Authors: Anne Rice
Marius apartó el cabello que le caía sobre el rostro, los rizos rebeldes que estaban adheridos a sus húmedas sienes, y la besó en la frente.
—Duerme, estás a salvo —dijo—. Yo cuidaré siempre de ti. Tú salvaste a Amadeo —murmuró—. Le mantuviste vivo hasta que llegué yo.
Bianca volvió la cabeza lentamente hacia él y lo miró con los ojos relucientes y adormilados.
—¿No soy lo bastante hermosa para que me ames sólo por mi belleza? —preguntó Bianca.
Comprendí que su pregunta encerraba cierta amargura, que le estaba haciendo una confidencia. Sentí sus pensamientos con pasmosa nitidez.
—Te amo tanto si vas vestida de oro y adornada con perlas como si no, tanto si te expresas con ingenio y gracia como si no, tanto si creas un ambiente bien iluminado y elegante donde yo pueda reposar como si no, te amo por el corazón que posees, el cual se compadeció de Amadeo cuando tú sabías que quienes conocían o amaban al inglés podían lastimarte, te amo por tu valor y por lo que sabes sobre la soledad.
Bianca le miró asombrada.
—¿Por lo que sé sobre la soledad? Sí, sé muy bien lo que significa estar completamente sola.
—Sí, mi dulce y valerosa Bianca, y ahora sabes que yo te amo —murmuró Marius—. Siempre has sabido que Amadeo te amaba.
—Sí, te amo —musité abrazado a ella.
—Bien, ahora sabes que yo también te amo.
Bianca observó a Marius con ojos lánguidos.
—Tengo muchas preguntas en la punta de la lengua —dijo.
—No son importantes —respondió Marius. Luego la besó y creo que dejó que sus dientes rozaran la lengua de Bianca—. Yo recojo todas tus preguntas y las desecho. Duerme, corazón virginal —le pidió—. Ama a quien desees, estás a salvo en el amor que ambos sentimos por ti.
Era la señal de retirarnos.
Me detuve a los pies del lecho mientras Marius cubría a Bianca, alisando el embozo de la sábana de fino hilo flamenco sobre la manta de lana blanca, de tacto más áspero. Luego la besó de nuevo, pero ella parecía una niña, tierna y a salvo, sumida en un profundo sueño.
Una vez fuera, nos detuvimos junto a un canal. Marius se llevó su mano enguantada a la nariz, saboreando la fragancia que emanaban sus dedos. —Has aprendido mucho esta noche, ¿no es cierto? No puedes revelar a Bianca quién eres. Pero ¿te das cuenta de lo fácilmente que podrías hacerlo?
—Sí —contesté—. Pero sólo si no deseo nada a cambio.
—¿Nada? —preguntó Marius mirándome con aire de reproche—. Ella te ha dado afecto, lealtad, intimidad. ¿Qué más podrías desear a cambio?
—Ahora nada —respondí—. Me has instruido bien. Lo que yo tenía antes era su comprensión. Bianca era un espejo en el que yo podía contemplar mi imagen y calibrar mi desarrollo. Pero ella ya no puede ser ese espejo, ¿verdad?
—En muchos aspectos, sí puede. Muéstrale lo que eres a través de simples gestos y palabras. No le cuentes historias de vampiros, pues sólo conseguirás trastornarla. Ella puede consolarte maravillosamente sin saber qué es lo que puede herirte. Ten presente que si se lo revelas todo, la destruirás. Imagínalo.
Yo guardé silencio durante unos momentos.
—Algo te ha ocurrido —dijo Marius—. Estás muy serio. Habla.
—¿No podríamos transformar a Bianca en...?
—Ésta es otra lección, Amadeo. La respuesta es no.
—Pero envejecerá, morirá...
