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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

B de Bella (18 page)

BOOK: B de Bella
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—Ya llegamos a casa. ¿Se encuentra bien, señorita B? —preguntó Alberto.

—Más o menos —contesté, aún confundida.

—Yo también he tenido un día de perros —confesó soltando un suspiro.

Me di cuenta de que Alberto tenía ganas de hablar, de modo que, en lugar de salir del coche, me pasé al asiento delantero de la limusina.

—¿Te gustaría dar una vuelta? —pregunté.

—¡Claro!

Bajamos los cristales para que Alberto pudiera fumar uno de sus habanos. Yo no fumo, pero me encanta el olor del tabaco, especialmente el de los Montecristos que su hermano le había mandado desde Miami.

La noche era fresca y despejada, y el puente de Brooklyn colgaba como una guirnalda navideña sobre el río, con sus lucecitas reflejándose en el agua.

—¿Te ocurre algo, Alberto?

—Mi esposa y mis hijas están en Florida con mi suegra —dijo. Y luego, tras una pequeña pausa, confesó con la voz quebrada—: Las echo de menos.

Entonces me mostró una foto de su esposa y sus hijas. Era una preciosa imagen de tres adorables gorditas que sonreían con la confianza de los que se saben queridos.

—¡Qué guapas! —exclamé.

—Rosa tiene cinco años y Margarita tiene siete. Son muy buenas.

Les parecerá una tontería, pero en ese momento se me hizo un nudo en la garganta. El hecho de que este hombre de aspecto imponente echara tanto de menos a su familia —casi hasta las lágrimas— me conmovió profundamente.

Dimos un gran rodeo para volver a casa, y él me habló de su madre, que vivía en la República Dominicana, y de su abuela, que estaba a punto de cumplir cien años. Me explicó que ahora que sus hijas estaban creciendo, su esposa y él no tenían privacidad y se veían obligados a hacer el amor en el sótano, mientras lavaban la ropa. Todo lo que me contaba era sincero, cotidiano y enternecedor.

—¿Usted tiene novio? —preguntó.

—No —contesté, avergonzada.

—Y ¿por qué no? —replicó, sorprendido.

¡Ay, Dios! ¡Otra vez esa pregunta! Es como si no hubiera manera de contestarla sin sarcasmo: «A ver, ¿por qué no tengo novio? ¿Será que soy gorda? ¿Fea? ¿Estúpida? ¿O será simplemente que nadie me quiere, y punto?». Nunca sabía qué responder, pero en este caso, como Alberto parecía genuinamente sorprendido, decidí responder con total honestidad.

—No sé por qué no tengo novio —dije con un suspiro.

—Yo creo que es porque usted es muy exigente —contestó él con un guiño.

Yo estaba a punto de explicarle que era tan poco exigente, y estaba tan desesperadamente sola, que había considerado seriamente resignarme a una relación epistolar con convictos que cumplían cadena perpetua, pero antes de que lo hiciera, Alberto me ofreció sus servicios de casamentero.

—¿Usted va a Miami de vez en cuando?

—Sí, bastante a menudo, porque mis padres se jubilaron allí.

—La próxima vez que vaya quiero que conozca a mi hermano. Creo que ustedes dos podrían entenderse muy bien. Él necesita a alguien como usted.

Miré a Alberto con una sonrisa de agradecimiento. Que él pensara que su hermano necesitaba a alguien como yo me parecía uno de los cumplidos más hermosos que había escuchado nunca.

De vez en cuando —habitualmente cuando más lo necesito— Dios me manda un mensaje. Pero estos mensajes raras veces llegan a través de curas o predicadores.

Cada vez que veo a los religiosos tratando de sacar dinero a los fieles les pierdo la fe; quizá es porque, para mí, los mensajes divinos vienen a través de mensajeros menos obvios y mucho más sutiles. A veces me llegan a través de algún libro que estoy leyendo, o de una canción que estoy escuchando en un momento concreto, y hasta me pueden llegar por mediación de un extraño con el que me tropiezo por la calle. Un día iba caminando por la 59 con Broadway —con la mente envuelta en un torbellino de miedos— y un mendigo me gritó: «¡Deja que Dios se encargue de eso!», y luego siguió su camino como si yo no existiera. Por cursi que parezca,
eso
era exactamente lo que necesitaba escuchar en ese momento. Esa frase me hizo darme cuenta de que me estaba torturando por cosas y circunstancias que estaban totalmente fuera de mi control.

Sospecho que, esa noche, Dios se comunicó conmigo a través de dos mensajeros: Richard, el hombre más solitario del mundo, y Alberto, el hombre más afortunado de la tierra. Gracias a ellos entendí lo que realmente quería en mi vida: alguien a quien amar de la misma manera en la que quería ser amada.

Al llegar a casa sentí la necesidad de escuchar una canción de Etta James: «A Sunday Kind of Love». Su letra dice que el amor verdadero es
el de los domingos
, ese amor que no se evapora después de una aventura de sábado por la noche. Y eso era lo que yo sentía esa noche, que lo que yo verdaderamente quería era un amor así, un amor para los domingos.

