Beatriz y los cuerpos celestes (12 page)

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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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—Está bien. —Qué coño, tampoco me estaba pidiendo que me tirase por un precipicio—. Pero que quede claro que lo hago esta vez y sólo esta vez. Y otra cosa: no sé qué voy a entregar y no quiero saberlo. ¿Me oyes? Prefiero no saberlo.

Llegar hasta La Moraleja resultaba toda una excursión. Había que ir primero a Plaza de Castilla en metro y desde allí coger un autobús que se tiraba su buena media hora para salir de la ciudad. Conté cinco paradas desde la plaza de Castilla antes de bajar. Al abandonar aquel vehículo con aire acondicionado, el calor me golpeó en la cara como un insulto. Las calles calientes reverberaban al sol y el polvo seco sofocaba la garganta. Afortunadamente, Coco me había dado unas instrucciones detalladísimas sobre cómo llegar a Los Tilos —el nombre del chalet que debía visitar—, y conseguí encontrarlo justo cuando me parecía que estaba a punto de desmayarme. El nombre Los Tilos estaba escrito con azulejos de cerámica sobre una valla de más de dos metros de altura que impedía ver el interior de la propiedad. Llamé al timbre y el piloto de una cámara se encendió. Quienquiera que me observara decidió que podía entrar, porque a los pocos segundos se oyó un clic que indicaba que la cerradura de la puerta metálica había sido desactivada.

Los muros de ladrillo blanco que protegían la casa estaban revestidos en su cara interna con celosías de madera. A la sombra de un gran cedro resaltaba el color de un banco de petunias y alhelíes; mientras que al fondo, y formando líneas rectas, setos de boj crecían entre los grandes árboles. Reparé en que allí había cedros y encinas, pero ni un solo tilo, y me pregunté a santo de qué vendría el nombre; quizá, se me ocurrió, los habitantes de la casa no supieran qué era un tilo. Atravesé un sendero de azulejos que cruzaba el jardín, y al llegar a la puerta pulsé el timbre, provocando un estrépito de campanillas que destrozó en pedazos el silencio de la tarde. Al minuto salió a abrirme una criada de las que ya no quedan, con uniforme negro, cofia y delantal.

—Vengo a ver a Jaime —anuncié con un hilillo de voz.

La anacrónica criada me hizo pasar y me rogó que esperara en un salón enorme, presidido por una chimenea de piedra caliza que hubiese sido la envidia de Charo, y a cuyo lado una pequeña hornacina albergaba la cesta de la leña. El suelo era magnífico, nada de parquet cutrelux: auténtica madera de roble americano. Me senté en un sillón de cuero antiguo, desde el que se apreciaba perfectamente la escalera del fondo, realizada mitad en piedra caliza, mitad en madera, y por la que descendió un chico que llevaba el pelo corto y engominado y vestía una camisa almidonadísima de rayas rosas y blancas, unos vaqueros y unos mocasines de piel. Le calculé unos veinte años, aunque su aspecto repulido le hiciera parecer algo más mayor. Me tendió la mano. El sillón de cuero estaba tan mullido que me resultó difícil levantarme.

—¿Subes? —dijo él—. Mejor hablamos en mi habitación.

Le seguí. La habitación del chico parecía el apartamento de un corredor de bolsa. Allí había un televisor y un equipo de alta fidelidad, negros, empotrados en una estantería metálica que contenía un montón de libros y compactos, ordenados escrupulosamente según tamaños; dos sofás de cuero negro, un futón a rayas blancas y negras. Al lado de la ventana había una mesa, negra, sobre la que reposaban unas cuantas maquetas de aviones militares de la segunda guerra mundial. Las paredes blancas estaban desnudas. Los objetos de adorno, aparentemente, habían sido eliminados. Un espacio funcional, moderno, caro. Aterrador.

Saqué de la mochila un paquete envuelto en papel de estraza y atado con cuerdas y se lo entregué.

—¡Esto pesa mucho...! —dije sonriendo, con la intención de iniciar una conversación.

El salió de la habitación, sin responder.

Mientras esperaba a que volviera, me entretuve leyendo los dorsos de los libros que había en la estantería. Reconocí algunos: Verlorene Siege, del mariscal Erich von Manstein;
Panzer Battles,
de Von Mellenthin;
Signal
(encuadernados);
Historia de la Segunda Guerra Mundial
(fascículos encuadernados);
Panzer Leader
, del general Guderian;
Rommel's War in Africa
, de Wolf Heckmannn,
European Volunteers
, de Peter Strassner;
The Other Side of the Hill
, de sir Basil Liddellhart... Eran libros sobre la segunda guerra mundial, que yo conocía porque a mi padre le interesaba mucho el tema, como a cualquier otro señor de derechas, y había coleccionado durante años libros y libros dedicados al particular. Lo que no acabé de entender era la razón por la cual un chaval de mi edad atesoraba semejantes rarezas.

Al cabo de unos pocos minutos, el chico regresó a la habitación.

—Todo está bien —dijo.

Sacó un sobre de uno de los cajones de la mesa negra y me lo entregó. Yo ya sabía que era para Coco.

