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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (20 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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—¡Dios mío, Dios mío, Tobi!

Con dedos temblorosos, Hartmut Sartorius se dispuso a desatarlo. En la espalda tenía una pintada en rojo: «ASESINO». Tocó el hombro de su hijo y se asustó: estaba helado.

Sábado, 15 de noviembre

Nervioso, Gregor Lauterbach iba de un lado a otro del salón. Ya se había bebido tres whiskys, pero en esta ocasión el alcohol no surtía su efecto tranquilizador. Había logrado no pensar en la amenazadora carta anónima durante el día, pero nada más poner el pie en su casa lo invadió el miedo. Daniela estaba acostada, él no había querido molestarla. Por un momento se planteó llamar a su amante y reunirse con ella en el piso, simplemente para distraerse, pero al final desechó la idea. Esa vez tendría que apañárselas solo. Se tomó un somnífero y se metió en la cama. Sin embargo, el teléfono lo despertó a la una de la madrugada. Las llamadas a esas horas nunca auguraban nada bueno. Permaneció en la cama temblando, empapado en sudor y muerto de miedo. Daniela cogió el teléfono en su habitación y al poco enfiló el pasillo sin hacer ruido, para no despertarlo. Solo cuando la puerta de la calle se cerró, él se levantó y fue abajo. A veces su mujer tenía que ir a ver a un paciente de noche. Pero no era eso lo que él tenía en la cabeza. Para entonces eran poco más de las dos, y él estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. ¿Quién podía haberle enviado esa carta? ¿Quién sabía lo suyo con Blancanieves y lo del manojo de llaves? ¡Virgen santísima! ¡Estaba en juego su carrera, su prestigio, su vida entera! Si esa carta, o una parecida, caía en manos inadecuadas, estaba acabado. A la prensa le encantaría un escándalo de esas dimensiones. Gregor Lauterbach se secó las manos sudorosas en el albornoz. Después se sirvió otro whisky, triple esta vez, y se sentó en el sofá. La única luz era la de la entrada, el salón se hallaba a oscuras. A Daniela no podía contarle lo de la carta. Ya entonces habría hecho mejor teniendo el pico cerrado. Era ella quien había levantado y pagado esa casa, hacía diecisiete años. Con su exiguo sueldo de funcionario, él jamás se habría podido permitir semejante villa. A ella le divirtió convertirlo en su protegido, a él, un pobre profesor de instituto, e introducirlo en los círculos sociales y políticos adecuados. Daniela era un médico muy buena, tanto en Königstein como en los alrededores tenía muchos pacientes particulares acomodados y sumamente influyentes, que conocieron y favorecieron el talento político de su marido. Gregor Lauterbach se lo debía todo a su esposa, algo de lo que lamentablemente fue consciente cuando años atrás ella estuvo a punto de retirarle su favor y su respaldo. Su alivio cuando lo perdonó fue inmenso. A sus cincuenta y ocho años seguía siendo una belleza, hecho este que a él le causaba muchos quebraderos de cabeza. Aunque desde entonces no habían vuelto a dormir juntos, él aún quería a Daniela con toda su alma. Las demás mujeres que pasaban por su vida y su cama carecían de importancia, era algo puramente físico. No quería perder a Daniela. No, no podía perderla. Bajo ninguna circunstancia. Sabía demasiadas cosas de él, conocía sus debilidades, su complejo de inferioridad y sus angustiosos ataques de miedo al fracaso, que por ahora tenía controlados. Lauterbach se sobresaltó cuando oyó la llave en la cerradura. Se levantó y salió al recibidor.

—Estás despierto —constató, asombrada, su mujer. Parecía tranquila y relajada, como siempre, y él se sintió como el marinero en aguas embravecidas que ve a lo lejos el faro salvador. Ella lo escudriñó y resopló—: Has estado bebiendo. ¿Ocurre algo?

¡Cómo lo conocía! Él nunca había podido reprocharle nada. Se sentó en el último peldaño de la escalera.

—No puedo dormir —contestó, ahorrándose razones y excusas. De pronto, y con una vehemencia que lo asustó, echó de menos su amor maternal, sus abrazos, su consuelo.

