Bomarzo (5 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Recuerdo el intenso olor a humedad y cierto tufo acre, a ratones, a cosas encerradas, que impregnaba el desván. Recuerdo perfectamente el rayo de sol que lo cruzaba con su columna trémula y, esparcido en el suelo o desparramado sobre los arcones, un desorden de vestiduras que mezclaban sus manchas de color. En aquellos cofres se guardaban los ropajes que habían pertenecido a las dos mujeres de mi padre: Lucrecia del Anguillara y Clarice Orsini, y también viejos trajes y adornos de nuestra abuela. Girolamo había arrancado los herrajes de las maderas carcomidas, seguro de la impunidad que le prometía la certeza de que, durante mucho tiempo, ningún criado aparecería por la abandonada buhardilla. Telas acuchilladas, que arrojaban las entrañas por las aberturas de las mangas, yacían doquier, entre fabulosos birretes, plumas rotas o deslucidas, piezas de seda, de terciopelo y adamascadas y brocados de plata y oro de aquellos que los mercaderes de Italia, establecidos en Nuremberg, vendían a los alemanes. Algunas alhajas de escaso valor, prendidas a los retazos de género, titilaban aquí y allá con metales y piedras, entre los tabardos, las guarniciones, los bordados con emblemas, los encajes, las arrugadas golillas, las cofias y los velos, que se sumaban en el anárquico trastorno a la envarada rigidez de los vestidos. Mi placer estético, ya muy alerta, triunfó sobre el temor que me causaba siempre la cercanía de mis hermanos, y por unos segundos gocé del quimérico espectáculo que me ofrecía la confusión de elementos, en los que los testimonios de la moda veneciana ponían imprevistos toques orientales, embarullando los rojos, los amarantos, los violáceos y los tonos del limón, el nácar y la aceituna, que atravesaban franjas coruscantes de hilos áureos, y que la mugre del desván y la saña de los lustros y de la polilla convertían en atavíos para espectros.

Poco duró mi gusto. En seguida, imperioso, Girolamo me retrajo a la realidad, entrechocando el hierro de las manoplas.

—Tú también te pondrás una máscara —ordenó—. Serás el bufón de los Orsini.

Maerbale soltó una risa aguda, sacó la lengua y me bendijo.

En vano traté de resistirme. Entre los dos, Girolamo meneándose acompasadamente, como un buzo a quien embota su escafandra, y Maerbale pisoteando la cola púrpura que estorbaba sus brincos, me encasquetaron un birrete chato, del cual pendía una guirnalda sucia, me tiraron sobre los hombros un tabardo chillón, mitad naranja y mitad azul, sobándome la espalda mientras lo hacían, a pesar de mis convulsiones y manoteos, y me anudaron los dedos en torno de un bastón que era casi un báculo.

—El bufón de los Orsini —decretó Girolamo— divertirá al duque y al cardenal.

Se acomodaron sobre un arca, acentuando la solemnidad, y yo vacilé, solo, en el centro del aposento, sintiéndome pavorosamente desamparado con mis ropas grotescas. ¿Qué hacer? ¿Gritar? No me hubiera oído nadie, dentro de la vastedad del castillo. Mi abuela estaba lejos. Permanecí inmóvil, aguardando; podían matarme —juré, sin mover los labios, que podían matarme— pero no me transformaría en el hazmerreír de mis verdugos. Girolamo se impacientó. Se desembarazó del casco, de los guantes, de las mohosas piezas de armadura, que cayeron con estrépito en torno, y entonces me percaté, con sorpresa, de que estaba casi desnudo, como un gladiador adolescente. Maerbale hizo repiquetear de nuevo el histérico cascabel de su risa. Dibujó con la diestra una cruz en el aire y pronunció, gangoso:

—Postquam prima quies epulis mensaeque remotae

crateras magnos statuos et vina coronant.