—Naturalmente, como todo ser mortal. ¿Cuántos vampiros crees que existimos en el mundo, Amadeo? ¿Qué motivos justificarían que transformáramos a Bianca en una de nuestra especie? ¿La querríamos como nuestra eterna compañera? ¿Nuestra discípula? ¿Querríamos oír sus desesperados gritos en caso de que la sangre mágica la hiciera enloquecer? Esa sangre no está destinada a cualquiera, Amadeo. Exige una gran fuerza y preparación, unas cualidades que tú posees, pero de las que Bianca carece.
Yo asentí. Comprendí a qué se refería Marius. No tuve que pensar en lo que me había ocurrido, ni siquiera en la tosca cuna rusa donde había nacido. Él tenía razón.
—Querrás compartir este poder con todos ellos —dijo Marius—. Pero averiguarás que no puedes hacerlo. Averiguarás que cada uno de esos seres que crees comporta una terrible obligación, y un terrible peligro. Los hijos se rebelan contra sus progenitores, y con cada vampiro que crees crearás un ser que vivirá para siempre amándote u odiándote. Sí, odiándote.
—No es necesario que sigas —murmuré—. Lo sé. Lo comprendo.
Regresamos juntos a casa, a las habitaciones brillantemente iluminadas del palacio.
Yo sabía lo que Marius deseaba de mí, que frecuentara a mis viejos amigos entre los aprendices, que me mostrara especialmente amable con Riccardo, quien se culpaba de la muerte de los pobres chicos desarmados que el inglés había asesinado aquel fatídico día.
—Finge, de este modo te harás más fuerte cada día —me susurró Marius al oído—. Atráelos con tu gentileza y tu amor, sin permitirte el lujo de una franqueza excesiva. El amor lo resuelve todo.
Durante los meses sucesivos aprendí más de lo que puedo explicar aquí. Me apliqué en mis estudios, prestando incluso atención al gobierno de la ciudad, que me pareció tan aburrido como cualquier gobierno, y leí con voracidad los grandes eruditos cristianos, completando mis lecturas con Abelardo, Escoto y otros pensadores que Marius admiraba.
Marius halló para mí una gran cantidad de literatura rusa, de modo que por primera vez pude estudiar por escrito lo que conocía sólo a través de las canciones de mis tíos y mi padre. Al principio, me resultó demasiado doloroso ahondar en ello, pero Marius, con muy buen criterio, impuso su autoridad. El valor inherente del material no tardó en superar mis recuerdos dolorosos, aumentando mis conocimientos y comprensión de la historia.
Todos estos documentos estaban escritos en eslavo antiguo, la lengua escrita de mi infancia, y al poco conseguí leerla con extraordinaria facilidad. Me deleitó el Cantar de la hueste de Igor, pero también me encantaban los escritos, traducidos del griego, de san Juan Crisóstomo. Asimismo me fascinaban las historias fantásticas del rey Salomón y el descenso de la Virgen al infierno, unas obras que no formaban parte del Nuevo Testamento aprobado pero que evocaban el alma rusa. Leí también nuestra gran crónica, The Tale of Bygone Years (Historia de tiempos pasados). Leí también Orisson on the Downfall of Russia (Orissón sobre la caída de Rusia), y The Tale of the Destruction of Riasan (Historia de la destrucción de Riazán).
Este ejercicio, la lectura de mis historias nativas, me ayudó a situarlas en su auténtica dimensión junto con el resto de conocimientos que había adquirido. En suma, las liberó del reino de los sueños personales.
Poco a poco comprendí lo sabia que era la decisión de Marius, a quien informaba con entusiasmo de mis progresos. Le pedí más manuscritos en eslavo antiguo, y Marius me proporcionó Narrative of the Pious Prince Dovmont and his Courage (Relato del piadoso príncipe Dovmont) y The Heroic Deeds of Mercurius of Smolensk (Las heroicas proezas de Mercurio de Smolensk). Al cabo de un tiempo llegué a considerar esas obras escritas en eslavo antiguo un maravilloso placer, las cuales seguía leyendo después de mis clases, para deleitarme con esas antiguas leyendas y componer a partir de las mismas unas canciones llenas de nostalgia.
