Authors: Anne Rice
—¡Dádselo! ¡Dádselo porque tienen hambre! —exclamé. Partí la hogaza con las manos. La partí por la mitad, luego en cuartos, que me apresuré a partir en unos pedacitos que deposité sobre la reluciente bandeja dorada.
Todos los fieles subieron los escalones y alargaron sus manos tiernas y sonrosadas para recibir los pedazos de pan, que yo distribuí tan rápidamente como pude, un pedazo tras otro, sin dejar que cayera una miga, repartiendo el pan entre las docenas, los centenares de personas que se aglomeraban ante el altar con tal impaciencia que apenas dejaban que los que ya habían comulgado regresaran a sus bancos. El desfile de fieles era interminable, pero los himnos no cesaron. Las voces, mudas ante el altar, silenciadas mientras los comulgantes devoraban el pan, al poco estallaron de nuevo jubilosas.
El pan era eterno.
Partí la suave corteza una y otra vez y deposité los trozos de pan en las palmas de las manos extendidas en una actitud airosa e implorante.
—Tomad, éste es el cuerpo de Cristo —declaré.
A mi alrededor se alzaban unas formas oscuras y oscilantes que brotaban del resplandeciente suelo dorado y plateado. Eran troncos de árboles, cuyas ramas se curvaban hacia arriba y luego descendían hacia mí; y de las ramas se desprendieron unas hojas y unos frutos que cayeron sobre el altar, sobre la bandeja dorada y el pan sagrado convertido en una enorme pila de fragmentos.
—¡Recogedlos! —ordené. Tomé las verdes y delicadas hojas y las fragantes bayas y las deposité en las manos impacientes tendidas hacia mí. Al bajar la vista, vi deslizarse a través de mis dedos unos granos de trigo, que ofrecí a los fieles, unos granos de trigo que vertí en sus bocas abiertas.
Un sinfín de hojas verdes cayó por el aire en silencio, hasta el extremo de que el delicado y brillante colorido tiñó la atmósfera, un silencio interrumpido de pronto por el aleteo de unas diminutas aves. Un millón de gorriones ascendieron hacia el firmamento. Un millón de pinzones alzaron el vuelo, sus alas menudas y extendidas iluminadas por el radiante sol.
—Eternamente, para siempre, en cada célula y cada átomo —recé—. La Encarnación —dije—. Y el Señor habitó entre nosotros. —Mis palabras resonaron en la iglesia como si estuviera cubierta por un tejado, un tejado que hacía que reverberaran las notas de mi canción, aunque nuestro único tejado era el cielo raso.
La multitud se agolpó en torno al altar. Mis hermanos desaparecieron a medida que miles de manos tiraban suavemente de sus vestimentas, apartándolos de la mesa de Dios. Yo estaba rodeado por unos rostros ávidos de tomar el pan que yo repartía, de apoderarse de los granos de trigo y las bayas a puñados, de apoderarse incluso de las delicadas hojas verdes que se habían desprendido de los árboles.
Junto a mí estaba mi madre, mi hermosa madre de mirada triste, luciendo un bonito tocado bordado que cubría su espesa cabellera gris; sus ojillos surcados de arrugas estaban fijos en mí, y en sus temblorosas manos, sus dedos resecos y vacilantes, sostenía la más espléndida de las ofrendas: los huevos pintados. Aquellos preciosos huevos, pintados de rojo y azul, amarillo y dorado, decorados con unas franjas de diamantes y guirnaldas de flores silvestres, relucían en su lacado esplendor como unas inmensas gemas pulidas.
En el centro de la ofrenda de mi madre, esta ofrenda que ella sostenía con brazos temblorosos y arrugados, yacía el huevo que tiempo atrás me había confiado, un huevo ligero, crudo, exquisitamente pintado de rojo rubí con una estrella dorada en el centro del óvalo, este maravilloso huevo que sin duda era su mejor creación, su mayor logro después de pasar horas decorándolo con cera caliente y tinte hirviendo.
