Pero la señora Leidner parecía interesada en conocer todo lo referente a mí. Dónde había hecho mis prácticas y si hacía mucho tiempo de ello. Qué fue lo que me trajo a Irak. Por qué el doctor Reilly me había recomendado para el empleo. Hasta me preguntó si había estado en América y si tenía allí parientes. También se interesó por una o dos cuestiones que entonces me parecieron fuera de lugar, pero cuyo significado comprendí más tarde.
Luego, de pronto, cambiaron sus maneras. Sonrió, cálida y afectuosamente, y me dijo que presentía que yo iba a servirle de mucho.
Se levantó y dijo:
—¿Le gustaría subir a la azotea para ver la puesta del sol? Es un espectáculo muy bonito a estas horas.
Accedí de buen agrado.
Cuando salíamos de la habitación me preguntó:
—¿Vino mucha gente en el tren de Bagdad? ¿Muchos hombres?
Le contesté que no me había fijado en nadie. En el coche restaurante había visto a dos franceses la noche anterior. Y a tres hombres que, por lo que hablaban, supuse que pertenecían a la compañía del oleoducto.
Ella asintió emitiendo un ligero sonido. Diríase como si hubiera sido un suspiro de alivio.
Subimos juntas a la azotea.
La señora Mercado estaba allí, sentada en el parapeto, y el doctor Leidner miraba, inclinado, una porción de piezas y trozos de cerámica que había esparcidos en montones. Vi unas cosas grandes que llaman piedras de molino de mano, piedras en forma de mano de almirez y hachas de sílice. Y la más grande colección de cacharros de barro rotos que jamás vi. Sobre aquellos fragmentos se veían raros dibujos y pinturas.
—Venga acá —invitó la señora Mercado—. ¿Verdad que es... muy hermoso?
Ciertamente, era una espléndida puesta de sol. Hassanieh, en la distancia, ofrecía un espectáculo de ensueño, con el sol poniéndose tras la ciudad. El río Tigris, discurriendo entre sus anchas riberas, más parecía una cosa etérea que un río real.
—¿No es maravilloso, Eric? —dijo la señora Leidner.
Su marido levantó la mirada con aire abstraído.
—Sí, es maravilloso —murmuró sin ningún interés, y siguió escogiendo trozos de cerámica.
La señora Leidner sonrió y dijo:
—Los arqueólogos sólo miran lo que tienen bajo los pies, el firmamento no existe para ellos.
La señora Mercado lanzó una risita apagada.
—Son gente muy rara. Pronto se dará cuenta, enfermera —dijo.
Hizo una pausa y luego añadió:
—Todos nos hemos alegrado mucho de que viniera. De verdad. Nos tenía muy preocupados la señora Leidner, Louise.
—¿De veras?
La voz de la señora Leidner tenía un tono poco alentador.
—Sí. En realidad ha estado muy mala, enfermera. Nos ha dado más de un susto.
Cuando me dicen de alguien que está enfermo de los nervios, siempre pregunto: ¿Es que hay algo peor? Los nervios constituyen el centro y la médula de todo ser viviente, ¿verdad?
«Tate, tate», pensé para mi capote.
La señora Leidner replicó secamente:
—Bueno, no tienes necesidad de preocuparte más por mí, Marie. La enfermera me cuidará.
—Claro que sí —dije yo con tono alegre.
—Estoy segura de que esto te vendrá muy bien —comentó la señora Mercado—. Todos estábamos de acuerdo en que debía ver a un médico o hacer algo. Tenía los nervios deshechos, ¿no es verdad, Louise?
—Tanto que, por lo visto, he conseguido poner los vuestros de punta —replicó la señora Leidner—. ¿No podríamos hablar de algo más interesante que mis dolencias?
Comprendí entonces que la señora Leidner era una de esas mujeres que se ganan enemistades con gran facilidad. Había en su voz un tono rudo y frío, del cual no la culpé en aquella ocasión, y que hizo subir un intenso rubor a las pálidas mejillas de la señora Mercado. Esta última murmuró algo, pero ya entonces la señora Leidner se había levantado y había ido a reunirse con su marido al otro extremo de la azotea.
Dudo que él la oyera llegar, pues no levantó la mirada hasta que ella le puso la mano en el hombro. A pesar del gesto de sobresalto que hizo, en el rostro del doctor Leidner se reflejaba un profundo afecto y una especie de anhelante interrogación.
Ella asintió con la cabeza suavemente. Al poco rato, cogidos del brazo, se dirigieron al extremo de la azotea y después bajaron juntos al patio.
—Está muy enamorado de ella, ¿verdad? —dijo la señora Mercado.
—Sí —contesté—. Da gusto ver una cosa así.
La mujer me estaba mirando con una expresión extraña.
—¿Cuál es su opinión sobre lo que tiene la señora Leidner, enfermera? —preguntó, bajando la voz.
—No creo que sea nada de particular —repliqué jovialmente—. Sólo un poco de depresión nerviosa.
