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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (41 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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—Admiro las molestias que se toma por sus amigos y sus pacientes, de veras —afirmó Bodenstein—. No hay muchas personas como usted.

El cumplido pareció alegrarla. Su sonrisa volvió, esa sonrisa afectuosa, maternal, capaz de despertar la necesidad de buscar consuelo entre sus brazos.

—A veces me intereso por los demás más de lo que me conviene. —Suspiró—. Pero no puedo evitarlo. Cuando veo a alguien sufrir, no puedo por menos de echar una mano.

Bodenstein se estaba quedando helado con el aire frío que hacía esa mañana, y ella se percató en el acto.

—Tiene frío. Entremos en casa, si quiere hacerme usted alguna pregunta.

La siguió por el garaje hasta una escalera que llevaba a un gran recibidor, reliquia de los años ochenta por su evidente falta de utilidad.

—¿Está su marido en casa? —le preguntó como de pasada, al tiempo que echaba un vistazo.

—No. —Durante una décima de segundo, Daniela vaciló—. Mi marido está fuera, por trabajo.

Si era una mentira, Bodenstein la aceptó por el momento, aunque quizá ella no supiera a qué jugaba su marido.

—Debo hablar con él urgentemente —aseguró—. Hemos averiguado que tuvo una aventura con Stefanie Schneeberger.

La expresión cordial desapareció de golpe y porrazo del rostro de Daniela Lauterbach, que se volvió.

—Lo sé —admitió—. Gregor me lo confesó entonces, aunque solo después de que desapareciera la muchacha. —Era evidente que le costaba hablar de la infidelidad de su esposo—. Le preocupaba que lo hubieran visto… echando una cana al aire en el pajar de Sartorius y pudieran sospechar de él. —Su voz estaba preñada de amargura, su mirada era sombría. La humillación aún le causaba dolor, y a Bodenstein le recordó sin querer su propia situación. Tal vez Daniela Lauterbach hubiera perdonado a su marido al cabo de once años, pero sin duda no había olvidado la ofensa—. Pero ¿qué importancia tiene eso ahora? —preguntó confusa.

—Amelie Fröhlich anduvo hurgando en lo que sucedió entonces y debió de averiguarlo. Si su marido lo sabía, tal vez viera en Amelie una amenaza.

Daniela Lauterbach miró a Bodenstein con incredulidad.

—¿No sospecharán que mi marido ha tenido algo que ver con la desaparición de Amelie?

—No, no sospechamos de él —la tranquilizó Bodenstein—. Pero queremos hablar con él cuanto antes, porque ha hecho algo que podría acarrearle consecuencias penales.

—¿Puedo saber de qué se trata?

—Su marido incitó a uno de mis hombres a sustraer de los autos las declaraciones policiales de 1997.

A todas luces, la noticia fue un golpe para ella. Palideció.

—No. —Meneó la cabeza con resolución—. No, no me lo puedo creer. ¿Por qué iba a hacer eso?

—Eso es lo que quiero que me diga él. De manera que, ¿dónde puedo encontrarlo? Porque si no comparece en el acto, tendremos que dictar públicamente una orden de búsqueda contra él, y dada su posición me gustaría ahorrarle el mal trago.

Ella asintió. Respiró hondo, manteniendo bajo control sus emociones con un dominio férreo. Cuando volvió a mirar a Bodenstein, la expresión de sus ojos era otra. ¿Temor, ira o ambas?

—Lo llamaré para decírselo —aseguró, procurando sonar indiferente—. Tiene que ser un malentendido, sin duda.

—Yo también lo creo —convino él—. Pero cuanto antes lo aclaremos, mejor.

