Assassin's Creed. La Hermandad (8 page)

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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Assassin's Creed. La Hermandad
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Claudia y María estaban junto a la entrada para ayudar a los ciudadanos a atravesarla. El sargento mayor había seguido adelante con un pelotón, con antorchas en las manos, para guiar y proteger a los refugiados mientras huían.

—¡Deprisa! —apremió Ezio a los ciudadanos mientras entraban por la oscura boca del túnel—. Tranquilos. Id rápido pero no corráis. No queremos una estampida en el túnel.

—¿Y nosotras? ¿Y Mario? —preguntó su madre.

—Mario... ¿Cómo os digo yo esto? A Mario le han matado. Quiero que Claudia y tú vayáis a nuestra casa en Florencia.

—¿Mario ha muerto? —gritó María.

—¿Qué tenemos en Florencia? —preguntó Claudia.

Ezio extendió las manos.

—Nuestro hogar. Lorenzo de Medici y su hijo se comprometieron a restaurar la mansión Auditore para nosotros, y son fieles a su palabra. Ahora la ciudad vuelve a estar bajo el control de la
Signoria
y sé que el gobernador Soderini la cuida bien. Id a casa. Poneos en manos de Paola y Annetta. Me reuniré con vosotras en cuanto pueda.

—¿Estás seguro? Hemos oído algo muy distinto de nuestra antigua casa.
Messer
Soderini llegó demasiado tarde para salvarla. De todos modos, queremos quedarnos contigo. Para ayudarte.

Los últimos ciudadanos que quedaban estaban entrando en el túnel en fila, cuando un gran estruendo de golpes cayó sobre la puerta que separaba el santuario del mundo exterior.

—¿Qué es eso?

—Son las tropas de los Borgia. ¡Deprisa! ¡Deprisa!

Condujo a su familia hacia el túnel y él la siguió con las pocas tropas Asesinas que quedaban vivas.

El trayecto del túnel fue duro y llevaban ya medio camino recorrido, cuando Ezio oyó un fuerte ruido al atravesar los Borgia la puerta del santuario. No tardarían en estar en el túnel. Metió prisa a los que tenía a su cargo y gritó a los más rezagados mientras oía las pisadas de los soldados armados que corrían por el túnel, detrás de ellos. Al pasar apresuradamente el grupo por la puerta que terminaba un tramo del pasadizo, Ezio agarró una palanca de la pared y, cuando la atravesó el último de los fugitivos Asesinos, tiró de ella con fuerza para soltar el rastrillo. Cuando cayó con gran estruendo, el primero de sus perseguidores lo había alcanzado y quedó clavado al suelo por los pesados herrajes de la puerta. Sus gritos de agonía inundaron el pasadizo. Ezio continuaba corriendo, seguro al saber que había ganado tiempo para que su gente pudiera escapar sin problemas.

Después de lo que parecieron horas, pero tan sólo podían haber sido minutos, la pendiente del pasadizo pareció cambiar, se niveló y luego subió un poco. El aire parecía menos viciado ahora que casi estaban fuera. Justo en ese momento oyeron un fuerte estruendo de constantes cañoneos. Los Borgia debían de haber soltado su arsenal sobre la ciudadela, un último acto de profanación. El pasadizo tembló y unos remolinos de polvo cayeron del techo; se oía el sonido de las piedras resquebrajándose, primero muy leve pero, de manera inquietante, cada vez más fuerte.

—Dio,
ti prego, salvaci...
¡El techo se viene abajo! —exclamó entre sollozos una de las mujeres.

Los demás comenzaron a gritar cuando el temor de quedar enterrados en vida se extendió por la multitud.

De repente, el techo del túnel pareció abrirse y un torrente de escombros cayó en cascada. Los fugitivos echaron a correr para intentar escapar de las rocas que caían, pero Claudia reaccionó con demasiada lentitud y desapareció en una nube de polvo. Ezio se dio la vuelta, alarmado, al oír el grito de su hermana, pero fue incapaz de verla.

