Read Azteca Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (69 page)

BOOK: Azteca
9.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Uno de los viejos dijo cortante: «Quizás usted pueda, pero tendrá el buen sentido de no hacerlo. Usted nos ha dicho que el Venerado Orador ahora posee una de estas piedras mágicas. Sólo los dioses saben cuántos
pípiltin
existen en estas tierras. Sin embargo y de momento, solamente ciento veintiséis de ellos pueden poseer un cristal similar. Mira, muchacho, ¡ellos pagarán cualquier precio por muy extravagante que sea, aunque estas cosas estuvieran hechas de cieno compacto! Después, naturalmente, tú puedes ir a conseguir más, para ser vendidos a otros nobles, pero nunca más de esta cantidad a un mismo tiempo…».

Cózcatl estaba radiante de felicidad y se veía a Glotón de Sangre más que divertido. Yo me encogí de hombros y dije: «Por supuesto que no voy a objetar nada por ganar una riqueza substancial».

«Oh, ustedes tres gastarán inmediatamente parte de ella —dijo uno de los viejos—. Usted ha mencionado las partes correspondientes al tesoro de Tenochtitlan y de nuestro dios Yacatecutli, pero quizás no sepan acerca de nuestra tradición; cada
pochtécatl
que regresa a casa, si lo hace con una gran utilidad, da un banquete a todos los demás
pochteca
que están en la ciudad, en esos momentos».

Yo miré a mis socios y ellos asintieron sin vacilación, así es que dije: «Para nosotros será un placer, mis señores. Pero, somos nuevos en esto…».

«Nos sentiremos muy contentos de poderlos ayudar —dijo el mismo anciano—. Hagamos el banquete pasado mañana en la noche. Pondremos a su disposición todas las facilidades que para esa ocasión les brinda el edificio. También nosotros nos encargaremos de todo lo relativo al banquete: comida, bebida, músicos, danzantes, mujeres y, por supuesto, invitaremos a todos los
pochteca
calificados y accesibles, mientras que ustedes pueden invitar a aquellas personas que deseen. Ahora —y movió su cabeza como un gallo—, el banquete puede ser modesto o extravagante de acuerdo a sus gustos y generosidad».

Otra vez consulté silenciosamente con mis socios y luego dije expansivamente: «Es el primero. Tiene que estar a la altura de nuestro éxito. Si fueran ustedes tan amables, me gustaría pedirles que cada plato, cada bebida, cada invitación sean de lo más fino posible y sin mirar el costo. Hagamos que este banquete sea recordado».

Yo por lo menos, lo recuerdo vívidamente.

Anfitriones e invitados vestíamos de lo mejor. Como ya formábamos parte de los prósperos y emplumados
pochteca
, a Cózcatl, a Glotón de Sangre y a mí se nos estaba permitido usar cierta cantidad de ornamentos de oro y joyas, para señalar nuestra nueva posición en la vida. Aunque nosotros solamente utilizamos unas pocas chucherías modestas. Yo sólo llevaba el broche de oro y piedra-sangre que la Señora de Tolan me había dado hacía ya mucho tiempo y una pequeña esmeralda en la aleta derecha de mi nariz, pero mi manto era del más fino algodón bordado; mis sandalias, de lo más fino y con lazos hasta la rodilla; mi pelo, que me lo había dejado crecer durante el transcurso de mi viaje, estaba recogido en la nuca con un anillo de piel roja trenzada.

En los patios del edificio se asaban tres venados sostenidos y volteados por varas, sobre una inmensa zona de brasas y toda la comida era incomparable en calidad y en cantidad. Los músicos tocaban, pero no tan fuerte como para molestar la conversación. Había muchas bellas mujeres circulando entre la multitud y muy seguido alguna de ellas ofrecía una graciosa danza acompañada por la música. Tres de los esclavos del establecimiento fueron puestos a nuestro servicio y cuando no estaban ocupados en eso, se colocaban detrás de nosotros tres, dándonos aire con grandes abanicos de plumas. Nos presentaron a toda una procesión de mercaderes y escuchamos sus relatos sobre sus más notables excursiones y adquisiciones. Glotón de Sangre había invitado a cuatro o cinco de sus compañeros, viejos guerreros, y muy pronto todos ellos estuvieron alegremente borrachos. Como Cózcatl y yo no conocíamos a nadie en Tenochtitlan, no tuvimos a quien invitar, pero de pronto apareció un huésped inesperado, que hubiera podido ser un invitado mío.

