—Si aquí no hay tales aldeas, señor —interrumpió Marijuán, indócil a la mistificación.
—Necio, ¿querrás callar? —continuó el francmasón—. Yo sé lo que me digo, y es que todo el afán de Napoleón después que vio bajar a los rusos, consistía en tomar aquellas aldeas para luego apoderarse de la loma que tenemos enfrente. ¿No le veis? Pues bien; los generales Soult y Lannes partieron al galope para dirigir las operaciones del centro y de la izquierda. Yo pertenecía al centro, y estaba en el 17 de línea y a las órdenes de Vandamme. Avanzamos hacia el arroyo: ¿veis?, fuimos por aquí a toda prisa.
—Si aquí no hay tal arroyo —dijo Marijuán riendo—. Vd. sí que tiene la cabeza llena de arroyos y aldeas, y derechas e izquierdas.
—Llegamos a la aldea de Telnitz y allí comenzó el ataque —continuó imperturbablemente Santorcaz—. En la loma quedaban todavía veintisiete batallones de infantería rusa y austriaca, mandados en persona por los dos Emperadores y por el general en jefe ruso Kutusof. ¡Ah, muchachos, si hubierais visto aquello! Mirad hacia enfrente, pues desde aquí se distingue muy bien la posición que respectivamente teníamos, ellos encima, nosotros debajo… Al principio nos acribillaban; pero Soult nos manda subir a todo trance, y subimos desafiando la lluvia de balas. Para ayudarnos, el general Thiebault, que pertenecía a la división de Saint-Hilaire, refuerza nuestra derecha con doce piezas de artillería que bien disparadas hacen grandes claros en las filas enemigas. Estas tienen al fin que retroceder al otro lado de la loma. ¿Veis aquel repecho que hay a la izquierda? Pues allí fue el 17 de línea. Piquemos nuestras caballerías y nos hallaremos en el mismo sitio. Estúpidos, ¿no os entusiasmáis con estas cosas? Mira, Gabriel, ya estamos subiendo: esta es la loma que veíamos desde lejos: este repecho que miráis a la izquierda es el repecho de Stari-Winobradi, a donde el general Vandamme nos condujo. ¿Pero creéis que era cosa de juego? El repecho estaba defendido por numerosas tropas rusas, y una formidable artillería. La cosa era peliaguda; pero cuando los generales dicen
adelante, adelante
, no es posible resistir, y aunque del 17 de línea no quedamos más que la tercera parte para contarlo, ayudados por el 24 de ligeros, tomamos al fin el repecho, apoderándonos de la artillería. Los rusos se desbandaron por el otro lado de la loma, dirigiéndose hacia aquel caserío que a lo lejos clarea a la luz de la luna y que no es otro que el castillo de Austerlitz.
Marijuán reventaba de hilaridad. Yo, a mi vez, no pude menos de hacer alguna observación al narrador, diciéndole:
—Señor de Santorcaz, allá no se ve ningún castillo, como no sea que se le antoje fortaleza la cabaña de algún pastor de carneros, únicos rusos que andan por estos lugares.
—Tú sí que no sabes lo que te dices —prosiguió Santorcaz deteniendo su macho en medio del camino—. Os seguiré contando. Mientras los del centro hacíamos lo que habéis oído, allá por la izquierda, en esa tierra llana que tenemos a este lado, la caballería cargaba portentosamente al mando de Lannes y Murat. Francamente, rapaces, de esto poco os puedo hablar, porque caí herido: por un buen rato se me pusieron ciertas telarañas ante los ojos, y mis oídos no percibían sino un vago zumbido. Pero ahí hacia la derecha se remataba a los rusos y austriacos del modo más admirable. ¿No veis los pantanos de Satzchan? A lo lejos brilla su engañosa superficie: están helados, y los rusos, impelidos por Soult, se precipitan sobre ellos. En el acto el Emperador manda que la artillería de la guardia dispare algunos cañonazos sobre el hielo para que se hunda, y entre los desmenuzados cristales, caen al agua dos mil rusos con sus cañones, caballos, pertrechos, armas, municiones y carros, precipitándose confusamente, sin que sus compañeros les prestaran socorro, porque no pensaban más que en huir, y huyendo se ahogaban, y quedándose morían barridos por la metralla francesa. ¡Qué espantoso desastre para aquella pobre gente, y qué gran victoria para nosotros! Estábamos locos de entusiasmo. ¡Pero qué veo! Gabriel, y tú, Marijuán, ¿no os entusiasmáis? Sois unos gaznápiros. Aquello fue prodigioso. Sólo entramos en fuego cuarenta mil hombres, y merced a las hábiles disposiciones del gran tirano, derrotamos a noventa mil aliados, matándoles o ahogando quince mil, cogiendo veinte mil prisioneros y ciento veinte cañones. ¿No había motivo para que nos volviéramos locos con nuestro jefe? ¡Ah, muchachos, si hubierais estado allí cuando recorrió el campo de batalla mandando recoger los heridos! Creo que hasta los muertos se levantaban para gritar «¡viva el Emperador!», y cuando a la noche siguiente encendimos una gran hoguera, en este mismo sitio donde ahora estamos, y vino él a situarse allí enfrente para recibir al emperador de Austria, parecía un dios rodeado de aureola de fuego y teniendo al alcance de su mano los rayos con que destruía tronos y reyes, imperios y coronas.
