Atlántida (56 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

BOOK: Atlántida
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—¿Cuál? —preguntó Joey, con curiosidad morbosa.

Randall se puso el dedo bajo las costillas del lado derecho y trazó una línea hasta su ombligo.

—Me abrieron una raja aquí, y separaron los bordes con tenazas de bronce. Después, Isashara trajo un águila amaestrada, y le enseñó a devorar mi hígado crudo. De noche, me cosían la herida y mi hígado se regeneraba.

«Aquella águila murió, y su cría también, y la cría de su cría. Perdí la cuenta de cuántas águilas se nutrieron a costa de mi hígado y de cuántos años pasé encadenado a la roca. Tal vez cincuenta, tal vez cien o doscientos.

»Como ya he dicho, los griegos me llamaban Prometeo. Con el tiempo, contaron que a Prometeo lo liberó Heracles, rompiendo las cadenas y matando al águila. Pero en realidad no fue él quien lo hizo, sino una mujer.

»Mi esposa. Kiru.

Madrid, Moratalaz / La Atlántida

Kiru volvía a estar delante de Atlas.

El escenario y la situación habían cambiado radicalmente. Aunque seguía siendo de noche, se hallaban al aire libre, por encima de la pirámide y la cúpula de oricalco.

Ahora Gabriel sabía que Atlas era esposo de Kiru y padre de sus hijos. Pero Kiru ya no lo recordaba. Por lo que le constaba a Gabriel, era el mismísimo Atlas quien le había borrado aquel recuerdo.

Pero al borrarlo había provocado una grave avería en el sistema de fijación de memorias de Kiru.

Al ser de noche, el águila que de día devoraba el hígado de Atlas había volado lejos. La herida que le cruzaba el abdomen estaba cerrada e hilvanada con puntadas chapuceras, que podían descoserse al amanecer para que el pico de la rapaz volviera a hurgar en la raja.

Kiru había subido sola, a la luz del cuarto creciente. Su memoria sería mala, pero su vista era excelente, su paso seguro y sus piernas firmes. Al verla, Atlas gimió débilmente y dijo:

—Ayúdame. Siento lo que te hice, pero te ruego que me ayudes.

—Kiru no te recuerda. Kiru no sabe qué le hiciste.

—Por ese mismo motivo te pido perdón. Pero ayúdame…

Kiru se alejó de él. Había diez soldados montando guardia junto a una hoguera. A esa altitud, la noche era fresca y el aire soplaba con fuerza. El viento arrancaba chispas y pavesas de las llamas y hacía ondear los capotes de los mercenarios tuertos.

Gabriel observó que habían encendido la fogata a bastante distancia de Atlas, tal vez cincuenta metros. No parecía la mejor forma de vigilar a su prisionero, pero sin duda existía una razón. Alejarse lo más posible del poder del
Habla.

—¿Quién es ese hombre? —les preguntó Kiru.

—Es el padre de nuestros gobernantes, el supremo Minos y la suprema Isashara —respondió el jefe de los mercenarios, un tipo que debía medir uno noventa y pesaría más de ciento veinte kilos. Para la Edad de Bronce, un auténtico coloso. El hacha de bronce que empuñaba había sido fundida a su escala.

—En ese caso debéis soltarlo.

—¿Por qué, mi señora?

—Tú lo has dicho. Es el padre de vuestros gobernantes.

—Pero, señora, es una orden personal de los supremos Isashara y Minos. Nadie debe acercarse a él, y si te hemos dejado a ti es porque…

—Kiru no necesita que nadie le deje acercarse a ningún sitio.

—No pretendía sugerir…

Gabriel casi se compadeció de aquel tipo. El conflicto que estaba sufriendo era algo atemporal: un subordinado emparedado entre las órdenes contradictorias de dos superiores a los que no se podía desobedecer sin ofenderlos gravemente.

—Kiru dice que soltéis a ese hombre.

—Señora, te juro por la Gran Madre que no podemos hacerlo.

—Kiru dice que
lo soltéis.

Gabriel volvió a notar el tirón en la nuca y la inyección cálida en las venas. Aunque eran diez hombres, por protegerse del frío se habían agrupado alrededor de la hoguera, y la influencia irresistible del
Habla
los alcanzó a todos a la vez.

Los diez se estremecieron de terror y se prosternaron ante Kiru suplicando clemencia.

—Quedaos aquí —ordenó Kiru—. Tú, hombre grande, levántate y ven.

Ni con el hacha resultó fácil romper las cadenas, pero después de quince o veinte golpes el jefe de los mercenarios lo consiguió. Aunque a duras penas, Atlas consiguió levantarse. La resistencia de aquellos inmortales era increíble.

—Te doy las gracias por salvarme de este tormento. Ven conmigo.

—Kiru no te recuerda.

Ella podía sonar sincera, pero Gabriel se dio cuenta de que muy dentro de sus recuerdos fallidos, en alguna conexión neuronal rota, había una cicatriz mal curada que le dolía como las adherencias después de una operación.

—Puedo hacer que vuelvas a recordarme, y quizá entonces entenderías lo que hice —dijo Atlas.

