Asfixia (13 page)

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Authors: Chuck Palahnouk

BOOK: Asfixia
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La doctora Marshall con toda su piel.

Otra pregunta del cuestionario para adictos al sexo.

¿Se corta el interior de los bolsillos de los pantalones para poder masturbarse en público?

En la sala de estar hay un vejestorio enfrascado en un puzzle.

Del altavoz salen interferencias. Ruido de fondo.

Diez segundos más tarde, aparece la sala de manualidades y en ella una mesa llena de viejas. Mujeres a las que me he confesado, por destrozar sus coches y por destrozarles la vida. He asumido la culpa.

Subo el volumen y pego la oreja a la tela del altavoz. Como no sé qué número corresponde a cada habitación, voy cambiando de número y escucho.

La otra mano la tengo metida donde antes estaba el bolsillo de mis calzas.

Mientras paso de un número a otro, me encuentro con alguien sollozando en el número tres. Sea donde sea. Con alguien soltando palabrotas en el cinco. Rezando en el ocho. Sea donde sea. De nuevo la cocina en el nueve y la música en español.

El monitor muestra la biblioteca, otro pasillo, luego me muestra a mí, borroso y en blanco y negro, mirando fijamente el monitor. Con una mano sujetando el dial del intercomunicador. La otra mano borrosa la tengo hundida hasta el codo dentro de las calzas. Mirando. Hay una cámara observándome desde el techo del vestíbulo.

Y yo buscando a Paige Marshall.

Escuchando. Para averiguar dónde está.

«Acechando» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

El monitor me muestra a una vieja tras otra. Luego, durante diez segundos, veo a Paige empujando la silla de mi madre por otro pasillo. A la doctora Paige Marshall. Y giro el dial hasta que oigo la voz de mi madre.

—Sí —dice—, he luchado
contra
todo, pero cada vez me preocupa más la idea de que nunca he estado
a favor
de nada.

La pantalla muestra el jardín. Viejas caminando con andadores. Encalladas en la grava.

Sí, sé criticar y quejarme y juzgarlo todo, pero ¿adónde me lleva eso? —sigue diciendo mi madre en off mientras el monitor cambia a otras salas.

El monitor muestra el comedor vacío.

El monitor muestra el jardín. Más ancianas.

Con esto se podría hacer una página web deprimente. La Cámara de la Muerte.

Una especie de documental en blanco y negro.

—Quejarse no equivale a crear algo —dice la voz en off de mi madre—. Rebelarse no es reconstruir. Ridiculizar no es reemplazar. —Y la voz del altavoz se desvanece.

El monitor muestra la sala de estar y a la mujer enfrascada en el puzzle.

Y paso de un número al otro, buscando.

Su voz regresa en el número cinco.

—Hemos destrozado el mundo —dice—, pero no tenemos ni idea de qué hacer con los pedazos. —Y su voz se desvanece de nuevo.

El monitor muestra distintos pasillos vacíos perdiéndose en la oscuridad.

Su voz regresa en el número siete:

—Mi generación, la forma en que lo hemos ridiculizado todo, no ha hecho que el mundo sea mejor —dice—. Hemos invertido tanto tiempo en juzgar lo que otros creaban que hemos creado muy pocas cosas propias.

Su voz sale del altavoz:

—He usado la rebelión como una manera de ocultarme Hemos usado la crítica como una falsa participación.

La voz en off dice:

—Solamente parece que hayamos logrado algo.

La voz en off dice:

—Nunca he hecho ninguna contribución valiosa mundo.

Y durante diez segundos, el monitor muestra a mi madre y a Paige en el pasillo justo enfrente de la sala de manualidades.

La voz de Paige se oye chirriante y lejana en el altavoz:

—¿Y qué hay de su hijo?

Estoy tan cerca que tengo la nariz pegada al altavoz.

Y ahora el monitor me muestra a mí con la oreja pegada al altavoz y una mano sacudiendo algo muy deprisa dentro de la pernera de las calzas.

La voz en off de Paige dice:

—¿Y qué hay de Victor?

Y, en serio, estoy a punto de correrme.

Y la voz de mi madre dice:

—¿Victor? Está claro que Victor tiene su propia forma de escaparse.

Luego su voz en off se ríe y dice:

—¡Tener hijos es el opio del pueblo!

Y ahora en el monitor veo a la chica del mostrador de entrada de pie a mi lado con una taza de café.

18

La siguiente vez que voy a verla mi madre está más flaca si cabe. El contorno de su cuello parece tan pequeño como el de mi muñeca, la piel amarillenta forma una concavidad profunda entre sus cuerdas vocales y su garganta. Su cara ya no oculta la calavera que tiene dentro. Gira la cabeza a un lado para verme en el umbral y veo que tiene una especie de jalea gris acumulada en el rabillo de los ojos.

Las mantas cuelgan flácidas entre los huesos de sus caderas. Las únicas otras protuberancias que se ven son sus rodillas.