Marijuán y yo nos reíamos; pero pronto nos fue forzoso disimular nuestra hilaridad, porque habiendo preguntado el joven aragonés con mucha sorna que cuál fue la ventaja sacada de tal lucha, Santorcaz se amoscó, y amenazando castigarnos si no nos entusiasmábamos como él, nos dijo:
—Mentecatos, podencos; ¿acaso la paz y tratado de Presburgo es paja? Prusia quedó aliada de Francia, perdiendo Austria el apoyo de su hermana. Austria abandonó a Francia el estado de Venecia y cedió el Tirol a Baviera, reconociendo al mismo tiempo la soberanía de los electores de Baviera, Wurtemberg y Baden, después de pagar a Francia cuarenta millones de indemnización de guerra. Al mismo tiempo, pedazos de alcornoque, por el tratado de SchÅ“nbrunn, Francia cedió a Prusia el Hannover, Prusia cedió a Baviera el marquesado de Anspach y a Francia el principado de Neufchatel y el ducado de Cleves.
Marijuán y yo volvimos a mirarnos y nos volvimos a reír, lo cual, advertido por Santorcaz, fue causa de que este nos sacudiera un par de latigazos, que a ser repetidos, nos habrían obligado a defendernos, haciendo allí mismo un segundo Austerlitz. Más bien estábamos para burlas que para veras, y Marijuán especialmente, no dejaba pasar coyuntura alguna en que pudiera zaherir a nuestro compañero; así es, que habiendo acertado a encontrar un rebaño de ovejas y cabras, dijo el aragonés:
—Apartémonos aquí junto al charco para ver de derrotar a estos austriacos y rusiacos, que vienen mandados por el tío Parranclof, emperador del Zurrón y rey de los guarros, y subamos a la loma de la Panza para quitarles la artillería y hacerles meter en el castillo.
Yo en tanto, acordándome de D. Quijote, contemplaba el cielo, en cuyo sombrío fondo las pardas y desgarradas nubes, tan pronto negras como radiantes de luz, dibujaban mil figuras de colosal tamaño y con esa expresión que sin dejar de ser cercana a la caricatura, tiene no sé qué sello de solemne y pavorosa grandeza. Fuera por efecto de lo que acababa de oír, fuera simplemente que mi fantasía se hallase por sí dispuesta a la alucinación que siempre produce un bello espectáculo en la solitaria y muda noche, lo cierto es que vi en aquellas irregulares manchas del cielo veloces escuadrones que corrían de Norte a Sur; y en su revuelta masa las cabezas de los caballos y sus poderosos pechos, pasando unos delante de otros, ya blancos, ya negros, como disputándose el mayor avance en la carrera. Las recortaduras, varias hasta lo infinito, de las nubes, hacían visajes de distintas formas, de colosales sombreros o morriones con plumas, penachos, bandas, picos, testuces, colas, crines, garzotas; aquí y allí se alzaban manos con sables y fusiles, banderas con águilas, picas, lanzas, que corrían sin cesar; y al fin, en medio de toda esa barahúnda, se me figuró que todas aquellas formas se deshacían, y que las nubes se conglomeraban para formar un inmenso sombrero apuntado de dos candiles, bajo el cual los difuminados resplandores de la luna como que bosquejaban una cara redonda y hundida entre las altas solapas, desde las cuales se extendía un largo brazo negro, señalando con insistente fijeza el horizonte.
Yo contemplaba esto, preguntándome si la terrible imagen estaba realmente ante mis ojos, o dentro de ellos, cuando Santorcaz exclamó de improviso:
—Miradle, miradle allí. ¿Le veis? ¡Estúpidos!, ¡y queréis luchar con este rayo de la guerra, con este enviado de Dios que viene a transformar a los pueblos!
—Sí, allí lo veo —exclamó Marijuán, riendo a carcajadas—. Es D. Quijote de la Mancha que viene en su caballo, y seguido de Sancho Panza. Déjenlo venir, que ahora le aguarda la gran paliza.