—¡Claudia! —gritó con pánico en la voz.

—¡Ezio! —se oyó que contestaba y cuando el polvo se despejó, Claudia comenzó a avanzar por entre los escombros.

—Gracias a Dios que estás bien. ¿Te ha caído algo encima? —preguntó.

—No, estoy bien. ¿Está nuestra madre bien?

—Estoy bien —contestó María.

Se sacudieron el polvo, dieron gracias a los dioses por haber sobrevivido hasta ahora y continuaron por el último tramo de su vía de escape. Por fin salieron al aire libre. El césped, incluso la tierra misma, nunca había olido tan dulce.

La boca del túnel estaba separada del campo por una serie de puentes de cuerda que oscilaban sobre un barranco. Había sido diseñado por Mario como parte de un plan maestro de huida. Monteriggioni sobreviviría a la profanación de los Borgia. En cuanto los Borgia la arrasaran, ya no les interesaría, pero Ezio volvería a tiempo para reconstruirla como la orgullosa fortaleza de los Asesinos que había sido en su día. Ezio estaba seguro de ello. Sería más que eso, se prometió a sí mismo: sería un monumento a su noble tío, al que habían asesinado despiadadamente.

Había tenido ya suficientes depredaciones en su familia causadas por una vileza sin sentido.

Ezio planeó cortar los puentes una vez atravesados, pero los ancianos y los heridos rezagados les hacían avanzar con lentitud. A sus espaldas, oyó los gritos y las pisadas de sus perseguidores que se aproximaban a toda velocidad. Apenas podía llevar a nadie a la espalda, pero se las arregló para echarse al hombro a una mujer a quien le fallaba la pierna, y continuó tambaleándose por el primer puente de cuerda, que se balanceaba peligrosamente bajo su peso.

—¡Vamos! —gritó para animar a la retaguardia sobre la que se cernían ya los soldados Borgia.

Esperó en el otro extremo hasta que el último de sus hombres llegó a buen puerto, pero un par de Borgia también había conseguido cruzar el puente. Ezio se interpuso en su camino y utilizó su brazo bueno para empuñar la espada y entablar combate con el enemigo. Incluso herido, Ezio era más que un rival para sus oponentes; su espada paraba los ataques en un borrón de acero y se enfrentaba a los dos a la vez. Se movió a un lado, se agachó ante el golpe de un hombre, mientras usaba su arma para cortarle en la articulación de la rodilla de su armadura. El soldado se inclinó al quedarle la pierna izquierda inútil. El otro atacante le embistió, al pensar que había perdido el equilibrio, pero Ezio rodó de lado, la hoja resonó en las rocas y algunas piedras salieron volando hacia el barranco. El hombre hizo una mueca cuando el golpe vibró en su espada y rebotó en los huesos de su mano y su brazo. Ezio vio su oportunidad, se incorporó, levantó la espada sobre el brazo que el enemigo había bajado y delante de su rostro. El hombre bajó aún más el brazo y con un único movimiento fluido, Ezio llevó su hoja a las cuerdas que sujetaban el puente. Se rompieron enseguida y golpearon violentamente hacia atrás por el barranco. El puente se separó de las rocas como un acordeón y los hombres de Borgia que habían empezado a cruzarlo gritaron mientras caían al abismo.

Ezio volvió la vista para mirar al otro lado del barranco y vio a Cesare. Junto a él estaba Caterina, todavía atada con cadenas, que la despiadada Lucrezia sujetaba. Juan Borgia, el cadavérico Micheletto y el sudoroso general francés Octavien estaban a su lado.

Cesare le estaba enseñando algo a Ezio.

—¡Tú eres el siguiente! —gritó, furioso.

Ezio vio que se trataba de la cabeza de su tío.