Reconocí los versos de Virgilio que Messer Pandolfo nos había mandado traducir el día anterior, y me asombró que Maerbale los recordara, pero Girolamo no me dio tiempo para ordenar mis ideas.

—Si rehúsas cumplir tu deber de bufón —exclamó—, serás la duquesa de Bomarzo.

No entendí qué quería decir, y él, entretanto, a tirones me quitó el disparatado disfraz que me abochornaba y, prestamente, me metió por la cabeza el primer vestido que encontró a mano, me pasó las mangas a punto de rasgarlas, me cubrió la cabeza con un velo, recogió un puñado de alhajas y fue pinchándolas doquier, sobre los pliegues del traje que, demasiado grande para mi pobre estatura, se ensanchaba y agrietaba sobre el piso.

Yo esperaba, mudo de terror. Veía, como en un sueño, la fina, vibrante columna solar, las desparramadas telas; oía la risa infantil de Maerbale; y sentía, en la cara, el aliento de mi hermano mayor, fauno colérico, que se afanaba con broches, collares y brazaletes. Luego retrocedió, echó hacia atrás la cabeza, cruzó los brazos y juzgó su obra.

—Ahora —dijo lentamente— nos casará el cardenal Orsini. Me caso con Francesca, la jorobada.

Maerbale se aproximó, musitando latines borrosos. Estiró los brazos, juntó los pulgares y los índices y adoptó una actitud de eclesiástico recogimiento. En el hueco de la ventana se detuvo un pájaro y se puso a cantar, y al escucharlo, desde el pánico de la pesadilla, fue como si el dulce paisaje de Bomarzo —las ondulaciones, los arroyos, los valles, las encinas, los olmos, los rebaños de ovejas y cabras, las rocas grises, lo más mío del mundo— se introdujera mágicamente en el tenebroso desván del castillo para presenciar la humillación del hijo del condottiero, el cojo, el giboso, que seguía petrificado, vestido con ropas mujeriles, ardientes los ojos de lágrimas bajo la neblina del velo, entre un muchacho desnudo que le aferraba una mano y un cardenal niño que inventaba mojigangas litúrgicas, en el centro de una habitación cuyo desquicio abigarrado evocaba los saqueos que ese mismo castillo había soportado siglos atrás.

Entonces hice algo imprevisto: alcé el puño y golpeé con todas mis fuerzas a Girolamo en el rostro, ese rostro de estatua antigua que mi padre ponderaba tanto. Yo mismo me asombré de mi audacia. Había respondido a un impulso insensato, peligrosísimo, del cual no me hubiera creído capaz, y mis dos hermanos me observaban atónitos en el silencio que apenas quebraban, cristalinas, las notas débiles del pájaro. Maerbale rió, pero con una risa nerviosa, artificial; Girolamo se llevó una mano a la cara, que empezó a encenderse. Temblaba como yo. Lanzó un grito entrecortado y luego, apretando los dientes, llameantes los ojos que tenía muy azules, como mi abuela, se abalanzó sobre mí, con una rabia de animal herido. Me derribó sobre los trajes amontonados y sentí que la espalda me dolía horriblemente. Se había puesto de rodillas sobre mi pecho y pensé que iba a morderme, que no le iba a bastar con ahogarme y castigarme a puñetazos. Y no le bastaba, pues, mientras me zamarreaba y maltrataba, buscaba alrededor, como un loco, algo, algo que le sirviera para que el escarmiento de tamaña ofensa fuera más bárbaro, más definitivo. Hasta que lo encontró. En el suelo, a su alcance, había un revoltijo de joyas incompletas, estropeadas, inútiles. Sus dedos se crisparon en un largo alfiler de oro y, manteniéndome inerte con el peso de su cuerpo, de sus duras rodillas, de sus codos punzantes, me dobló la cabeza y me hundió la aguja en el lóbulo de la oreja izquierda. Su grito feroz, el mío y el de Maerbale se sumaron y retumbaron en la extensión de los desvanes que coronaban el caserón. La sangre me mojó la mejilla y bajó hacia la boca.

