Diciendo esto señaló a los esclarecidos varones que le seguían, los cuales, o yo me engaño mucho o eran la flor y nata de Ibros, Sierra de Cazorla y Despeñaperros, todos gente de ligerísimas piernas y manos. Dile las gracias por el ofrecimiento, y seguí mi camino.
—¡Ah! ¿Qué sabe Vd. de D. Diego? —le pregunté volviendo atrás.
—Pues qué —dijo retrocediendo—, ¿no se sabe dónde está D. Diego? ¿Ha muerto? ¿Se ha extraviado? Es preciso averiguarlo. Y di, ¿tú has visto por casualidad mi caballo? ¿Sabes si alguien lo recogió?
—No sé nada de tal caballo —repuse alejándome.
Ya avanzada la noche regresé a Bailén, donde me causó sorpresa ver una triste procesión compuesta de tres mujeres vestidas de negro, a las cuales seguían hasta media docena de hombres, llevando por delante dos criados con sendos farolillos para alumbrar el camino. Acerqueme y reconocí a doña María, con sus dos hijas, las tres cubiertas con negros mantones y muy afligidas y llorosas. Digo mal, porque si las dos muchachas se deshacían en lágrimas, la señora condesa conservaba seco el rostro, aunque visiblemente alterado, la mirada fija y valerosa y el andar muy firme. Al instante me presenté a ella, saludándola con el mayor respeto y ofreciéndola mi ayuda si, como parecía, iban en busca de D. Diego.
—¿Conque no parece el niño? ¿Cuándo le perdiste de vista durante la batalla? —me preguntó.
—Señora, desde la gran carga que dimos sobre el ala izquierda de los franceses dejé de ver a D. Diego.
—Yo creí que estuviera entre los heridos; pero no está. ¿Todos los muertos han sido recogidos del campo de batalla?
—Sí señora; sólo quedan los desconocidos, los paisanos que no estaban afiliados a ningún regimiento.
—Vamos a ver —dijo con un aplome, con una firmeza que me asombraron, pues no suponía tanto valor en el alma de una mujer.
—Yo acompañaré a usía con mucho gusto.
—¿Y qué tal se ha portado mi hijo? —me preguntó cuando marchábamos juntos.
—Señora, se ha portado como un héroe; se ha portado como quien es.
—¿Los jefes advirtieron su valor? ¿Elogiaron su bizarría, recordando el linaje de mi hijo?
—Sí señora, los jefes estaban con la boca abierta presenciando las hazañas de D. Diego —repuse por halagar el amor propio de la noble señora, cuyo dolor se atenuaría sabiendo que su vástago había honrado el nombre de Rumblar.
—¿Y amabais vosotros a mi hijo?
—¡Oh!, sí señora. D. Diego es tan bueno… y nos trata como si fuéramos todos iguales.
—¡Como si todos fuerais iguales! —exclamó doña María con ligeras muestras de enfado.
—No… vamos al decir… —indiqué corrigiendo mi
lapsus
—. D. Diego es un caballero y nosotros unos badulaques… quiero decir que nos trataba sin tiranía… ¡Pobre D. Diego! Pero le hemos de encontrar, señora. D. Diego está sano y salvo. Me lo dice el corazón.
—Tú eres un buen muchacho. Ayúdanos a buscar a mi hijo y te recompensaré. Si parece, yo te prometo que serás su paje cuando se case.
—¡Ah, gracias señora!, muchas gracias —contesté con viveza.
—Eres modesto. ¿Crees que no mereces este honor? Aunque no lo merezcas yo te lo concedo.
Llegamos a un punto en que se distinguía un cuerpo tendido boca abajo sobre el suelo. Nos estremecimos todos, y Asunción y Presentación se abrazaron llorando a gritos. La curiosidad luchó un instante en nosotros con el temor, pues deseábamos acercamos al cadáver por ver si era D. Diego, y temíamos llegar a él por si acaso era. Doña María fue la primera que dio un paso y la seguimos todos. Aquel cadáver solitario de un hombre muerto por la patria, no había encontrado todavía ni un pariente, ni un amigo, ni un camarada que se cuidase de él. No era D. Diego.
La condesa después de examinarlo alzó los ojos al cielo, cruzó las manos y rezó en voz alta el
Padre nuestro
, a cuya oración contestamos todos muy devotamente con
El pan nuestro…
Seguimos andando, y en otro sitio encontramos algunos cadáveres, que la condesa con heroísmo sobrenatural examinaba cara a cara hasta convencerse de que su hijo no estaba allí. Si nos acontecía llegar en el momento de abrir a alguno la sepultura, todos echábamos un puñado de tierra en la fosa del patriota, que bien pronto desaparecía en la vasta superficie del campo, no quedando huella ni marca alguna en el suelo, como no queda noticia del heroísmo individual en la historia.
