Authors: Juan José Arreola
Fuera del espacio y del tiempo, los ciervos discurren con veloz lentitud y nadie sabe dónde se ubican mejor, si en la inmovilidad o en el movimiento que ellos combinan de tal modo que nos vemos obligados a situarlos en lo eterno.
Inertes o dinámicos, modifican continuamente el ámbito natural y perfeccionan nuestras ideas acerca del tiempo, el espacio y la traslación de los móviles. Hechos a propósito para solventar la antigua paradoja, son a un tiempo Aquiles y la tortuga, el arco y la flecha: corren sin alcanzarse; se paran y algo queda siempre fuera de ellos galopando.
El ciervo, que no puede estarse quieto, avanza como una aparición, ya sea entre los árboles reales o desde un boscaje de leyenda: Venado de San Huberto que lleva una cruz entre los cuernos o cierva que amamanta a Genoveva de Brabante. Dondequiera que se encuentren, el macho y la hembra componen la misma pareja fabulosa.
Pieza venatoria por excelencia, todos tenemos la intención de cobrarla, aunque sea con la mirada. Y si Juan de Yepes nos dice que fue tan alto, tan alto que le dio a la caza alcance, no se está refiriendo a la paloma terrenal sino al ciervo profundo, inalcanzable y volador.
Difícilmente erguida en su blandura musculosa, una levanta el puro torso desnudo. Otra reposa al sol un odre lleno de agua pesada. Las demás circulan por el estanque, apareciendo y desapareciendo, rodando en el oleaje que sus evoluciones promueven.
He visto el quehacer incesante de las focas. He oído sus gritos de júbilo, sus risotadas procaces, sus falsos llamados de náufrago. Una gota de agua me salpica la boca.
Veloces lanzaderas, las focas tejen y destejen la tela interminable de sus juegos eróticos. Se abrazan sin brazos y resbalan de una en otra improvisando sus rondas
ad libitum
. Baten el agua con duras palmadas; se aplauden ellas mismas en ovaciones viscosas. La alberca parece de gelatina. El agua está llena de labios y de lenguas y las focas entran y salen relamiéndose.
Como en la gota microscópica, las focas se deslizan por las frescas entrañas del agua virgen con movimiento flagelo de zoospermos, y las mujeres y los niños miran inocentes la pantomima genética.
Perros mutilados, palomas desaladas. Pesados lingotes de goma que nadan y galopan con difíciles ambulacros. Meros objetos sexuales. Microbios gigantescos. Criaturas de vida infusa en un barro de forma primaria, con probabilidades de pez, de reptil, de ave y de cuadrúpedo. En todo caso, las focas me parecieron grises y manoseados jabones de olor intenso y repulsivo.
¿Pero qué decir de las hermanas amaestradas, de las focas de circo que sostienen una esfera de cristal en la punta de la nariz, que dan saltos de caballo sobre el tablero de ajedrez, o que soplan por una hilera de flautas los primeros compases de
La Pasión según San Mateo
?
Por el agua y en la orilla, las aves acuáticas pasean: mujeres tontas que llevaran con arrogancia unos ridículos atavíos. Aquí todos pertenecen al gran mundo, con zancos o sin ellos, y todos llevan guantes en las patas.
El pato golondrino, el cucharón y el tepalcate lucen en las plumas un esplendor de bisutería. El rojo escarlata, el azul turquesa, el armiño y el oro se prodigan en juegos de tornasol. Hay quien los lleva todos juntos en la ropa y no es más que una gallareta banal, un bronceado corvejón que se nutre de pequeñas putrefacciones y que traduce en gala sus pesquisas de aficionado al pantano.
Pueblo multicolor y palabrero donde todos graznan y nadie se entiende. He visto al gran pelícano disputando con el ansarón una brizna de paja. He oído a las gansas discutir interminablemente acerca de nada, mientras los huevos ruedan sobre el suelo y se pudren bajo el sol, sin que nadie se tome el trabajo de empollarlos. Hembras y machos vienen y van por el salón, apostando a quién lo cruza con más contoneo. Impermeables a más no poder, ignoran la realidad del agua en que viven.
Los cisnes atraviesan el estanque con vulgaridad fastuosa de frases hechas, aludiendo a nocturno y a plenilunio bajo el sol del mediodía. Y el cuello metafórico va repitiendo siempre el mismo plástico estribillo… Por lo menos hay uno negro que se distingue: flota al garete junto a la orilla, llevando en una cesta de plumas la serpiente de su cuello dormido.
Entre toda esta gente, salvemos a la garza, que nos acostumbra a la idea de que sólo sumerge en el lodo una pata, alzada con esfuerzo de palafito ejemplar. Y que a veces se arrebuja y duerme bajo el abrigo de sus plumas ligeras, pintadas una a una por el japonés minucioso y amante de los detalles. A la garza que no cae en la tentación del cielo inferior, donde le espera un lecho de arcilla y podredumbre.
Acerca de ajolotes sólo dispongo de dos informaciones dignas de confianza. Una: el autor de las
Cosas de la Nueva España
; otra: la autora de mis días.