—Kiru no te recuerda. Kiru no confía en ti.

—Entonces, ¿por qué me has salvado?

Kiru apretó los dientes y miró con odio a Atlas. Después se dio la vuelta y se alejó de allí, sin mirar atrás.

Ella misma ignoraba la razón de sus actos, pero Gabriel la comprendió. Aunque Kiru no recordaba a Atlas, seguía sintiendo amor por él.

Y por eso mismo le odiaba.

Cuando Kiru pasó junto a la hoguera, los mercenarios ya se habían perdido ladera abajo. «Hacéis bien», pensó Gabriel. Lo mejor para ellos era huir de la Atlántida. Si Isashara y Minos les ponían la mano encima, acabarían sacrificados bajo la cúpula de oricalco o sufriendo algún tormento peor.

Kiru sintió la tentación de volver la cabeza hacia la cima, pero la resistió. Gabriel se quedó con la curiosidad de ver qué hacía Atlas. Sabía que Kiru e Isashara habían sobrevivido a lo largo de los siglos. Sospechaba que Minos también, e incluso tenía una teoría sobre su posible identidad: el abuelo Kosmos.

¿Qué habría sido del Primer Nacido? Después de escapar al odio de sus hijos, ¿habría llegado vivo hasta el presente? Y de ser así, se preguntó Gabriel, ¿tendría todavía algún papel que representar en aquella tragedia familiar?

En vuelo sobre el Atlántico

—Decidí huir de la Atlántida. No me encontraba con fuerzas para enfrentarme a mis hijos. Quise que Kiru me acompañara, pero ella, pese a que me había liberado, se negó. No quise forzarla más después del daño que había ocasionado a su mente.

»El mercenario que me había vigilado durante los últimos años y que acababa de romper mis cadenas me ofreció sus servicios.

»—Después de haberte liberado me torturarán, señor —me dijo—. Pero si contratas mi hacha, te llevaré conmigo a mi ciudad, donde te recibirán con la hospitalidad que te mereces.

»—¿De dónde eres, guerrero?

»—Me llamo Idomeneo, señor, y soy de la noble ciudad de Atenas.

«Acepté su oferta. Antes de que amaneciera, Idomeneo y yo nos las arreglamos para llegar al anillo exterior. Una vez allí convencí a los tripulantes de un barco para que me llevaran con ellos. Recorrimos las Cicladas y tres días después llegamos a la ciudad de Atenas.

—¿Atenas ya existía entonces? —preguntó Joey

—Sí, aunque no era como la que has visto en documentales. No existía el Partenón, ni templos griegos al estilo clásico. La Acrópolis era una fortaleza y la ciudad estaba muy separada de su puerto.

»Allí fui recibido por el rey, Erecteo, que me ofreció su hospitalidad.

»No habían pasado ni cuatro días cuando llegó la flotilla de la Atlántida. Como todos los años, venía para exigir tributo material y, sobre todo, humano.

»Los atenienses, como los demás vasallos de la Atlántida, debían entregar catorce jóvenes sin tacha, siete de cada sexo, para que fueran sacrificados junto a la cúpula, cerca de la cima del volcán.

—¿Por qué tenían que ser jóvenes? ¿Por qué no podían elegir viejos que ya estuvieran muy enfermos y se fueran a morir de todas formas? —preguntó Joey.

—Tal vez quienes crearon la cúpula eran así de crueles. O tal vez querían advertirnos de que utilizar la cúpula para comunicarse con la Gran Madre era un asunto muy serio que no debía tomarse a la ligera, y por eso le pusieron un precio tan alto.

Randall se peinó la barba, pensativo.

—Aunque sospecho que no es ésa la verdadera razón, que hay un malentendido básico. No creo que la sangre sea necesaria para abrir la cúpula. Ha de ser otra cosa…

»En fin. El caso es que los atenienses se negaron esta vez, y contestaron a los enviados: «El legítimo señor de la Atlántida está con nosotros y es nuestro huésped. No obedeceremos a los usurpadores». Yo no quise animarlos, pues sabía que por salvar catorce vidas podían perder muchas más, pero tampoco los disuadí.

«Conocía lo suficiente a mis vástagos para saber que su ira era instantánea. Cuando calculé que la flotilla había regresado a la Atlántida con las malas noticias, advertí al rey Erecteo de que debía evacuar la ciudad esa misma noche y ordenar a los moradores de la costa que también se alejaran.

—¿Por qué? —preguntó Alborada.

—Porque sabía lo que iban a hacer. Desde la primera vez que penetraron en la cúpula, Isashara y Minos habían perfeccionado sus artes. Si la primera vez provocaron sin quererlo el terremoto que devastó Creta, ahora lo hacían voluntariamente.

—¿Cómo?

—En aquella época te habría hablado de espíritus subterráneos y poderes mágicos. Ahora puedo expresarlo de otra forma. Tiene que ver con los nanobios.

Joey se apresuró a preguntar qué eran los nanobios. Tras explicárselo de modo bastante sucinto, Randall continuó.

—La cúpula de oricalco era un artefacto diseñado para unirse con la Gran Madre, y ésta no era más que la inmensa mente-colmena formada por la unión de los nanobios.