El único problema era encontrarlo.

14

No sé por qué —quizá es por el hecho de haber crecido hablando inglés y español—, pero me fascinan las palabras. Me llaman especialmente la atención las que evocan intensas emociones, y, particularmente, las que son imposibles de traducir. Uno de mis ejemplos favoritos es la palabra «
blue
».

En inglés,
blue
es el color azul, pero también es un estado de ánimo. No sé quién fue el primero que asoció el color azul con la tristeza, pero definitivamente fue un genio, porque cuando dices en inglés que te sientes
blue
, queda clarísimo que estás triste.

Pero en español el azul es simplemente un color, y no asociamos la depresión con esa palabra. Cuando digo «
blue
» pienso en cielos nublados y tardes melancólicas, pero cuando digo «azul» pienso en un cielo amplio y hermoso que se abre frente a mí con infinitas posibilidades. Es curioso que el color sea el mismo, pero los sentimientos que evocan las palabras sean tan distintos de un idioma al otro.

Hay otra expresión que no se puede traducir al inglés y que tiene que ver precisamente con la discriminación que sufren las gorditas. Si tú conoces a una mujer, y te parece simpática, dices: «Me cae bien». Pero si esa mujer no te gusta, dices: «Me cae gorda». No importa cuán delgada sea esa señora, si te parece antipática, definitivamente te cae gorda. Por razones obvias, no es el tipo de expresión que yo use a la ligera, pero esa mañana, tras mi encuentro con Richard Weber, esas fueron las palabras que me vinieron a la mente cuando Lilian se acercó a visitarme a mi mesa. Lilian era sumamente flaca, pero esa mañana me estaba cayendo gorda. Gordísima.

—¿Qué pasa contigo? ¿Me estás evitando?

—Claro que no, Lilian —dije indolentemente mientras ordenaba mis lápices en una taza con la prolija actitud de un florista preparando el ramo de una novia.

Ella continuó con su reclamo, pero intercalando comentarios sobre mi atuendo.

—Entonces, ¿por qué no me devuelves las llamadas…? Oye, me encanta tu camisa, ¿dónde la has comprado? —En caso de que no lo haya explicado ya antes, Lilian tiene serios problemas de concentración, y por eso es incapaz de centrar su atención en una sola cosa durante más de dos segundos.

—Me la compré en Barneys, y, por si no lo recuerdas, sí te devolví las llamadas, y te dije claramente que no tenía ganas de salir. —Dicho esto, me dediqué a limpiarme unos restos de chocolate que encontré incrustados en las cutículas.

—B, estoy preocupada por ti. No sé qué haces, ni con quién andas, y sospecho que te estás quedando sola y amargada en tu casa… Oye, ¿has cambiado de maquillaje? —dijo saltando de un tema a otro mientras empezaba a hurgar en mi bolso.

—Sí. Ahora uso Susie May.

—¿Susie May? ¿Te estás burlando de mí? ¡Eso es lo que usa mi madre!

—Pues yo prefiero Susie May. Y, para que te quedes tranquila, no, no me estoy quedando sola y amargada en mi casa. He estado saliendo con un viejo amigo —expliqué con la esperanza de terminar la conversación.

Yo sé que en el pasado habría reaccionado ante Lilian de una manera muy distinta: seguramente me habría deshecho en disculpas con la dócil actitud de una fiel mascota. Pero hoy Lilian me tenía harta, porque seguía preguntándome cosas que yo no tenía ninguna intención de contar, y además lo hacía con tal arrogancia que ya me estaba hinchando las narices.

—B, te conozco, y me preocupa verte así. Es obvio que te estás aislando, y sospecho que te vas a derrumbar… —Y volvió a interrumpirse para preguntar por mi barra de labios—: Oye, este rojo me encanta, ¿cómo se llama?

—Tentación —contesté, tentada de asesinarla.

—Pues, como te decía —prosiguió—, cuando te derrumbes, yo soy la que va a tener que venir a recoger los pedazos, y no es justo.

No sé ustedes, pero yo jamás había oído algo tan presuntuoso en toda mi vida. Miré a Lilian con ganas de estrangularla.

—¿A ti te parece que estoy a punto de derrumbarme?

—Te conozco muy bien, B. A mí no puedes engañarme. Yo sé que algo te pasa.

Créanme que entiendo y agradezco que Lilian estuviera preocupada por mí, pero ese tonito condescendiente se lo podía haber guardado, porque yo no se lo iba a aguantar. Estaba a punto de mandar a Lilian a un lugar que empieza por «mier» y termina por «da», cuando mi teléfono rojo empezó a sonar. Ella lo sacó de mi bolso, examino la pantalla y pregunto:

—¿Quién es Natasha Sokolov?

Inmediatamente le arranqué el teléfono de la mano.

—Nadie que a ti te importe. Y no te preocupes, porque no tengo planes de derrumbarme, y si lo hago, no pienso llamarte para que recojas los pedazos. Y ahora vete de aquí, porque tengo que contestar esta llamada.

