Read Asesinato en el Savoy Online

Authors: Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

Asesinato en el Savoy (27 page)

BOOK: Asesinato en el Savoy
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Era un barrio proletario, y casi ningún habitante de Malmö de la categoría a la que perteneció Palmgren había puesto los pies allí, suponiendo que tuviera noticia de que existían tales barrios.

A última hora de la tarde del viernes, Benny Skacke se dirigió hacia allí en bicicleta. Martin Beck le había encargado que se cerciorase de que Bertil Svensson se encontraba en su domicilio, en cuyo caso debía vigilarle sin levantar sospechas. Skacke tenía orden de informar cada hora a Mansson o a Martin Beck.

Pensaban detener a Svensson aquella misma noche, pero Martin Beck había dicho que aún faltaban algunos detalles.

Según los datos que tenían en el trabajo y en el club de tiro, aquel hombre debía vivir en Vattenverksvägen, una calle que atravesaba el suburbio de Kirseberg desde Lundavägen, al oeste, hasta la vía férrea de Simrishavn al este. Vista desde Lundavägen, la calle terminaba en una cuesta muy pronunciada, y Skacke prefirió apearse de la bicicleta antes de llegar arriba del todo. Pasó ante la vieja torre del agua, que muchos años atrás había sido convertida en bloque de viviendas, y se preguntó si los pisos tendrían forma de pedazos de pastel. Recordó haber leído un reportaje sobre las escandalosas condiciones sanitarias en que se encontraba aquella casa, casi exclusivamente habitada por yugoslavos.

Dejó la bicicleta en la plaza Kirsebergstorg, y confió en que no se la robaran. Sobre la barra de la bicicleta llevaba un letrerito con la palabra POLIS rotulada con cinta adhesiva negra, pero solía prescindir de ella cuando se suponía que debía ir de incógnito.

El edificio que debía vigilar era una vieja casa de dos plantas. La observó un rato desde la acera opuesta. Nueve ventanas daban a la calle, dos a cada lado del portal, y cinco en la planta superior. Además, había tres ventanas en el altillo, pero éste no parecía habitado, pues los cristales estaban cubiertos de suciedad y no se veían cortinas.

Skacke cruzó la calle con paso rápido y abrió la puerta principal. En la puerta situada a la derecha de la escalera, vio un trocito de cartón en el que estaba escrito a lápiz el nombre de B. SVENSSON.

Skacke volvió la cabeza a la plaza y eligió un banco desde el que poder vigilar la casa. Sacó el periódico de la tarde, que había comprado por el camino, lo abrió por la página central e hizo ver que leía.

Sólo tuvo que esperar veinte minutos. El portal se abrió y salió un hombre a la acera. Su aspecto era bastante parecido al de la descripción del agresor del Savoy, a pesar de no ser tan alto como Skacke imaginó. Incluso la indumentaria parecía coincidir: chaqueta marrón oscuro y pantalones de un marrón más claro, camisa beige y corbata a rayas rojas y marrones.

Skacke siguió al hombre con la mirada, pero no se dio ninguna prisa. Dobló el periódico, se levantó, se lo metió en el bolsillo y empezó a seguirle lentamente. El hombre se metió por una calle transversal y caminó con paso bastante rápido en dirección a la penitenciaría que se hallaba al final de la cuesta.

Skacke sintió cierta lástima por aquel hombre que andaba delante de él sin saber que se acercaba el día en que atravesaría los tristes muros de aquella vieja cárcel. A lo mejor, se estaba empezando a sentir seguro y a convencerse de su impunidad.

El hombre giró a la derecha, pasada la cárcel, y luego hacia la izquierda por Gevaldigergatan, donde se paró ante la alambrada del campo de fútbol de la penitenciaría.

Skacke también se detuvo. Se estaba jugando un partido y reconoció enseguida a los dos equipos: el B.K. Flagg, con camisetas rojas, y el F.K. Balkan, de azul. Parecía un partido bastante animado, y a Skacke no le hubiera importado quedarse un rato, pero el hombre no tardó en reanudar su camino.

