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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (138 page)

BOOK: Azteca
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Sin embargo, él había llevado consigo dos cosas para sustentar su extraña historia. Una era un papel de corteza llevando la cuenta de los que habían muerto: más de cien de los kimpech, entre hombres, mujeres y niños; cuarenta y dos de los forasteros, y una indicación de que los kimpech habían tenido que pelear muy fuerte contra esas nuevas y terribles armas. Como fuera, los defensores habían podido repeler a los invasores. Los hombres blancos se batieron en retirada hacia sus canoas y de allí a sus barcos, que extendiendo sus alas se perdieron de vista, otra vez, más allá del horizonte. La otra cosa que había traído el mensajero era la cara de un hombre blanco muerto, que había sido desollada de su cabeza, con todo su pelo y su barba, y la traía seca y tiesa dentro de una horquilla de sauce. Más tarde tuve la oportunidad de verla y se parecía mucho a las de los otros hombres que había conocido, por lo menos la misma piel color de cal, pero su pelo y su barba eran de un color todavía más extraordinario: eran tan amarillos como el oro.

Motecuzoma recompensó al mensajero por haber traído ese trofeo, pero después de que el hombre se fue, se refirió a ellos maldiciéndolos mucho, por lo tontos que eran los maya: «¡Imagínense, atacar a visitantes que bien pudieran ser dioses!».

Y con gran agitación se encerró con su Consejo de Voceros, sus sacerdotes, sus adivinos, sus profetas y hechiceros. Pero a mí no me pidió que me reuniera en esa conferencia y si llegaron a alguna conclusión, yo no oí nada acerca de eso.

Sin embargo, un poco más de un año después, en el año Trece-Conejo, el año en que yo cumplí mi gavilla de años, los hombres blancos se dejaron ver de nuevo en el horizonte, pero esa vez Motecuzoma me llamó para tener una conferencia privada con él.

«Para variar —dijo—, esta noticia no ha sido traída por un maya de frente puntiaguda y cerebro pequeño; lo ha hecho un grupo de nuestros propios
pochteca
, que en aquellos momentos estaban comerciando a lo largo de la costa del mar del este. Se encontraban en Xicalanca cuando seis de esos barcos llegaron y ellos tuvieron el buen sentido de no sentir pánico ni dejar que éste cundiera entre la población».

Yo recordaba muy bien Xicalanca, el bellísimo pueblo situado entre el océano azul y una laguna verde, en la nación de Cupilco.

«Así es que allí no hubo lucha —continuó Motecuzoma—, a pesar de que esta vez los hombres blancos eran doscientos cuarenta y de que los nativos estaban muy asustados. Nuestros firmes
pochteca
tomaron el mando de la situación, hicieron que todo el mundo conservara la calma e incluso persuadieron al gobernante Tabascoöb para que les diera la bienvenida a los recién llegados. Así es que los hombres blancos no causaron ningún problema, no saquearon ningún templo, no robaron nada, ni siquiera molestaron a las mujeres y se volvieron a ir, después de haber pasado el día admirando el pueblo y probando la comida nativa. Por supuesto que nadie pudo comunicarse con ellos en su propio lenguaje, pero nuestros mercaderes se las arreglaron por medio de señas para sugerirles algún trueque. Aunque los hombres blancos habían llegado a la costa, sin traer mucho con que comerciar, así lo hicieron; a cambio de unas cuantas cañas de polvo de oro, dieron
¡esto!
».

Y Motecuzoma, con el mismo gesto que hace un adivino callejero sacando mágicamente unos dulces ante una multitud de niños, extrajo de su manto, con rápido movimiento, varios hilos de cuentas. Aunque estaban hechos de diferentes materiales y de diversos colores, tenían las mismas cuentas pequeñas separadas por otras más largas a determinados intervalos. Eran hilos de oraciones, como el que yo había conseguido de Jerónimo de Aguilar, siete años antes. Motecuzoma sonrió y su sonrisa parecía ser de vindicación, como si esperara de mí que de repente yo me rebajara ante él y le concediera: «Usted tenía razón, mi señor, los extranjeros
son
dioses».

Pero en lugar de eso, dije: «Claramente se ve, Señor Orador, que esos hombres blancos, todos ellos, adoran o rezan de la misma manera, lo que indica que todos son del mismo lugar de origen. Pero ya hemos supuesto eso. Y estas cuentas no nos dicen nada nuevo acerca de ellos».

«¿Y
esto
? —Y de detrás de su trono, sacó con el mismo aire de triunfo lo que parecía ser una olla de plata empañada—. Uno de los visitantes se la quitó de la cabeza y la cambió por oro».

Yo examiné esa cosa. No era una olla, pues por su forma no se podía mantener inmóvil. Era de metal, de una clase del mismo color de la plata, pero no tan brillante —por supuesto que era acero— y en la parte que estaba abierta tenía amarradas unas tiras de cuero, evidentemente para ser asegurada a la barbilla del que la llevaba.

Yo dije: «Es un yelmo, como seguramente el Venerado Orador ya ha adivinado. Y muy práctico, ninguna
maquáhuití
podría lastimar la cabeza del hombre que llevara puesto uno de éstos. Sería una cosa muy buena si nuestros propios guerreros pudieran ser equipados con…».

