Tercera entrega de la saga
Cienfuegos
, esta novela narra las aventuras de su protagonista desde que conoce, por primera vez en su vida y para su sorpresa y estupor, a una mujer negra de carne y hueso.
«—¿Negra? —se asombró Cienfuegos, incapaz de aceptar lo que acababa de oír—. ¿Pretender hacerme creer que eres una mujer y además negra?»
Pero, naturalmente, el canario no pone objeciones:
«—Cada cual escoge el color de piel que más le gusta —sentencia—. Y el tuyo es el más sufrido; se ensucia menos…»
En el indómito Nuevo Mundo, Cienfuegos se enfrentará a peripecias y peligros extremos y ambos iniciarán una relación tan peculiar y extraña como ellos mismos, en el marco de un territorio hostil y desconocido.
Alberto Vázquez-Figueroa
Azabache
Saga Cienfuegos III
ePUB v2.0
Semitono07.05.12
Título original:
Azabache
Alberto Vázquez-Figueroa, 1989.
Diseño portada: Departamento de diseño de Random House Mondadori
Fotografía de la portada: Tonystone
Editor original: Semitono (v1.0 a v2.0)
Corrección de erratas: Semitono
ePub base v2.0
—¿Por qué estás tan sucio?
—No es que esté sucio… —fue la desconcertante respuesta—. Es que soy negra.
—¿Negra? —se asombró
Cienfuegos
incapaz de aceptar lo que acababa de oír—. ¿Pretendes hacerme creer que eres una mujer y además negra?
—Exactamente.
El canario estudió con detenimiento el corto, áspero y ensortijado cabello; los enormes y oscuros ojos muy brillantes; los gruesos labios que servían de marco a unos enormes dientes de un blanco que casi hería a la vista; el delgado y musculoso cuerpo de imprecisas formas que se ocultaba apenas bajo una especie de descolorida camisa hecha jirones, y por último agitó la cabeza con evidente desconcierto:
—Jamás imaginé que existiera una mujer negra —señaló—. Me habían contado que en Africa existían negros, pero nadie mencionó nunca nada sobre negras.
—Tú debes ser bastante bruto —fue la sincera respuesta de la muchacha que había tomado asiento al borde del catre—. ¿Cómo diablos suponías que podían existir negros sin negras que los trajeran al mundo? ¡Es lo lógico!
—No tan lógico… —le hizo notar el gomero con naturalidad—. Yo siempre fui pastor, y entre mis cabras, que solían ser grises, blancas o pardas, nacía de vez en cuando una negra sin que nadie supiera la razón. Lo mismo ocurre con los conejos, los perros, las ovejas, e incluso las vacas. Hay muchos toros negros, pero muy pocas vacas negras. Supuse que en Africa ocurriría lo mismo.
—¡Pues ya ves que no es así! —replicó la muchacha molesta o impaciente—. Yo soy negra, mis padres eran negros y mis abuelos retintos… ¿Alguna objeción?
—¿Por qué había de tenerla? —se sorprendió el canario—. Cada cual escoge el color de piel que más le gusta. Y el tuyo es más sufrido; se ensucia menos.
La otra le observó un tanto amoscada puesto que se sentía incapaz de discernir si se estaba enfrentando a un auténtico estúpido, o a alguien que intentaba tomarle el pelo, para señalar al fin desabridamente:
—Me da la impresión de que el sol te ha secado el cerebro. ¿Qué hacías en medio del mar en una miserable canoa, sin agua y sin comida?
—El náufrago… —fue la respuesta—. ¿Qué otra cosa querías que hiciera?
La muchacha no pudo evitar ahora una leve sonrisa, y cambiando el tono, sentenció:
—Será mejor que empecemos otra vez desde el principio…: tú estás aquí tumbado, inconsciente, y yo te cuido. Abres los ojos, me miras y te pregunto: ¿Cómo te encuentras? En ese momento, en lugar de responder, «¿Por qué estás tan sucia?», deberías decir: Bien… O mal… O contento de estar vivo…
—Estoy mal, pero contento de estar vivo.