Hacía mucho que no dormía tan profundamente y sin que lo atormentaran los sueños como esa noche. Tobias se tumbó boca arriba y se incorporó bostezando. Tardó un momento en caer en la cuenta de dónde se encontraba. El día anterior habían llegado tarde allí arriba. Pese a la fuerte nevada que caía, Nadja había dejado la autopista en Entrelagos. En un momento dado se había detenido y, después de poner las cadenas, prosiguió infatigable, subiendo por la empinada carretera serpenteante, cada vez más arriba. Él estaba tan cansado y agotado que apenas se había fijado en cómo era la cabaña. Tampoco tenía hambre, de manera que se limitó a subir tras ella por una escalera y luego, a meterse en la cama, que ocupaba toda la superficie del altillo. Nada más apoyar la cabeza en la almohada se quedó dormido. No cabía duda de que ese descanso profundo le había venido bien.

—¿Nadja?

Nada. Tobias se puso de rodillas y miró por la ventana diminuta que había sobre la cama. Se quedó sin aliento al ver el cielo azul oscuro, la nieve y el impresionante paisaje montañoso al fondo. Él nunca había estado en la montaña: cuando era pequeño nadie iba de vacaciones a esquiar, como tampoco se iba a la playa. De pronto le entraron unas ganas locas de tocar la nieve. Bajó la escalera. La cabaña era pequeña y acogedora, las paredes y el techo revestidos de madera, en un rincón un banco corrido ante una mesa con el desayuno preparado. Olía a café, y en la chimenea crepitaba la leña. Tobias sonrió. Se puso unos pantalones vaqueros, un jersey, una cazadora y unos zapatos, abrió la puerta y salió al aire libre. Durante un instante se quedó allí quieto, cegado por la resplandeciente claridad. Aspiró hondo el aire límpido, glacial. Una bola de nieve le dio en plena cara.

—¡Buenos días!

Nadja reía y lo saludaba con la mano. Estaba unos metros por debajo de la escalera, tan radiante como la nieve y el sol. Él sonrió, bajó deprisa los peldaños y se hundió hasta la rodilla en la nieve recién caída. Ella fue a su encuentro, las mejillas rojas, el rostro más bello que nunca bajo la capucha guarnecida de pieles.

—¡Guau, esto es genial! —exclamó, entusiasmado.

—¿Te gusta?

—Mucho. Solo lo había visto en la tele.

Dio la vuelta a la cabaña, que se arrimaba a la pronunciada pendiente con su tejado casi vertical. La nieve, de varios metros, crujía bajo sus zapatos. Nadja lo cogió de la mano.

—Mira —le dijo—, esas de ahí son las cumbres más famosas de los Alpes berneses: la Jungfrau, el Eiger y el Mönch. Ah, cómo me gusta esta vista.

Después señaló abajo, hacia el valle. En la parte más baja, difícil de distinguir a simple vista, había una agrupación de casas, y algo más allá brillaba al sol un extenso lago azul.

—¿A qué altura estamos? —se interesó él.

—A 1.800 metros. Por encima de nosotros solo hay glaciares y rebecos.

Nadja rompió a reír, le echó los brazos al cuello y lo besó con unos labios fríos, delicados. Él la abrazó con fuerza y le devolvió el beso. Se sentía tan aliviado y libre como si hubiese dejado muy abajo, en los valles, todas las preocupaciones de los años pasados.

El caso le exigía tanto que no le quedaba tiempo para rumiar sus propias miserias. Y se alegraba de ello. Desde hacía años, Bodenstein se enfrentaba casi a diario con abismos humanos, y por primera vez veía en su persona paralelismos ante los cuales previamente había cerrado los ojos. Daniela Lauterbach parecía saber tan poco de su marido como él de Cosima. Era espantoso, pero a todas luces se podían pasar veinticinco años con alguien, dormir en una misma cama y tener hijos sin conocer de verdad a ese alguien. Se daban casos en los cuales los familiares habían convivido durante años con asesinos, pedófilos y violadores sin sospechar nada y se quedaban estupefactos cuando averiguaban la terrible verdad.