A veces cantaba esas canciones a los demás aprendices, cuando se acostaban. La lengua les parecía muy exótica, y a veces la pureza de la música y mi deje de tristeza los hacía llorar.
Riccardo y yo volvimos a hacernos muy amigos. Él nunca me preguntó cómo era que me había convertido en una criatura nocturna como el maestro y jamás traté de explorar las profundidades de su mente.
Por supuesto, no habría dudado en hacerlo en caso de que mi seguridad o la de Marius hubiera estado en juego, pero preferí utilizar mis poderes vampíricos para disimular mi auténtica identidad ante Riccardo, en quien hallé siempre un amigo leal y entregado sin reservas.
En una ocasión pregunté a Marius qué opinaba Riccardo de nosotros.
—Riccardo tiene conmigo una deuda demasiado grande para cuestionar nada de lo que yo haga —respondió Marius, pero sin arrogancia ni orgullo.
—Eso significa que está mejor educado que yo, ¿no es cierto? —pregunté—. Porque yo también estoy en deuda contigo y cuestiono todo lo que haces.
—Eres un mocoso listo y descarado, sí —contestó Marius con una pequeña sonrisa—. Un repulsivo mercader ganó a Riccardo tras disputar una partida de naipes con su padre, que siempre estaba borracho y obligaba a su hijo a trabajar día y noche. Riccardo, al contrario que tú, detestaba a su padre. Tenía ocho años cuando yo le compré a cambio de un collar de oro. Riccardo había visto lo peor de unos hombres que no se dejaban conmover por la ternura infantil. Tú mismo viste lo que ciertos individuos son capaces de hacer con el cuerpo de un niño para satisfacer sus apetitos. Riccardo, incapaz de creer que un niño de corta edad pudiera conmover o inspirar compasión a la gente, no creía en nada hasta que yo le di seguridad, le instruí y le expliqué en unos términos que él podía comprender que era mi príncipe.
»Pero para responder a tu pregunta con más precisión, Riccardo cree que soy un mago, y que he decidido compartir mis hechizos contigo. Sabe que estabas a las puertas de la muerte cuando te revelé mis secretos, un honor que no le he concedido a él ni a los otros, pues considero que podría tener graves consecuencias. Él no pretende compartir nuestros conocimientos. Y está dispuesto a defendernos con su vida.
Yo acepté su respuesta. No sentía la necesidad de revelar mis pensamientos y sentimientos más íntimos a Riccardo, como hacía con Bianca.
—Siento la necesidad de protegerlo —le dije al maestro—. Confío en que él no se vea nunca obligado a protegerme a mí.
—Yo también siento esa necesidad —repuso Marius—. Hacia todos ellos. Dios concedió a tu inglés la misericordia de no haber estado vivo cuando regresé y comprobé que había asesinado a mis pequeños pupilos. No sé lo que le habría hecho. El haberte lastimado habría bastado para que yo le matara, pero asesinar en mi casa a dos pobres criaturas movido por su orgullo y su amargura, fue un hecho abominable. Tú habías hecho el amor con él y podías medir tus fuerzas con él, pero el único pecado de esos niños inocentes fue interponerse en su camino.
Yo asentí.
—¿Qué hiciste con sus restos? —pregunté.
—Muy sencillo —respondió Marius, encogiéndose de hombros—. ¿Por qué quieres saberlo? Yo también soy supersticioso. Le rompí en pedacitos y los esparcí a los cuatro vientos. Si las viejas leyendas aciertan al afirmar que su sombra implorará la restauración de su cuerpo, el alma de ese desaprensivo vaga a merced del viento.
—Maestro, ¿qué será de nuestras sombras si nuestros cuerpos son destruidos?
