Andrés por esos días anduvo metido en un montón de líos. A su amigo el secretario de Economía un periodista lo acusó de complicidad con los acaparadores y de enriquecimiento mientras el pueblo padecía la escasez. El periodista era amigo de Fito y mi marido consideró que el artículo era idea de su compadre y estaba dirigido contra él. Intenté convencerlo de, que era medio complicada su teoría, pero estaba tan seguro que ni me oyó.
A los pocos días la CTM hizo desfilar ochenta mil personas en protesta contra la carestía culpando también al amigo de Andrés. Para completar, la iniciativa privada exigió que se eliminaran las facultades de control que tenía la Secretaría de Economía Nacional. Andrés confirmó su tesis de que lo que Fito planeaba era renunciar a su amigo, entre otras cosas porque era su candidato. Esa vez ya no alegué nada porque Fito firmó un decreto que eliminaba las facultades de la Secretaría para controlar la producción de cemento, varilla y quién sabe qué más cosas. Sin autoridad, el candidato de mi general prefirió renunciar.
Andrés pasó días mentando madres contra Fito, contra la izquierda y contra Maldonado el líder que él inventó para quitar a Cordera. Estaba tan furioso que no quería ir al informe del primero de septiembre. Todavía esa mañana tuve que rogarle que se vistiera y que si tenía algo que pelear con Rodolfo lo peleara en privado.
Fuimos a uno más de los tediosos informes de su compadre y para nuestra sorpresa nos divertimos, porque el diputado que contestó el informe habló de la responsabilidad que tenía un gobernante ante Dios de salvar a la patria, criticó el modo en que se realizaban las elecciones y de paso acusó a la derecha de desprestigiar la Revolución y a la izquierda de propiciar la inmoralidad y la anarquía. No quedó bien con nadie. Cuando Fito salió de la Cámara, los diputados se le fueron encima al tipo del discurso y lo destituyeron. Andrés salió muerto de risa con el espectáculo. Le gustaba prever que su compadre tendría problemas y estar seguro de que lo llamaría porque solo no podía con los pleitos. Para eso lo había nombrado su asesor, para los pleitos. Pero esa vez Fito no quiso necesitarlo.
Después de las felicitaciones en Palacio hubo una comida con todo el gabinete. Para su estupor, Andrés no tuvo lugar a la izquierda de su compadre.
La tarjeta con su nombre estaba en una orilla de la mesa, al final de la hilera de ministros. No como siempre, antes que ninguno. A la derecha de Fito quedó el viejo general secretario de la Defensa y a su izquierda Martín Cienfuegos.
Andrés lo odió como nunca, como nunca lamentó haberlo ayudado cuando era sólo un abogadito tramposo, como nunca enfureció contra su madre que al conocerlo se encantó con él y lo quiso como a un hijo adoptivo.
Ya no se acordaba en qué momento Martín Cienfuegos había dejado de ser su aliado y subalterno para pretender caminar solo, quizá la misma mañana en que Andrés le presentó a Rodolfo hacía muchos años, quizá sólo hasta que siendo gobernador de Tabasco fue el primero en manifestarle su apoyo al general Campos para de ahí convertirse en jefe de su campaña, y todas esas cosas que Andrés recordaba interrumpiendo siempre para llamarlo oportunista de mierda.
A la izquierda de Rodolfo, más sonriente y bien peinado que nunca vio Andrés a Cienfuegos durante toda la comida. Regresó maldiciendo a su compadre porque era tan pendejo que acabaría dejándole la presidencia. a ese hijo de la chingada farsante que era Martín Cienfuegos. Porque así era su compadre, se dejaba caer, lo bien impresionaban los finos, entre menos militares mejor, entre más elegantes más lo deslumbraban al pendejo.
Llegó a la case y empezó a beber y a despotricar todavía esperando que Fito lo llamara. Pero Fito no lo llamó. A los pocos días logró que el líder de la Cámara revocara los acuerdos del día primero y restituyera en la presidencia al que contestó su informe.
Andrés no se aguantó las ganas de ir a verlo.
Volvió de Los Pinos vomitando verde y con un dolor de cabeza que lo hacía gritar. No soportaba ni la luz. Se encerró en un cuarto en penumbras a repetirme una vez tras otra los elogios que el Gordo había hecho de la intervención de Cienfuegos en la solución del conflicto. Lo que más rabia le daba era que su compadre le hubiera dicho que no lo había consultado a él para no molestarlo. No quería creer que Fito pudiera sobrevivir sin sus consejos y su ayuda. No lo podía creer aunque cada día las cosas estuvieran más claras, y más asuntos se arreglaran o descompusieran sin que nadie lo llamara ni siquiera para pedir sus opiniones. Rodolfo parecía dispuesto a decidir él solo quién se quedaría en su lugar, y estaba resultando claro que su compadre le estorbaba en eso.
Con nada perdía Andrés el dolor de cabeza que se le encajó en esa última visita a Los Pinos. Un día le ofrecí el té de Carmela. Lo bebió remilgando contra las supersticiones de los campesinos y cuando el dolor se le convirtió en ganas de ir a la calle y enfrentarse a Rodolfo, se quedó mirando la taza vacía:
—Estoy seguro de que es una casualidad, pero en qué sobra tomarlo —dijo.