Reconozco que fui muy brusca, y aunque no le vi la cara, me imagino que se marchó bastante ofendida. El remordimiento me produjo un ligero malestar en la boca del estómago que decidí ignorar, mientras, de reojo, veía a Lilian alejarse por el largo pasillo.

—¿Madame?

—Alberto te recogerá a las 9.45 de la noche.

—¿Quién es el cliente?

—Se llama Guido y es todo un personaje. Te vas a divertir.

—¿Cómo debo prepararme? —pregunté.

—Te voy a mandar un fax con las instrucciones dentro de un rato. Yo te aviso para que esperes junto a la máquina.

Mientras yo me preguntaba el porqué de tantas instrucciones, Bonnie me llamó para que fuera a su oficina.

—B, esta tarde quiero que organices un
brainstorming
obligatorio.

—¿Con los creativos? —pregunté.

—No, con todo el departamento. Quiero más ideas para el eslogan de los tampones Del Cielo.

—¿Ya viste las ideas que te envié? —dije, refiriéndome a un documento que había preparado con nuestro equipo de redactores.

—No. He estado demasiado ocupada. Organiza el
brainstorming
y mándame las ideas. Es urgente.

Claro, era urgente, pero todavía no se había tomado la molestia de mirar las ideas que ya le habíamos mandado. Típico de Bonnie. La idea del
brainstorming
parecía inocente y hasta bien intencionada. Cualquiera pensaría que Bonnie quería dar la oportunidad al resto de la compañía para que contribuyera con sus ideas. Muy democrático, ¿verdad? Pues no. Todo era una patraña.

La idea de invitar al resto de la compañía al
brainstorming
era una manera sutil de burlarse del equipo creativo. Era como decirnos: «Cualquiera puede hacer tu trabajo mejor que tú». Pero, además, había otro problema: estas convocatorias generales son totalmente inútiles porque la gente de otros departamentos no está interesada en participar en ellas. Todos los empleados de la agencia estaban tan exhaustos que solo les interesaba marcharse de la oficina a las 18.30, y hasta quince minutos antes, si era posible.

Cada vez que hacíamos uno de estos
brainstormings
inventados por Bonnie, la mitad de la gente no asistía, y la otra mitad venía solo porque servíamos café y galletas. Los creativos, ofendidos, se sentaban allí con los labios sellados y el ceño fruncido, mientras el resto miraba el pizarrón con la mente en blanco y la boca llena.

Siempre terminaba con un grupo de pasantes, que no paraban de enviar mensajes por el móvil a sus amigos, un par de diseñadores gráficos que precisamente se dedicaban al diseño porque no les interesaba la redacción, y mi ofendido equipo de redactores al borde mismo de renunciar a su puesto.

Para colmo de males, si se nos ocurría una idea decente, Bonnie inexorablemente la retorcía y despedazaba antes de que pudiéramos mostrársela al cliente. Quizá les parezca absurdo su comportamiento, pero, créanme, no había nada accidental en los motivos de la arpía. Todo lo que hacía estaba cuidadosamente planeado, el problema es que yo todavía no comprendía sus razones.

—A ver, necesitamos un eslogan que sea moderno pero conservador al mismo tiempo. Algo que dé confianza a las abuelas, pero que seduzca a las nietas. Tiene que ser serio pero divertido, sonoro pero disonante, anticuado pero irreverente, y debe estar dirigido a mujeres entre los catorce y los sesenta años. ¿Se les ocurre algo? ¿Alguna idea?

Después de una hora intentando sacarles las ideas como si tratara de extraerles una muela, yo misma empecé a escribir las tonterías que se me ocurrían para ver si los demás se animaban.

—Tampones Del Cielo… ¡Protección divina! —dije con falso entusiasmo, pero mi grupo ni siquiera se rio. Los pasantes masticaron sus galletas en silencio y los creativos me miraron con asco.

—Tampones del Cielo, de la sangre es el pañuelo —saltó el chistoso de Joe Peters, y todo el mundo se echó a reír.

—Es un poquito literal, pero no es una mala idea —mentí, mientras anotaba esa atrocidad en la pizarra.

Pero cuando se terminaron las galletas, se acabó la reunión, y justo cuando estaba a punto de dar por concluida esta colosal pérdida de tiempo, mi teléfono rojo se puso a vibrar en mi escote. La Madame quería que fuera hasta la máquina de fax a esperar las instrucciones.

Esperé durante unos treinta segundos hasta que la página finalmente apareció impresa frente a mí. Las instrucciones eran bastante claras, pero aun así tuve que leerlas varias veces para entenderlas.

… en el asiento trasero de la limusina encontrarás una caja que contiene un par de pesas. Debes atártelas a los tobillos antes de salir del coche. Trata de llevar una falda larga o pantalones para esconderlas. Camina despacio para no tropezar.

¿Pesas? ¿Atadas a los tobillos? ¿Para qué? Doblé mi hoja de instrucciones cuidadosamente y me la guardé dentro del sujetador, junto al teléfono rojo. Luego salí de la oficina sin despedirme de nadie. Estaba demasiado distraída pensando en lo que me encontraría esa noche.

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