«¡Usted se está olvidando del punto más importante! —dijo él interrumpiéndome impaciente—. Esta cosa tiene la forma exacta de lo que el dios Quetzalcóatl habitualmente llevaba sobre
su
reverenda cabeza».

Yo dije escéptico, pero respetuoso. «¿Cómo podemos saber eso, mi señor?».

Con otro movimiento rápido, él sacó la última de sus triunfantes sorpresas. «¡Aquí está! Mire ahí, obstinado y viejo incrédulo. Mi sobrino Cacama me lo envió de los archivos de Texcoco».

Era un texto de historia escrito en piel de venado, que narraba la abdicación y la partida del gobernante tolteca Serpiente Emplumada. Motecuzoma apuntó, con dedo tembloroso, uno de los dibujos que mostraba a Quetzalcóatl diciendo adiós en su canoa que flotaba en el mar.

«Él está vestido como nosotros —dijo Motecuzoma, con voz algo trémula—. Pero lleva en su cabeza una cosa que seguramente era la corona de los tolteca. Ahora, ¡compárelo con el yelmo que usted sostiene en este momento!».

«No, indiscutiblemente que no puede discutirse la semejanza entre los dos objetos —le dije y él dio un gruñido de satisfacción. Pero yo continué con precaución—: Aunque a pesar de todo, mi señor, debemos tener en mente que hacía mucho tiempo que todos los tolteca ya no estaban aquí cuando cualquiera de los acolhua aprendió a dibujar. Por lo tanto, el artista que dibujo esto jamás pudo
ver
cómo se vestían los tolteca y mucho menos Quetzalcóatl. Le concedo a usted que la apariencia del tocado que está en este dibujo tiene una semejanza maravillosa con el yelmo del hombre blanco. Yo sé cómo los escribanos historiadores pueden dejar volar su imaginación en su trabajo, por lo que sugiero a mi señor que esto es sólo una coincidencia».

«
¡Yya!
—exclamó Motecuzoma como si fuera a vomitar—. ¿Nada puede convencerlo a usted? Escuche, hay una prueba todavía mayor. Como hace tiempo lo prometí, puse a todos los historiadores de toda la Triple Alianza a buscar lo que pudieran encontrar acerca de los desaparecidos tolteca. Para su sorpresa, según ellos mismos reconocieron, encontraron muchas viejas leyendas sobrenaturales, extraviadas y olvidadas. Y escuche esto: de acuerdo con esas leyendas redescubiertas, los tolteca tenían una complexión pálida muy fuera de lo común y también tenían mucho pelo, los hombres acostumbraban dejárselo crecer en sus caras, porque lo consideraban un signo de hombría. —Él se inclinó hacia mí para verme mejor—. En simples palabras, Campeón Mixtli, los tolteca eran unos hombres blancos y barbudos, exactamente iguales a estos forasteros que cada vez nos visitan más frecuentemente.
¿Qué puede usted decir a eso
?».

Pude haberle dicho que nuestras historias están tan llenas de leyendas y éstas son tan diversas y elaboradas, que cualquier niño podría encontrar alguna de ellas que pudiera sostener cualquier creencia extraordinaria o cualquier teoría nueva. Pude haberle dicho que aun el historiador más dedicado, de ninguna manera hubiera desilusionado al Venerado Orador si éste estaba encaprichado con una idea irracional y demandando algo con que sustentarla. Pero me callé esas cosas y dije circunspecto:

«Cualquier cosa que sean los hombres blancos, mi señor, usted ha hecho notar correctamente que sus visitas son cada vez más frecuentes. También, cada vez vienen en número mayor. También, cada vez desembarcan más hacia el oeste: Tiho, luego Kimpech y ahora Xicalanca, cada vez más cerca de nuestras tierras. ¿Qué va a hacer mi señor acerca de eso?».

Él se levantó de su trono, como si inconscientemente sospechara que estaba sentado allí precariamente y después de haber meditado por unos momentos, contestó:

«Cuando nadie se les ha opuesto, no han causado perjuicios o daño. Es obvio que prefieren viajar siempre en sus barcos o estar cerca del mar. Usted mismo ha dicho que vienen de unas islas. Así es que quienquiera que sean… los tolteca que regresan o los verdaderos dioses de los tolteca… no parecen demostrar ninguna inclinación a internarse tierra adentro, para venir a esta región que una vez fue de ellos. —Se encogió de hombros—. Si ellos desean regresar al Único Mundo, o quedarse sólo en las tierras costeras, bueno… —Se volvió a encoger de hombros—. ¿Por qué no habríamos de vivir, ellos y nosotros, amigablemente como vecinos? —Hizo una pausa y como yo no dije nada, él me preguntó con aspereza—: ¿No está usted de acuerdo?».

Yo le dije: «Según mi experiencia, Señor Orador, uno nunca puede saber cuándo un vecino será un tesoro o una desgracia hasta que éste se ha mudado para quedarse, y para entonces será muy tarde para arrepentirse. Lo podría comparar con un matrimonio impetuoso, uno sólo puede tener la esperanza de que será un buen matrimonio».

