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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Aurora (6 page)

BOOK: Aurora
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¿Creéis que todo esto ha cambiado y que ha variado el carácter de la humanidad? ¡Ay, vosotros que conocéis el corazón humano, aprended a conoceros mejor!

19. Moral y embrutecimiento.

Las costumbres son la representación de las experiencias adquiridas por los hombres anteriormente respecto a lo que consideraron útil o nocivo; pero el estar apegado a las costumbres (la moral) no dice referencia ya a tales experiencias, sino a la antigüedad, santidad e incuestionabilidad de las costumbres. Por ello, este sentimiento se opone a que se corrijan las costumbres, lo que significa que la moral se opone a que se formen nuevas y mejores costumbres. En consecuencia, embrutece.

20. Los que obran libremente y los que piensan libremente.

Quienes obran libremente en la vida se hallan en una situación más desfavorable que quienes piensan libremente, dado que a los hombres les afectan de una forma más directa las consecuencias de los actos que las consecuencias de los pensamientos. Ahora bien, si tenemos en cuenta que unos y otros tratan de satisfacer sus inclinaciones y que quienes piensan libremente lo consiguen reflexionando sin más sobre lo prohibido y expresándolo, comprenderemos que se confundan los dos casos cuando se les considera sólo en relación con los motivos de la conducta. Y respecto a los resultados, quienes obran libremente aventajan a los que piensan libremente, siempre y cuando no se juzgue de acuerdo con lo que aparece de una forma más visible y vulgar; esto es, como lo hace todo el mundo.

Hay que rectificar las muchas calumnias que recayeron sobre los que violaron con sus acciones la autoridad de una costumbre, y a los que, por lo general, se les ha llamado criminales. A todos los que han echado por tierra la ley moral establecida se les ha considerado
malvados
en un primer momento; pero si dicha ley violada no se restablece y los hombres se habitúan al cambio, el calificativo irá variando paulatinamente. Toda la historia se reduce prácticamente a hablar de esos
malvados
a los que luego se les consideró
buenos
.

21. El «cumplimiento de la ley».

En el caso de que la observancia de un precepto conduzca a un resultado distinto del que se esperaba y se perseguía, y no reporte al sujeto que se ajusta a las buenas costumbres la felicidad prometida, sino dolor y miseria, siempre le queda al hombre sensible ante el deber y timorato el recurso de decir: «El error ha estado en la ejecución». Pero, al final, una humanidad oprimida que sufre profundamente, terminará declarando: «Es imposible cumplir bien el precepto: somos débiles y pecadores hasta el fondo de nuestra alma, y totalmente incapaces de ser morales; en consecuencia, no nos es lícito aspirar ni a la felicidad ni al triunfo. Los preceptos morales son para seres mejores que nosotros».

22. Las obras y la fe.

Los doctores protestantes siguen propagando ese error básico consistente en afirmar que lo único importante es la fe, y que las obras son una consecuencia natural de ella. Esta doctrina no es cierta, pero su apariencia es tan sugestiva que deslumbró a inteligencias más lúcidas que la de Lutero (me refiero a Sócrates y a Platón), pese a que nuestra experiencia diaria nos pruebe lo contrario.

A pesar de las promesas que encierran el conocimiento y la fe, éstos no pueden conferirnos ni fuerza ni habilidad para actuar. No pueden sustituir al hábito de ese mecanismo sutil y complejo que hay que poner en marcha para que algo pueda pasar de la representación al acto. Ante todo son las obras; es decir, ¡el ejercicio, el ejercicio y el ejercicio! La fe que necesitamos se nos dará por añadidura. ¡De eso podéis estar seguros!

23. En qué somos más sagaces.

Como durante miles de años se ha venido considerando que las cosas (la naturaleza, los instrumentos, cualquier objeto de propiedad) estaban vivas y animadas, y que podían dañar a los hombres al margen de sus intenciones, la sensación de impotencia de éstos ha sido mayor y más frecuente de lo que hubiera sido menester, ya que tenían que dominar a los objetos, de la misma forma en que dominaban a los otros hombres y a los animales: mediante la fuerza, la imposición, la adulación, los pactos y los sacrificios. Esto originó la mayoría de las costumbres supersticiosas, esto es, de una parte, quizá la mayor, y por supuesto la más inútilmente derrochada, de la actividad humana. No obstante, como la sensación de impotencia y de miedo se encontraba en un estado tan violento, tan constante y casi permanente de tensión, el sentimiento de poder ha venido desarrollándose de un modo tan sutil, que, en este terreno, el hombre actual puede competir con el más sensible de los mecanismos para cazar animales. Este sentimiento acabó convirtiéndose en su inclinación más fuerte. Casi puede decirse que el descubrimiento paulatino de los medios para satisfacer esa inclinación constituye la historia de la cultura.