Una vez a mi lado dijo: «Topo, tú nunca dejas de sorprenderme». Cuando me volví para ver quién era, me encontré con el viejo color cacao que varias veces había aparecido en otros momentos significativos de mi vida. En esa ocasión estaba menos sucio y mejor vestido, por lo menos llevaba manto encima de su taparrabo.

Le dije sonriendo: «No más topo», y levanté mi topacio para verlo con más claridad. Al hacer eso, de alguna forma tuve la sensación de encontrar algo muy familiar en él, pero a la vez diferente, como si me recordara a alguien más.

Él sonrió casi con maldad, diciendo: «Siempre te encuentro de diferentes maneras: primero como una insignificancia, luego como un estudiante, un escribano, un cortesano, un villano perdonado, un héroe guerrero… y ahora, un próspero mercader, mirando malignamente a través de un ojo dorado».

Yo le dije: «Usted mismo, venerable, me sugirió que viajara. Bien venido a la fiesta, diviértase».

«
Ayya
, yo no puedo, si tú no puedes».

Levanté las cejas. «¿Y por qué no habría de gozar de mi banquete, para celebrar el éxito de mi empresa?».

«¿De tu empresa? —preguntó mofándose—. ¿Todas tus hazañas pasadas, han sido por tu propia voluntad? ¿Sin ayuda? ¿Tú solo?».

«Oh, no —dije, con la esperanza de que mi negación desviara los golpes de las oscuras implicaciones, que se desprendían de sus preguntas—. Usted será presentado a mis socios, que tomaron parte en esta empresa».

«En esta empresa. ¿Y hubiera sido posible ésta sin el regalo inesperado de mercancías y capital que invertiste?».

«No —dije otra vez—. Y espero darle las más cumplidas gracias a la persona que me lo donó y compartir con…».

«Es muy tarde —me interrumpió—. Ella ha muerto».

«¿Ella?», dije haciendo eco en el vacío, porque naturalmente yo estaba pensando en mi formal benefactor, Nezahualpili de Texcoco.

«Tu difunta hermana —dijo—. El regalo misterioso fue la herencia de Tzitzitlini».

Moví la cabeza negando. «Mi hermana está muerta, viejo, como usted acaba de decir, pero ciertamente que ella nunca me dejó esa fortuna».

Siguió hablando como distraídamente: «El Señor Garza Roja de Xaltocan también murió durante tu viaje hacia el sur. Naturalmente que él llamó a su cabecera al sacerdote de la diosa Tlazoltéotl y como la confesión que hizo fue tan sensacional, difícilmente se pudo mantener en secreto. Sin duda muchos de tus invitados distinguidos tienen conocimiento de esa historia, aunque por supuesto, son lo suficientemente corteses como para no hablarte de ello».

«¿Qué historia? ¿Qué confesión?».

«El encubrimiento de Garza Roja a la última atrocidad que su hijo Pactli cometió con tu hermana».

«Nunca fue lo suficientemente encubierta para mí —dije con un gruñido—. Y todo el mundo sabe cómo me vengué de él».

«Excepto que Pactli no mató a Tzitzitliríi».

De pronto sentí que todo me daba vueltas y sólo pude jadear.

«El Señor Alegría la torturó y la mutiló a fuego y navaja con una insana habilidad, pero no fue su
tonali
que muriera en el tormento. Luego, con el permiso tácito de su padre y con, por lo menos, la muda aquiescencia de los padres de la muchacha, la echó fuera de la isla. Eso fue lo que Garza Roja confesó a La Que Come Suciedad, y cuando el sacerdote hizo esto público causó un rugir en todo Xaltocan. Me aflige decirte también, que el cuerpo de tu padre fue hallado al pie de la cantera; al parecer salto desde la orilla. Tu madre cobardemente huyó. Nadie sabe a dónde, lo que es una fortuna para ella. —Él empezó a irse diciendo con indiferencia—: Creo que son todas las nuevas que han ocurrido desde que te fuiste. Bien, ¿podemos ahora divertirnos…?».