—En nada —contesté sirviéndome una taza.
Era un liquido verde oscuro que sabia a hierbabuena y epazote. Después de tomarlo salí a cenar con Alonso y estuve con él hasta la madrugada. Me reí mucho y en ningún momento tuve sueño. A mí también me sentó el té de Carmela, pero a la mañana siguiente no lo tomé. Andrés sí quiso más, esa mañana y muchas otras hasta que llegó el día en que sólo eso pudo desayunar.
Despertaba mentando madres contra su compadrazgo y el tiempo que se dedicó a complacer al Gordo Campos, y se estaba tirado en la cama rumiando la derrota del día anterior y planeando algo nuevo contra Martín Cienfuegos hasta que yo endulzara su té de hojas verdes.
Un día, después de beberlo, le pidió a su ayudante los periódicos porque, según dijo, tenía un presentimiento. Algo ha de haber sabido desde antes pero fingió sorprenderse al mostrarme lo que aparecía en todas las primeras planas. La Procuraduría General de la República a cargo de un licenciado Rocha que era súbdito fiel de Cienfuegos, había desenterrado el caso de la desaparición y muerte del licenciado Maynez en Puebla. Según decía la información, a solicitud de su hija Magdalena quien aseguraba que el autor del crimen era el entonces gobernador del estado, general Andrés Ascencio.
Todos los testigos que años antes se contentaron con ir a los rosarios aparecían declarando cómo era el coche que secuestró al licenciado cerca del cine, cómo el tono de su voz pidiendo auxilio por la ventana, cuántos los casos que había ganado litigando en contra de los intereses del gobernador. Magda contaba la mañana que nos encontramos en Cuernavaca, asegurando que había visto discutir a su padre con Andrés Ascencio y lo había interrogado sobre las causas. Su padre le había hablado del interés que el gobernador tenía por los terrenos del hotel y balneario Agua Clara y le había prohibido defender a los dueños del embargo. decía Magda que el licenciado no sólo rechazó la prohibición sino que se negó a aceptar el treinta por ciento del costa de los terrenos que el gobernador le ofreció por perder el pleito. Entonces —concluía fue cuando lo amenazó de muerte.
Andrés se levantó gritando maldiciones y yo todavía estaba con los periódicos sobre las piernas cuando el ayudante entró con un citatorio de la Procuraduría.
—Estos son más pendejos que cabrones —dijo Andrés. Como si no les supiera yo ninguna, Se sirvió otra taza de té y fue a bañarse chiflando. Salió de la regadera eufórico y enrojecido. Por supuesto no se dirigió a la Procuraduría sino a buscar a Fito.
Quién sabe qué hablarían, el resultado fue que al día siguiente los periódicos publicaron una entrevista con el procurador general de justicia en la que el tipo exoneraba a Andrés de cualquier cargo y se refería a él varias veces como el respetable jefe de asesores del señor Presidente de la República.
Menos Magdalena, a la que nadie volvió a preguntarle nada, todos los testigos declararon haberse equivocado en sus juicios, y a los pocos días aparecieron como culpables los miembros de una banda de criminales a sueldo imposibilitados para declarar porque murieron en el tiroteo mantenido con la policía antes de ser atrapados.
De todos modos Andrés quedó lastimado y no volvió a ver al Gordo, pero tampoco tuvo necesidad de renunciar a su cargo. Compró una fábrica de cigarros y se propuso convertirla en la más importante del país. Volvió a decir a todas horas que el verdadero poder es de los ricos y que él se iba a convertir en banquero para que le hicieran los mandados todos los cabrones que de ahí en adelante se fueran subiendo a la silla del águila, en la que sabiamente Zapata no había querido retratarse.
No me apenó verlo perder fuerza. Salía con Alonso como si fuéramos novios. Cenábamos en el Ciros casi todas las noches. Lo acompañaba a las funciones de gala y pasaba horas con él en las filmaciones. Una noche, después de una botella de vino, hasta lo besé en público.
Volvía a mi casa de madrugada y durante semanas no abrí la puerta de mi cuarto. Sólo a veces, como quien visita a su abuelo, tomaba té con Andrés en las mañanas.
Todo diciembre lo pasé en Acapulco sin ningún remordimiento. Los niños estaban de vacaciones, su papá siempre había dicho que la Navidad era un invento para pendejos, ¿por qué teníamos que pasarla juntos?
Sólo hasta unos días antes del Año Nuevo lo llamé para pedirle de dientes para fuera que lo pasara con nosotros. Cuál no sería mi sorpresa cuando lo vi aparecer la mañana del 31. Había adelgazado como diez kilos y envejecido como diez años, pero caminaba erguido y no perdía la sonrisa irónica que le era tan útil. Verania le gritó desde la terraza y bajó corriendo a besarlo. Llegaron con él Marta y Adriana con sus novios. Ya estaban en la casa Lilia con su aburrido esposo y Octavio con Marcela. Toda la familia del general.