Capítulo 12

A Ezio tan sólo le quedaba un sitio adónde ir. Le habían cortado el paso a las tropas de Cesare y tardarían unos días en dar la vuelta al barranco para alcanzar a los Asesinos supervivientes. Dirigió a los refugiados a ciudades fuera del control de los Borgia, al menos de momento (Siena, San Gimignano, Pisa, Lucca, Pistoia y Florencia), donde se encontrarían a salvo. También intentó recalcarle a su madre y a su hermana la importancia que tenía regresar a la seguridad de Florencia, fuera lo que fuese lo que le hubiera ocurrido a Villa Auditore, a pesar de los recuerdos tristes que les traía aquella ciudad y del hecho de que ambas tuvieran unas ganas irrefrenables de vengar la muerte de Mario.

Ezio se dirigía rumbo a Roma, donde sabía que Cesare se reagruparía. Incluso podía ser que Cesare pensara, en su arrogancia, que había vencido a Ezio o que había muerto por el camino y había quedado convertido en carroña. En tal caso, eso le daría ventaja al Asesino. Aunque había algo más que le rondaba a Ezio. Al haber muerto Mario, la Hermandad no tenía líder. Maquiavelo tenía mucha fuerza y en aquel momento no parecía ser su amigo. Tenía que resolverlo.

Entre los supervivientes de la ciudad había animales, incluido el gran zaino de batalla que a Mario le gustaba tanto. Ezio montó al corcel, que sujetaba el antiguo mozo del establo, que también había conseguido escapar, a pesar de que los Borgia habían capturado la mayoría de sus caballos.

Detuvo al zaino, para despedirse de su madre y de su hermana.

—¿De verdad es necesario que vayas a Roma? —preguntó María.

—Madre, la única manera de ganar esta guerra es llevarla al enemigo.

—Pero ¿cómo vas a vencer a las fuerzas de los Borgia?

—No soy su único enemigo. Y además, Maquiavelo ya está allí. Tengo que hacer las paces con él para que podamos trabajar juntos.

—Cesare tiene la Manzana —dijo Claudia con seriedad.

—Debemos rezar por que no sepa cómo dominar sus poderes —respondió Ezio, aunque interiormente tenía sus dudas.

Leonardo ahora estaba al servicio de Cesare y Ezio estaba al tanto de la inteligencia de su antiguo amigo. Si Leonardo le enseñaba a Cesare los misterios de la Manzana y, lo que era aún peor, si volvía a caer en manos de Rodrigo...

Sacudió la cabeza para apartar aquellos pensamientos. Ya tendría tiempo de enfrentarse a la amenaza de la Manzana si se presentaba la ocasión.

—No deberías cabalgar. Roma está a kilómetros al sur. ¿No puedes al menos esperar uno o dos días? —preguntó Claudia.

—Los Borgia no descansarán y el espíritu maligno de los Templarios cabalga entre ellos —replicó Ezio con sequedad—. Nadie podrá dormir a pierna suelta hasta que acabemos con su poder.

—¿Y si nunca ocurre?

—No debemos cesar en la lucha. En cuanto lo hagamos, perderemos.


É vero
. —Su hermana dejó caer los hombros, pero luego volvió a enderezarse—. La lucha nunca debe cesar —dijo con firmeza.

—Hasta la muerte —dijo Ezio.

—Hasta la muerte.

—Ten cuidado en el camino.

—Ten cuidado en el camino.

Ezio se inclinó en la silla para besar a su madre y a su hermana antes de dar la vuelta con el caballo para dirigirse hacia el sur. La cabeza le daba punzadas por el dolor de su herida y los esfuerzos de la batalla. Pero aún más le dolía el corazón y el alma por la pérdida de Mario y la captura de Caterina. Se estremeció al pensar que estaba en las garras de la malvada familia Borgia; sabía muy bien cuál sería su destino en sus manos. Tenía que eludir a las tropas de los Borgia, pero su corazón le decía que, ahora que había logrado su principal objetivo, destrozar la fortaleza asesina, Cesare se dirigiría a casa. Por otro lado estaba la seguridad de Caterina, aunque Ezio sabía que si había alguien que lucharía hasta el final, sería ella.

Lo más importante era extraer el forúnculo que estaba infectando Italia y hacerlo pronto, antes de que infectara todo el país.

