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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

Azazel (28 page)

BOOK: Azazel
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—Lo haré, lo haré —exclamó.

Y así lo ha hecho siempre desde entonces. En la actualidad, es el detective más famoso de la Policía, y ha sido ascendido al grado de detective de clase media, con despacho en el sótano, justo al lado de la lavadora. Está casado con Minerva y viven juntos en una paz ideal.

Ella se pasa la vida comprobando una y otra vez en un éxtasis de felicidad la superior gratificación de los besos de Vandevanter. A veces ella pasa voluntariamente toda la noche con algún hombre de buena presencia que parece adecuado para la investigación, pero el resultado siempre es el mismo: Vandevanter es el mejor. En la actualidad, ella es madre de dos hijos, y uno de ellos presenta un ligero parecido con Vandevanter.

Y eso para que luego andes diciendo que mis esfuerzos y los de Azazel siempre conducen al desastre.

—Pero —dije—, si acepto tu historia, estabas mintiendo cuando le aseguraste a Vandevanter que Minerva nunca había tocado a otro hombre.

—Lo hice para salvar a una joven e inocente doncella.

—Pero ¿cómo es que Vandevanter no detectó la mentira?

—Supongo —dijo George, limpiándose los restos de queso de los labios— que fue por mi aire de inexpugnable dignidad.

—Yo tengo otra teoría —dije—. Creo que ni tú, ni tu presión sanguínea, ni la conductividad eléctrica de tu piel, ni tus sutiles reacciones hormonales pueden ya notar la diferencia entre lo que es verdad y lo que no lo es; y tampoco puede hacerlo nadie que dependa para ello de los datos obtenidos estudiándote.

—Eso es ridículo —dijo George.

Vuelo de fantasía

Cuando como con George, tengo buen cuidado de no pagar con una tarjeta de crédito, lo hago siempre en metálico, ya que eso le permite practicar su amistosa costumbre de quedarse con el cambio. Naturalmente, yo me encargo de que éste no sea excesivo, y dejo aparte una propina.

Esta vez, habíamos almorzado en el «Boathouse» y regresábamos a pie por Central Park. Era un día espléndido, un poco caluroso, así que nos sentamos a descansar en un banco situado a la sombra.

George contempló un pájaro que estaba posado sobre una rama, con los nerviosos movimientos típicos de los pájaros, y luego le siguió con la vista cuando emprendió el vuelo.

—Cuando yo era niño —dijo—, me irritaba que esos bichos pudieran surcar los aires, y yo, no.

—Supongo que todos los niños envidian a los pájaros —comenté yo—. Y los adultos también. Sin embargo, los seres humanos «pueden» volar, y pueden hacerlo con más rapidez y a más distancia que ningún pájaro. Mira ese avión que dio la vuelta al mundo en nueve días, sin escalas ni repostar. Ningún pájaro podría hacer eso.

—¿Qué pájaro querría hacerlo? —replicó George, con desprecio—. No estoy hablando de sentarse en una máquina que vuela, ni tampoco de balancearme colgado de un planeador. Eso son componendas técnicas. Yo me refiero a tener el control de todo: agitar suavemente los brazos y elevarse y moverse a voluntad.

—Quieres decir, verse libre de la gravedad —suspiré—. Una vez soñé eso, George. Una vez soñé que podía dar un salto en el aire y mantenerme allí con sólo mover los brazos y luego descender lenta e ingrávidamente. Por supuesto, yo sabía que eso era imposible, así que di por descontado que estaba soñando. Pero entonces, en mi sueño, parecí despertar y encontrarme en la cama. Salté de la cama y descubrí que «todavía» podía evolucionar libremente en el aire. Y como me parecía que había despertado, creí que en realidad podía hacerlo. Luego desperté «realmente» y me encontré con que seguía tan prisionero de la gravedad como siempre. Experimenté una intensa decepción, una aguda sensación de pérdida. Tardé días en recuperarme.

