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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (36 page)

BOOK: Azteca
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«
¡Yya ouiya ayya!
—sollozó mi madre—. ¡Esto lo arruina todo!».

«No lo entiendo —murmuró mi padre—. Siempre fue tan buena muchacha, no puedo creerlo…».

«Quizás —dijo el sacerdote blandamente— ahora les gustaría más ofrecer a su hija voluntariamente para el sacrificio».

Yo le dije al sacerdote entre dientes: «¿En dónde está ella?».

Indiferentemente me dijo: «Cuando las examinadoras la juzgaron incompetente, naturalmente comunicamos al palacio del gobernador que era necesario buscar otra candidata. Al recibir la noticia, el palacio pidió que Nueva Caña Tzitzitlini fuera llevada allá hoy por la mañana para una entrevista con…».

«Pactli», dije abruptamente.

«Estará desolado», dijo mi padre, sacudiendo la cabeza con tristeza.

«¡Estará furioso, tonto! —escupió mi madre—. ¡Todos sufriremos su ira a causa de la perra de tu hija!».

«Iré al palacio inmediatamente», dije.

«No —respondió el sacerdote con firmeza—. La corte no duda en apreciar su interés, pero el mensaje fue muy específico: que sólo la hija de esta familia sería recibida. Dos de nuestras mujeres del templo la están conduciendo para allá. Ninguno de ustedes puede pedir audiencia, solamente irán en el caso de ser llamados».

Tzitzi no vino a casa tampoco ese día y nadie más volvió a visitarnos, ya que para entonces toda la isla debía tener conocimiento de nuestra desgracia familiar. Ni siquiera las mujeres que organizaban el festival pasaron a por mi madre para que ésta cumpliera con su barrido del día. Y esa evidencia de ostracismo hacia ella por parte de las mujeres que pronto esperaba mirar como inferiores, la hizo más vociferante y chillona de lo normal. Pasó todo ese día melancólico regañando a mi padre por haber dejado que su hija «creciera en estado salvaje» y regañándome a mí también, pues estaba segura de que le había presentado a algunos de mis «malvados amigos» y había dejado que algunos de ellos la sedujera. La acusación era absurda, pero me dio una idea.

Salí disimuladamente de la casa y fui a buscar a Tlatli y a Chiman. Me recibieron con algo de embarazo y con palabras desmañadas de conmiseración.

Dije: «Uno de vosotros puede ayudar a Tzitzitlini, si quiere».

«Si hay algo que podamos hacer, por supuesto que lo haremos —dijo Tlatli—. Dinos, Topo».

«Vosotros sabéis cuánto tiempo el insufrible Pactli ha estado acosando a mi hermana. Todo el mundo lo sabe. También todo el mundo sabe en estos momentos, que mi hermana ha preferido a otro en lugar del Señor Alegría, así es que ha quedado ante todos como un amante desairado y bobo por haber estado persiguiendo a una muchacha que lo desdeñaba. Sólo para salvar su orgullo herido vengará esa humillación en ella y lo hará de la forma más horrible. Uno de vosotros podría evitar que lo hiciera».

«¿Cómo?», preguntó Tlatli.

«Casándose con ella», dije.

Nadie sabrá jamás qué dolor tan grande me costó decirlo, porque lo que quería decir con eso era: «Renuncio a ella. Llévatela». Mis dos amigos se sobresaltaron ligeramente y me miraron confusos y pasmados.

«Mi hermana ha cometido un error —continué—. No puedo negarlo, pero vosotros dos la conocéis desde siempre y seguramente sabéis que ella no es una prostituta disoluta. Si podéis perdonarle su mal paso y creer que ella sólo lo hizo para alejar de sí la perspectiva indeseada de su matrimonio con el Señor Alegría, entonces sabréis que no se podría encontrar a otra esposa más casta, leal y protectora. No necesito agregar que probablemente no encontraréis tampoco una tan bella como ella».

Los dos intercambiaron una mirada inquieta. Difícilmente podría censurarlos. Esa proposición radical debió de haberles" golpeado, aturdiéndoles tan abruptamente como un rayo deslumbrador mandado por Tláloc.