No se había perdido, en ningún momento. Allí estaba. Sin embargo, ocurría algo extraño. Lo oí con toda nitidez. Incluso pese a las potentes voces de los fieles que cantaban pude oírlo, un pequeño sonido en el interior del huevo, un pequeño aleteo, un pequeño grito. —Madre —dije tomando el huevo de sus manos. Sosteniéndolo con ambas manos, oprimí los pulgares sobre la frágil cáscara.
—¡No lo hagas, hijo mío! —exclamó mi madre—. ¡No, hijo mío, no! —gritó.
Pero era demasiado tarde. La cáscara pintada se rompió bajo la presión de mis pulgares y de sus fragmentos salió un pájaro, un hermoso pájaro adulto con unas alas blancas como la nieve, un diminuto pico amarillo y unos ojos brillantes y negros como el azabache. Un prolongado suspiro escapó de mis labios.
El pájaro surgió del interior del huevo, desplegando sus alas blancas y perfectas, abriendo su pequeño pico para emitir un chillido agudo. Acto seguido, tras liberarse de la cáscara que le aprisionaba, echó a volar sobre las cabezas de los fieles, a través de la suave lluvia de hojas verdes y de los gorriones que revoloteaban por el interior de la iglesia, a través del glorioso clamor de las campanas.
Las campanas doblaron con tal ímpetu que agitaron las hojas que flotaban en la atmósfera, haciendo que las elevadas columnas se estremecieran, que la multitud se balanceara de un lado a otro y cantara con todas sus fuerzas para estar en perfecto unísono con el resonante tañido emitido por las gargantas doradas de las campanas.
El pájaro desapareció. Era libre.
—Cristo ha nacido —musité—. Cristo se ha alzado. Cristo está en el cielo y en la Tierra. Cristo está con nosotros.
Sin embargo, nadie pudo oír mi voz, mi voz íntima. ¿Qué importaba? El mundo entero cantaba la misma canción.
Una mano tiró bruscamente de mi manga blanca. Me volví. Inspiré aire para gritar, pero el terror me impidió emitir el menor sonido.
Un hombre, surgido de la nada, estaba junto a mí, tan cerca que nuestros rostros casi rozaban. Me miró con expresión hosca. Reconocí su pelo y su barba rojizos, sus feroces e impíos ojos azules. Reconocí a mi padre, pero no era mi padre sino una horrenda y poderosa presencia que poseía el semblante de mi padre, plantado junto a mí, un coloso en comparación conmigo, sin quitarme ojo, retándome con su poder y su tremenda estatura.
El extraño alargó el brazo y golpeó el cáliz con el dorso de la mano. El cáliz osciló unos segundos y cayó al suelo, derramándose el vino consagrado sobre los pedazos de pan, manchando el mantel dorado del altar.
—¡No puedes hacer eso! —grité—. ¡Qué desastre! —¿Es que nadie me oía gritar sobre las voces del coro? ¿Es que nadie me oía gritar sobre el tañido de las campanas?
Yo estaba solo. Me encontraba en una habitación moderna, de pie bajo un techo de yeso blanco. Era una habitación doméstica.
Era yo mismo, un hombre más bien bajo y delgado, luciendo mi acostumbrada melena rizada y alborotada, una chaqueta de terciopelo color púrpura y unos volantes de encaje blanco. Me apoyé contra la pared, conmocionado y mudo, sabiendo tan sólo que cada partícula de este lugar, cada partícula de mi ser, era tan sólida y real como hacía una fracción de segundo.
La alfombra que pisaba era tan real como las hojas que habían caído como copos de nieve a través de la inmensa catedral de Santa Sofía, y mis manos, mis manos juveniles y desprovistas de vello, eran tan reales como las manos del sacerdote que yo era hacía unos instantes, que había partido el pan.
