—Aquí es donde trabajo —dijo Leonardo, orgulloso—. Lo más lejos posible de mi taller oficial cerca de Castel Sant'Angelo. Nadie más viene aquí. Excepto Salai, claro.
—¿No te tienen vigilado?
—Lo hicieron durante un tiempo, pero se me da bien congraciarme cuando me conviene y se lo tragaron. Le alquilé este sitio al cardenal de San Pedro Encadenado. Sabe guardar un secreto y no es amigo de los Borgia.
—No hace daño tener un seguro para el futuro, ¿no?
—¡Ezio, amigo mío, no se te pasa nada! Bueno, vamos al grano. No sé si hay algo que pueda ofrecerte. Debe de haber una botella de vino por alguna parte.
—Déjalo, no te preocupes. Tan sólo dime por qué me mandaste a buscar.
Leonardo se acercó a una de las mesas con caballetes que había a la derecha de la sala, rebuscó debajo y sacó un estuche largo, de madera, cubierto de cuero, que dejó sobre la mesa.
—Aquí tienes —dijo con un gesto festivo mientras lo abría.
El estuche estaba forrado de terciopelo púrpura —Leonardo había dicho: «La idea es de Salai, que Dios le bendiga»— y contenía las copias de las armas perdidas del Códice. Estaba la muñequera que le protegía el brazo izquierdo, la pequeña pistola retráctil, la daga de doble filo y la daga venenosa.
—La muñequera fue la que dio más problemas —continuó Leonardo—. Fue muy difícil conseguir un metal tan extraordinario. Según lo que me contaste del accidente en el que perdiste los originales, puede que se haya salvado. Si la pudieras recuperar...
—Si se ha salvado, estará enterrada bajo varias toneladas de escombros —dijo Ezio—. También podría estar en el fondo del mar. —Se puso la muñequera. Parecía un poco más pesada que la primera, pero haría su servicio—. No sé cómo darte las gracias.
—Eso es fácil—respondió Leonardo—. ¡Con dinero! Pero aún hay más. —Volvió a hurgar debajo de la mesa y sacó otro estuche, más largo que el primero—. Éstas son nuevas y te pueden ser útiles de vez en cuando.
Abrió la tapa para revelar una ballesta ligera con un juego de flechas, un juego de dardos y un guantelete de cuero.
—Los dardos están envenenados —dijo Leonardo—, así que ni se te ocurra tocar la punta con las manos descubiertas. Si puedes recuperarlos de tu, ejem, objetivo, verás que pueden volver a utilizarse muchas veces.
—¿Y el guantelete?
Leonardo sonrió.
—Estoy bastante orgulloso de esto. Te permitirá escalar sobre cualquier superficie con facilidad. Es casi tan bueno como convertirse en una lagartija. —Hizo una pausa, preocupado—. En realidad no lo hemos probado sobre cristal, pero dudo que alguna vez te encuentres en una superficie tan lisa. —Hizo una pausa—. La ballesta es una ballesta, pero es muy compacta y ligera. Lo que la hace especial es que es tan potente como esas cosas pesadas que ahora están sustituyendo por mis llaves de rueda, perdóname; y por supuesto la ventaja que tiene sobre una pistola es que es más o menos silenciosa.
—Ahora no me puedo llevar todo esto.
Leonardo se encogió de hombros.
—No hay problema. Te las llevaremos. ¿A la isla Tiberina?
Ezio lo pensó.
—No. Hay un burdel llamado La Rosa in Fiore. Está en la rione Montium et Biberatice, cerca del viejo foro con columnas.
—Lo encontraremos.
—Déjaselas allí a mi hermana, Claudia. ¿Puedo? —Ezio cogió una hoja de papel y garabateó algo en ella—. Dale esto. Te he hecho un dibujo de la ubicación porque cuesta encontrarlo. Te entregaré el dinero lo antes posible.
—Quinientos ducados.
—¿Cuánto?
—Estas cosas no son baratas...
Ezio frunció la boca.