«Vosotros sois la única esperanza de Tzitzi —dije con urgencia—. Pactli la tiene en estos momentos en su poder, como una doncella que se suponía virgen y que sorprendentemente no lo era. Él puede acusarla de haberse ido a horcajarse en el camino. Incluso puede pedir un juicio mintiendo al decir que era su prometida en matrimonio y que deliberadamente lo engañó, lo que vendría a ser tanto como un adulterio y podría incluso persuadir al Señor Garza Roja de que la condenase a muerte.
Pero no puede hacer eso a una mujer debidamente casada o que sea pedida en matrimonio
».

Miré con energía a los ojos de Chimali y luego a los de Tlatli. «Si alguno de vosotros diera ese paso y públicamente pidiera su mano… —Abatieron sus ojos desviándolos de los míos—. Oh, ya lo sé. Se necesitaría tener algo de valentía y sería objeto de burla. El que lo hiciera sería tomado por el que la sedujo por primera vez, pero el matrimonio borraría esto y ella sería rescatada de cualquier cosa que quisiera hacerle Pactli. Esto la salvaría, Chimali. Sería una hazaña en verdad noble, Tlatli. Os suplico que me hagáis este favor».

Los dos me volvieron a mirar y realmente había pesadumbre en sus rostros. Tlatli habló por los dos:

«No podemos, Topo. Ninguno de los dos».

Me desilusionaron profundamente y me hirieron, pero más que eso me dejaron perplejo.

«Si me dijerais que no queréis lo podría comprender, pero… ¿qué no podéis…?».

Se pararon lado a lado enfrente de mí; Tlatli, rechoncho, y Chimali, flaco como una caña. Me miraron con piedad y luego se volvieron el uno al otro, y no podría decir qué había en sus mutuas miradas. Titubeando, cada uno de ellos levantó su mano para tomar la del otro y sus dedos se entrelazaron. Parados allí, enlazados, forzados por mí a confesar un vínculo que yo ni remotamente había sospechado, se volvieron de nuevo hacia mí. Sus miradas proclamaban un orgullo desafiante.

«¡Oh! —exclamé, deshecho. Después de un momento les dije—: Perdonadme. No debí insistir cuando rehusasteis».

Tlatli dijo: «No nos importa que lo sepas, Topo; pero sí nos preocuparía que se chismorreara».

Volví de nuevo a la carga: «¿Entonces no sería para uno de vosotros una ventaja el casarse? Quiero decir solamente llevar a efecto la ceremonia. Después de todo…».

«Yo no podría —dijo Chimali, con serena obstinación— y no dejaría que Tlatli lo hiciera. Sería una debilidad, una mancha en nuestros sentimientos. Tienes que verlo de esta manera, Topo. Suponte que alguien te pidiera que te casaras con alguno de nosotros».

«Bueno, eso sería contrario a nuestras leyes y costumbres y además escandaloso. En cambio no lo es si alguno de vosotros toma por esposa a Tzitzi. Sólo
de nombre
, Chimali, y luego…».

«No —dijo él inflexiblemente y luego añadió quizás sinceramente—: Lo sentimos, Topo».

«Yo también», dije suspirando y dándome la vuelta me fui.

Sin embargo tomé la determinación de que regresaría y persistiría en mi propósito. Tenía que convencer a alguno de los dos de que eso nos beneficiaría a todos. Salvaría a mi hermana del peligro, calmaría cualquier tipo de conjetura sobre las relaciones entre Tlatli y Chimali y entre Tzitzi y yo. Ellos se la podrían llevar abiertamente a Texcoco cuando se marcharan allí y yo secretamente la podría tener conmigo, para mí. Cuanto más pensaba en eso, más parecía el plan ideal para todos nosotros. Tlatli y Chimali
no podrían
seguir rehusando ese matrimonio con la excusa egoísta de que empañaría de alguna manera sus lances amorosos. Los persuadiría, si fuera necesario con la brutal amenaza de exponerlos como
cuilontin
. Sí, regresaría a ver a Tlatli y a Chimali.