Un poco menos de un año después, los vecinos se mudaron para quedarse. Fue en la primavera del año Uno-Caña que otro mensajero-veloz llegó y éste era de la nación de Cupilco, pero esa vez traía un recado tan alarmante que Motecuzoma envió por mí y al mismo tiempo reunió a su Consejo de Voceros para escuchar la noticia. El mensajero era portador de unos papeles de corteza en los que se daba la triste historia en palabras-pintadas. Pero mientras los examinábamos, él mismo nos contó lo que había pasado con palabras entrecortadas y llenas de angustia. En el día Seis-Flor, unos barcos habían aparecido en la costa, otra vez, con sus alas anchas desplegadas al viento y no unos cuantos de ellos, sino toda una
flota
, bastante atemorizante, de once barcos. Según su calendario, reverendos escribanos, eso debió de haber sido el día veinticinco de marzo o el primer día de su Año Nuevo, del año de mil quinientos diecinueve.

Los once barcos anclaron en la boca del Río de los Tabascoob, mucho más hacia el oeste que la visita anterior, y habían vomitado en la playa incontables
cientos
de hombres blancos. Todos ellos armados y cubiertos con metal, que habían desembarcado gritando «¡Santiago!», que era aparentemente el nombre de su dios de la guerra, y llegaron con la clara intención de hacer algo más que admirar el paisaje y saborear los alimentos locales. Así es que la población había reunido inmediatamente a sus guerreros, no solamente los de Cupilco sino que también juntaron a los coatzacuali, a los coatlícamac y otros más de esa región, que en total fueron unos cinco mil. Se pelearon muchas batallas en el espacio de diez días, y la gente había luchado con bravura, pero sin provecho, pues las armas de los hombres blancos eran invencibles.

Ellos tenían lanzas, espadas, escudos y armaduras de metal, contra las cuales la obsidiana de las
maquáhuime
se rompía al primer golpe. Tenían arcos muy pequeños y con el arco muy mal hecho, pero que lanzaba pequeñas flechas con increíble destreza. Tenían esos palos que lanzaban luz y truenos y que aunque hacía unos agujeritos insignificantes en sus víctimas, eran de muerte. Tenían unos tubos de metal puestos sobre unas ruedas muy grandes, que se parecían mucho más a una tormenta furiosa enviada por el dios, pues éstos escupían todavía más luz, atronaban más fuerte y que arrojaban pedacitos de metal dentado que segaban la vida de muchos hombres al mismo tiempo, como un maizal abatido por una tormenta de granizo. Pero lo más maravilloso, increíble y aterrorizador de todo, dijo el mensajero, es que algunos de esos guerreros blancos son hombres-bestias: sus cuerpos son como venados gigantes pero sin astas, sus cuatro patas tienen cascos, con los que galopan tan rápido como un venado, mientras que sus dos armas humanas que empuñan con habilidad, ya sea la lanza o la espada, tienen efectos letales y a su sola vista, hasta los hombres más valerosos tiemblan de miedo.

Veo que sonríen, reverendos frailes, pero en aquel tiempo, ni las palabras entrecortadas del mensajero, ni los rudos dibujos de Cupilco, nos pudieron dar una idea coherente de soldados montados en unos animales mucho más grandes de los que hay en estas tierras. Por lo mismo, nos quedamos sin comprender lo que el mensajero llamaba por perros-leones, que podían correr detrás de un hombre huyendo u oler su escondite y que podía destrozarlo tan terriblemente como lo haría una espada o un jaguar. Ahora, por supuesto, todos nosotros estamos íntimamente familiarizados con sus caballos y sabuesos y de su gran utilidad en la caza o en una batalla.

Cuando todas las fuerzas juntas de los nativos habían perdido ochocientos hombres por muerte y cerca de igual número por heridas graves, dijo el mensajero, y en ese tiempo sólo habían matado catorce de los invasores blancos, el Tabascoob los llamó para que se rindieran. Mandó unos emisarios nobles portando las banderas doradas de tregua y ellos se aproximaron a las casas de tela que los hombres blancos habían erigido en la playa. Los nobles se sorprendieron cuando vieron que podían comunicarse con ellos, sin necesidad de gesticular, puesto que uno de los hombres blancos hablaba, comprensiblemente, un dialecto maya. Los enviados preguntaron que cuáles serían las demandas de los hombres blancos para rendirse y que la paz fuera declarada. Uno de los hombres blancos, evidentemente su jefe, dijo unas palabras ininteligibles que el que hablaba maya tradujo.

Reverendos escribanos, no puedo atestiguar la exactitud de esas palabras, ya que sólo les repito a ustedes lo que el mensajero cupícatl nos dijo ese día, y él lo escuchó, por supuesto, después de que éste hubo pasado por varias bocas y en las diversas lenguas que se hablaban en esos lugares. Pero las palabras fueron éstas:

«Decid a vuestro pueblo que no hemos venido a hacer la guerra. Venimos buscando un remedio para nuestras enfermedades. Nosotros los hombres blancos sufrimos de un mal del corazón, y el único remedio es el oro».

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