Nuestras pesquisas por todo el campamento no dieron resultado alguno. Las dos hermanitas no podían tenerse en pie, ni cesaban de rezar en castellano y en latín, recitando con fervorosa declamación cuantas oraciones sabían. Tales eran la confusión y anonadamiento de D. Paco, que más de una vez se cayó al suelo. Sólo doña María conservaba una entereza heroica y casi bárbara que hacía creer en la superioridad del temple moral de algunos linajes sobre el plebeyo vulgo. No en vano tenía aquella señora por su línea materna la sangre de Guzmán el Bueno.
Era muy tarde cuando volvimos a la casa. Mientras reinaba en ella la desolación, ni una lágrima brotó de los ojos de doña María.
—Si Dios ha querido disponer de la vida de mi hijo —exclamó sentándose en el clásico sillón de cuero—, concédame al menos el consuelo de saber que ha muerto con honor.
—D. Diego ha de parecer, señora —dije yo con movido—. Si hubiera muerto, ¿no habríamos encontrado su cuerpo?
Esta razón devolvió a D. Paco su perdida fuerza dialéctica, y habló así:
—¿Pero no hubo también un pequeño combate por donde estaba Vedel? ¡Quién sabe si cogerían prisionero al niño!
—Los prisioneros fueron devueltos esta tarde por orden de Dupont —repuso doña María.
—¿Y si el niño estaba herido y lo metieron en el hospital francés?…
—Yo lo he de averiguar, señora —exclamé—. Mañana mismo pediremos un salvo-conducto para ir al campo enemigo. Me parece que allí le encontraremos.
—Ya sabes que te he prometido una gran recompensa. Si haces lo que dices, y encuentras a mi hijo y le traes —me dijo la de Rumblar—, la recompensa será aún mayor. Dios dispone de todo, y las glorias de la tierra a veces son trocadas en miseria, en tristeza, en nada por su mano poderosa. Si mi hijo no parece, ¿qué soy, qué me queda, qué resta a mi casa y a mi nombre? Dios habrá decidido que todo perezca y que las grandezas de ayer sean hoy ruinas, donde nos ocultemos para llorar. ¿La victoria se había de alcanzar sin desgracias? Napoleón es vencido en España, y ante la salvación de nuestro país, ¿qué significa una vida por noble que sea?, ¿qué una familia, por grande que sea su lustre?
La enérgica entereza de aquella mujer de acero me llenó de asombro. Después continuó así:
—Yo creí que este sería un día de júbilo en mi casa. Después de la victoria alcanzada, hubiéramos sido muy felices teniendo aquí a mi hijo, y recibiendo a la prometida esposa que con mis primas debe de llegar aquí esta noche… ¿No ha llegado? Cuide usted, don Paco, de que nada les falte. ¿Está todo preparado, las camas, la cena, las habitaciones? Niñas, ¿qué hacéis ahí mano sobre mano?
Asunción y Presentación lloraron con más fuerza al oírse nombrar por su madre. Pareciome que esta también comenzaba a sentir vacilante su varonil espíritu, y que apagándose la llama de sus ojos, se desmayaban sus enérgicos brazos, cayendo con desaliento sobre los del sillón. Pero sin duda no quería perder su dignidad de gran señora delante de nosotros, y mandándonos salir a todos, a sus hijas, a D. Paco, a los criados y a mí, se quedó sola.
Un rato después sentí ruido de coches y mulas en la calle; luego una gran algazara en el patio, y al oír esto, diome un gran vuelco el corazón. Escondido tras uno de los pilares vi descender de los coches y subir pausadamente a las personas que eran esperadas, y al mirar al diplomático que cargaba en sus brazos a una mujer para bajarla del carruaje, reconocí a la monjita de Córdoba.
Yo temía ser visto de Amaranta; pero como esta y su tía habíanse adelantado y estaban ya arriba, me aventuré a seguir al diplomático, que subió detrás de todos con Inés, sosteniéndola por la cintura. Delante iban los criados con hachas, detrás yo solo. Inés se envolvía en un gran manto, chal o cabriolé que tenía larguísimos flecos en sus orillas. Subíamos lentamente, ellos delante, yo detrás, y aquellos menudos hilos de seda pendientes de la espalda y de la cintura de Inés flotaban delante de mis ojos. Como quien llega a la puerta del cielo y tira del cordón de la campanilla para que le abran, así cogí yo entre mis dedos uno de aquellos cordoncitos rojos y tiré suavemente. Inés volvió la cabeza y me vio.
Una vez arriba, el ayo informó a los viajeros de lo que ocurría, y pasando adentro las tres señoras, el diplomático se quedó con D. Paco en el comedor.