Su mirada parecía taladrarme, como había hecho mientras tomábamos el té. De pronto preguntó:
—¿Está usted especializada en casos de trastornos mentales?
—¡Oh, no! —dije—. ¿Qué le hace pensar eso?
—¿Está usted enterada de las rarezas que tiene? ¿Se lo ha contado el doctor Leidner?
No me gusta chismorrear acerca de mis pacientes. Pero por otra parte, sé por experiencia que a menudo resulta difícil conseguir que los pacientes te digan la verdad; y hasta que no te enteras de ella tienes que trabajar a oscuras, sin conseguir grandes adelantos. Claro es que cuando hay un médico que se ocupa del caso la cuestión es diferente. Te dice lo que es necesario que conozcas. Pero en aquel asunto no había ningún doctor que se encargara de ello. No habían sido requeridos los servicios profesionales del doctor Reilly. Y tenía para mí que el doctor Leidner no me había dicho todo lo que debiera. El instinto de los maridos, con frecuencia, los hace ser reservados. Pero, de todas formas, cuanto más enterada estuviera, mejor sabría qué línea de conducta adoptar. La señora Mercado, a quien mentalmente había calificado de rencorosa y vengativa, tenía unas ganas locas de hablar. Y si he de decir la verdad, tanto en el aspecto humano como en el profesional, también quería yo enterarme de lo que tuviera que contar. Pueden llamarme curiosa si lo desean, pero era así.
—¿He de suponer por ello que la señora Leidner no se ha portado de forma normal últimamente? —pregunté.
—¿Normal? Yo diría que no. Nos ha dado unos sustos terribles. Una noche se trató de unos dedos que daban golpecitos en su ventana. Y luego fue una mano sin brazo alguno que la sostuviera. Después, una cara amarilla pegada al cristal de la ventana. Y cuando la señora Leidner corrió hacia allí, no había nadie... Bueno, ¿no le parece que había para ponernos a todos los nervios de punta?
—Tal vez alguien le estaba gastando una jugarreta —sugerí.
—No. Todo fueron imaginaciones suyas. Y hace tres días, mientras comíamos, dispararon unos tiros en el pueblo, que está a una milla de aquí. La señora Leidner dio un salto y empezó a gritar, asustándonos a todos. Su marido corrió hacia ella y se portó de una forma ridícula. “No es nada, cariño; no es nada”, repitió otra vez. Yo creo, enfermera, que hay veces en que los hombres animan a las mujeres a que se pongan más histéricas. Es una lástima, porque resulta perjudicial. No deberían hacerlo.
—Desde luego, si se trata en realidad de fantasías —repliqué yo secamente.
—¿Y qué otra cosa podría ser?
No contesté, porque no sabía qué hacer. Era un asunto curioso. Los disparos y los consiguientes gritos podían considerarse como una cosa bastante natural tratándose de una persona de condición nerviosa. Pero aquella extraña historia de una cara y una mano espectrales era diferente. En mi opinión, podía tratarse de dos cosas: o bien la señora Leidner se había inventado todo aquello, exactamente como hace un niño que cuenta mentiras acerca de cosas que nunca ocurrieron, con el fin de atraer sobre él la atención de los demás, o bien se trataba, como dije, de una broma de mal gusto. Era una de esas cosas que un joven alegre y sin pizca de imaginación, como el señor Coleman, podía encontrar enormemente divertidas. Decidí vigilarlo de cerca. Los pacientes nerviosos pueden afectarse seriamente con una broma estúpida.
La señora Mercado siguió hablando mientras me miraba de soslayo.
—Es una mujer de aspecto romántico, ¿no lo cree así, enfermera? La clase de mujer a la que siempre suceden cosas raras.
—¿Cuántas le han ocurrido? —pregunté.
—Su primer marido murió en la guerra cuando ella tenía solamente veinte años. Creo que eso fue una cosa sentimental y romántica, ¿verdad?
—Es una manera de llamar cisnes a unas ocas —repliqué ásperamente.
—¡Oh, enfermera! ¡Qué observación tan singular!
Y en realidad lo era. A cuántas mujeres se les oyó decir: “Si viviera mi pobrecito Donald, o Arthur, o como se llamara”. Y entonces digo para mí: «No hay duda de que si viviera sería a estas horas un hombre gordo y nada romántico, de genio violento y entrado en años».
Estaba oscureciendo y sugerí que bajáramos. La señora Mercado accedió y preguntó si me gustaría ver el laboratorio.
—Mi marido debe estar trabajando aún.
Contesté que me encantaría y ambas nos dirigimos hacia allí. Aunque iluminada por una lámpara, la habitación estaba desierta. La señora Mercado me enseñó varios aparatos, unos adornos de cobre que estaban siendo tratados químicamente y también unos huesos revestidos de cera.
—¿Dónde podrá estar Joseph? —preguntó mi acompañante.
Dio una ojeada a la sala de dibujo, en la que estaba trabajando el señor Carey. El arquitecto apenas levantó la mirada cuando entramos. Quedé sorprendida al ver la extraordinaria expresión de tirantez que reflejaba su cara. De pronto se me ocurrió que aquel hombre había llegado al límite de su resistencia y que muy pronto estallaría.