Continuaron por Lundavägen, y cuando hubieron pasado por Dalhemspalen, el hombre de marrón se metió en una tienda de comestibles. Skacke le espió por la ventana mientras pasaba por delante de la tienda, y vio que aguardaba ante el mostrador. Skacke esperó desde un portal cercano. Después de un rato, el hombre salió con una caja de cartón en una mano y una bolsa en la otra, emprendiendo el camino, pero de vuelta.

Al darse cuenta de que regresaba a su casa, Skacke pudo seguirle sin necesidad de acercarse tanto. Cuando pasó por delante del campo de fútbol, el Balkan acababa de meter un gol, y se oyó un grito de júbilo multitudinario procedente del público, que parecía formado en su mayor parte por hinchas del Balkan. Un hombre que llevaba un crío en brazos gritó un estribillo dedicado a su equipo, pero Skacke no entendió nada porque el hombre hablaba una lengua yugoslava.

Efectivamente, el hombre al que seguía se metió en casa nada más llegar. Skacke volvió a la acera de enfrente y pudo observar a través de la ventana cómo el hombre sacaba una lata de cerveza de la bolsa. Sin dejar de vigilarle, se dirigió a una cabina telefónica y llamó a la jefatura de policía. Martin Beck le contestó:

—¿Y bien?

—Pues está en casa. Ha salido a por cerveza y un par de bocadillos.

—Perfecto. Quédate ahí y llámanos si va a algún sitio.

Skacke retornó a su puesto en el banco. Al cabo de media hora se dirigió a un kiosko cercano, compró toda la prensa de la tarde y un pastelillo de chocolate y volvió al banco.

De vez en cuando se levantaba y caminaba arriba y abajo por la acera, procurando no pasar demasiado a menudo ante la ventana. Ya estaba oscuro y el hombre tenía encendida la luz. En mangas de camisa, se había comido los bocadillos acompañados por dos cervezas, y caminaba de un lado para otro de la habitación. De vez en cuando se sentaba a la mesa, que se hallaba junto a la ventana.

A las diez y veinte Skacke se había leído ya los tres periódicos varias veces, llevaba comidos cuatro pastelitos de chocolate, había bebido dos botellines de zumo de manzana, y estaba a punto de gritar de aburrimiento.

Entonces se apagó la luz de la habitación de la derecha del portal. Skacke esperó unos cinco minutos, y luego llamó a la jefatura de policía. Ni Mansson ni Martin Beck estaban allí. Llamó al Savoy, donde le dijeron que el comisario Beck se había marchado. Entonces llamó a casa de Mansson, donde se encontraban los dos.

—Ah, es verdad; todavía estás ahí —dijo Mansson.

—¡Claro que estoy aquí todavía! ¿Es que no hace falta o qué? ¿Por qué no venís vosotros?

Skacke parecía a punto de echarse a llorar.

—Ah —dijo Mansson perezosamente—, pensaba que ya lo sabías: hemos decidido esperar a mañana. ¿Qué hace ahora?

Skacke apretó los dientes.

—Ha apagado la luz; supongo que se habrá acostado.

Mansson tardó en responder. Skacke oyó un sonido sospechoso, un débil tintineo y algo como «¡ah!».

—Creo que será mejor que te acuestes tú también —le aconsejó Mansson—. Vete a casa y duerme. ¿No te habrá visto, verdad?

—No —rechazó Skacke, y colgó el teléfono.

Se abalanzó sobre la bicicleta y bajó a toda velocidad hacia Lundavägen; diez minutos más tarde estaba sentado en el taburete delante de su habitación de Kärleksgatan y marcaba el número de Mónica.

A las ocho y cinco de la mañana del sábado, Martin Beck y Mansson llamaban a la puerta de Bertil Svensson, que les abrió en pijama.