Enrosca uno de sus brazos horripilantes en torno a la barandilla cromada de la cama, un brazo tan horripilante y esquelético como la pata de un pollo, lo extiende en mi dirección y traga saliva. Sus mandíbulas tragan con esfuerzo, sus labios se empastan de saliva y entonces lo dice, con el brazo extendido hacia mí, lo dice.

—Morty —dice—. No soy una proxeneta. —Agita los puños nudosos en el aire y dice—: Estoy haciendo una declaración feminista. ¿Cómo va a ser prostitución si todas las mujeres estaban muertas?

He venido con un bonito ramo de flores y una tarjeta deseándole que se recupere. Vengo del trabajo, así que voy con calzas y chaleco. Con los zapatos de hebillas y las medias bordadas que dejan ver mis tobillos flacos salpicados de barro.

Y mi madre dice:

—Morty, tienes que evitar que el caso llegue a los tribunales. —Y suspira mirando el montón de almohadas. Las babas han puesto la funda de la almohada de color azul claro justo al lado de su cara.

Una tarjeta deseándole que se recupere no va a arreglar esto.

Araña el aire con la mano y me dice:

—Ah, Morty, tienes que llamar a Victor.

Su habitación tiene ese olor, el mismo que despiden las zapatillas de tenis en septiembre después de haberlas llevado todo el verano sin calcetines.

Un bonito ramo de flores no llega ni para empezar.

Llevo su diario en el bolsillo del chaleco. Metida en el diario hay una factura vencida de la residencia asistida. Meto las flores en la cuña de su cama mientras voy a buscar un jarro y a lo mejor algo para darle de comer. Todo el pudín de chocolate que pueda llevar conmigo. Algo que pueda meterle en la boca con una cuchara y hacérselo tragar.

Con el aspecto que tiene no soporto estar aquí y tampoco no estar aquí. Cuando me dispongo a salir me dice:

—Tienes que ponerte manos a la obra y encontrar a Victor. Tienes que conseguir que ayude a la doctora Marshall. Por favor. Tiene que ayudar a la doctora Marshall a salvarme.

Como si algo pasara alguna vez por accidente.

Fuera, en el pasillo, está Paige Marshall, con sus gafas, leyendo algo que lleva en el sujetapapeles.

—He pensado que le gustaría saberlo —dice. Se apoya en el pasamanos que recorre las paredes del pasillo y dice—: Esta semana su madre ha bajado hasta los cuarenta kilos.

Sostiene el sujetapapeles detrás de la espalda y lo coge junto con la barandilla con ambas manos. Su postura hace que se le marquen los pechos. Adelanta la pelvis hacia mí. Paige Marshall se pasa la lengua por el interior del labio inferior y dice:

—¿Ha vuelto a pensar en tomar medidas?

Máquinas corazón-pulmón, sondas de estómago, respiradores artificiales: en medicina a estas cosas las llaman «medidas heroicas».

No lo sé, le digo.

Nos quedamos así, esperando que el otro mueva ficha.

Dos ancianas sonrientes pasan a nuestro lado y una de ellas me señala y le dice a la otra:

—Este es el joven tan simpático del que te hablé. El que estranguló a mi gatito.

La otra señora, que lleva el jersey mal abotonado, dice:

—No me hable —dice—. Una vez estuvo a punto de matar a mi hermana de una paliza.

Se alejan.

—Es maravilloso —dice la doctora Marshall—, Quiero decir, lo que usted está haciendo. Está proporcionando a esta gente satisfacción sobre las cuestiones más importantes de sus vidas.

Su aspecto en estos momentos me obliga a pensar en accidentes múltiples de automóvil. En dos unidades móviles de extracción de sangre chocando de frente. Su aspecto en estos momentos me obliga a pensar en fosas comunes para poder aguantar treinta segundos sin correrme.

A pensar en comida de gato estropeada y en úlceras cancerosas y en donantes de órganos después de la extracción.

Así de preciosa está.

Si me perdona, le digo, tengo que ir a buscar un poco de pudín.

Ella dice:

—¿Es porque tiene novia? ¿Es esa la razón?

La razón de que no practicáramos el sexo hace unos días. La razón de que incluso estando ella desnuda y lista no pudiera hacerlo. La razón de que me fuera a toda prisa.

Si quieres una lista completa de mis novias anteriores, por favor, consulta el cuarto paso de mi terapia.

Véase también: Nico.

Véase también: Leeza.

Véase también: Tanya.

La doctora Marshall adelanta la pelvis hacia mí y dice:

—¿Sabe cómo mueren la mayor parte de los pacientes como su madre?

Se mueren de hambre. Se olvidan de cómo hay que tragar y se inundan los pulmones de comida y bebida por accidente. Al tener los pulmones llenos de materia y líquido en putrefacción desarrollan una neumonía y se mueren.

Le digo que sí lo sé.

Le digo que tal vez se pueden hacer cosas peores que dejar que se muera una vieja.

—No se trata de una vieja cualquiera —dice Paige Marshall—, Es su madre.