Y, casi inevitablemente, George dijo:

—Yo he conocido algo peor.

—¿Sí? Tuviste un sueño similar, ¿verdad? Sólo que más grande y mejor, ¿no?

—¡Sueños! Yo no me ocupo de sueños. Eso se lo dejo a los escritorzuelos de tres al cuarto como tú. Yo estoy hablando de la realidad.

—Quieres decir que estuviste volando realmente. ¿Debo creer que estuviste en una nave espacial en órbita?

—En una nave espacial, no. Aquí mismo, en la Tierra… Y no fui yo, sino mi amigo Baldur Anderson…, pero supongo que será mejor que te cuente la historia…

La mayoría de mis amigos —dijo George— son intelectuales y profesionales, como tal vez te consideres tú mismo, pero Baldur, no. Él era taxista, sin mucha instrucción, pero con un profundo respeto hacia la Ciencia. Pasamos juntos muchas veladas en nuestro bar favorito, bebiendo cerveza y hablando del «big bang», de las leyes de la termodinámica, de la ingeniería genética y otras cosas por el estilo. Siempre se sentía muy agradecido a mí por el hecho de que le explicara estas arcanas materias, e insistía, pese a mis protestas, como puedes suponer, en pagar la cuenta.

Tan sólo había un aspecto desagradable en su personalidad: era un incrédulo. No me refiero al incrédulo filosófico que rechaza un aspecto de lo sobrenatural, se afilia a alguna organización humanista secular y se expresa con sumo cuidado en un lenguaje que nadie entiende por medio de artículos publicados en revistas que nadie lee. ¿Qué mal hay en eso?

Quiero decir que Baldur era lo que en los viejos tiempos se habría llamado el ateo del pueblo. Entablaba discusiones en el bar con personas tan ignorantes en estas cuestiones como él, y las desarrollaban con voces destempladas y lenguaje chabacano. No era un intercambio de sutiles razonamientos. La discusión típica venía a ser algo así:

—Bueno, ya que eres tan listo, cabeza de chorlito —decía Baldur—, dime dónde encontró Caín a su mujer.

—¿Y a ti qué te importa? —replicaba su adversario.

—Porque, según la Biblia, Eva era la única mujer que vivía en aquel tiempo —continuaba él.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo dice la Biblia.

—Eso no es verdad. Enséñame dónde dice: «En aquel tiempo, Eva era la única tía en toda la Tierra.»

—Se sobrentiende.

—Claro, se sobrentiende, porque tú lo digas.

—¿Ah, sí?

—¡Sí!

—Baldur —le decía—, no hay por qué discutir sobre cuestiones de fe. No se resuelve nada, y sólo se crean desavenencias.

Baldur replicaba con beligerancia.

—Yo tengo el derecho constitucional a no tragarme esas paparruchas, y a expresarlo así.

—Naturalmente, pero un día de éstos uno de los caballeros aquí presentes que están consumiendo brebajes alcohólicos podría soltarte un puñetazo antes de pararse a recordar la Constitución.

—Se supone que esos tipos ponen la otra mejilla —dijo Baldur—. También lo dice la Biblia: «No os alborotéis por el mal. Dejadlo pasar.»

—Podrían olvidarlo.

—No me importa. Sé defenderme.

Y era cierto, pues se trataba de un hombre corpulento y musculoso, con una nariz que parecía como si hubiese detenido muchos puñetazos y unos puños que daban la impresión de haber ejercitado ejemplar venganza por tales actos.

—Estoy seguro de ello —dije—, pero en las discusiones sobre religión sueles estar solo frente a varias personas. Una docena de individuos, actuando de común acuerdo, podrían muy bien reducirte a algo semejante a una pulpa informe. Además —añadí—, supón que ganas una discusión sobre una determinada cuestión religiosa, en ese caso podrías hacer que uno de estos caballeros perdiera su fe. ¿Crees realmente que debes ser responsable de una pérdida semejante?

