—¿Tienes alguna teoría?
Lockwood había estado dando vueltas a todas las posibilidades, pero ninguna tenía sentido. Conservó un tono ecuánime y sereno, manteniendo a raya el pánico que pugnaba por desbordarse en su interior.
No estoy seguro de entender bien la situación.
—¿Podría tratarse de algún motín interno? ¿De un sabotaje?
—Puede ser.
El presidente se volvió hacia el presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor, que estaba sentado en su despacho del Pentágono, con el uniforme de campo arrugado.
—General, usted que dirige las unidades de respuesta rápida, ¿cuál queda más cerca?
—La base aérea Nellis, en Nevada.
—¿Y de la Guardia Nacional?
—Flagstaff.
—¿Y el FBI? ¿Qué delegación queda más cerca?
Jack Strand, el director del FBI, contestó desde su pantalla.
—Flagstaff, también.
El presidente reflexionó, arrugando la frente y tamborileando en la mesa con un dedo.
—General, que envíen a investigar al helicóptero más cercano.
Al oírlo, Gordon Galdone, el jefe de campaña, cambió de postura, suspiró y se puso un dedo en los labios carnosos.
«Va a hablar el oráculo», se dijo amargamente Lockwood.
—Señor presidente…
Tenía una voz imponente, un poco como la de Orson Welles en sus años de obesidad.
—Dime, Gordon.
—Me permito señalarle que no es un problema únicamente científico, ni militar. Es un problema político. La prensa y los medios llevan varias semanas preguntando por qué no está en marcha el
Isabella
. La semana pasada salió un editorial en el
Times
, y hace cuatro días se suicidó un científico. Los fundamentalistas cristia-nos están que trinan. Ahora los científicos no se ponen al teléfono, y encima hay un asesor que hace pluriempleo como espía.
—Lo autoricé yo, Gordon —dijo el presidente.
Galdone siguió como si no lo hubiera oído.
—Estamos ante un desastre, señor presidente. Usted dio su apoyo al proyecto
Isabella
y se le identifica con él. Si no solucionamos enseguida el problema, se llevará un buen batacazo. Enviar un helicóptero para que investigue es una medida que no solucionará nada y que llega tarde. Emplearán toda la noche, y por la mañana seguirá todo igual. Cuando se enteren los medios de comunicación que Dios nos coja confesados.
—Entonces, ¿qué propones, Gordon?
—Que esté todo arreglado mañana por la mañana.
—¿Cómo?
—Enviando a una unidad con todo lo necesario para controlar el
Isabella
, desconectarlo y sacar del recinto a los científicos.
—Un momento, un momento —intervino el presidente—. El proyecto
Isabella
es lo mejor que he hecho. ¿Cómo quieres que lo cierre?
—O lo cierra usted o él le cerrará a usted. A Lockwood le escandalizó que un asesor tuviera tan malos modos con el presidente.
En ese momento intervino Morton.
—Señor presidente, estoy de acuerdo con Gordon. Faltan menos de dos meses para las elecciones, y el tiempo es un lujo del que no disponemos. Hay que cerrar el proyecto
Isabella
esta misma noche. Para el resto ya habrá tiempo.
—¡Pero si ni siquiera sabemos qué pasa! —exclamó el presidente—. ¿Cómo sabéis que no es un ataque terrorista, o que han tomado rehenes?
—Podría ser —dijo Morton.
Se hizo el silencio. El presidente se volvió hacia la pantalla plana donde estaba su asesor de Seguridad Nacional.
—¿En Inteligencia Nacional tenéis noticias de que haya ocurrido algo grave?
—No que sepamos, señor presidente.
—Bien, entonces mandaremos una unidad, armada y preparada para cualquier tipo de conflicto; pero nada de grandes movilizaciones que puedan alertar a la prensa o hacer que quedemos en ridículo. Una unidad pequeña y de élite, de las fuerzas especiales, que lo cierre y lo blinde todo y saque a los científicos. La opera-ción deberá estar terminada al amanecer. —Se apoyó en el respaldo—.Veamos, ¿quién puede hacerlo?
—La Unidad de Rescate de Rehenes de las Rocosas tiene su base en Denver —respondió el director del FBI—, a menos de seiscientos kilómetros del proyecto
Isabella
. Son once hombres excelentemente adiestrados, todos ex Delta, formados especialmente para operar en territorio nacional.
—Sí, pero aquí en la CIA… —empezó el director de Inteligencia Central.
—Perfecto —le interrumpió el presidente; luego se volvió hacia Lockwood—. Stan, ¿a ti qué te parece?
Lockwood hizo un esfuerzo para mantener la serenidad.
—Señor presidente, mi opinión es que hablar de incursiones y de comandos es prematuro. Estoy totalmente de acuerdo con lo que ha dicho usted antes, que ante todo deberíamos averiguar qué ocurre. Estoy seguro de que hay una explicación razonable. Mandemos un helicóptero para que eche un vistazo, como quien dice.