Por supuesto Alonso estaba instalado conmigo. También eran mis invitados Mónica con sus hijos, la Palma y Julia Guzmán. En la noche debían llegar Bibi con Gómez Soto y Helen Heiss con sus hijos. Octavio y Marcela habían invitado tres parejas de amigos y Lilia llevó a Georgina Letona, la ex novia de su marido, para ver si la casábamos con mi hermano Marcos. Como si no supiera que Milito seguía cogiendo con ella, o a lo mejor porque lo sabía.
Total, éramos más de cincuenta para cenar. Creí que con todos ésos no se notaría la presencia de Alonso y fui tan dulce como pude con Andrés. Hasta me disculpé por haber llenado la casa de gente cuando él esperaba sólo una reunión familiar. Pasamos la tarde en la terraza, bebiendo ginebra con agua de limón mientras Alonso paseaba en la playa con Verania feliz y Checo empeñado en matar cangrejos.
Andrés estuvo mucho rato callado y por fin dijo:
—A Armillita lo cogió el toro en San Luis Potosí, a Briones en El Toreo. ¿Dónde me agarrará a mí?
Su voz era tan sombría que casi me apenó. Según él una pitonisa le había dicho que cuando en la misma quincena de un año cayeran dos toreros, no estaría lejos su muerte.
—Pues ya te salvaste porque se acabó este año —dije riendo. Como no te mueras hoy en la noche, de aquí a que haya otra vez dos toreros cogidos en la misma quincena nos entierras a todos.
—Todavía eres mi rayito de luz —contestó con una voz extraña.
No supe si se estaba burlando o si la ginebra se le subía más rápido que antes. De todos modos me puse nerviosa y le di un beso.
El año no empezó bien para Alonso. La presencia de Andrés en Acapulco le pareció intolerable. Era lógico. A pesar de la perfecta figura y el atuendo de magazine que él tenía siempre, a pesar de su cara joven y su trato agradable, Andrés se notaba más que él. No hacia más que entrar a un cuarto o acercarse a la conversación de un grupo y todo empezaba a girar a su alrededor. Era el héroe de sus hijos, el atractivo de mis visitas, el dueño de la casa y de remate mi marido.
Una tarde en que inventé ir a Pie de la Cuesta a ver meterse el sol, Quijano no quiso acompañarnos. Al regresar, Lucina nos dijo que se había ido a la filmación urgente. Luego ella misma me entregó una nota breve, diciendo: «Me voy. Supongo que entiendes la causa. Con todo, te quiero, Alonso».
Durante la cena Andrés hizo más de veinte chistes sobre el «arregladito» que había hecho el favor de dejarnos, por fin, en familia. Sus hijos se los rieron todos, yo algunos.
La primera noche me sentí culpable por Alonso, la segunda me cambié al cuarto de Andrés. Nunca tuvieron los hijos una sorpresa como la que les dimos ese fin de año mostrando una reconciliación llena de besos públicos y cortesías de novios.
Volvimos a México ya muy empezado enero. No busqué a Quijano. Me entretuve con las rabietas de Andrés y lo ayudé a criticar al Gordo y a sobrellevar la inminente candidatura de Cienfuegos.
A principios de febrero fuimos a Puebla, donde tomaba posesión el tipo que él había querido como gobernador. En Puebla, Andrés seguía siendo autoridad y le encantó recordar los honores y el trato de cacique respetable que se le daba. Ahí se sentía tan cómodo y seguro, que se le olvidó su cargo de asesor presidencial. Yo tampoco tuve ganas de volver a México y compartí con él la inmensa casa vacía cuando los niños regresaron a sus colegios acompañados por Lucina.
Se iba poniendo viejo, un día le dolía un pie y al otro una rodilla. Bebía sin tregua brandy de la tarde a la noche y té de limón negro durante toda la mañana. Me hubiera dado piedad si el jardín y el cuarto del helecho no revivieran insistentemente a Carlos.
Lilia me visitaba todos los días, me contaba los últimos chismes y me hacia reír. A mis amigas las veía algunas tardes. Mónica trabajaba con tal furia que a veces sólo podía darnos un beso y desaparecer. En cambio Pepa tenía el jardín toda la tarde y la placidez que sus encuentros en la bodega del mercado le dejaban en la cara y las palabras. También recuperé a Bárbara mi hermana que era como un ángel de la guarda, mejor que un ángel porque no me juzgaba, sólo se moría de la risa o se echaba a llorar y, como yo, pasaba de las carcajadas a las lágrimas sin ningún esfuerzo. Ella estaba conmigo la tarde que Andrés llegó a la casa sintiéndose muy mal. Volvía de Tehuacán donde le habían hecho un homenaje. Uno de esos homenajes a los que iba rodeado de autoridades formales que públicamente le rendían cuentas y lo trataban como a un patrón. Ese día lo habían acompañado el nuevo gobernador del estado, el presidente municipal de Puebla y por supuesto el de Tehuacán, donde lo declararon hijo predilecto de la población.