Baldur pareció turbarse, pues era hombre de buen corazón.

—Yo nunca digo nada —replicó— sobre partes realmente delicadas de la religión. Yo hablo acerca de Caín, y de que Jonás no pudo vivir tres días dentro de ninguna ballena, y de lo de andar sobre el agua. Pero no digo nada «realmente» grave. Nunca digo nada contra Santa Claus, ¿no? Escucha, una vez le oí a un tipo decir a voces que Santa Claus sólo tenía ocho renos y que no había ningún Rudolph, el reno de nariz roja que tira siempre del trineo. Y le dije: «¿Quieres hacer desdichados a los críos?», y le arreé un guantazo. Y tampoco dejo que nadie diga nada contra el Muñeco de Nieve.

Naturalmente, tanta sensibilidad me conmovió.

—¿Cómo es que llegaste a esta situación, Baldur? —le pregunté—. ¿Qué fue lo que te convirtió en tan furibundo incrédulo?

—Los ángeles —dijo, frunciendo el ceño.

—¿Los ángeles?

—Sí. Cuando era niño, veía cuadros de ángeles. ¿Tú habrás visto alguna vez cuadros de ángeles?

—Naturalmente.

—Tenían alas. Tenían brazos, piernas y en la espalda grandes alas. De niño, yo solía leer libros de Ciencia, y esos libros decían que todo animal con columna vertebral tenía cuatro miembros: cuatro aletas, cuatro patas, dos patas y dos brazos, o dos patas y dos alas. A veces, desaparecían las dos patas traseras, como en el caso de las ballenas, o las dos patas delanteras, como en los apteryx
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, o las cuatro patas, como en las serpientes. Sin embargo, ninguno podía tener más de cuatro. Así que, ¿cómo es que los ángeles tienen seis miembros, dos piernas, dos brazos y dos alas? Tienen columna vertebral, ¿no? No son insectos. Le pregunté a mi madre cómo era eso, y me dijo que cerrara el pico. Yo entonces pensaba muchas cosas de ésas.

—En realidad, Baldur, no puedes tomar al pie de la letra esas representaciones de los ángeles —dije—. Esas alas son simbólicas. Indican, simplemente, la velocidad con que los ángeles se mueven de un sitio a otro.

—¡Oh!, ¿sí? —exclamó Baldur—. Pregúntales a esos tipos que leen la Biblia si los ángeles tienen alas. «Ellos» creen que sí. Son demasiado, estúpidos para entender lo de los seis miembros. Todo el asunto es estúpido. Además, me fastidia lo de los ángeles. Si ellos vuelan, ¿por qué no puedo volar «yo»? No es justo.

Su labio inferior se proyectó hacia delante, y pareció a punto de echarse a llorar. Sentí que se me ablandaba el corazón y traté de encontrar alguna forma de consolarle.

—Si es eso, Baldur —dije—, cuando mueras y vayas al cielo, tendrás alas, un aureola, y un arpa, y entonces podrás volar tú también.

—¿Tú crees esa basura, George?

—Bueno, no exactamente, pero sería reconfortante creerlo. ¿Por qué no lo intentas?

—No pienso hacerlo, porque no es científico. Toda mi vida he deseado volar…, personalmente, sólo yo y mis brazos. Imagino que tiene que haber alguna forma de que pueda volar solo, aquí en la Tierra.

Yo seguía queriendo consolarle, así que, después de haber rebasado quizás en media copa mi limite de abstinencia, dije de manera imprudente:

—Estoy seguro de que hay una forma.

Sus ojos reflejaban reproche, y estaban ligeramente inyectados en sangre.

—¿Me estás tomando el pelo? —dijo—. ¿Te estás burlando de un sincero deseo de infancia?