Recordé igualmente que alguien había notado en él aquella tensión.
Cuando salíamos volví la cabeza para mirarle. Estaba inclinado sobre un papel y tenía los labios fuertemente apretados. El aspecto de su cara recordaba más que nunca el de una calavera. Quizá dejé desbordar mi fantasía, pero en aquel instante me pareció un caballero de otros tiempos dispuesto a entrar en batalla y sabiendo de antemano que iba a morir.
Me di cuenta nuevamente de la extraordinaria e inconsciente fuerza magnética que poseía aquel hombre.
Encontramos al señor Mercado en la sala de estar. Cuando entramos estaba explicando a la señora Leidner los fundamentos de un nuevo procedimiento químico.
Ella le escuchaba mientras bordaba unas flores de seda en un lienzo. Me volvió a admirar su extraña apariencia, frágil y espiritual. Más parecía una criatura legendaria que una persona de carne y hueso.
La señora Mercado exclamó con voz estridente:
—¡Por fin te encontramos! Pensé que estarías en el laboratorio.
Su marido se sobresaltó y pareció desconcertarse, como si la entrada de ella hubiera roto un encanto.
—Debo... debo irme —tartamudeó—. Estoy a mitad... a mitad...
Sin completar la frase, se dirigió hacia la puerta.
La señora Leidner, con su voz suave de acento americano, observó:
—Tiene que acabar de explicármelo en otra ocasión. Es muy interesante.
Levantó la vista para mirarnos; sonrió dulcemente, pero distraída y volvió a inclinarse sobre su labor.
Al cabo de un rato indicó:
—Allí hay unos cuantos libros, enfermera. Tenemos una buena selección de ellos. Escoja uno y siéntese.
Me dirigí a la librería. La señora Mercado se quedó durante unos minutos y luego, sin decir nada, salió de la habitación. Le vi la cara al pasar junto a mí y no me gustó su expresión. Parecía estar dominada por una furia sorda.
A pesar mío, recordé algunas de las cosas que dijo o insinuó la señora Kelsey acerca de la señora Leidner. No me agradaba pensar que tales cosas fueran verdad, pues desde el primer momento sentí cierto aprecio por la señora Leidner. Pero a pesar de ello, no pude menos de preguntarme si en el fondo de todo aquello no habría algo más de lo que se veía a simple vista.
No podía creer que la señora Leidner fuera ella sola responsable de lo que ocurría.
Pero debía contar con el hecho de que la poco agraciada señorita Johnson y la irascible señora Mercado no podrían competir con ella, ni en presencia ni en atractivos. Y los hombres siempre son los mismos, estén donde estén. De esas cosas se entera una en seguida en mi profesión.
Mercado era un pobre diablo y su admiración por la señora Leidner no creo que a ella le importara poco ni mucho. Pero a la señora Mercado sí le importaba. Y de no estar yo equivocada, esta última se consideró terriblemente ofendida por ello y, al parecer, estaba dispuesta a vengarse de su rival si se le presentaba la ocasión.
La señora Leidner seguía bordando sus flores de seda. Parecía hallarse muy distante. Pensé que era cosa de prevenirla. Tal vez no sabía cuán estúpidos, irracionales y violentos pueden ser los celos y el odio, cuán poco se necesita para hacerlos arder.
Pero entonces me dije:
«No seas tonta, Amy Leatheran. La señora Leidner no es ninguna chiquilla. Si no ha llegado a los cuarenta, pocos le faltan. Debe estar enterada de todo cuanto hay que saber en la vida».
Mas en el fondo de mí, abrigaba el presentimiento de que tal vez no lo supiera.
¡Tenía un aspecto tan inocente!...
Me pregunté cómo habría sido su vida. No ignoraba que se casó con el doctor Leidner hacía dos años. Su primer marido, según dijo la señora Mercado, murió cuando ella tenía veinte.
Cogí un libro y tomé asiento a su lado. Al cabo de un rato salí de la sala de estar y fui a lavarme las manos para cenar. Fue una cena excelente en la que se sirvió un curry
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verdaderamente bueno. Todos se fueron a la cama muy temprano, de lo que me alegré, pues estaba cansada.
El doctor Leidner me acompañó hasta mi dormitorio para ver si me faltaba algo.
Me estrechó la mano efusivamente y dijo con entusiasmo.
—Ha tenido éxito, enfermera. Se ha prendado de usted en seguida. Estoy muy contento. Presiento que ahora todo irá bien.
Era casi infantil en su efusión.
Yo también me había dado cuenta de que a la señora Leidner no le había disgustado mi presencia, por lo cual me sentí satisfecha.
Pero no compartía la confianza de su marido. Tuve el presentimiento de que bajo todo aquello se ocultaba algo que él, posiblemente, no conocía.
Había algo... algo que no llegaba yo a comprender, que se palpaba en el ambiente.