»La red de nanobios controla vastas fuerzas. Por sí mismos, los nanobios manipulan las energías que fluyen por el manto en forma de gases e hidrocarburos y que a la vez son su fuente de alimentos. Los movimientos de esos gases pueden provocar terremotos, y además causan desequilibrios y movimientos internos que desencadenan cambios de temperatura y migraciones masivas del magma.

»Pero disponen de otros recursos más poderosos. Pueden influir en el magnetismo de nuestro planeta a todas las escalas y originar flujos de energía que proceden desde el mismísimo núcleo de metal fundido de la Tierra.

»Algo que, me temo, es lo que está ocurriendo ahora.

—¿Lo han provocado tus hijos? —preguntó Joey

—No lo sé. En aquel entonces no se atrevían a tanto, y desde luego yo tampoco me atreví. Trastear a ese nivel podría suponer el desencadenamiento de unas fuerzas que quizá ya no podría controlar ni la Gran Madre.

—Lo que significaría…

—La destrucción del planeta entero. No sólo la extinción de la vida que conocemos, sino una explosión desde el núcleo que rompería la Tierra en fragmentos.

—¿Puede haber alguien tan loco que quiera destruir el planeta viviendo en él? —preguntó Joey.

—¿Loco? Sí. No sé con qué designio fuimos creados los
Homo immortalis.
Pero, básicamente, somos humanos. Y la mente humana no está preparada para la inmortalidad.

—Eso no me lo creo. ¡Yo estaría preparado!

Randall soltó una carcajada.

—Son demasiados recuerdos, demasiado tiempo encerrado aquí dentro con uno mismo. —Randall hizo toc-toc con los nudillos en su propio cráneo—. El ser humano no es como la mente colectiva de la Gran Madre. Básicamente está solo. La soledad acaba llevando a la locura. Y la locura… puede llevar a cualquier parte, incluso a la destrucción total.

»Con todo, no creo que estas erupciones sean cosa de ellos. Hace unos días percibí una alteración en el flujo magnético de la Tierra y capté un fragmento de los pensamientos de la Gran Madre. Sin una mujer de mi especie y sin la cúpula no puedo interpretarlo. Pero fue entonces cuando decidí ir a Long Valley.

»Incluso mientras lo hacía pensaba que estaba corriendo un gran peligro al acercarme al corazón de un supervolcán. No obstante, el destino o el azar decidieron que justo allí encontrara la forma de huir —dijo, señalando con un amplio gesto el reactor en el que viajaban.

—Mis hijos preferían manipular la cúpula en noches de luna llena, pues se habían dado cuenta de que la Gran Madre era más moldeable entonces. Ahora sospecho la razón. En el plenilunio, cuando la luna está a un lado de la Tierra y el Sol al contrario, las fuerzas de marea, que no sólo afectan a los océanos, sino también a la roca fundida del interior del planeta, son más poderosas.

»Pero no era imprescindible que hubiera luna llena. Estaban indignados por mi huida y por la insolencia de los atenienses, y decidieron actuar cuanto antes.

» Cuando apenas faltaban unas horas para amanecer, sentimos cómo el suelo temblaba. La gente gritó de pavor, pero nadie murió, pues gracias a mi consejo el rey había congregado a todo su pueblo en la llanura del río Céfiso, al aire libre. Más de la mitad de los edificios de Atenas se derrumbaron: de haber estado durmiendo en sus casas, miles de atenienses habrían perecido.

—De modo que salvaste muchas vidas —dijo Joey.

—Así es. También me ayudaron Isashara y Minos, que en su rabia y precipitación no fueron lo bastante precisos. El epicentro del seísmo se hallaba en el mar. Un tsunami azotó la costa oeste de la región donde se encuentra Atenas, el Ática. Con el tiempo, los mitos hablarían de cómo Poseidón, señor de los terremotos, había enviado contra Atenas un monstruoso toro del mar, como llamaban a los tsunamis.

»Pero la flota ateniense estaba varada en la costa este del Ática, donde la ola gigante no la afectó.

»Los atenienses siempre fueron un pueblo orgulloso, audaz y a veces temerario, como demostraron siglos más tarde cuando se enfrentaron al poderoso imperio persa.

»Ahora, indignados por la destrucción de la ciudad, decidieron que estaban hartos de sufrir el yugo de la Atlántida y que era hora de sacudírselo. De modo que planearon lo que nadie se había atrevido a hacer jamás: invadir la Atlántida.

—¿Usted no trató de disuadirlos? —preguntó Alborada.

—No sabía muy bien qué hacer. Quería evitar el derramamiento de sangre. Pero salvar ahora diez mil vidas podría significar en el futuro cientos de miles de muertes.

»El rey Erecteo llamó a todos sus guerreros, armados con lanzas de punta de bronce y con grandes escudos forrados de piel de vaca. Y también convocó a los de las ciudades vecinas, como Eleusis, y a los de las islas más cercanas, como Egina o Salamina.

«Mientras los atenienses y sus aliados sacrificaban cien bueyes a su dios del cielo, Zeus, el suelo de la Atlántida empezó a temblar.

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