Las nubes se movieron, y todo se tornó en caricatura.
El sol no tardó en salir aclarando el país y haciendo ver que no estábamos en Moravia, como vamos de Brunn a Olmutz, sino en la Mancha, célebre tierra de España.
El pueblo donde paramos a eso de las ocho de la mañana era Villarta, y dejando allí nuestros machos, tomamos unas galeras que en nueve horas nos hicieron recorrer las cinco leguas que hay desde aquel pueblo a Manzanares: ¡tal era la rapidez de los vehículos en aquellos felices tiempos! Cuando entrábamos en esta villa al caer de la tarde, distinguimos a lo lejos una gran polvareda, levantada al parecer por la marcha de un ejército, y dejando los perezosos carros, entramos a pie en el pueblo para llegar más pronto, y saber qué tropas eran aquellas y a dónde iban.
Allí supimos que eran las del general Ligier-Belair que iba a auxiliar el destacamento de Santa Cruz de Mudela, sorprendido y derrotado el día anterior por los habitantes de esta villa. En la de Manzanares reinaba gran desasosiego, y una vez que los franceses desaparecieron, ocupábanse todos en armarse para acudir a auxiliar a los de Valdepeñas, punto donde se creía próximo un reñido combate. Dormimos en Manzanares, y al siguiente día, no encontrando ni cabalgaduras ni carro alguno, partimos a pie para la venta de la Consolación, donde nos detuvimos a oír las estupendas nuevas que allí se referían.
Transitaban constantemente por el camino paisanos armados con escopetas y garrotes, todos muy decididos, y según la muchedumbre de gente que acudía hacia Valdepeñas, en Manzanares, y en los pueblos vecinos de Membrilla y la Solana no debían de quedar más que las mujeres y los niños, porque hasta algunos inútiles viejos acudían a la guerra. Por último, resolvimos asistir nosotros también al espectáculo que se preparaba en la vecina villa, y poniéndonos en marcha, pronto recorrimos las dos leguas de camino llano: mucho antes de llegar divisamos una gran columna de negro humo que el viento difundía en el cielo. La villa de Valdepeñas ardía por los cuatro costados.
Apretando el paso, oímos ya cerca del pueblo prolongado rumor de voces, algunos tiros de fusil, pero no descargas de artillería. Bien pronto nos fue imposible seguir por el arrecife, porque la retaguardia francesa nos lo impedía, y siguiendo el ejemplo de los demás paisanos, nos apartamos del camino, corriendo por entre las viñas y sembrados, sin poder acercarnos a la villa. En esto vimos que la caballería francesa se retiraba del pueblo, ocupando el llano que hay a la izquierda, y al mismo tiempo el incendio tomaba tales proporciones, que Valdepeñas parecía un inmenso horno. Los gritos, los quejidos, las imprecaciones que salían de aquel infierno, llenaban de espanto el ánimo más esforzado.
Al punto comprendimos que el interior del pueblo se defendía heroicamente, y que el plan de los franceses consistía en apoderarse de los extremos, incendiando todas las casas que no pudieran ocupar. De vez en cuando un estruendo espantoso indicaba que alguno de los endebles edificios de adobes había venido al suelo, y el polvo se confundía en los aires con el humo. Los escombros sofocaban momentáneamente el fuego; pero este surgía con más fuerza, cundiendo a las casas inmediatas. Al fin pareció que todo iba a cesar, y, según dijeron los que estaban más cerca, habían salido del pueblo algunos hombres a conferenciar con el general francés. Mucho tiempo debieron de durar las conferencias, porque no vimos que estos se retiraran ni que concluyese el ruido y algazara en el interior; pero al cabo de largo rato un movimiento general de la multitud nos indicó que algo importante ocurría. En efecto, los franceses, replegando sus caballos en la calzada, retrocedían hacia Manzanares.
Cuando entramos en Valdepeñas, el espectáculo de la población era horroroso. Parece increíble que los hombres tengan en sus manos instrumentos capaces de destruir en pocas horas las obras de la paciencia, de la laboriosidad, del interés acumuladas por el brazo trabajador de los años y los siglos. La calle Real, que es la más grande de aquella villa, y, como si dijéramos, la columna vertebral que sirve a las otras de engaste y punto de partida, estaba materialmente cubierta de jinetes franceses y de caballos. Aunque la mayor parte eran cadáveres, había muchos gravemente heridos, que pugnaban por levantarse; pero clavándose de nuevo en las agudas puntas del suelo, volvían a caer. Sabido es que bajo las arenas que artificiosamente cubrían el pavimento de la vía, el suelo estaba erizado de clavos y picos de hierro, de tal modo que la caballería iba tropezando y cayendo conforme entraba, para no levantarse más.