Y tiene casi setenta años.

—Tiene sesenta y dos —dice Paige—, Sí usted puede hacer algo para salvarla y no lo hace, entonces la está matando por omisión.

—En otras palabras —le digo—, ¿tendría que hacerlo con usted?

—Algunas de las enfermeras me han explicado sus antecedentes —dice Paige Marshall—. Sé que usted no tiene nada en contra del sexo por diversión. ¿O el problema soy yo? ¿Es que no soy su tipo? ¿Es eso?

Los dos nos quedamos callados. Una ayudante de enfermera diplomada pasa a nuestro lado empujando un carro lleno de sábanas atadas y toallas húmedas. Sus zapatos tienen las suelas de goma y el carro tiene las ruedas de goma. El suelo tiene un revestimiento de corcho viejo que se ha puesto negro de tanto pisarlo, así que pasa sin hacer ruido, dejando únicamente un rastro de olor rancio a orines.

—No me malinterprete —le digo—. Quiero follar con usted. Lo deseo de verdad.

La ayudante de enfermera se para y se nos queda mirando.

Me dice:

—Eh, Romeo, ¿por qué no deja en paz a la doctora Marshall?

Paige dice:

—No pasa nada, señorita Parks. Esto es entre el señor Mancini y yo.

Nos la quedamos mirando hasta que sonríe con petulancia y dobla la esquina del pasillo empujando su carro. Se llama Irene, Irene Parks, y sí, vale, lo hicimos en su coche en el aparcamiento el año pasado por estas fechas.

Véase también: Caren, enfermera titulada.

Véase también: Jenine, enfermera auxiliar.

Por entonces, yo pensaba que con cada una de ellas iba a ser especial, pero la verdad es que sin ropa podrían haber sido cualquiera. Ahora su culo me resulta tan apetecible como un sacapuntas.

Le digo a la doctora Paige Marshall:

—En eso se equivoca —le digo—. Tengo tantas ganas de follar con usted que las noto en la boca —le digo—, Y no, no quiero que muera nadie, pero no quiero que mi madre vuelva a ser como ha sido siempre.

Paige Marshall suspira. Se muerde las mejillas hasta que sus labios forman una especie de nudo y se limita a mirarme. Sostiene el sujetapapeles sobre el pecho con los brazos cruzados.

—Así pues —dice ella—, esto no tiene nada que ver con el sexo. Simplemente no quiere que su madre se recupere. No puede soportar a las mujeres fuertes y cree que si ella muere sus problemas con ella morirán también.

Mi madre llama desde su habitación:

—¡Morty! ¿Para qué le pago?

Paige Marshall dice:

—Puede mentirles a mis pacientes y resolver los conflictos de sus vidas, pero no se mienta a sí mismo. —Luego dice—: Y no me mienta a mí.

Paige Marshall dice:

—Prefiere verla muerta que verla recuperarse.

Y yo digo:

—Sí, o sea, no. O sea, no lo sé.

Durante toda la vida no he sido tanto el hijo de mi madre como su rehén. El objeto de sus experimentos sociales y políticos. Su rata de laboratorio privada. Ahora la tengo en mi poder y no se me va a escapar muriéndose ni recuperándose. Quiero a alguien a quien poder rescatar. Quiero a alguien que me necesite. Que no pueda vivir sin mí. Quiero ser un héroe, pero no solamente una vez. Incluso si quiere decir mantenerla inválida, quiero ser el salvador constante de alguien.

—Ya sé, ya sé. Ya sé que suena terrible —le digo—. Pero no sé. Eso es lo que pienso.

Ahora es cuando debería decirle a Paige Marshall lo que pienso realmente.

Quiero decir que estoy cansado de ser siempre el malo solo porque soy un tío.

O sea, ¿cuántas veces puede decirte todo el mundo que eres el enemigo opresor y lleno de prejuicios antes de que tires la toalla y te conviertas en el enemigo? O sea, un cerdo machista no nace, sino que se hace, y cada vez más a mentido son las mujeres quienes los hacen.

Al cabo de bastante tiempo, uno pasa de todo y acepta el hecho de que es un idiota sexista, intolerante, insensible, ordinario y cretino. Las mujeres tienen razón. Tú estás equivocado. Te acostumbras a la idea. Eres todo lo malo que esperan.

Aunque el zapato no encaje, tú te amoldas a él.

O sea, en un mundo sin Dios, ¿acaso son las madres el nuevo dios? ¿El último bastión sagrado e inexpugnable? ¿No es la maternidad el último milagro mágico y perfecto? Pero un milagro que es imposible para los hombres.

Y tal vez los hombres digan que están encantados de no poder dar a luz, con todo ese dolor y esa sangre, pero no es más que una reacción avinagrada. Está claro, los hombres no pueden hacer nada así de increíble ni de lejos. La fuerza del torso, el pensamiento abstracto, los falos: todas las ventajas que parecen tener los hombres son simples formulismos.

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