«¡Espera! —dije fieramente, cogiéndolo del nudo que sostenía su manto en el hombro—. ¡Tú, fragmento con patas de las tinieblas de Mictlan! ¡Cuéntame el resto! ¿Qué fue de Tzitzitlini? ¿Qué quieres decir con eso de que el regalo me lo envió ella?».

«Ella te dejó todo el dinero que recibió y Auítzotl le pagó un buen precio cuando ella se vendió a sí misma para su zoológico, aquí en Tenochtitlan. Ella no pudo o no quiso decir de dónde venía o quién era, sólo fue popularmente conocida por la mujer-tapir».

Si no hubiera sido porque lo estaba deteniendo de su hombro, me hubiera caído. Por un momento, todo y todos desaparecieron alrededor de mí, mientras veía a través del largo túnel de mi memoria. Yo contemplaba otra vez a Tzitzitlini, a la que yo había adorado; ella, la del rostro amado, la del cuerpo bello y movimiento flexible. Luego vi aquel objeto repugnante e inmóvil del zoológico, en la parte de los monstruos, me vi vomitando de horror y vi, otra vez, aquella lágrima de pena que resbaló de su único ojo.

Mi voz sonó hueca en mis oídos, como si de verdad estuviera parado en un túnel largo, cuando le dije acusándolo: «
Tú lo sabías
. Viejo vil, tú lo sabías antes de que Garza Roja confesara. Y tú hiciste que yo me parara enfrente de ella y mencionaste que había estado acostado con una mujer… y me preguntaste si me hubiera gustado…». Me estremecí, y estuve a punto de vomitar otra vez nada más de acordarme.

«Era bueno que por lo menos la vieras por última vez —dijo él con un suspiro—. Ella murió un poco después. Piadosamente en mi opinión, aunque Auítzotl quizás se haya enojado mucho, habiendo pagado tan pródigamente…».

Volví en mí y me di cuenta de que lo estaba sacudiendo con violencia y diciendo con demencia: «Nunca hubiera comido la carne de tapir en la selva, de haberlo sabido. Pero tú lo has sabido todo el tiempo.
¿Cómo lo sabías?
».

Él no contestó, sólo dijo suavemente: «Se creía que la mujer-tapir no podía mover esa masa de carne chamuscada, pero de alguna manera se volvió cara abajo, y su hocico de tapir quedó obstruido hasta que murió sofocada».

«¡Bien, pues ahora es tu turno de morir, maldito adivino de los demonios! —No creo que para entonces estuviera borracho, sino más bien fuera de mí por la pena, la rabia y repulsión—. ¡Regresarás a Mictlan adonde perteneces!».

Caminé violentamente entre la multitud de huéspedes y sólo con ofuscación, le oí decir detrás de mí: «Los guardianes del zoológico todavía insisten en que la mujer-tapir no hubiera podido morir sin la ayuda de alguien. Era lo suficiente joven como para haber vivido en esa jaula por muchos años, muchos años más».

Encontré a Glotón de Sangre y con rudeza lo interrumpí en la conversación que sostenía con uno de sus amigos. «Necesito un arma y no tengo tiempo de ir por una. ¿Llevas tu daga?».

Buscó bajo su manto en la banda de atrás de su taparrabo y dijo con un hipo: «¿Es que tú vas a cortar la carne?».

«No —le dije—. Quiero matar a alguien».

«¿Tan pronto? —sacó su corta daga de obsidiana y pestañeó para poder verme mejor—. ¿Vas a matar a alguien que yo conozca?».

«No —le dije—. Sólo a un sórdido hombrecillo, pardusco y tan arrugado como una semilla de cacao. Poca pérdida para cualquiera. —Alargué la mano—. La daga, por favor».