Al ver sus placas se limitó a asentir con la cabeza, y volvió adentro para vestirse. No encontraron ningún arma en el apartamento, que era pequeño y sólo constaba de una habitación y la cocina.

Bertil Svensson les siguió, se metió en el coche sin decir una sola palabra, y permaneció en silencio durante todo el trayecto hasta llegar a Davidshallstorg.

Cuando entraron en el despacho de Mansson señaló el teléfono y habló por primera vez.

—¿Podría telefonear a mi mujer?

—Después —dijo Martin Beck—, porque primero vamos a charlar un poquito.

29

Martin Beck y Mansson pasaron toda la mañana y buena parte de la tarde escuchando la historia del detenido Bertil Svensson. El hombre parecía aliviado de poder hablar, y estaba encantado de que quisieran comprenderle, e incluso pareció contrariado por tener que interrumpir su relato para comer. Sus palabras reforzaban la reconstrucción de los hechos e incluso las teorías policiales sobre el móvil del crimen.

A raíz de su despido, del desahucio, del traslado forzoso cuando su divorcio fue ya un hecho, el hombre, en la soledad de Malmö, había llegado a la conclusión de que el culpable de todas sus desgracias era única y exclusivamente Viktor Palmgren, el chupasangres que se enriquecía a costa de la miseria de los demás, el magnate que no se preocupaba jamás ni de sus empleados ni de sus inquilinos.

Había llegado a odiar a aquel hombre más de lo que creía poder llegar a odiar en toda su vida.

Un par de veces durante el interrogatorio se derrumbó y rompió a llorar, pero se recompuso en seguida y se mostró agradecido por poderlo contar todo. En varias ocasiones dijo que estaba contento de que hubieran ido a buscarle, y que si no hubieran ido, él no hubiera tardado mucho en entregarse voluntariamente a la policía.

No estaba arrepentido de lo que había hecho.

Tampoco le importaba en absoluto ir a la cárcel, pues su vida ya estaba destrozada y no tenía ánimos para empezar de nuevo.

Cuando terminaron y ya no quedó nada más que añadir, les dio la mano a Martin Beck y a Per Mansson y les agradeció otra vez el favor de haberle escuchado, antes de ser conducido al calabozo.

Cuando hubo salido del despacho, ambos permanecieron largo rato en silencio. Por fin, Mansson se levantó, se dirigió a la ventana y miró hacia el patio.

—¡Mierda! —murmuró.

—Espero que le caiga una condena leve —dijo Martin Beck.

Llamaron a la puerta y entró Skacke.

—¿Cómo ha ido?

Nadie le contestó de momento. Después Mansson comentó:

—Bueno; es más o menos lo que habíamos imaginado.

—Debe de ser un asesino con mucha sangre fría para haber entrado de aquella manera y disparar así. ¿Por qué lo hizo de esa forma? Yo hubiera ido a su casa y le hubiera pegado un tiro mientras tomaba el sol o algo así…

—No fue exactamente eso —dijo Martin Beck—. Espera, y lo oirás.

Rebobinó la cinta de la grabadora, que había estado en marcha durante todo el interrogatorio.

—Creo que es por aquí —dijo Martin Beck.

Apretó un botón y el aparato empezó a rechinar.

«Pero, ¿cómo sabía que Viktor Palmgren estaba precisamente en el Savoy?» preguntaba Per Mansson.

«No lo sabía, pero pasé por allí delante y lo vi» explicaba Bertil Svensson.

«Creo que sería mejor que empezara por el principio. Díganos qué hizo aquel miércoles» decía la voz de Martin Beck.

B. S.: Estaba de vacaciones desde el lunes, o sea que no tenía nada que hacer. Por la mañana no hice nada especial; me la pasé en casa haciendo cosas sin importancia: lavé unas cuantas camisas y mudas, porque con este calor hay que cambiarse muy a menudo. Después comí un par de huevos fritos y tomé café, y después fregué los platos y salí a comprar. Fui a Tempo, en Värnhemstorget, que no es que sea la tienda más cercana, pero me interesaba hacer tiempo. No conozco a casi nadie en Malmö, salvo a un par de compañeros de trabajo, pero como estábamos de vacaciones, todos se habían marchado con sus familias. Después de comprar volví a casa. Hacía mucho calor y no me apetecía salir, así que me tumbé en la cama y leí un libro que había comprado en Tempo. Se titula
El odio,
de Ed McBain, Más tarde refrescó un poco, y a eso de las seis y media fui en bicicleta al campo de tiro.