Un angustiado sollozo brotó de mis labios, un angustiado grito que me horrorizó. De no emitirlo, habría dejado de respirar, y este cuerpo, maldito o sagrado, mortal o inmortal, puro o corrupto, habría estallado.
En éstas percibí una música que me tranquilizó. Una música que se articulaba lentamente, limpia y hermosa, muy distinta del incesante y magnífico coro que acababa de oír.
Del silencio surgieron unas notas discretas, perfectamente formadas, una multitud de maravillosos sonidos que caían en cascada y se expresaban con precisión y elocuencia, en contraposición a la inundación de sonidos que yo tanto amaba.
¡Ah! Pensar que tan sólo diez dedos eran capaces de extraer estos sonidos de un instrumento de madera en el que los martillos percutían, con un movimiento rígido y persistente, sobre un arpa de bronce compuesta por unas cuerdas tensadas.
Yo conocía esa canción, conocía esa sonata para piano, me encantaba, y ahora su furia me paralizó. La Appassionata. Las notas recorrían toda la escala formando unos maravillosos y ágiles arpegios, descendiendo con furia para producir un sonido staccato, como un tamborileo, para luego ascender de nuevo a una velocidad vertiginosa. La alegre melodía continuó sonando, elocuente, festiva y totalmente humana, exigiendo hacerse sentir y oír, exigiendo que prestásemos atención a sus complejos giros y piruetas.
La Appassionata.
En el furioso torrente de notas, percibí el eco de la madera del piano; percibí la vibración de su gigantesca y tensa arpa de bronce. Percibí el deslumbrante sonido de sus múltiples cuerdas. La música continuó sonando, turbulenta, atronadora, pura y perfecta, emitiendo unas notas ágiles y chasqueantes como un látigo. ¿Cómo es posible que unas manos humanas creen este hechizo, que extraigan de unas teclas de marfil este torrente de notas, esta violenta y atronadora belleza?
La música cesó de repente. Experimenté una angustia tan profunda que sólo fui capaz de cerrar los ojos y gemir por la desaparición de esas notas ágiles y cristalinas, de esa depurada precisión, de ese increíble sonido que me había hablado, poniéndome por testigo, rogándome que compartiera y comprendiera su intensa e imperiosa furia.
Me sobresalté al oír un grito. Abrí los ojos. La habitación donde me hallaba era espaciosa, repleta de lujosos y caprichosos objetos: cuadros enmarcados que llegaban al techo, grandes alfombras con diseños florales que se extendían bajo las patas curvadas de sillas y mesas modernas, y el piano, el imponente piano del que había procedido aquel sonido, resplandeciendo en medio de este caos, mostrando su larga hilera de teclas blancas y risueñas, un triunfo del corazón, el alma, la mente.
Ante mí había un chico arrodillado en el suelo, un joven árabe que lucía una lustrosa cabellera corta y rizada y una pequeña chilaba perfectamente cortada, es decir, una túnica de algodón. Tenía los ojos cerrados, y su rostro menudo y redondo apuntaba hacia arriba, aunque no me vio; sus cejas negras estaban unidas en una expresión de concentración al tiempo que movía los labios con frenesí y pronunciaba unas palabras en árabe que brotaban atropelladamente: —Ven, demonio, o ángel, y detenlo, sal de la oscuridad, no me importa quién seas con tal de que seas poderoso y vengativo; ven, sal de la luz y de la voluntad de los dioses que no soportan ver la opresión de los malvados. Detenlo antes de que mate a mi Sybelle. Detenlo, te lo pide Benjamin, el hijo de Abdulla, que te invoca para que tomes mi alma o mi vida a cambio, pero ven, seas lo que fueres, para salvar a mi Sybelle.
—¡Silencio! —grité. Jadeaba, tenía la cara sudorosa y me temblaban los labios—. ¿Qué quieres, di?