Morton intervino decididamente.
—Mañana por la mañana habrán llegado los equipos de todos los informativos del país, y observarán con lupa cualquier cosa que hagamos. Habremos perdido la libertad de acción. Si resulta que los científicos, por el motivo que sea, se han atrincherado en el recinto, podría ser otro Waco.
—¿Waco? —repitió incrédulamente Lockwood—. Estamos hablando de doce eminencias científicas, dirigidas por un premio Nobel. ¡No de una secta de locos!
El jefe de gabinete se volvió hacia el presidente.
—Insisto, señor presidente, y lo repetiré cuantas veces sea necesario; esta operación debe estar terminada sin falta al amanecer. Cuando lleguen los medios de comunicación, la situación cambiará radicalmente. No tenemos tiempo de enviar a nadie para que «eche un vistazo».
La nota de sarcasmo agudizó su voz.
—Estoy totalmente de acuerdo —coincidió Galdone.
—¿No hay alternativa? —preguntó en voz baja el presidente.
—No.
Lockwood tragó saliva. Estaba mareado. Había perdido, y ahora no tendría más remedio que participar en cerrar el
Isabella
.
—La operación que proponen podría presentar algunas dificultades.
—Explícate.
—El
Isabella
no se puede desconectar tan fácilmente. Podría provocar una explosión. Los flujos eléctricos son delicados y solo pueden controlarse internamente, a través del ordenador. Si por alguna razón el equipo científico de dentro no… colabora, necesitará a una persona capaz de desconectar el
Isabella
sin peligro.
—¿A quién me recomiendas?
—Al hombre que ya le he mencionado, Bernard Wolf, el de Los Álamos.
—Mandaremos a buscarle en helicóptero. ¿Y en cuanto a entrar en el
Isabella
?
—La puerta de acceso al Bunker está blindada contra ataques del exterior. Todos los sistemas de aire acondicionado son de alta seguridad. Si el equipo no puede o no quiere abrir la puerta principal, resultaría difícil llegar hasta ellos.
—¿No hay modo de emergencia?
—Al Departamento de Seguridad Interna le pareció una posible vía de entrada para terroristas.
—Entonces, ¿cómo entramos? Qué situación, por Dios…
—La mejor manera sería por la puerta principal, con explosivos, Se encuentra a la mitad de un precipicio muy abrupto. Delante hay una gran explanada, pero queda tapada a medias por el acantilado, y estoy seguro de que no podría aterrizar ningún helicóptero militar. La unidad tendrá que tomar tierra arriba, bajar con cuerdas y echar la puerta abajo. Estoy describiendo el peor de los casos, Lo más probable es que los científicos dejen pasar a la unidad sin problemas.
—¿Cómo llevaron la maquinaria pesada, si no hay carretera?
—Usaron la antigua, la de la mina de carbón, pero cuando acabó de construirse el
Isabella
la dinamitaron. Por seguridad, también.
—Entiendo. Dame más datos de la puerta principal.
—Es un compuesto de titanio en nido de abeja, dificilísimo de cortar. Habría que usar explosivos.
—Consigúeme las especificaciones técnicas. ¿Y luego?
—Al entrar hay una cueva grande, y al fondo el túnel del
Isabella
. A la izquierda está la sala de control, lo que llamamos el Puente. Tiene una puerta de acero inoxidable de casi tres centímetros, que es la última protección contra intrusos. Le proporcionaré los planos.
—¿Nada más, en cuanto a seguridad?
—No, nada más.
—¿Están armados?
—El jefe de inteligencia, Wardlaw, lleva pistola. No se permite ninguna otra arma de fuego.
Morton se volvió hacia el presidente.
—Señor presidente, necesitamos una orden suya para proceder con la operación.
Lockwood vio que el presidente vacilaba y le miraba fugazmente antes de dirigirse al director del FBI.
—Envía a la Unidad de Rescate de Rehenes del FBI. Saca a los científicos de la montaña y desconecta el
Isabella
.
—Sí, señor presidente.
El jefe de gabinete cerró la carpeta con un ruido seco, que Lockwood sintió como una bofetada en la cara.
Un agudo lamento cruzó el Bunker. La pantalla parpadeó. Ford estaba petrificado frente el visualizador; no sabía desde cuándo apretaba la mano de Kate.
En respuesta a la pregunta de Hazelius apareció más texto en la pantalla.
«Las grandes religiones monoteístas han sido una etapa necesaria en el desarrollo de la cultura humana. Vuestro trabajo es guiar a la humanidad hacia el siguiente sistema de creencias.»
—¿Es decir?
«La ciencia.»
—¡Qué ridiculez! ¡La ciencia no puede ser ninguna religión! —reclamó Hazelius.
«Ya habéis creado una nueva religión, aunque os neguéis a re-conocerlo. Antes, la religión era una manera de entender el mundo. Ahora ese papel lo desempeña la ciencia.»