—Te daré un Lorazepam.

—No. —Gregor Lauterbach se levantó, un tanto inestable, y extendió el brazo hacia ella—. No quiero pastillas, quiero…

Se interrumpió al ver la cara de sorpresa de ella. De repente se sintió mezquino e insignificante.

—¿Qué quieres? —preguntó ella en voz baja.

—Solo quiero dormir contigo esta noche, Dani —musitó con voz pastosa—. Por favor.

Pia observó a la mujer que tenía sentada a la mesa, frente a ella. Le había comunicado a Andrea Wagner que el Instituto Anatómico Forense autorizaba la recogida de los restos de su hija Laura. Dado que la madre de la chica fallecida había dado la impresión de estar serena, Pia le formuló unas preguntas sobre Laura y su relación con Tobias Sartorius.

—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó, suspicaz, la señora Wagner.

—Estos últimos días he estado examinando los expedientes del caso —repuso Pia—. Y tengo la sensación de que entonces pasaron algo por alto. Cuando le dijimos a Tobias Sartorius que habían encontrado a Laura, me pareció que de verdad no sabía nada. Entiéndame bien, con esto no quiero decir que crea que es inocente.

Andrea Wagner la miró con unos ojos indiferentes. Durante un rato no dijo nada.

—He dejado de pensar en todo eso —repuso—. Ya es bastante duro seguir adelante ante los ojos del pueblo entero. Mis otros dos hijos han tenido que crecer a la sombra de su hermana muerta, me he desvivido para que tuvieran una infancia medianamente normal, pero no es fácil con un padre que todas las noches bebe hasta perder el conocimiento en el Zum Schwarzen Ross porque se niega a aceptar lo sucedido. —No lo dijo con amargura, era la constatación de un hecho—. Ya no me permito pensar en el tema, de lo contrario, aquí todo se habría ido al garete hace tiempo. —Señaló con la mano un montón de papeles de la mesa—. Facturas sin pagar, problemas. Trabajo en el supermercado de Bad Soden para que no subasten la casa y la carpintería o acabemos como los Sartorius. Hay que continuar como sea. No me puedo permitir vivir en el pasado, como hace mi marido.

Pia no dijo nada. No era la primera vez que veía cómo un suceso terrible destrozaba por completo la vida de una familia entera y la destruía para siempre. Qué fuertes debían de ser personas como Andrea Wagner para levantarse cada mañana y seguir adelante sin abrigar esperanza alguna de que las cosas mejoraran. ¿Habría algo que le alegrara la vida a esa mujer?

—Conozco a Tobias desde que nació —continuó Andrea Wagner—. Éramos amigos de la familia, como lo éramos del resto del pueblo. Mi marido era jefe del retén de bomberos y entrenador juvenil en el club deportivo, Tobias era su mejor delantero. Manfred siempre estuvo muy orgulloso de él. —Una sonrisa asomó a su rostro pálido, consumido, pero volvió a borrarse en el acto. Suspiró—. Nadie lo habría creído capaz de algo así; yo, desde luego, no. Pero no se puede juzgar a alguien por las apariencias, ¿no?

—Sí, supongo que tiene razón.

Pia asintió a modo de confirmación. Dios sabía que la familia Wagner ya lo había pasado bastante mal, ella no quería seguir hurgando en las viejas heridas. A decir verdad, carecía de base alguna para plantear preguntas sobre un caso cerrado hacía tiempo. Sin embargo, persistía esa vaga sensación…

Se despidió de la señora Wagner, abandonó la casa y cruzó el desastrado lugar camino del coche. Del taller salía el sonido de una sierra. La policía se detuvo, dio media vuelta y abrió la puerta de la carpintería. Lo suyo era que también informase a Manfred Wagner de que en breve podría enterrar a su hija y, con ello, poner punto final a un capítulo terrible. Quizá pudiese volver a coger las riendas de la vida. El hombre estaba de espaldas a ella, ante un banco de trabajo, desplazando una tabla por una sierra de cinta. Cuando se detuvo la máquina, Pia anunció su presencia. El hombre no llevaba orejeras, tan solo una gorra de béisbol sucia, y de las comisuras de la boca le colgaba un purito apagado. Le dirigió una mirada huraña y se inclinó para coger otra tabla. Al hacerlo, el holgado pantalón se le bajó ligeramente, ofreciendo a Pia la nada agradable estampa del nacimiento velludo de la larga espalda.