—No, no —respondí, y de pronto me di cuenta de que se había tomado, quizás, una docena de copas de más y que su puño derecho se estaba crispando de una manera sumamente ominosa—. ¿Me burlaría yo de un sincero deseo de infancia? ¿Ni, incluso, de una obsesión de adulto? Lo que pasa es que conozco… a un científico que tal vez sepa la forma de hacerlo.

Todavía parecía beligerante hacia mí.

—Pregúntaselo —dijo—, y luego dime qué te responde. No me gustan las personas que se burlan de mí. No está bien. Yo no me burlo de ti, ¿no? Ni tampoco menciono el hecho de que nunca pagas una cuenta, ¿verdad?

Eso era pisar terreno peligroso. Apresurado, dije:

—Voy a consultar a mi amigo. No te preocupes. Yo lo arreglaré todo.

En resumidas cuentas, pensaba que más me valía hacerlo. No quería perder mi suministro de bebidas gratis, y menos aún quería convertirme en objeto del resentimiento de Baldur. Él no creía en las admoniciones bíblicas de ama a tus enemigos, bendice a quien te maldice y haz el bien a quien te odia. Baldur creía en arrearles un guantazo.

Así, pues, consulté con mi ultraterreno amigo Azazel. ¿Te he dicho alguna vez que tengo…? ¿Sí? Bueno, pues consulté con él.

Como de costumbre, Azazel estaba de un humor terrible cuando le hice venir junto a mí.

Tenía la cola torcida en insólito ángulo, y cuando le pregunté sobre el particular, prorrumpió en un torrente de estridentes comentarios acerca de mis antepasados…, asuntos con respecto a los cuales era imposible que supiera nada.

Deduje que, accidentalmente, le habían pisado. Es un ser muy pequeño, de unos dos centímetros de estatura desde la base de la cola hasta la parte superior de la cabeza, y sospecho que aun en su propio mundo ha de estar siempre bajo los demás. Ciertamente, en esta ocasión había estado debajo de alguien, y la humillación de haber sido demasiado pequeño como para que hubiera sido advertida su presencia le había enfurecido.

Con tono apaciguador, le dije:

—Si tuvieras la capacidad de volar, oh «Poderoso a quien el Universo entero rinde homenaje», no te verías expuesto a las torpezas de los abyectos patanes.

Esto pareció levantarle el ánimo. Repitió para sus adentros la frase final con un murmullo, como si la estuviera reteniendo en la memoria para un futuro uso. A continuación dijo:

—Yo «puedo» volar, oh «Masa horrible de despreciable carne», y habría volado si me hubiera tomado la molestia de advertir la presencia del individuo de clase baja que, en su torpeza, cayó contra mí… De todos modos, ¿qué es lo que quieres? —preguntó finalmente con un gruñido, aunque el agudo timbre de su vocecilla hizo que más bien sonara como un zumbido.

—Aunque tú puedas volar, oh «Sublime», hay personas en mi mundo que no pueden —dije con voz suave.

—En tu mundo no hay personas que «puedan». Son tan toscos, abotagados y torpes como otros tantos
shalidraconiconios
. Si supieras algo de aerodinámica, miserable insecto, sabrías…

—Me inclino ante tu superior conocimiento, oh «Tú el más sabio de los sabios», pero se me había ocurrido que podrías preparar un poco de antigravedad.

—¿Antigravedad? ¿Sabes cómo…?

—«Mente colosal» —dije—, ¿puedo recordarte que ya lo has hecho antes?
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—Aquello, según recuerdo, fue sólo para un tratamiento parcial —dijo Azazel—. Apenas lo suficiente para permitir a una persona desplazarse sobre las crestas de los montones de agua helada que tenéis en vuestro horrible mundo. Según entiendo, ahora me pides algo más extremo.

—Sí, tengo un amigo al que le gustaría volar.

—Tienes amigos bastante extraños.

Se sentó sobre la cola, como hacía a menudo cuando quería pensar, y dio un salto al tiempo que emitía un agudo grito de dolor, pues había olvidado el estado contusionado de su extremidad caudal.

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