El niño abrió los ojos y me miró. Me vio. Su pequeño rostro redondo y bizantino parecía salido del muro de la iglesia, pero era real y estaba allí; me miró y vio lo que deseaba ver.
—¡Mira, ángel! —gritó. El acento árabe realzaba el tono agudo de su voz juvenil—. ¿Es que no ves con esos ojos tan grandes y bonitos que tienes?
Claro que lo vi. Comprendí al instante lo que sucedía. Ella, una mujer joven, Sybelle, trataba de aferrarse al piano para impedir que el individuo la derribara de la banqueta, con las manos extendidas para asir el teclado, los labios apretados para contener el alarido que pugnaba por brotar de sus labios, su pelo rubio desparramado sobre los hombros. El hombre que la golpeaba y zarandeaba, que no cesaba de gritar, le propinó de pronto un puñetazo que la derribó de la banqueta e hizo que cayera de espaldas. Sybelle lanzó un grito y quedó tendida como un pelele sobre la alfombra.
—La Appassionata, la Appassionata —gruñó el hombre, un tipo alto y corpulento como un oso con un genio endemoniado—. No quiero oír esa música, me niego, no permitiré que me hagas esto. ¡Es mi vida! —rugió como un toro—. ¡No dejaré que sigas!
El chico se levantó de un salto y me aferró por las muñecas. Yo le aparté y le miré desconcertado mientras él sujetaba mis puños de terciopelo.
—Detenlo, ángel. ¡Detenlo, diablo! No quiero que siga golpeándola. La matará. ¡Detenlo, diablo, Sybelle es buena!
Sybelle se incorporó de rodillas. Su pelo, semejante a un velo rasgado, le tapaba la cara. Una mancha de sangre cubría un lado de su estrecha cintura, una mancha que había embebido el tejido estampado con flores.
Yo miré indignado al hombre, que retrocedió. Alto, con la cabeza rapada y los ojos saltones, se cubrió los oídos con las manos y la maldijo:
—¡Loca! ¡Perra estúpida! ¿Es que no tengo una vida? ¿No tengo justicia? ¿No tengo unos sueños?
Sin embargo, Sybelle apoyó de nuevo las manos sobre el teclado y atacó el segundo movimiento de la Appassionata como si nadie la hubiera interrumpido. Sus manos golpeaban las teclas produciendo una furiosa sucesión de notas tras otra, como si éstas no hubieran escrito con otro propósito que el de responder a ese hombre, desafiarle, gritar «no me detendré, no me detendré»...
Vi en el acto lo que iba a ocurrir. El hombre se volvió furioso, pero sólo para dejar que la rabia alcanzara su punto álgido. La miró con los ojos desorbitados, la boca contraída en un rictus de angustia. En sus labios se dibujó una sonrisa letal.
Sybelle siguió tocando, oscilando de un lado al otro al ritmo de la música, sacudiendo su melena, con el rostro alzado, sin necesidad de ver las teclas que tocaba ni dirigir el movimiento de sus manos que volaban sobre el teclado, sin perder en ningún momento el control del torrente.
Los labios cerrados de Sybelle emitieron un suave y monótono canturreo, a tono con la melodía que arrancaba a las teclas. La joven arqueó la espalda e inclinó la cabeza hacia delante, dejando que su melena cayera sobre el dorso de sus manos. Continuó tocando con pasión, ora expresando turbulencia, ora certidumbre, ora negación, ora desafío, ora afirmación...
El individuo avanzó hacia ella.
El chico, desesperado, se interpuso de un salto entre ellos, y el individuo lo apartó con tal violencia que lo arrojó al suelo.
Pero antes de que el individuo pudiera agarrarla por los hombros, antes de que pudiera tocar siquiera a Sybelle, que había iniciado de nuevo el primer movimiento de la Appassionata, poniendo nuevamente de manifiesto todo el poder de esta maravillosa sonata, yo le sujeté y le obligué a volverse hacia mí.