—Te acompaño a la salida —me hizo saber con acento engolado.

Se detuvo un segundo mientras bajábamos por la escalera y se me quedó mirando como si me fuese a anunciar un acontecimiento fatídico.

—¿Sabes qué día es hoy? —me preguntó.

—No —respondí ligeramente intimidada—. ¿Acaso debería saberlo?

—Hoy es 18 de julio —declaró solemne.

—Pues vale.

Me aplastó con una mirada reprobatoria que me dejó helada y no volvimos a cruzar palabra hasta la puerta de la verja. A la caída de la tarde, la luz espejeaba en las copas de los árboles mecidos por el viento, brillantes y calladas promesas de tranquilidad, y yo pensé, suspendida en la calma del día agonizante, que no me importaría pasar el resto de mi vida en aquel jardín.

—Adiós —dijo él, en el tono más antipático posible.

—Adiós —respondí, tan seca como él. Había resultado fácil.

En cuanto regresé a casa de Mónica, me fui derecha a tirarme sobre el sofá, a sudar bochorno, polvo y aburrimiento. Coco me preguntó por el sobre, se lo entregué con gesto de desgana, y él lo tomó en las manos con expresión de satisfacción: los ojos brillantes y una sonrisa que le atravesaba la cara como una cuchillada. Miró a Mónica y los ojos de su novia (por llamarla de alguna manera) le devolvieron amplificada su expresión de felicidad.

—Regresamos a la abundancia —dijo ella.

Era yo la que había dejado claro que no quería saber lo que había transportado, pero lo cierto era que me reconcomía la curiosidad.

—¿Por qué pesaba tanto el dichoso paquete? —pregunté —En serio, bonita, cuanto menos sepas, mejor —dijo Coco.

En cualquier otra ocasión le hubiera mandado a la mierda, por prepotente, pero adoptó una expresión tan seria que juzgué que lo mejor era callarme. No es que me atemorizara, al contrario; casi diría que me daba pena.

—No me cabe en la cabeza que el tío ése se meta nada —dije, no dirigiéndome a Coco en particular, sino, en realidad, pensando en voz alta—. No le pegaba nada. Por favor... si parecía un estudiante modelo de los maristas.

El cuarto de baño de La Iguana no era un cuarto de baño de diseño. El inodoro era un Roca normal y corriente, de tapa de plástico barato. A través de los desconchados de las paredes se adivinaban diferentes capas de pintura de distintos colores que, al igual que los anillos de los árboles, permitían conjeturar más o menos acertadamente la edad del local. Cabíamos a duras penas, pero cabíamos, Mónica, Coco y yo. Mónica, reclinada sobre la cisterna, estaba cortando unas rayas de coca sobre una tarjeta de crédito.

—No hagas tres. Yo no voy a querer —dije.

—¿Por qué no vas a querer? —me preguntó Mónica —Porque no quiero. Me acelero muchísimo y luego me duele la cabeza y se me atontan las encías, y tampoco noto que me ponga mejor o peor.

—Tú te vas a meter por la sencilla razón de que los demás nos vamos a meter, y yo paso de que las cosas me suban a mí sola —replicó Mónica, tajante.

—Déjala, mujer —intervino Coco—; si no se mete, que no se meta. Mejor para nosotros, así nos tocará más.

—Tú te callas.

Con una mano de pulso de hierro me colocó la tarjeta delante de la nariz, y con la otra me alargó un tubo confeccionado con un billete de mil enrollado. Esnifé la raya. Creo que hubiese bebido veneno si ella me lo hubiera presentado en una copa. Los polvos me subieron por la nariz haciendo cosquillas y bajaron hasta la garganta dejando un regusto amargo.

—Esto sabe asqueroso —dije entre muecas. Ellos dos se rieron a la vez.

—Joder, cómo mola tu navaja —dijo Coco.

Coco se había fijado en la navaja que su novia (es un decir) había utilizado para cortar la coca: un bardeo automático de mango esmaltado rojo brillante, el color de un corazón enamorado en los dibujos animados.

—Me la regaló un camello rasta que me enrollé en Amsterdam —dijo Mónica—. Es bonita, ¿verdad? Pero no creas, no tiene valor sentimental ni nada de eso. El tío me daba igual, así que, si tanto te gusta, puedes quedártela.

Él se quedó mirando a la navaja tan boquiabierto como un seminarista frente a la página central del
Playboy
.

—Joder, tía, muchísimas gracias. Me encanta. —Y para demostrarlo cogió a su (por decir algo) novia de la cintura y la obsequió con un beso de tornillo.

Sentí una puñalada en medio del pecho asestada por un puñal de doble filo: los celos y la envidia. ¿Acaso ambos conceptos no significan lo mismo?

Ella se zafó de Coco, salió de la cabina y, apoyándose contra el lavabo, examinó detenidamente su imagen en el espejo. Comprobó que el
rouge
se había corrido, así que extrajo un lápiz de su bolso, se perfiló los labios con un cuidado exquisito y salió de allí con la confianza pintada otra vez en la boca.