—La ciencia y la religión son dos cosas distintas —intervino Ford—. Hacen preguntas distintas y requieren tipos de pruebas distintos.
«Tanto la ciencia como la religión buscan lo mismo: la verdad. Es imposible conciliarlas. El choque entre visiones del mundo está en pleno auge, y se agrava constantemente. La ciencia ya ha refutado la mayoría de las principales creencias de las religiones históricas, con lo que las ha sumido en el desconcierto. Vuestro trabajo es ayudar a la humanidad a encontrar un nuevo rumbo para superar la crisis.»
—¡Por Dios! —exclamó Edelstein—. ¿Acaso crees que los fanáticos del Medio Este o del Sur, se harán a un lado y aceptarán la ciencia como nueva religión? Es una locura.
«Transmitiréis al mundo mis palabras y contaréis lo que ha pasado aquí. No subestiméis mi poder, ya que es el de la verdad.»
—¿Hacia dónde se supone que iremos con la nueva religión? ¿Qué sentido tiene? ¿Quién la necesita? —preguntó Hazelius.
«El objetivo inmediato de la humanidad es traspasar los límites de la bioquímica. Debéis liberar vuestra mente de la carne de vuestros cuerpos.»
—¿La carne? No entiendo —dijo Hazelius.
«La carne. Los nervios. Las células. La bioquímica. El soporte de vuestro pensamiento. Debéis liberar de carne vuestro pensamiento.»
—¿Cómo?
«Ya habéis empezado a procesar información al margen de vuestra existencia como carne, mediante los ordenadores. Pronto encontraréis la manera de procesarla usando aparatos de computación cuántica, que os llevarán a usar los procesos cuánticos naturales del mundo que os rodea como medio de computación. Ya no necesitaréis construir máquinas para procesar información. Os expandiréis en el universo, literal y figuradamente, como ya se han expandido otras entidades inteligentes antes que vosotros. Saldréis de la cárcel de la inteligencia biológica.»
—¿Y luego?
«Con el tiempo enlazaréis con otras inteligencias expandidas, y todas esas inteligencias enlazadas descubrirán una manera de fundirse en un tercer estado mental que entenderá la realidad simple en la que se basa la existencia.»
—¿Y ya está? —preguntó Kate.
«No. Eso solo es el prólogo de una tarea mayor.»
El visualizador parpadeó y se llenó de rayas de nieve. Dolby, inclinado sobre su terminal, se peleaba en silencio con él. Las palabras temblaban como si se reflejaran en agua turbia.
—¿Qué tarea? —acabó preguntando Hazelius.
«Evitar la muerte por enfriamiento del universo.»
Ford notó que la mano de Kate estrechaba crispadamente la suya.
Booker Crawley se llevó la taza de café a su estudio y se sentó delante del televisor. Cogió el mando a distancia e hizo zapping por los canales de noticias. Nada. No se observaba ninguna reacción a las descabelladas acusaciones formuladas por Spates en su programa. Aun así, no podía evitar tener la sensación de que iba a ocurrir algo. Miró el reloj. Era la una y media, las once y media en Arizona. ¿O las diez y media?
Respiró y bebió un poco de café amargo. Se estaba poniendo nervioso injustificadamente. De momento todo se ajustaba a sus planes. Seguro que el programa de Spates había asustado al consejo tribal navajo, aunque en sí fuera una barbaridad.
Fue un alivio pensarlo.
Claro que… No estaría de más ponerse en contacto con Spates, para saber de dónde había sacado ese disparate de que el
Isabella
pretendía ser Dios.
Primero marcó el número de la oficina de Spates, por si se daba la casualidad de que aún estuviera trabajando, y se llevó la sorpresa de que comunicaba. No saltó el contestador de voz. Comunicaba, simplemente. Esperó varios minutos y marcó un par de veces, Pero no obtuvo respuesta.
Quizá había algún problema con la línea. Después llamó al móvil, y saltó el buzón de voz. «Este es el buzón de voz del reverendo Don T. Spates —decía una voz femenina agradable—. En este momento el buzón de voz está lleno. Inténtelo más tarde, por favor.»
Marcó el número de la casa del reverendo, y también comunicaba. ¡Dios santo, qué bochorno hacía en el estudio! Fue a la ventana, quitó el cierre y abrió un poco; entró una ráfaga de aire nocturno, fresco y delicioso, que levantó los visillos. Respiró hondo un par de veces y de nuevo se dijo que no había motivo para inquietarse. Entre sorbo y sorbo de café, miró hacia la calle oscura reflexionando sobre la causa de su alarma. ¿Solo por un teléfono que comunicaba?
Seguro que el reverendo tenía una página web. Quizá había colgado alguna información.
Se sentó al escritorio, encendió el portátil y buscó en Google: «
Dios en máxima audiencia
.».