—Aquí estamos consternados, Sr. D. Felipe —dijo el ayo—. Y si mi amo no parece el mundo habrá perdido en el fragor de horripilante batalla a un joven que prometía ser gran filósofo, y que ya era gran calígrafo.
—¡Demonio de contrariedad! —dijo el diplomático, sacando su caja de tabaco y ofreciendo un polvo al ayo, después de tomarlo él—. Lo siento… a nuestra edad nos gusta tener quien nos suceda y herede nuestras glorias para desparramar su luz por los venideros siglos. Vea Vd. la razón por qué me apresuré a reconocer a mi querida hija… ¡Ah! Sr. D. Francisco: yo he tenido una juventud muy borrascosa, como todo el mundo sabe, y hartas noticias tendrá Vd. de mis aventuras, pues no había en las cortes de Europa dama alguna, casada ni soltera, que no se me rindiese. Después de todo es una desgracia haber nacido con tal fuerza de atracción en la persona, Sr. D. Francisco; tanto que todavía… pero dejemos esto. Ahora no me ocupo más que del bienestar de mi idolatrada niña. Y a fe que si es cierto que no existe D. Diego, no por eso se quedará soltera; pues cartas tengo aquí del príncipe de Lichenstein, del archiduque Carlos Eugenio, del conde de Schöenbrunn y de otros esclarecidos jóvenes de sangre real pidiéndomela en matrimonio. Como yo tengo tantos amigos en las cortes de Europa, y en España mismo, pues… ya he sabido que las principales familias acogidas en Bayona o residentes en Madrid, se disputan la mano de mi hija. ¿La ha visto Vd., Sr. D. Francisco? ¿Ha observado usted en su cara los rasgos que indican la noble sangre mía y la de aquella hermosísima, cuanto desgraciada señora extranjera…? ¡Oh!, me enternezco, señor D. Francisco… Pero hablemos de otra cosa, cuénteme Vd. cómo ha sido esa batalla. ¿Conque hemos ganado? ¿Y hay capitulación? De modo que he llegado a tiempo. ¡Oh! Sr. D. Francisco, temo que hagan un desatino, si no les asisto con mis luces, porque los militares son tan legos en esto de tratados… Yo traigo un proyectillo, mediante el cual la Rusia ocupará Despeñaperros, España pasará a guarnecer las orillas del Don y de la Moscowa, y Prusia…
Cuando me marché, el diplomático continuaba calentando los cascos al buen D. Paco, que le ofreció algunos manjares y vino de Montilla para reparar sus fuerzas. Al salir de la casa, vi en la puerta de la calle a varios hombres, no de muy buena facha por cierto, uno de los cuales llegose a mí, y tomándome por el brazo, me dijo:
—¿Conoces tú a esa gente que acaba de llegar?
—No, Sr. de Santorcaz —repuse—. No sé qué gente es esa, ni me importa saberlo.
Apartámonos todos de la casa, y por el camino me dijo otra vez D. Luis que tendría mucho gusto en verme en las filas de su compañía.
Al día siguiente, que era el 20, nos ocupamos Marijuán y yo en buscar otra vez a nuestro amo. Uniósenos D. Paco, y el general español escribió un oficio a Dupont, rogándole que nos permitiera hacer indagaciones en el campamento francés, para ver si se encontraba allí a D. Diego, herido o muerto. Visitamos el hospital enemigo, y entre los heridos no había ningún español, lo cual nos desconsoló sobremanera. Yo no era el que menos se acongojaba con esta contrariedad, aunque sabía el casamiento de Inés. ¿Qué significaba aquel generoso sentimiento mío? ¿Era pura bondad, era puro interés por la vida del semejante, aunque fuese enemigo, o era un sentimiento mixto de benevolencia y orgullo, en virtud del cual yo, convencido de que Inés no amaba sino a mí, quería proporcionarme el gozo de ver a D. Diego despreciado por ella? Francamente, yo no lo sabía, ni lo sé aún.
Cuando recorrimos el campo francés, pudimos observar la terrible situación de nuestros enemigos. Los carros de heridos ocupaban una extensión inmensa, y para sepultar sus tres mil muertos, habían abierto profundas zanjas donde los iban arrojando en montón, cubriéndoles luego con la mortaja común de la tierra. Algunos heridos de distinción estaban en las Ventas del Rey; pero la mayor parte, como he dicho, tenían su hospital a lo largo del camino, y allí los cirujanos no daban paz a la mano para vendar y amputar, salvando de la muerte a los que podían. Los soldados sanos sufrían los horrores del hambre, alimentándose muy mal con caldos de cebada y un pan de avena, que parecía tierra amasada.