—¿Qué quiere? —masculló—. Tengo trabajo.

Manfred no se había afeitado desde la última vez que se vieran, y su ropa despedía un fuerte olor a sudor rancio. Pia se estremeció y dio un paso atrás sin querer. ¿Cómo sería vivir día tras día con un hombre tan descuidado? Su compasión por Andrea Wagner aumentó.

—Señor Wagner, acabo de estar con su esposa, pero también quería decírselo a usted en persona —empezó Pia.

Wagner se irguió y se volvió hacia ella.

—El Instituto Anatómico Forense ha…

Pia se interrumpió. ¡La gorra de béisbol! ¡La barba! No había duda: tenía delante de ella al hombre al que buscaban con la foto sacada de la cámara de vigilancia.

—¿Qué? —Clavó la vista en Pia con una mezcla de agresividad e indiferencia, pero al momento palideció, como si le hubiera leído el pensamiento. Retrocedió, con los remordimientos escritos en el rostro—. Fue… fue un accidente —balbució, al tiempo que alzaba las manos en un gesto suplicante—. Se lo juro, no quería hacerlo. Solo… solo quería hablar con ella, de verdad.

Pia respiró hondo. Así que no se equivocaba al suponer que el ataque a Rita Cramer y lo sucedido en otoño de 1997 podían estar relacionados.

—Pero… pero…, cuando me enteré de que ese cerdo, ese asesino, había salido de la cárcel y estaba otra vez en Altenhain… se me revolvieron las tripas. Entonces pensé en Rita, la conozco bien. Antes éramos amigos. Solo quería hablar con ella para que se ocupase de que el chico se marchara de aquí. Pero ella salió corriendo… y se puso a darme golpes y patadas… y de pronto… de pronto estaba tan fuera de mí…

No dijo más.

—¿Lo sabía su mujer? —inquirió Pia.

Wagner negó en silencio y encorvó la espalda.

—Al principio no, pero después vio la foto.

Naturalmente, Andrea Wagner había reconocido a su marido, igual que todo Altenhain. Habían guardado silencio para protegerlo. Era uno de los suyos, un hombre que había perdido a su hija de una manera terrible. Quizá incluso consideraran que la desgracia que había infligido a la familia Sartorius era justicia compensatoria.

—¿Acaso pensaba que saldría bien librado solo porque el pueblo entero encubrió su delito? —inquirió Pia, que dejó de sentir pena por Manfred Wagner.

—No —musitó—. Yo… incluso quería ir a la Policía. —De pronto sucumbió al dolor y la ira y descargó el puño en el banco de trabajo—. Ese asesino asqueroso ha cumplido su condena, pero mi Laura sigue muerta. Cuando Rita no quiso escucharme, perdí los estribos. Y la barandilla era tan baja…

Fuera, con los brazos cruzados y el semblante inexpresivo, Andrea Wagner observó cómo dos agentes de policía se llevaban a su marido. La mirada que le lanzó lo decía todo. Entre ambos ya no había afecto, y desde luego, nada de amor. Tal vez lo que los mantuviera juntos fueran los hijos, las obligaciones cotidianas o la falta de perspectivas si se separaban, pero no mucho más. Andrea Wagner despreciaba a su marido, que ahogaba sus penas y sus problemas en alcohol en lugar de hacerles frente. A Pia le dio mucha pena aquella mujer sufrida. El futuro de la familia Wagner parecía tan poco halagüeño como el pasado. Esperó hasta que el coche patrulla salió de la propiedad. Bodenstein ya estaba informado, y más tarde hablaría con Wagner en comisaría.