—Muy bien. —Volvió a coger la nota y escribió una línea más—. Hace poco hemos recibido unos fondos... inesperados. Mi hermana te pagará. Y escucha, Leo, tengo que confiar en ti. No le digas ni una palabra a nadie.
—¿Ni a Salai?
—Tan sólo a Salai si es necesario. Pero si los Borgia descubren dónde está el burdel, mataré a Salai y te mataré a ti, amigo mío.
Leonardo sonrió.
—Sé que estamos en tiempos difíciles, querido, pero ¿cuándo, y digo cuándo, te he defraudado?
Contento al oír aquello, Ezio se despidió de su amigo y continuó su camino hacia El Zorro Durmiente. Llegaba tarde, pero la reunión con Leonardo había valido la pena.
Cruzó el patio, satisfecho al ver que el negocio seguía en auge, y estaba a punto de anunciar su llegada a los ladrones que hacían guardia a ambos lados de la puerta donde se leía
Uffizi
, cuando La Volpe apareció, por lo visto de la nada; se le daba muy bien eso.
—¡
Buongiorno
, Ezio!
—¡
Ciao
, Gilberto!
—Me alegro de que hayas venido. ¿Qué quieres?
—Sentémonos en un sitio tranquilo.
—¿En la
Uffizi
?
—Quedémonos aquí. Lo que tengo que contarte es tan sólo para tus oídos.
—Bien, porque yo también tengo algo que decirte, que debería quedar entre nosotros, por ahora.
Se sentaron a una mesa en el que de otro modo sería un bar vacío en la posada, lejos de los que jugaban y bebían.
—Ha llegado el momento de ir a visitar al amante de Lucrezia, Pietro —dijo Ezio.
—Bien. Ya tengo a hombres ahí fuera que le están buscando.
—
Molto bene
, pero no debería costar tanto encontrar a un actor en activo, y éste es famoso.
La Volpe negó con la cabeza.
—Es lo bastante famoso para tener guardaespaldas propios. Y pensamos que tal vez se esté escondiendo porque tiene miedo de Cesare.
—Tiene sentido. Bueno, haz lo que puedas. ¿Y qué tienes en mente?
La Volpe luchó consigo mismo unos instantes y luego dijo:
—Es delicado... Ezio, si pudiera...
—¿Qué pasa?
—Alguien ha avisado a Rodrigo para que se mantenga alejado del Castel Sant'Angelo.
—¿Y crees que ese alguien es... Maquiavelo?
La Volpe permaneció callado.
—¿Tienes pruebas? —insistió Ezio.
—No, pero...
—Sé que Maquiavelo te preocupa, pero escucha, Gilberto, no debemos dividirnos por las sospechas.
En ese momento la puerta se abrió de par en par y fueron interrumpidos por la llegada de un ladrón herido, que entró en la sala tambaleándose.
—¡Malas noticias! —gritó—. ¡Los Borgia conocen el paradero de nuestros espías!
—¿Quién se lo ha dicho? —bramó La Volpe y se levantó.
—El maestro Maquiavelo nos preguntó esta mañana por la búsqueda del actor Pietro.
La Volpe apretó la mano hasta convertirla en un puño.
—¿Ezio? —dijo en voz baja.
—Tenían a cuatro de nuestros hombres vigilados —dijo el ladrón—. Tuve suerte de poder escapar.
—¿Dónde ha sido?
—No muy lejos de aquí, cerca de Santa María dell'Orto.
—¡Vamos! —le gritó La Volpe a Ezio.
En cuestión de minutos, los hombres de La Volpe habían preparado dos caballos y los dos Asesinos salían de los establos de El Zorro Durmiente como alma que lleva el diablo.
—Aún no me creo que Maquiavelo sea un traidor —insistió Ezio mientras cabalgaban.
—Estuvo callado un tiempo para disipar nuestras dudas —le soltó La Volpe—. Pero mira los hechos: primero el ataque a Monteriggioni, luego el asunto de Castel Sant'Angelo y ahora esto. Está detrás de todo.