M. B.: ¿Qué campo es ése?

B. S.: El de siempre; está en Limhamn.

P. M.: Entonces, ¿llevaba consigo el revólver?

B. S.: Sí; hay quien lo guarda en el propio club, pero yo suelo llevármelo a casa.

P. M.: Muy bien. Continúe.

B. S.: Pues estuve tirando una hora, más o menos. En realidad, casi no puedo permitirme semejante dispendio, porque la munición es carísima, y luego está la cuota de socio y cosas así, pero bien hay que entretenerse con algo.

P. M.: ¿Cuánto tiempo hace que tiene el revólver?

B. S.: ¡Uy, mucho tiempo! Lo compré hará unos diez años, un día que gané algo de dinero en las quinielas. Siempre me había interesado el tiro, y cuando era niño deseaba tener una escopeta de aire comprimido, pero mis padres eran pobres y no podían comprarla aunque hubieran querido. Y tampoco quisieron, claro. Lo que más me gustaba era ir al parque de atracciones y tirar al blanco contra unos alces dibujados.

M. B.: ¿Es usted bueno tirando?

B. S.: Creo que sí; he ganado algunos premios.

M. B.: Bueno, y cuando terminó de tirar en el club…

B. S.: Cuando terminé cogí la bicicleta y volví a la ciudad.

P. M.: ¿Y el revólver?

B. S.: Lo llevaba metido en su estuche, en el portapaquetes. Fui por el carril para bicicletas a lo largo de todo Limhamnsfältet, rodeé el Turbinen y pasé por delante del Museo y del Juzgado. Cuando llegué al cruce de Norra Vallgatan y Hamngatan tuve que parar porque estaba el semáforo en rojo, y allí fue donde le vi.

P. M.: ¿A Viktor Palmgren?

B. S.: Sí, por la ventana del Savoy. Estaba de pie y había un montón de gente sentada a la mesa.

P. M.: Antes ha dicho que no conocía a Palmgren. ¿Cómo supo entonces que era él?

B. S.: He visto su foto en los periódicos muchas veces, y en una ocasión pasé por delante de su casa y le vi salir y meterse en un taxi. ¡Ya lo creo que sabía que era él!

M. B.: ¿Qué hizo entonces?

B. S.: La verdad es que no pensé mucho en lo que hacía, aunque al mismo tiempo sabía muy bien lo que tenía que hacer. Es difícil de explicar. Pasé por delante de la entrada del Savoy y dejé la bicicleta en el aparcamiento. Recuerdo que ni siquiera me preocupé de ponerle el candado; era algo que ya no me importaba. Entonces saqué el revólver del estuche y me lo metí en la chaqueta. Bueno; primero lo cargué. No pasaba nadie por allí y llevaba el revólver metido en el estuche. Yo permanecí de espaldas a la calle mientras metía un par de balas. Luego entré en el comedor y le disparé a la cabeza. Se cayó sobre la mesa. Después vi que la ventana que tenía más cerca estaba abierta, así que salté por ella y volví a la bicicleta.

P. M.: ¿No tuvo miedo de que le detuvieran? Porque en el comedor había otras personas…

B. S.: En eso no llegué a pensar; sólo pensé: tengo que matar a este puerco.

M. B.: ¿No vio que la ventana estaba abierta antes de entrar?

B. S.: No, no pensé en eso. No pensé salir de allí como lo hice, pero al ver que se derrumbaba y que nadie se preocupaba de mí, empecé a pensar en largarme de allí.