«¡Poca pérdida! —exclamó Glotón de Sangre sin soltar el cuchillo—. ¿Tú quieres asesinar al Uey-Tlatoani de Texcoco? ¡Mixtli debes de estar tan proverbialmente borracho como los cuatrocientos conejos!».

«Seguro que alguien lo está —grité—. ¡Deja ya de parlotear y dame el cuchillo!».

«Nunca. Vi al hombre pardusco hablando contigo y reconocí su disfraz peculiar —Glotón de Sangre se guardó la daga otra vez—. Él nos honra con su presencia aunque escoja venir disfrazado. Cualquiera que sea tu imaginario disgusto para con él, no dejaré que tú…».

«¿Disfrazado? —le interrumpí—. ¿Disfraz?». Glotón de Sangre había hablado con la suficiente frialdad como para calmarme un poco.

Uno de los guerreros, amigo de él, me dijo: «Quizás sólo nosotros, que hemos combatido con frecuencia con él, nos damos cuenta de ello. Nezahualpili le gusta ir así a veces, de esa manera puede observar a los demás desde su propio nivel y no desde las gradas del trono. Aquellos de nosotros que lo hemos conocido lo suficiente como para reconocerlo, no lo hacemos notar».

«Todos estáis lamentablemente embrutecidos —dije—. Yo también conozco a Nezahualpili y sé que él tiene todos sus dientes».

«Un pedacito de
óxitl
puede ennegrecer dos o tres de ellos —dijo Glotón de Sangre hipando—. Líneas hechas con
óxitl
pueden parecer arrugas en una cara oscurecida con aceite de nuez. Y él tiene talento para que su cuerpo parezca tosco y ajado, y sus manos nudosas como las de un hombre muy viejo…».

«Pero en realidad él no necesita de marcas y contorsiones —dijo el otro—. Simplemente puede empolvarse todo el cuerpo con la tierra del camino y parecer totalmente un extranjero. —El guerrero hipó en su turno y sugirió—: Si usted quiere matar al Venerado Orador esta noche, joven anfitrión, vaya y busque a Auítzotl y luego oblíguenos a todos nosotros también».

Me fui de allí sintiéndome tonto y confuso, pero por encima de todos esos sentimientos estaba la angustia, la rabia y… bien eran muchos y tumultuosos…

Volví otra vez a buscar al hombre que era Nezahualpili… o un adivino o un dios del mal… ya no con la intención de matarlo sino para arrancarle las respuestas a muchas más preguntas. No lo encontré. Se había ido, como también se fue mi apetito por el banquete, por la compañía y por el regocijo. Me deslicé afuera de la Casa de los Pochteca, regresé a la hostería y empecé a recoger las cosas más esenciales para viajar en una bolsa pequeña. La pequeña figurita de Tzitzi, la diosa del amor Xochiquétzal, llegó a mis manos, pero separé éstas rápidamente como si hubiera tocado fuego. No la puse adentro de mi bolsa.

«Vi que te fuiste y te seguí —dijo el joven Cózcatl desde la puerta del cuarto—. ¿Qué pasó? ¿Adónde vas?».

Dije: «No tengo corazón para contarte todo lo que ha pasado pero parece que es del dominio público. Pronto sabrás todo. Es por eso que me iré por un tiempo».

«¿Adónde, Mixtli?».

«No lo sé. Solo… por ahí vagando».

«¿Puedo ir contigo?».

«No».

La expresión ansiosa de su rostro decayó, así es que le dije: «Creo que será mejor que esté solo por un tiempo, para pensar qué voy a hacer del resto de mi vida. Y no te estoy dejando como un indefenso esclavo sin amo, como una vez temiste. Tú eres tu propio amo y rico a la vez. Tendrás tu parte en nuestra fortuna, tan pronto como los ancianos hagan el trueque. Te encargo que guardes segura la mía y estas otras pertenencias hasta que regrese».

BOOK: Azteca
9.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Solace in Scandal by Kimberly Dean
Wanna Get Lucky? by Deborah Coonts
Crimes Against Nature by Kennedy, Jr. Robert F.
Under Your Skin by Shannyn Schroeder
Blue and Alluring by Viola Grace