Mi madre, sentada frente a su tocador, se prepararía para salir, como hacía todas las tardes a esas horas. Su pelo aclarado estaría impecablemente peinado, las mechas recién retocadas, las ondas marcadas con rulos calientes y sujetas con laca. Llevaría pendientes y collar de perlas, y broche de oro sobre un traje de chaqueta impecablemente negro. Esos preparativos diarios, dignos de una arrebolada jovencita que se dispusiera a ver a su primer amante, se teñían de una significación entre amarga y patética si una era sabedora de que las destinatarias de tanto acicalamiento eran sus compañeras del club de bridge, una serie de loros de La Moraleja, tan frustradas y tan repeinadas como ella, con las que mi madre pasaba las tardes desde hacía años. Mi madre había llegado a ser una experta jugadora, una especialista en
impasses
y
slams
grandes y pequeños. Yo le decía a veces, con una cruda sinceridad que intentaba malamente disfrazar de ironía, que, si hubiese dedicado todos los esfuerzos que había consagrado al bridge a sacarse una carrera universitaria, habría obtenido probablemente un doctorado c
um laude
y estaría disfrutando de su propio apartamento y de coche de empresa, en lugar de tener que compartir sus tardes con una serie de brujas chismosas que sólo sabían hablar de liftings y de upliftings y comentar adulterios de maridos ajenos fingiendo con un descaro casi conmovedor que ignoraban los de los propios. Puedo imaginar perfectamente cómo descolgó el auricular de su teléfono color crema, el teléfono supletorio que había instalado en su habitación para procurarse una intimidad que ella hubiese deseado necesitar (y que no necesitaba, puesto que no tenía amantes ni amigas íntimas) y para garantizarse que, en aquellos días de jaqueca en los que decidía enclaustrarse en su habitación, no habría excusa que le hiciera salir de su refugio de cortinas echadas. Puedo imaginar cómo marcó el número que se sabía de memoria y cómo se mordió los labios en un gesto sólo perceptible para los que la conocíamos de toda la vida y habíamos aprendido a descifrar las expresiones que adoptaba cuando se disponía a hacer algo que en el fondo no deseaba hacer. Y el tono digno que emplearía para arrogarse de una superioridad que sabía que había perdido hacía tiempo —«Mónica —diría—, soy Herminia Martínez de Haya, la madre de Bea... Tus padres no están, ¿verdad guapa?... Llamaba para preguntar por mi hija... ¿Dices que ha salido? ¿Y cuándo volverá?... Ya suponía que estaría contigo. Esa niña venera el suelo que tú pisas, Dios sabrá por qué... Caramba con la bendita cría. Nos va a matar a disgustos a su padre y a mí. Siempre ha hecho lo que le ha dado la santísima gana. No atiende a razones, ha salido a su padre... Dile al menos que se digne llamar... En fin, no hagáis muchas tonterías...»

Cuando Mónica colgó, se mordió los labios. Era sorprendente lo mucho que mi madre y mi mejor amiga se parecían en determinados momentos.

—Que sepas que no vuelvo a mentir por ti. Además, es tu madre —me dijo—. Deberías llamarla.

—Antes muerta —repliqué, y salí disparada a encerrarme en el cuarto de baño.

Coco dirigió una mirada interrogante a Mónica, quien se limitó a encogerse de hombros con expresión sarcástica.

Mi madre me quiso mucho, cuando yo era muy pequeña.

Pero de repente, de la noche a la mañana, crecí, y aquello fue el fin de todo. Mi madre me entendía como una parte de su ser y no estaba dispuesta a aceptar el hecho de que no constituíamos una unidad, de que cada una de nosotras existía por sí misma. Mientras yo fui su niña, fui parte de ella. En cuanto crecí se dio cuenta de que había comenzado la cuenta atrás, de que a partir de ese momento era como si yo estuviese en un escaparate, con un cartel de oferta colgado del cuello, y era sólo cuestión de tiempo el que alguien decidiera comprarme, sacarme de aquella vitrina en donde descansaba y pasearme por el mundo exterior.

Yo entonces no sabía nada de eso.

Recuerdo perfectamente que a mi madre le sacó de quicio desde el principio que los hombres me admirasen por la calle. La religión era su coartada perfecta. En cuanto alguno me silbaba empezaba a recriminarme una supuesta actitud provocativa que estimulaba la lascivia de los hombres, su pecado. No era culpa de ellos, era yo la que les provocaba. En seguida comprendí que no importaba la ropa que me pusiera o la actitud que tomara. Ya podía llevar camisetas de talla enorme o ir por la calle mirando al suelo: me silbaban igual. A no ser que me pusiera un hábito talar, llamaría la atención. O incluso, quién sabe, podría llamarla también con hábito y todo... Esta situación me reafirmaba en la idea que había ido haciéndome en el colegio de monjas: hiciera lo que hiciera, estaba destinada al pecado, por mucho que yo me esforzara en evitarlo. En el fondo, aunque mi educación fuera formalmente católica, crecí con ideas calvinistas.

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