—Sólo Dios lo sabe, Amadeo. Yo confieso ignorarlo. He vivido demasiado tiempo para pensar en destruirme. Mi suerte quizá sea la suerte del mundo físico. Es muy posible que provengamos de la nada y regresemos a la nada. Pero de momento gocemos de nuestros deseos de inmortalidad, al igual que hacen los mortales.
Yo acepté su explicación.
El maestro se ausentó en dos ocasiones del palacio, cuando emprendió esos misteriosos viajes sobre los que no solía darme ningún detalle.
Yo odiaba esas ausencias, pero sabía que servían para poner a prueba mis nuevos poderes. En esas ocasiones yo tenía que llevar las riendas de la casa de forma amable y discreta, salir solo en busca de una presa e informar a Marius a su regreso sobre lo que había hecho con mi tiempo libre.
A su regreso del segundo viaje, Marius ofrecía un aspecto cansado e insólitamente triste.
Me explicó, como en otras ocasiones, que «aquellos a quienes debía custodiar» parecían estar tranquilos.
—¡Odio a esos seres, quienesquiera que sean! —protesté.
—¡No vuelvas a decir eso delante de mí, Amadeo! —gritó Marius. Jamás le había visto tan fuera de sí. Creo que era la primera vez que le veía realmente furioso.
Marius avanzó hacia mí y yo retrocedí atemorizado. Pero cuando me golpeó en el rostro ya había recobrado la compostura y el tortazo que me dio me dejó alelado, pero no fue más violento que de costumbre.
Yo lo encajé, tras lo cual le dirigí una mirada exasperada y rabiosa.
—Te comportas como un niño —le reproché—, un niño que juega a ser el maestro, obligándome a reprimir mis sentimientos y a soportar tus malos tratos.
Por supuesto, tuve que hacer acopio de todo mi valor para decirle eso, tanto más cuanto la cabeza me daba vueltas. Le miré con tal mueca de desprecio que Marius soltó una carcajada.
Yo también me eché a reír.
—Pero ahora en serio, Marius —dije, lanzándome a por todas—, ¿quiénes son esos seres a los que te refieres? —Se lo pregunté con educación y respeto. A fin de cuentas, era una pregunta sincera—. Has llegado cansado y triste. No puedes negarlo. ¿Quiénes son esos seres que deben ser custodiados?
—No me hagas más preguntas, Amadeo. A veces, poco antes del alba, cuando mis temores son más exacerbados, imagino que tenemos unos enemigos entre los de nuestra especie, y que rondan cerca de nosotros.
—¿Otros vampiros? ¿Tan fuertes como tú?
—No, los seres que han aparecido en los últimos años no son tan fuertes como yo. Por eso han desaparecido.
Yo estaba intrigado. Marius se había referido en otras ocasiones a la necesidad de impedir que otros vampiros penetraran en nuestro territorio, pero no había querido profundizar en el tema. Ahora parecía como si la tristeza le hubiera ablandado y estuviera dispuesto a hablar. —Pero imagino que existen otros, y que vendrán a turbar nuestra paz. No tienen una buena razón para hacerlo. Nunca la tienen. Lo harán porque desean explorar el Véneto, o porque han formado un pequeño batallón decidido a destruirnos por gusto. Imagino... El caso, inteligente hijo y discípulo mío, es que no te cuento más detalles sobre estos antiguos misterios que los imprescindibles. De ese modo, nadie podrá entrometerse en tu mente de aprendiz para descubrir sus secretos más profundos, ni con tu cooperación sin que tú te des cuenta, ni en contra de tu voluntad.
—Si poseemos una historia digna de conocerla, señor, deberías contármela. ¿A qué antiguos misterios te refieres? Me sepultas bajo montañas de libros sobre la historia de la humanidad. Me has obligado a aprender el griego, incluso la aburrida escritura egipcia que nadie conoce, me interrogas constantemente sobre la suerte de la antigua Roma y la antigua Atenas y las batallas de cada cruzado que partió de nuestras costas hacia Tierra Santa. Pero ¿y nosotros?