24. La demostración del precepto.

Por regla general, el valor o el no valor de un precepto se demuestra por el hecho de que se consiga o no se consiga el resultado propuesto, siempre y cuando se siga aquél escrupulosamente. Sin embargo, no ocurre lo mismo con los preceptos morales, ya que, en este campo, no es posible comprobar, interpretar ni delimitar los resultados. Estos preceptos se basan en hipótesis de escaso valor científico, sin que quepa apelar a los resultados para demostrarlos o refutarlos. Con todo, en otras épocas, cuando las ciencias eran rudimentarias y primitivas y se exigía muy poco para considerar que algo quedaba demostrado, el valor o el no valor de un precepto moral se determinaba del mismo modo que el de cualquier otro precepto: recurriendo a los resultados.

Entre los indígenas de la América rusa hay un precepto que dice: «No eches ni al fuego ni a los perros los huesos de los animales». Y a título de demostración, añade: «Porque si lo haces, no tendrás buena suerte en la caza». Ahora bien, como por una razón u otra no se tiene suerte en la caza, no resulta fácil refutar, de este modo, el valor del precepto. En consecuencia, siempre se dará alguna circunstancia que demostrará aparentemente el valor de un precepto.

25. Las costumbres y la belleza.

No debemos ocultar un argumento a favor de las costumbres. Se trata de que los órganos de ataque y de defensa, tanto físicos como intelectuales, de quien se somete a ellas, de corazón y desde un primer momento, se atrofian; y ello le embellece cada vez más, dado que el ejercicio de dichos órganos y el sentimiento que les acompaña afea e impide el embellecimiento. Esta es la razón de que un babuino viejo sea más feo que uno joven, y que la hembra joven de esta especie animal sea más semejante al hombre y más bella que el resto de sus congéneres. Sáquese de aquí la correspondiente conclusión respecto al origen de la belleza en la mujer.

26. Los animales y la moral.

Las prácticas que se exigen en una sociedad refinada —precaverse de todo lo ridículo, extravagante y pretencioso; reprimir tanto las virtudes como los deseos violentos; ser ecuánime; someterse a las reglas; empequeñecerse—, en cuanto moral social, se da hasta en la escala más inferior del reino animal. Precisamente en esa escala más inferior descubrimos las ideas que se esconden tras la capa de todas esas amables reglamentaciones: se trata de escapar de los perseguidores y de resultar favorecido en la captura del botín. Por eso los animales aprenden a dominarse y a disfrazarse hasta el punto de que algunos llegan a adoptar el color de las cosas que les rodean (en virtud de las llamadas «funciones cromáticas»), a simular que están muertos, a adquirir la forma y el color de otros animales, o la apariencia de la arena, de las hojas, de los líquenes o de las esponjas (eso que los naturalistas ingleses llaman
mimicry
: mimetismo).

De igual forma, el individuo se esconde tras la universalidad del término genérico «hombre» o se confunde con la «sociedad», o se adapta plenamente a la forma de ser de los príncipes, a las castas, a los partidos o a las opiniones de su época y de su país. Todas estas formas sutiles de aparentar felicidad, agradecimiento, poder o amor tienen su equivalencia en el reino animal. También comparte el hombre con el animal el sentido de la verdad, el cual, en última instancia, se reduce al sentido de la seguridad; procurar no dejarse engañar o confundir por uno mismo; escuchar con recelo las voces de nuestras pasiones; dominarse y desconfiar de uno mismo; todo eso es entendido de igual forma por el animal que por el hombre: también en aquél el autodominio nace del sentido de la realidad, de la prudencia.

Del mismo modo, el animal observa los efectos que produce en la imaginación de los demás animales, y aprende a dirigir su mirada sobre sí mismo, a considerarse objetivamente y, en cierta medida, a autoconocerse. El animal aprecia los movimientos de sus enemigos y de los seres a los que puede considerar amigos, y llega a obtener un conocimiento minucioso de las particularidades de unos y de otros. Renuncia, de una vez por todas, a enfrentarse con los ejemplares de una determinada especie, y al acercarse a ciertas especies de animales, adivina sus intenciones pacíficas o bélicas. Los orígenes de la justicia, de la templanza, de la valentía —en una palabra, de todo lo que designamos con el nombre de virtudes socráticas— están en los animales. Tales virtudes son una consecuencia de los instintos que llevan a buscar el sustento y a escapar de los enemigos. En consecuencia, si consideramos que todo lo que ha hecho el hombre superior ha sido elevar y refinar la calidad de sus alimentos y la idea de lo que considera contrario a su naturaleza, habremos de concluir que el fenómeno moral es algo que afecta a todo el reino animal.