Pia subió a su coche, se puso el cinturón y dio media vuelta. Atravesó el pequeño polígono industrial, que casi en su totalidad era propiedad de la empresa Terlinden. Tras una valla alta, en un amplio solar, se alzaban grandes naves industriales entre cuidadas extensiones de césped y aparcamientos. Para llegar al edificio principal, una enorme construcción semicircular con la fachada de cristal, había que pasar por diversas barreras y por una pequeña garita. Varios camiones aguardaban a que les dieran paso ante una de las barreras; al otro lado, el personal de seguridad inspeccionaba un camión. El camión que Pia tenía detrás hizo sonar la bocina. Ella ya había activado el intermitente izquierdo para entrar en la B 519 y regresar a Hofheim, pero en el último minuto decidió hacerle una breve visita a la familia Sartorius y giró a la derecha.

La niebla matutina se había levantado, para dejar paso a un día seco y soleado, una reminiscencia del verano a mediados de noviembre. Altenhain estaba desierto. Pia solo vio a una joven que paseaba con dos perros y a un anciano que estaba en la entrada de su casa, los brazos apoyados en una puerta de mediana altura, conversando con una mujer mayor. Dejó atrás el Zum Schwarzen Ross, con su aparcamiento aún vacío, y la iglesia, tomó la cerrada curva a la derecha y hubo de frenar cuando un gato orondo y gris cruzó la estrecha calle con una lentitud majestuosa. Delante del antiguo restaurante de Hartmut Sartorius había un Porsche Cayenne gris con matrícula de Frankfurt. Pia aparcó junto a él y entró en la propiedad; la puerta estaba abierta de par en par. Los montones de basura y de chatarra habían desaparecido, y las ratas probablemente se hubieran mudado a lugares más propicios. Subió los tres escalones que conducían a la puerta de la vivienda y llamó. Abrió Hartmut Sartorius. A su lado había una mujer rubia. Pia apenas dio crédito a sus ojos al reconocer a Nadja von Bredow, la actriz cuyo rostro se había dado a conocer en todo el país en gran medida gracias a su popular papel de policía —la inspectora Stein— de Hamburgo. ¿Qué hacía allí?

—Lo encontraré —le decía en ese instante a Hartmut Sartorius, que junto a esa figura alta y elegante parecía aún más consumido que nunca—. Y muchas gracias. Nos vemos más tarde.

Miró con indiferencia a Pia y pasó por delante de ella sin decir nada ni tan siquiera saludar. Pia la siguió con la mirada y después se volvió hacia el padre de Tobias.

—Nathalie es hija de nuestros vecinos —explicó él motu proprio, probablemente al reparar en la cara de sorpresa de Pia—. Ella y Tobias jugaban juntos de pequeños, y permaneció en contacto con él durante todo el tiempo que pasó en la cárcel. Fue la única que lo hizo.

—Ya —asintió Pia—. Aunque fuera una actriz famosa tenía que haber crecido en alguna parte; ¿por qué no en Altenhain?

—¿Qué puedo hacer por usted?

—¿Está su hijo?

—No. Ha salido a dar un paseo. Pero pase.

Pia lo siguió hasta la cocina, que al igual que el terreno estaba mucho más limpia que la última vez. Ahora que lo pensaba, ¿por qué la gente siempre llevaba a la Policía a la cocina?

Amelie caminaba por la linde del bosque sumida en sus pensamientos, las manos metidas en los bolsillos de la cazadora. La intensa lluvia de la noche anterior había dado paso a un día sereno y benigno. Sobre los campos de árboles frutales se cernían finos velos de niebla; el sol conseguía atravesar la capa de nubes grises y encendía los colores otoñales del bosque aquí y allá. Las últimas hojas despedían destellos rojizos, amarillos y marrones en las ramas de los árboles caducos, olía a bellotas y tierra mojada, al fuego que alguien había encendido en uno de los campos. Amelie, la urbanita, aspiraba hondo el aire fresco y limpio. Se sentía tan llena de vida como pocas veces antes, y hubo de admitir que vivir en el campo tenía sus ventajas. Abajo, en el valle, estaba el pueblo. ¡Qué apacible parecía desde lejos! Un coche que avanzaba por la carretera como una mariquita roja desapareció en la maraña de casas pegadas. En el banco de madera que había junto al antiguo cruce de caminos había un hombre sentado. Cuando Amelie estuvo más cerca vio, para su sorpresa, que se trataba de Tobias.

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