Bodenstein dejó atrás la casa de los Fröhlich y la entrada trasera de la de los Sartorius, siguió hasta el final de la Waldstrasse para dar la vuelta y entró en la propiedad de los Terlinden. Una mujer le abrió la puerta. Debía de ser la hermana de Christine Terlinden, aun cuando él no supo ver ningún parecido. La mujer era alta y delgada, y su forma de escudriñarlo denotaba seguridad en sí misma.

—¿Sí? —La mirada de sus ojos verdes era directa e inquisidora. Bodenstein se presentó y expresó su deseo de hablar con Christine Terlinden—. Voy a llamarla —respondió ella—. Por cierto, soy Heidi Brückner, la hermana de Christine.

Debía de tener diez años menos como mínimo, y a diferencia de su hermana, no parecía nada artificiosa. Llevaba el brillante cabello castaño recogido en una coleta; el rostro, terso y armonioso, de pómulos altos, sin maquillar. Lo dejó pasar y cerró la puerta.

—Espere un momento, por favor.

Se fue y pasó un buen rato. Bodenstein observó detenidamente los cuadros de las paredes, que sin lugar a dudas eran de Thies. Se parecían a los del despacho de Daniela Lauterbach en esa tenebrosidad tan apocalíptica: rostros deformes, bocas que chillaban, manos atadas, ojos llenos de miedo y angustia. Se oyeron pasos que se aproximaban y se volvió. Christine Terlinden tenía el aspecto que él recordaba: cabello rubio perfectamente peinado, una sonrisa indiferente en un rostro sin arrugas.

—La acompaño en el sentimiento —dijo Bodenstein al tiempo que le tendía la mano.

—Gracias, es muy amable por su parte.

No parecía guardarle rencor por tener detenido a su marido desde hacía días, y el suicidio de su hijo parecía haber pasado por ella sin dejar huellas externas, al igual que el incendio del estudio y el hallazgo de la momia de Stefanie Schneeberger. Increíble. ¿Era un as de la contención o se hallaba bajo la influencia de unos tranquilizantes tan fuertes que ni siquiera se había enterado de lo que había pasado?

—Thies desapareció de madrugada del psiquiátrico —informó él—. No habrá venido a casa por casualidad, ¿no?

—No —negó con voz intranquila, pero no especialmente preocupada. Todavía no se lo habían dicho, cosa que a Bodenstein le extrañó. Le pidió que le hablara de Thies, y ella lo llevó hasta su cuarto del sótano. Heidi Brückner, la hermana, los seguía a cierta distancia, muda y atenta.

La habitación de Thies era agradable y luminosa. Dado que la casa se hallaba en la pendiente, desde los grandes ventanales se disfrutaba de una bonita vista del pueblo. En los estantes había libros; en un sofá, peluches. La cama estaba hecha, no había nada tirado por el suelo. Era la habitación de un niño de diez años, no la de un hombre de treinta. Lo único extraordinario eran los cuadros de las paredes. Thies había retratado a su familia, y allí se ponía de manifiesto el gran artista que era. En los retratos no había captado solo el rostro de las personas, sino también su personalidad de una manera sutil. Claudius Terlinden sonreía con amabilidad a primera vista, pero su postura, la expresión de sus ojos y los colores del fondo conferían algo amenazador al lienzo. Para la madre había empleado tonos rosados y claros, y el cuadro era plano y bidimensional a un tiempo. Un lienzo sin profundidad para una mujer sin verdadera personalidad. Interesante. En cuanto al tercero, en un principio Bodenstein creyó que era un autorretrato, hasta que recordó que Lars era el hermano gemelo de Thies. El estilo era muy distinto, casi borroso, y mostraba a un joven con los rasgos del rostro aún por definir y mirada vacilante.

—Está desamparado —repuso Christine Terlinden a la pregunta de Bodenstein de cómo era Thies—. No es capaz de valerse solo en la vida, y nunca lleva dinero. Tampoco sabe conducir. No pudo sacarse el carné debido a su enfermedad, y es mejor así. No sabe calibrar los peligros.

