yo corrí tras él. Soplaba del mar un viento áspero y helado que casi me impedía caminar. Pero me sentía doblemente purificado.