Ezio clavó fuerte los talones en los costados del caballo y galopó hacia el sur por el camino polvoriento.

Su cabeza estaba embotada por el agotamiento, pero estaba dispuesto a mantenerse despierto. Juró no descansar hasta llegar a la destartalada capital de su país sitiado. Tenía muchos kilómetros que recorrer antes de poder dormir.

Capítulo 13

Qué estúpido había sido al cabalgar tanto rato herido, y tan lejos, parándose tan sólo por el bien del caballo. Un caballo del correo hubiera sido más acertado, pero el corcel zaino era su último vínculo con Mario.

¿Dónde estaba? Recordó un lúgubre barrio de las afueras, destrozado, y luego, cuando ya estaba saliendo, vio un arco de piedra amarillo, que alguna vez había sido majestuoso, una entrada antigua que atravesaba la muralla de la ciudad, que antes había sido espléndida.

El impulso de Ezio había sido reunirse con Maquiavelo para subsanar el error que había cometido al no asegurarse de que Rodrigo Borgia estaba muerto.

Pero, ¡Dios, qué cansado estaba!

Se tumbó en el camastro en el que se encontraba. Podía oler la paja seca y el ligero hedor a estiércol que la acompañaba.

¿Dónde estaba?

Una imagen de Caterina le vino de repente a la cabeza con mucha fuerza. Debía liberarla. Tenían que estar juntos por fin.

Pero tal vez también debía liberarse de ella, pues parte de su corazón le decía que en realidad no era lo que él quería. ¿Cómo podía confiar en ella? ¿Cómo podía un simple hombre entender los sutiles laberintos de la mente femenina? ¡Ay, la tortura del amor por lo visto no disminuía con la edad!

¿Estaba utilizándole?

Ezio siempre había mantenido una habitación interior en su corazón, un sanctasanctórum que siempre tenía cerrado, incluso a sus amigos más íntimos, a su madre (que era consciente de ello y lo respetaba), a su hermana y a su padre y hermanos difuntos.

¿Había logrado entrar Caterina? No había podido evitar que mataran a su padre y a sus hermanos, y por Cristo y la Cruz había hecho todo lo posible por proteger a María y Claudia.

Caterina podía cuidarse sola. Era un libro que mantenía sus tapas cerradas y aun así..., aun así, ¡cuánto anhelaba leerlo!

—Te quiero —le gritó su corazón a Caterina a pesar de lo que sentía.

La mujer de sus sueños, por fin, a aquellas alturas de su vida. Pero su deber iba primero y Caterina... Caterina nunca había enseñado sus cartas. Sus enigmáticos ojos marrones, su sonrisa, el modo en que podía enrollarlo entre sus largos dedos expertos. La proximidad. La proximidad. Pero también el fuerte silencio de su pelo, que siempre parecía oler a vainilla y rosas...

¿Cómo iba a confiar en ella, incluso cuando tenía la cabeza apoyada en su pecho después de hacer el amor apasionadamente y deseaba tanto sentirse seguro?

¡No! La Hermandad. La Hermandad. ¡La Hermandad! Sumisión y su destino.

«Estoy muerto —se dijo Ezio para sus adentros—. Ya estoy muerto en mi interior, pero terminaré lo que tengo que hacer».

El sueño se desvaneció, sus párpados se abrieron y revelaron un escote amplio pero anciano que descendía sobre él; el vestido que llevaba aquella mujer se separó como el mar Rojo.

Ezio se incorporó rápidamente. Ahora tenía la herida bien vendada y el dolor se le había calmado tanto que casi era insignificante. Conforme se le aclaraba la vista, se dio cuenta de que se encontraba en una habitación pequeña con paredes de piedra tosca. Unas cortinas de algodón estampado cubrían las pequeñas ventanas y en un rincón ardía una estufa de hierro, cuyas brasas, al estar abierta, eran la única luz del lugar. La puerta estaba cerrada, pero quienquiera que estuviese con él encendió el cabo de una vela.

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