—¡Limítate a cabalgar! ¡Cabalga como una flecha! Puede que aún estemos a tiempo de salvarlos.
Galoparon a la desbandada por calles estrechas, frenando y avanzando mientras se esforzaban por evitar hacer daño a la gente y chocarse con los puestos del mercado que se interponían en su camino. Tanto gallinas como ciudadanos se dispersaban a su paso, pero cuando los guardias de Borgia intentaron bloquearles el camino, con las alabardas alzadas, les atropellaron.
En siete minutos llegaron al lugar que les había indicado el ladrón herido y vieron a los soldados de Borgia preparándose para subir a los cuatro ladrones capturados a un carromato. Les golpeaban con los pomos de sus espadas al tiempo que se mofaban de ellos. Enseguida Ezio y La Volpe se echaron encima de ellos como furias vengativas.
Con las espadas desenvainadas, condujeron a sus monturas hábilmente entre los guardias para separarlos de los prisioneros y los dispersaron por la plaza frente a la iglesia. La Volpe agarró con firmeza su espada con la mano derecha, soltó las riendas de la mano izquierda y, sosteniéndose con los muslos, llevó el caballo hacia el carro, le quitó la fusta al carretero y golpeó fuerte en las ijadas de los caballos. Se pusieron a dos patas, relincharon y luego salieron en estampida mientras el carretero se esforzaba en vano por controlarlos. La Volpe tiró la fusta a un lado y, al estar a punto de caerse, agarró las riendas de nuevo y dio la vuelta con su caballo para reunirse con Ezio, rodeado de cinco guardias, que pinchaban al caballo en el pecho y los costados con sus alabardas. La Volpe les atacó con la espada y le dio a Ezio el tiempo suficiente para librarse de la trampa y abrirle el estómago al guardia más próximo. Dio una vuelta cerrada con el caballo, volvió a atacar con su espada y le cortó la cabeza al cuerpo de otro. Entretanto, La Volpe había despachado al último de los guardias, mientras que los demás estaban heridos o habían huido.
—¡Corred, cerdos! —gritó La Volpe. Luego ordenó a sus hombres—: ¡Volved a la base! ¡Ya! ¡Nos reuniremos con vosotros allí!
Los cuatro ladrones se calmaron y salieron de la plaza disparados por la calle principal, tras atravesar la pequeña multitud que se había congregado para ver la pelea. Ezio y La Volpe salieron detrás de ellos para guiarlos y asegurarse de que llegaban todos de una pieza.
Entraron en El Zorro Durmiente por una puerta lateral secreta y pronto estuvieron reunidos en el bar, que ahora tenía el cartel de «Cerrado» en la puerta. La Volpe pidió cerveza para sus hombres, pero no esperó a que llegara para empezar el interrogatorio.
—¿Qué habéis podido averiguar?
—Jefe, planean matar al actor esta noche. Cesare va a enviar a su «matón» para que se encargue de eso.
—¿Quién es? —preguntó Ezio.
—Le has visto —contestó La Volpe—. Micheletto Corella. Nadie puede olvidar una cara como ésa.
Y así era. Ezio vio en su mente al hombre que había sido la mano derecha de Cesare en Monteriggioni y que también estaba en los establos del Castel Sant'Angelo. Un rostro cruel y maltrecho, que parecía mucho más viejo que la edad de su dueño, con unas cicatrices espantosas junto a la boca, que simulaban una permanente sonrisa sardónica. Micheletto Corella. Originalmente Miguel de Corella. Corella, ¿acaso esa región de Navarra, que producía un vino tan bueno, también tenía un torturador y asesino como aquél?
—Puede matar a una persona de ciento cincuenta maneras diferentes —decía La Volpe—, pero su método preferido es la estrangulación. —Hizo una pausa—. Sin duda es el asesino más consumado de Roma. Nadie escapa de él.
—Esperemos que esta noche sea la primera vez —dijo Ezio.
—¿Dónde será? ¿Lo sabéis? —preguntó La Volpe a los ladrones.