Pero las cosas sucedieron de tal manera que ya no pude hacerlo, puesto que se me había ocurrido demasiado tarde.

Esa noche Tzitzi tampoco vino a casa.

A pesar de todo me dormí y no soñé con buitres, sino con Tzitzi y conmigo y con la inmensa jarra que contenía el agua para la casa, que llevaba la huella de sangre de Chimali. En mi sueño, volví a aquellos días de nuestras vidas en los que Tzitzi había encontrado una excusa para salir de la casa juntos. Ella había tirado y roto la jarra de agua. El agua fluía por todo el piso y salpicaba tanto que llegaba hasta mi cara. Me desperté en plena noche y encontré mi rostro bañado en lágrimas.

A la mañana siguiente llegaron las órdenes del palacio del gobernador y no eran para mi padre Tepetzalan como debía esperarse, siendo él el jefe de la casa. El mensajero anunció que los señores Garza Roja y Alegría requerían la presencia inmediata de mi madre. Mi padre se quedó sentado sufriendo mansamente en silencio, su cabeza agachada, evitando mis ojos, todo el tiempo en que esperamos a que ella regresara.

Cuando lo hizo, su rostro estaba pálido y sus manos se movían sin parar alrededor del chai que llevaba sobre sus hombros; pero a pesar de eso sus maneras eran sorpresivamente animadas. No era ya la mujer iracunda que había sido privada de un título y no se parecía en nada a una madre afligida. Nos dijo: «Parece que perdimos una hija, pero no lo hemos perdido todo».

«Perderla, ¿cómo?», pregunté.

«Tzitzi nunca llegó al palacio —dijo mi madre sin mirarme—. Se escapó de las mujeres del templo que la conducían y corrió lejos. Por supuesto, el pobre Pactzin está casi loco por el curso que han tomado los acontecimientos. Cuando las mujeres avisaron de que ella había escapado, él ordenó su búsqueda por toda la isla. Un cazador avisó que le faltaba su canoa. Ya te acordarás —dijo mi madre dirigiéndose a mi padre— que tu hija una vez amenazó con hacer exactamente eso. Robar un
acali y
bogar hasta la tierra firme».

«Sí», dijo él lentamente.

«Bien, parece que lo ha hecho. Nadie ha podido decir qué dirección tomó, así es que Pactli renuentemente ha cejado de continuar la búsqueda. Está tan angustiado como nosotros. —Ésa era una mentira tan clara, que mi madre continuó precipitadamente antes de que yo pudiera hablar—. Debemos ver la partida de Tzitzi como una pérdida por el bien de nosotros. Se ha fugado como dijo que haría. Para siempre. Ella lo hizo por su propio gusto, nadie la empujó a ello. Y no se atreverá a volver otra vez por Xaltocan».

Yo dije: «No creo nada de esto». Pero ella me ignoró y continuó dirigiéndose a mi padre:

«Como Pactli, el gobernador comparte nuestro dolor, pues no nos culpa de la mala conducta de nuestra indócil hija. Él me dijo: “Siempre he respetado a Cabeza Inclinada y me gustaría hacer algo para ayudar a mitigar su desilusión y su aflicción”. Y me preguntó: "¿Cree usted que Cabeza Inclinada querría aceptar su ascenso como jefe de canteras a cargo de
todas
éstas?"».

La cabeza de mi padre se levantó con fuerza y exclamó: «¿Qué?».

«Ésas fueron las palabras de Garza Roja. Que estuvieras a cargo de todas las canteras de Xaltocan. Él me dijo: “No puedo borrar la vergüenza que ha sufrido, pero esto demostrará nuestra simpatía hacia él”».

Volví a decir: «No creo nada de esto». El Señor Garza Roja nunca antes se había referido a mi padre como Cabeza Inclinada y dudo mucho que él hubiera conocido el apodo de Tepetzalan.