—¿Qué hay de las personas? —Bodenstein miró a Christine Terlinden.

—¿A qué se refiere? —sonrió confusa.

—A si sabe juzgar a las personas. ¿Sabe quién se le acerca con buenas intenciones y quién no?

—Eso… no se lo puedo decir. Thies no habla. Evita el contacto con los demás.

—Sabe perfectamente quién le quiere bien y quién no —terció Heidi Brückner desde la puerta—. Thies no es disminuido psíquico. A decir verdad, ni siquiera sabéis a ciencia cierta qué es lo que tiene exactamente.

Bodenstein se quedó sorprendido, y Christine Terlinden no dijo nada. Estaba junto a la ventana, contemplando el día gris y oscuro de noviembre.

—El autismo es un campo muy amplio —continuó su hermana—. Sencillamente, en un momento dado dejasteis de estimularlo y preferisteis atiborrarlo de medicamentos para que estuviera tranquilo y no diera problemas.

Christine Terlinden se giró, con el rostro, de por sí hierático, como helado.

—Discúlpeme —le dijo a Bodenstein—. Tengo que dejar salir a los perros. Ya son las ocho y media.

Dejó la habitación, y se oyó un taconeo en la escalera.

—Se refugia en la cotidianidad —apuntó Heidi Brückner con un dejo de resignación en la voz—. Siempre ha sido así. Y no creo que vaya a cambiar. —Él la miró. Las hermanas no se profesaban mucho cariño, pero entonces, ¿por qué estaba ella allí?—. Venga conmigo —añadió la mujer—. Le enseñaré algo.

Subieron la escalera hasta el recibidor. Heidi Brückner se detuvo un instante para asegurarse de que su hermana no estaba cerca y acto seguido se acercó al perchero con pasos presurosos y cogió un bolso que colgaba de una percha.

—En realidad quería dársela a un farmacéutico amigo mío —explicó con voz queda—, pero dadas las circunstancias creo que es mejor que esté en manos de la Policía.

—¿De qué se trata? —inquirió, presa de la curiosidad.

—Es una receta. —Le tendió una hoja doblada—. Thies tiene que tomar todo esto desde hace años.

Pia se hallaba sentada a su mesa con cara de pocos amigos, introduciendo en el ordenador las declaraciones de Pietsch, Dombrowski y Richter. Estaba cabreada porque no tenía ningún motivo para seguir reteniendo a Claudius Terlinden. Su abogado había vuelto a quejarse, exigiendo de nuevo la puesta en libertad inmediata de su cliente. Después de hablar con la comisaria jefe Engel, por último Pia no tuvo más remedio que soltarlo. Le sonó el teléfono.

—No cabe la menor duda de que a la chica le dieron en la cabeza con ese gato —anunció Henning con voz de ultratumba, sin molestarse en saludar—. Y, en efecto, hemos encontrado ADN de otra persona en la vagina, pero aún tardaremos en determinar con precisión de quién.

—Genial —murmuró—. ¿Y qué hay del gato? ¿Aún podéis analizar las huellas de entonces?

—Veré si en el laboratorio están muy ocupados. —Hizo una breve pausa—. Pia…

—¿Sí?

—¿Te ha llamado Miriam?

—No. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque la loca esa la llamó ayer y le dijo que estaba esperando un hijo mío.

—Vaya. ¿Y qué ha pasado?

—Bueno… —Henning suspiró—. Miriam estaba muy tranquila. Me preguntó si era así, y cuando le confesé la verdad, no dijo ni mu, cogió su bolso y se fue.

Pia se guardó muy mucho de endilgarle un sermón sobre la lealtad y las canas al aire. Tenía la impresión de que él no podría con ello en ese momento. Aunque ya no era asunto suyo, su exmarido le daba pena.

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