¡Simillima mulieribus!
, exclamó el atento fraile al examinar detenidamente las partes idóneas en el cuerpecillo de esta sirenita de los charcos mexicanos.
Pequeño lagarto de jalea. Gran gusarapo de cola aplanada y orejas de pólipo coral. Lindos ojos de rubí, el ajolote es un
lingam
de transparente alusión genital. Tanto, que las mujeres no deben bañarse sin precaución en las aguas donde se deslizan estas imperceptibles y lucias criaturas. (En un pueblo cercano al nuestro, mi madre trató a una señora que estaba mortalmente preñada de ajolotes.)
Y otra vez Bernardino de Sahagún: “…y es carne delgada muy más que el capón y puede ser de vigilia. Pero altera los humores y es mala para la continencia. Dijéronme los viejos que comían
axolotl
asados que estos pejes venían de una dama principal que estaba con su costumbre, y que un señor de otro lugar la había tomado por fuerza y ella no quiso su descendencia, y que se había lavado luego en la laguna que dicen
Axoltitla
, y que de allí vienen los acholotes”.
Sólo me queda agregar que Nemilov y Jean Rostand se han puesto de acuerdo y señalan a la ajolota como el cuarto animal que en todo el reino padece el ciclo de las catástrofes biológicas más o menos menstruales.
Los tres restantes son la hembra del murciélago, la mujer, y cierta mona antropoide.
Wolfgang Kóhler perdió cinco años en Tetuán tratando de hacer pensar a un chimpancé. Le propuso, como buen alemán, toda una serie de trampas mentales. Lo obligó a encontrar la salida de complicados laberintos; lo hizo alcanzar difíciles golosinas, valiéndose de escaleras, puertas, perchas y bastones. Después de semejante entrenamiento, Momo llegó a ser el simio más inteligente del mundo; pero fiel a su especie, distrajo todos los ocios del psicólogo y obtuvo sus raciones sin trasponer el umbral de la conciencia. Le ofrecían la libertad, pero prefirió quedarse en la jaula.
Ya muchos milenios antes (¿cuántos?), los monos decidieron acerca de su destino oponiéndose a la tentación de ser hombres. No cayeron en la empresa racional y siguen todavía en el paraíso: caricaturales, obscenos y libres a su manera. Los vemos ahora en el zoológico, como un espejo depresivo: nos miran con sarcasmo y con pena, porque seguimos observando su conducta animal.
Atados a una dependencia invisible, danzamos al son que nos tocan, como el mono de organillo. Buscamos sin hallar las salidas del laberinto en que caímos, y la razón fracasa en la captura de inalcanzables frutas metafísicas.
La dilatada entrevista de Momo y Wolfgang Kóhler ha cancelado para siempre toda esperanza, y acabó en otra despedida melancólica que suena a fracaso.
(El
Homo sapiens
se fue a la universidad alemana para redactar el célebre tratado sobre la inteligencia de los antropoides, que le dio fama y fortuna, mientras Momo se quedaba para siempre en Tetuán, gozando una pensión vitalicia de frutas al alcance de su mano.)
FIN DE
BESTIARIO
José Emilio Pacheco
1
“Fue amanuense de Arreola”, dice la nota con la que Christopher Domínguez Michael me presenta en la
Antología de la narrativa mexicana del siglo XX
. Esa línea me sorprendió cuando la leí en 1990. Nunca oculté la historia, aunque tampoco hice nada por difundirla, y me llamó la atención el que pudiera saberla alguien nacido cuatro años después de los acontecimientos. Ya impresa, no me pareció indiscreto divulgarla dentro de un homenaje a Juan José Arreola en la Universidad de Guadalajara (1992). Él estaba presente y añadió datos que yo ignoraba o había olvidado.
Todo se resume en una frase:
Bestiario
, obra maestra de la prosa mexicana y española, no es un libro escrito: su autor lo dictó en una semana. Otros hubiéramos necesitado de muchos borradores para intentar aproximarnos a lo que en Arreola era tan natural como el habla o la respiración. A la distancia de los años transcurridos, esta inmensa capacidad literaria me admira tanto como entonces. Algunos de sus textos, si la memoria no miente, son anteriores a esos días de diciembre de 1958: “Prólogo”, “El sapo”, “Topos”, y quizás haya alguno posterior como “Ajolotes”. Sin embargo, la mayoría resuena en mi interior como los escuché por primera vez, los escribí con una pluma Sheaffer de tinta verde y los pasé a una máquina Royal para que Arreola les diera forma definitiva:
“El gran rinoceronte se detiene. Alza la cabeza. Recula un poco. Gira en redondo y dispara su pieza de artillería. Embiste como ariete, con un solo cuerno de toro blindado, embravecido y cegato, en arranque total de filósofo positivista.”