Mi madre siguió ignorando mis intervenciones, y dijo a mi padre: «Hemos sido desafortunados con nuestra hija, pero somos afortunados en tener esta clase de
tecutli
. Cualquier otro nos hubiera podido desterrar a todos nosotros. Considerando que el hijo de Garza Roja ha sido burlado e insultado por nuestra propia carne y sangre, y él te ofrece esta muestra de compasión».

«Jefe de cantera —murmuró mi padre, mirándonos como si hubiera sido golpeado en la cabeza por una de las piedras de su propia cantera—. Sería el más joven que jamás…».

«¿Lo aceptarás?», preguntó mi madre.

Mi padre balbuceó: «Pero… pero… es una pequeña recompensa por haber perdido a una hija tan amada, no importa cuál haya sido su error…».

«¿Lo aceptarás?», repitió mi madre más severamente.

«Pues… sí. Debo aceptar. Lo aceptaré. No puedo obrar de otra forma. ¿O podría?».

«¡Vaya! —dijo mi madre mucho más complacida. Se restregó las manos como si hubiera terminado alguna sucia y desagradable tarea—. Nunca seremos
pípiltin
, gracias a esa mozuela cuyo nombre jamás volveré a pronunciar, pero hemos dado un paso hacia arriba entre los
macehualtin
. Y mientras el Señor Garza Roja esté deseoso de mitigar nuestra desgracia, todos los demás también lo estarán. Todavía podemos levantar nuestras cabezas, no bajarlas con vergüenza. Bueno —concluyó vigorosamente—, debo salir otra vez. Las mujeres me están esperando para ir con ellas a barrer el templo de la pirámide».

«Iré contigo parte del camino, querida —dijo mi padre—. Creo que echaré un vistazo a la cantera occidental mientras los trabajadores están en sus casas. Tengo la sospecha, desde hace algún tiempo, de que el maestro cantero encargado de ésta, ha encontrado una capa de roca importante…».

En el momento en que se iban juntos hacia la puerta, mi madre se volvió para decirme:

«Oh, Mixtli, ¿quieres empaquetar las pertenencias de tu hermana y acomodarlas en algún lado? Quién sabe, quizás algún día mande a alguien por ellas».

Yo sabía que ella jamás lo haría o podría, pero hice lo que me mandó y empaqueté dentro de varios canastos todo lo que pude reconocer como sus pertenencias. Sólo dejé de empaquetar su pequeña figurita de Xochiquétzal que estaba a un lado de su esterilla; la diosa del amor y de las flores, la diosa a quienes todas las muchachas rezaban para que les concediera una feliz vida matrimonial.

Solo en la casa, solo con mis pensamientos, saqué la versión real de la historia de mi madre, de lo que estaba seguro que debía de haber pasado. Tzitzi no había escapado de las mujeres que la vigilaban. Éstas la entregaron debidamente a Pactli en el palacio, y él en su furia, de alguna manera que no quiero ni imaginarme, la mandó matar. Su padre podría haber estado estúpidamente de acuerdo con la ejecución, pero era un hombre notablemente juicioso y no podía perdonar un crimen cometido a sangre fría, sin ningún proceso, juicio y condenación. El Señor Garza Roja tuvo que escoger entonces entre llevar a su propio hijo a juicio o encubrir todo el asunto. Así que él y Pactli, y sospecho que también mi madre, la conspiradora de Pactli, urdieron la historia de la huida de Tzitzi en una canoa robada. Y para hacer las cosas más fáciles e incluso más verosímiles, y para que nadie se animara a preguntar o a reanudar la búsqueda de la muchacha, el gobernador le arrojó a mi padre un mendrugo.

Después de haber Ordenado las pertenencias de Tzitzi, empaqueté las que yo había traído de Texcoco. La figurita de Xochiquétzal fue lo último que puse dentro de mi ligero canasto de mimbre. Entonces me lo eché al hombro y dejé la casa para nunca más volver. Cuando caminaba hacia los muelles una mariposa me acompañó por un rato y varias veces revoloteó en círculos alrededor de mi cabeza.

BOOK: Azteca
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