27. El valor de la creencia en las pasiones sobrehumanas.

La institución matrimonial hace que se mantenga obstinadamente la creencia de que aunque el amor sea una pasión, se trata de una pasión susceptible de durar en cuanto a tal; de que la regla es el amor duradero, de que dura toda una vida. En virtud de la tenacidad de una noble creencia, sostenida a pesar de que sus refutaciones son tan frecuentes que casi constituyen la regla, la institución matrimonial ha revestido el amor de una nobleza superior. Toda aquella institución que ha otorgado a una pasión el convencimiento de que ésta es duradera y la responsabilidad de hacer que sea así, aun en contra de lo que es en sí una pasión, le ha conferido un nuevo rango. Desde ese momento, quien se siente dominado por dicha pasión, no se verá disminuido ni en una situación de peligro, sino que, por el contrario, pensará que dicha pasión le eleva ante sus ojos y los de los demás. Consideremos las instituciones y costumbres que han convertido el arrebato pasional de un momento en una fidelidad eterna, el placer de la ira en una venganza eterna, la desesperación en un duelo eterno, la palabra de un día en un compromiso eterno y exclusivo. A causa de semejantes transformaciones, se ha introducido en el mundo mucha hipocresía y mucha mentira, pero también, y sólo a este precio, se ha generado una concepción sobrehumana que eleva al hombre.

28. La disposición de ánimo como argumento.

¿De dónde procede esa gozosa disposición de ánimo que se apodera de nosotros cuando vamos a realizar un acto? Esta cuestión ha preocupado mucho a los seres humanos. La respuesta más antigua y todavía muy extendida es que la causa de ello es Dios, quien nos hace saber así que aprueba nuestra decisión. En los tiempos en que se consultaba a los oráculos, quienes los interrogaban querían volver a sus casas con esa gozosa disposición de ánimo, y cuando se encontraban ante varias alternativas posibles, deshacían sus dudas diciéndose: «Haré lo que vaya acompañado de este sentimiento». No se decidían por lo más razonable, sino por aquello que, al imaginarlo, les colmaba el alma de resolución y de esperanza. En la balanza que determinaba la decisión pesaba más la buena disposición del alma que la razón, y ello porque se interpretaba dicha disposición de una forma supersticiosa, esto es, como el efecto producido por un Dios que garantizaba, así, el éxito y que manifestaba mediante este lenguaje una sabiduría superior. Consideremos, sin embargo, las consecuencias que se siguen de semejante prejuicio cuando lo utilizaban —y lo utilizaban— individuos astutos y ávidos de poder. Disponiendo los ánimos favorablemente no hace falta dar ningún argumento y se pueden superar todas las objeciones.

29. Los comediantes de la virtud y del pecado.

Entre los hombres que se hicieron célebres en la antigüedad a causa de su virtud hubo, al parecer, muchos que
representaban la comedia incluso delante de ellos mismos
. Ello ocurrió principalmente entre los griegos que, como cómicos consumados que eran, empezaron fingiendo inconscientemente para acabar convenciéndose de lo útil que resulta fingir. Por otra parte, como la virtud de cada uno competía y emulaba la virtud de otro o del resto, no se rehuía recurso alguno para hacer alarde de virtud. ¿De qué servía una virtud si no se podía hacer ostentación de ella o no quedaba por sí misma de manifiesto? El cristianismo puso un freno a estos comediantes de la virtud. Introdujo la costumbre de mostrar los pecados propios en público, de hacerlos ostensibles, e hizo que la gente
fingiera
ser pecadora, cosa que todavía hoy está bien considerada entre los buenos cristianos.

30. La crueldad refinada como virtud.

He aquí una inclinación moral totalmente basada en
la tendencia a lo distinguido
, que no debe inspirarnos demasiada confianza. ¿De qué inclinación se trata? ¿Qué segunda intención la rige? Consiste en tender a que el hecho de contemplarnos haga daño al prójimo, que despierte su espíritu de envidia, así como un sentimiento de impotencia y de inferioridad; en hacer que experimente lo amargo de su destino, poniéndole en la lengua una gota de «nuestra» miel, a la vez que les miramos de los pies a la cabeza con aire de superioridad. Ya le tenemos humillado, hasta el punto de que resulta perfecto en su humildad. Ahora buscad aquéllos a quienes iba a atormentar, desde mucho tiempo atrás, a causa de su humildad, y pronto daréis con ellos. Aquél se muestra compasivo con los animales, y se le admira por ello, mientras que, de este modo, hace a determinadas personas objeto de su crueldad. Observad a un gran artista: el placer que saborea previamente al imaginar la envidia que despertará en sus rivales al superarles, le proporciona una energía que no le permitirá reposo alguno hasta no llegar a convertirse en una celebridad. Considerad la castidad de la monja: ¡con qué ojos amenazadores mira a las mujeres que no llevan una vida retirada! ¡Qué alegría vengativa hay en esa mirada! El tema no da para mucho, pero sus variaciones son tan numerosas que nunca llegará a aburrirnos, pues afirmar que la moral de la distinción se reduce, en última instancia, al placer que proporciona la crueldad refinada, constituye una novedad demasiado paradójica y casi ofensiva. Ahora bien, he de señalar que me estoy refiriendo a la primera generación, pues cuando el hábito de una acción que distingue se hace
hereditario
, la intención última no se transmite (lo que se hereda son los sentimientos, no los pensamientos). De este modo, en la segunda generación no se da ya el goce de la crueldad, a menos que lo reactive la educación, quedando sólo el placer que suministra el hábito de esa acción por sí misma. Pero este placer constituye el primer grado del bien.

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