Tenía 15 años cuando descubrí a Arreola en las clases de José Enrique Moreno de Tagle, maestro de tantos escritores mexicanos que hemos sido ingratos con él, a diferencia de los alumnos de Erasmo Castellanos Quinto. Moreno de Tagle nos dictaba una página diaria de la mejor prosa y nos incitaba a leer el libro completo. En la lejanísima librería del Fondo, que estaba en el campo entre México y Coyoacán y frente a un paisaje de vacas y de burros, adquirí
Confabulario
y
Varia invención
en un solo volumen.
2
Nunca pensé en conocer a Arreola. La literatura ocurría en un ámbito inalcanzable, al que sólo era posible asomarme gracias a
México en la Cultura
y la
Revista de la Universidad
. En 1956 lo vi de lejos: en el Teatro del Caballito, dentro de los programas de Poesía en Voz Alta, representó el papel de Rapaccini en la obra de Octavio Paz dirigida por Héctor Mendoza. Tiempo después Carlos Monsiváis leyó algunos de mis cuentos aparecidos en publicaciones estudiantiles y me dijo:
—Deberías llevárselos a Arreola. Va a publicar una nueva serie para jóvenes: los Cuadernos del Unicornio.
—No me atrevo. Me da pena.
—Yo hago una cita y te presento.
Nunca ha dejado de asombrarme nuestra irresponsabilidad. Un niño o una niña pasan una década de cinco horas diarias ante el piano antes de atreverse a dar un concierto para los amigos de su familia. Nosotros hacemos un primer intento y nos empeñamos en que nos publiquen, nos elogien y de ser posible hasta que nos paguen.
No iba yo a ser la excepción a la regla. Fui a la cita en un café que ya no existe en Melchor Ocampo. Monsiváis no llegó pero a los 20 minutos apareció Arreola con su hijo Orso, que entonces era muy pequeño. No me quedó más remedio que autopresentarme. Aunque desde niño había conocido a escritores como José Vaconcelos y Juan de la Cabada, me desconsoló que, en la tarde de calor, Arreola pidiera un Squirt. Yo suponía que un artista como él sólo tomaba vino de Chipre o algo semejante.
Era un secreto a voces que Arreola corregía los originales publicados en sus series. Esperé que, fiel a su costumbre, convirtiera mis ineptitudes en prosa memorable. Le di un fólder con dos cuentos: “La sangre de Medusa” y “La noche del inmortal”. Los leyó. Al terminar, me dijo:
—De acuerdo. Los publico.
—No sabe cuánto se lo agradezco. Pero, maestro, debe de haber muchos errores. Le suplicaría que, si no le es molestia, usted me hiciera el favor de revisarlos.
—No hay nada que corregir. Están perfectos.
Se levantó y se fue con Orso. El precio de la no-corrección de Arreola lo he pagado durante muchos años. En noviembre de 1958
La sangre de Medusa
apareció tal y como la escribí, sin la mano redentora del maestro, y junto a los
Sonetos de lo diario
de Fernando del Paso. Desde entonces no he cesado de intentar los cambios que Arreola pudo haberme hecho aquella tarde.
3
Monsiváis me explicó después:
—Lo siento. La cita fue un desastre. Le caíste muy mal a Arreola. Si no metió mano a tus cuentos fue, como es obvio, porque no le gustaron y no cree que valga la pena publicarlos.
El rechazo no me desalentó más de lo debido. Era algo frecuente por parte de las muchas pequeñas revistas a las que mendigaba un poco de espacio y de atención. Me olvidé de aquellos cuentos y vi aparecer los cuadernos de mis amigos, como Sergio Pitol, Beatriz Espejo, Gastón Meló y Raymundo Ramos.
“Algún día”, confié. Y llegó el día en que Rubén Broido, que había estrenado durante nuestros años preparatorianos una de mis obritas de teatro, me llamó para decirme:
—Ya está tu Unicornio. Quedó precioso.
Rubén era en esos momentos secretario de Arreola, puesto en el que no tardaría en reemplazarlo Miguel González Avelar. Llegué al departamento de Elba y Lerma. Arreola había cambiado para conmigo y me aceptó como parte de ese taller informal que fue el verdadero punto de partida de nuestra generación.
4
Allí pasé mis 19 años, los últimos de la adolescencia. Como todos los adolescentes, pensaba que escribir era lo más fácil del mundo. Basta sentarse para tener en el plazo de una semana tres cuentos, ocho poemas, dos comedias, cinco artículos. Todo fluye, nada nos detiene. Cómo iba yo a entender algo para lo que entonces ni siquiera teníamos un nombre: el bloqueo, la angustiosa imposibilidad de escribir que tarde o temprano llega para todos.
Arreola no cobraba un centavo por impartirnos su sabiduría. Dudo que hubiéramos podido pagárselo. Creo que su único sostén, aparte de los escasos derechos por sus libros, era la beca de 500 pesos que Alfonso Reyes había logrado que El Colegio de México diera a unos cuantos escritores. Llegó Daniel Cosío Villegas y suprimió las becas. Arreola se quedó sin ningún medio para mantener a su esposa, a sus dos hijas, Claudia y Fuensanta, a su hijo Orso y para el alquiler del departamento.