—¿Cómo te llamas?
—
Cienfuegos
… ¿Y tú?
—Azava-Ulué-Ché-Ganvié. Pero todos me llaman
Azabache
. ¿De dónde eres?
—De La Gomera.
—¿Dónde está eso?
—En las islas Canarias.
—¿Eres español? ¿De los que navegan con el Almirante Colón? —Ante el mudo gesto de asentimiento, la negra afirmó repetidamente con la cabeza—. Al
Capitán Eu
le gustará la noticia —dijo—. Anda como loco buscando algún rastro de las naves de Colón.
—¿Quién es el
Capitán Eu
? —quiso saber el canario.
—Mi amo: Euclides Boteiro, capitán del
São Bento
.
—¿Tu amo? —se asombró el otro.
—Pagó un barril de ron por mí —añadió la africana con un cierto orgullo en la voz—. Jamás se había pagado tanto por una chica de mi pueblo.
—¿Pretendes hacerme creer que eres esclava…? —Ante el leve gesto de asentimiento, el pelirrojo recorrió con la vista la estrecha y sucia camareta que hedía a brea, sudor y orines, e inquirió—: ¿Quiere eso decir que éste es uno de esos barcos portugueses que bajan a las costas de Africa a cazar esclavos?
—Lo era. —
Azabache
parecía muy segura de lo que decía—. Ahora yo soy la única negra a bordo… —Sonrió divertida—. El
São Bento
ya no se dedica a cazar esclavos, sino a pescar náufragos al otro lado del «Océano Tenebroso». —Hizo una corta pausa y extendiendo la mano, le acarició la hirsuta barba con un simpático ademán amistoso—: ¡Cuéntame cómo has llegado hasta aquí! —pidió.
—Es una historia muy larga.
—Tenemos tiempo, puesto que creen que aún duermes. —Le apretó con un dedo la punta de la nariz y bajó mucho la voz—. Y más vale que me lo cuentes antes a mí que al Capitán. Yo te aconsejaré lo que debes decirle y lo que no, porque si no le gusta tu historia te hará colgar del palo mayor.
—¿Colgarme? —repitió
Cienfuegos
irguiéndose hasta quedar semisentado en la estrecha litera—. ¿Por qué diablos iba a querer colgarme? Yo no he hecho nada.
—Al
Capitán Eu
le gusta colgar a la gente… —fue la sencilla respuesta carente de todo dramatismo—. Es su única diversión a bordo, y ya lo ha hecho con cuatro en este viaje. El último aún se pudre en la cruceta.
—¡Pero bueno…! —se lamentó desalentado el cabrero—. Escapo de un salvaje que me quiere cortar la cabeza, y caigo en manos de otro que me quiere colgar. ¡Perra suerte la mía! ¿Qué clase de bestia es esa que ahorca a la gente por diversión?
—El borracho más astuto que he conocido. Y el más gordo. Y sucio. ¡Un asco! A veces me obliga a sentarme en su butaca, se arrodilla metiendo la cabeza entre mis muslos, y se pone a gruñir y a rezongar durante horas. Parece un cerdo intentando comerse una trufa demasiado profunda.
—¡Qué horror! ¿Y tú qué haces?
—Despiojarle.
—¿Cómo has dicho…? —inquirió el canario temiendo haber oído mal—. ¿Despiojarle?
Azabache
asintió con un leve encogimiento de hombros:
—No siempre lo consigo —replicó con naturalidad— porque a veces no me deja que le quite la gorra. El muy puerco no se la quita ni para dormir. —Le tiró de la barba—. Olvídate del Capitán que ya tendrás tiempo de conocerle y cuéntame tu historia. Recuerda que te juegas el gañote…
Cienfuegos
estudió detenidamente el extraño espécimen humano que se había cruzado en su camino, y aunque le costaba un gran esfuerzo hacerse a la idea de que se trataba de una mujer negra, puesto que continuaba pareciéndole tan sólo un escuálido grumete demasiado sucio, llegó a la conclusión de que mostraba un sincero interés por protegerle, por lo que dedicó la siguiente hora a hacerle un somero recuento de las mil vicisitudes que le habían acaecido desde el malhadado día en que tuvo la pésima ocurrencia de colarse, como polizón, en la nao capitana del Almirante Colón, allá en La Gomera.