—Pietro actúa esta noche en una obra religiosa. Ha estado ensayando en un lugar secreto.
—Debe de tener miedo. ¿Y?
—Interpreta a Cristo. —Uno de los ladrones se rio por lo bajo y La Volpe le fulminó con la mirada—. Van a suspenderle de una cruz —continuó el hombre que estaba hablando—. Micheletto se acercará a él con una lanza y se la clavará en el costado, sólo que no será de mentira.
—¿Sabéis dónde está Pietro?
El ladrón negó con la cabeza.
—No lo sabemos. No pudimos averiguarlo. Pero sí sabemos que Micheletto le esperará en las antiguas Termas del emperador Trajano.
—¿Las Terme di Traiano?
—Sí. Creemos que el plan es el siguiente: Micheletto pretende disfrazar a sus hombres y hacer que el asesinato parezca un accidente.
—Pero ¿dónde va a tener lugar la actuación?
—No lo sabemos, pero no puede ser muy lejos de donde espera Micheletto reunirse con sus hombres.
—Iré allí y le seguiré de cerca —decidió Ezio—, así me llevará hasta el amante de Lucrezia.
—¿Alguna cosa más? —les preguntó La Volpe a sus hombres.
Negaron con la cabeza. Entonces entró un hombre con una bandeja en la que llevaba cerveza, pan y salami, sobre la que se abalanzaron los ladrones, agradecidos. La Volpe llevó a Ezio a un lado.
—Ezio, lo siento, pero estoy convencido de que Maquiavelo nos ha traicionado. —Alzó una mano—. Digas lo que digas no me convencerás de lo contrario. Sé que a ambos nos gustaría negarlo, pero ahora la verdad está clara. En mi opinión, deberíamos... hacer lo que haga falta. —Hizo una pausa—. Y si tú no lo haces, lo haré yo.
—Entiendo.
—Y hay otra cosa, Ezio. Sabe Dios que soy fiel, pero también tengo que tener en cuenta el bienestar de mis hombres. Hasta que esto se haya arreglado, no voy a arriesgar sus vidas sin necesidad.
—Tienes tus prioridades, Gilberto, y yo tengo las mías.
Ezio se marchó para prepararse para el trabajo de aquella noche. Tomó prestado un caballo de La Volpe y se dirigió a La Rosa in Fiore, donde Claudia le recibió.
—Han venido a traerte algo —dijo.
—¿Ya?
—Dos hombres, ambos muy atildados. Uno era bastante joven y un poco sospechoso, pero bastante apuesto. El otro tenía unos cincuenta años; bueno, un poco más viejo que tú. Desde luego, me acordaba de él, era tu viejo amigo Leonardo, pero estuvo muy formal. Me dio esta nota y le pagué.
—Qué rápido.
Claudia sonrió.
—Me dijo que pensaba que tal vez apreciarías una entrega exprés.
Ezio le devolvió la sonrisa. Estaría bien encontrarse con los villanos esa noche e ir armado con unas cuantas viejas amigas, las armas del Códice. Se imaginaba que los hombres de Micheletto estarían entrenados a un alto nivel. Pero también necesitaba refuerzos y por la postura de La Volpe, sabía que no podía contar con que le prestara un contingente de ladrones.
Pensó en su propia milicia de nuevos reclutas. Había llegado la hora de poner a prueba a unos cuantos.
Ezio ignoraba que
messer
Corella tuviera otro pequeño trabajo que terminar para su jefe antes del acontecimiento principal de aquella noche. Pero aún era muy temprano.
Estaba en silencio, en un muelle desierto junto al Tíber. Había unas cuantas barcazas y dos barcos anclados, que se movían suavemente por la corriente del río. Las mugrientas velas recogidas de los barcos ondeaban ligeramente al viento. Un grupo de guardias que llevaban la insignia de Cesare se acercaba a él, medio tirando, medio cargando entre ellos a un hombre con los ojos vendados. Al frente iba el mismo Cesare.