M. B.: Bueno, ¿y qué hizo entonces?

B. S.: Volví a meter el revólver en su estuche y me marché en la bicicleta, crucé el puente Petribron y pasé ante la estación. No sabía los horarios de salida de todos los barcos, pero recordaba que los hidroplanos salen cada hora en punto. El reloj de la estación central marcaba las nueve menos veinte, o sea que fui hasta el aparcamiento y dejé la bicicleta allí, luego saqué un billete para el hidroplano. Cogí el estuche del revólver. Encontré extraño que no me hubiera perseguido nadie. Cuando el barco salió, yo seguía en cubierta, y la azafata me dijo que tenía que entrar, pero no le hice caso y me quedé afuera hasta que estuvimos más o menos en mitad del estrecho. Allí tiré el estuche con el revólver y las balas al mar, bajé al interior y me senté.

M. B.: ¿Sabía qué era lo que tenía que hacer al llegar a Copenhague?

B. S.: No mucho; la verdad es que apenas podía pensar.

M. B.: ¿Qué hizo entonces en Copenhague?

B. S.: Dar vueltas. Luego entré en un bar y me tomé una cerveza. Luego pensé que podría ir a Estocolmo a ver a mi mujer.

M. B.: ¿Tenía dinero?

B. S.: Tenía algo más de mil coronas, ya que me habían pagado doble mensualidad antes de darme vacaciones.

M. B.: Está bien; continúe.

B. S.: Cogí el autobús hacia el aeropuerto de Kastrup y saqué un billete para Estocolmo. Me puse en la lista de espera, pero no di mi verdadero nombre.

M. B.: ¿Qué hora era entonces?

B. S.: Serían cerca de las doce. Estuve allí sentado hasta por la mañana, y cogí un avión; creo que el de las siete y veinticinco. Cuando llegué a Estocolmo, tomé primero el autobús de Arlanda a la terminal de Haga, y luego fui a ver a mi mujer y a mis hijos, que viven en Norrtullsgatan.

P. M.: ¿Cuánto tiempo permaneció allí?

B. S.: Una hora, quizá dos.

P. M.: ¿Cuándo regresó aquí?

B. S.: El lunes. Llegué a Malmö el lunes por la noche.

P. M.: ¿Dónde se alojó en Estocolmo?

B. S.: En una especie de pensión en Odengatan, pero no recuerdo cómo se llamaba.

M. B.: ¿Qué hizo al llegar de Estocolmo?

B. S.: Nada especial; ni siquiera podía ir al club de tiro porque ya no tenía revólver.

M. B.: ¿Y la bicicleta? ¿Estaba todavía allí?

B. S.: Sí, la recogí al bajar del tren.

P. M.: He estado pensando en una cosa: cuando usted vio a Viktor Palmgren por la ventana del Savoy, ¿se le había ocurrido alguna vez antes disparar contra él, o fue una decisión repentina?

B. S.: En realidad creo que lo había pensado anteriormente, aunque no como para planearlo, pero es que cuando le vi allí, y teniendo el revólver conmigo, se me ocurrió de pronto que pegarle un tiro iba a ser la cosa más sencilla del mundo. En cuanto decidí hacerlo, me despreocupé totalmente de lo que pudiera ocurrir después. Entonces sentí que era la primera vez que pensaba en aquello, aunque en el subconsciente le debía de haber deseado la muerte miles de veces.

M. B.: ¿Qué sintió al leer los periódicos…? Porque leyó los periódicos al día siguiente, ¿no?

B. S.: Sí.

M. B.: ¿Qué sintió ante la posibilidad de que sobreviviera?

B. S.: Me enfadé conmigo mismo por haber disparado tan mal. Pensé que hubiera tenido que hacer varios disparos, pero no quería herir a otras personas. Además, me pareció que había muerto en seguida.

M. B.: Y ahora, ¿cómo se siente?

B. S.: Me alegro de que esté muerto.

P. M.: Yo creo que será mejor hacer una pausa. Hay que comer algo.

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