—¡Diantres! —no pudo por menos que exclamar
Azabache
al finalizar el relato—. ¡Y yo que creía haber pasado calamidades…! ¡Qué vida tan perra!
—No lo sabes tú bien —se lamentó el isleño—. Y por lo visto mi suerte no ha cambiado. ¿Por qué tiene tu Capitán tanta afición a ahorcar a la gente?
—Desconfía de todos… —musitó la negra en voz muy baja—. El
São Bento
ha sido enviado por el Rey de Portugal para intentar averiguar el derrotero de los navíos españoles hacia Cipango y el Catay, parece ser que eso está en contra de un acuerdo firmado entre los dos países, y de ahí el secreto. Hay varios españoles renegados a bordo, algunos que incluso acompañaron a Colón en su primer viaje, pero nunca se sabe si están a favor o en contra.
Eu
los necesita, pero no se fía de ellos.
—Tal vez conozca a alguno… —apuntó el gomero—. ¿Sabes si me han reconocido?
—¿Reconocerte? —se asombró
Azabache
—. Cuando te subieron a bordo parecías un pollo desplumado… —Meditó unos instantes y, por último, señaló convencida—: No creo que sea buena idea que le cuentes al gordo todo lo que sabes, pero tampoco lo es que finjas que no sabes nada. Si te considera una boca inútil, te echará a los peces… Si quieres vivir el mayor tiempo posible, lo mejor que puedes hacer es convencerle de que conoces la ruta hacia la Corte del Gran Kan.
—¡Pero eso es absurdo! —protestó el canario—. No existe tal ruta. Por aquí no hay más que un conjunto de islas e islotes poblados por salvajes que jamás han oído hablar del Gran Kan.
—Cuéntale eso al Capitán, y a las dos horas estarás muerto —sentenció la negra—. Se librará de ti y pondrá proa a Lisboa, a apuntarse la gloria de confirmar que el camino más corto hacia Cipango tiene que seguir siendo Africa como asegura Vasco de Gama…
—¡Sabes muchas cosas! —se maravilló
Cienfuegos
.— ¿Quién te las ha enseñado?
—La necesidad —le hizo notar ella—. Llevo cuatro años sin poner pie en tierra, y he aprendido a tener las orejas abiertas y la boca cerrada. Ya hablo español y portugués mejor que el dahomeyano, y si no me espabilara hace tiempo que estaría en las tripas de los tiburones o pasando de mano en mano por toda la tripulación. —Se puso en pie—. Y ahora debo irme; es la hora de cenar del gordo. Le diré que continúas inconsciente pero dedica la noche a pensar en cuanto te he dicho, —le tiró con afecto de la barba—. Tal vez consigamos ayudarnos mutuamente. Estoy hasta los rizos de este sucio barco.
Abandonó la diminuta estancia cerrando a sus espaldas, y el gomero
Cienfuegos
permaneció tumbado cara a las carcomidas tablas del techo, meditando sobre su difícil situación.
Una vez más tenía problemas.
Una vez más se encontraba metido en un embrollo, y tras mucho darle vueltas llegó a la conclusión de que negros y portugueses era cuanto necesitaba para acabar de complicar su ya de por sí azarosa existencia.
No había bastado al parecer con los feroces caníbales que pretendían devorarle, los salvajes guerreros que arrasaban a sangre y fuego el «Fuerte de la Natividad», las sucias trapacerías de un ambicioso Almirante, las maldades de un grupo de desertores españoles, los celos de un indio marica, o el desmedido apetito de unos tristes «lagartos» convertidos en gigantescos caimanes… Por si todo ello fuera poco, se les añadía ahora una negra loca y unos «espías» portugueses mitad traficantes de esclavos, mitad piratas.
—¡Voy progresando! —admitió—. Ahora tan sólo me enfrento a un piojoso gordinflón al que le divierte ahorcar a la gente.