—¡No, no! —chilló Maerbale, y sobre la faz descompuesta de Girolamo vi, en un relámpago, la lividez de la suya.

Pero eso no era todo; Girolamo, como tantos hombres cuya iras vesánicas ennegrecen nuestra historia familiar con la crónica susurrada de sus crímenes y de sus torturas, perdía el dominio de sí mismo cuando el estallido de la ira lo cegaba, y necesitaba saciarse en el arrebato, ir hasta la raíz hambrienta de la cólera, alimentándola, para que ésta cediera. Todavía su ímpetu frente al Orsini despreciado que se había atrevido a ofenderlo no había llegado a su punto culminante. Volvió a rastrear, casi sin mirarlas, en el montón de joyas. Su torso, bañado de sudor, espejeaba, como untado con aceites. Halló por fin lo que perseguía, un pendiente, parte quizá de un aderezo extraviado, con camafeo de amatista que no olvidaré nunca, pues durante dos segundos mortales osciló delante de mis ojos, como algo vivo, como si respirara, como si fuera un insecto extraño, con muchas patas de oro retorcido y un cuerpo morado cubierto de inconcebibles figuras, y clavó su garfio en el orificio que acababa de abrir en mi oreja sangrienta.

—¡No, no! —tornó a chillar, muerto de miedo, Maerbale.

Girolamo aflojó la presión. Sin duda, apaciguada ya su saña, a él también lo asustaba su perversidad. Aproveché para liberarme y, sujetando el pendiente con una mano, pues no me atrevía a quitármelo, y alzando con la otra las faldas del absurdo traje, eché a correr por las galerías, escaleras abajo, rumbo a las habitaciones de mi abuela. El lóbulo me dolía como si me lo hubieran arrancado, y a pesar de ese tormento, la noción de lo irrisorio de mi apostura —un giboso vestido de mujer, con un largo pendiente en la oreja izquierda, que huye, ensangrentado, gimiendo, renqueando, por las salas de un viejo castillo—, lo que más me escocía era la idea de que, en cualquier momento, podía topar con mi padre. Mis hermanos, que habían reaccionado también, me seguían a la distancia, recelosos de las consecuencias de su acción. Me volví en mitad de la fuga y los divisé, desnudo el mayor, el alto, el esbelto; el más pequeño, cubierto aún con la capa púrpura que en la confusión no había atinado a abandonar. Ya faltaba poco para el aposento de mi abuela. Ya llegaba, ya llegaba a mi refugio, a mi salvación, al lugar donde me cuidarían, me mimarían y me devolverían, dentro de lo relativo, el perdido sosiego.

En ese instante se abrió una puerta y mi padre apareció en el vano. Quedó allí tan tieso como si fuera un retrato señorial, encuadrado por las maderas esculpidas. No formuló ningún comentario; se limitó a enarcar las cejas levemente y luego a fruncir el ceño. La mueca de repugnancia desdeñosa que yo conocía tan bien le desfiguró los rasgos patricios. Yo hubiera preferido que me hubiera insultado, que hubiera demostrado algún interés, alguna curiosidad, frente a este hijo segundo que pasaba llorando, rojas las manos de sangre, ante su puerta. Pero él, en silencio, como si hubiera sido una alucinación, porque la presencia de un personaje de tan hidalgo empaque resultaba imposible en el castillo de Bomarzo, donde los futuros sucesores de los Orsini andaban enmascarados o desnudos, convertidos en brujas y en esclavos, o como si yo hubiera sido un fantasma abominable, ni hombre ni mujer, que se ladeaba por escarnio y mofa —de tal suerte que, al fin de cuentas, no se sabía quiénes eran los seres reales y quiénes los ilusorios, en esa escena breve y peregrina—, dio un paso atrás, entornó la puerta sin ruido y corrió el cerrojo.

Mi abuela me abrazó largamente. Con delicada ternura me sacó el colgajo de camafeos, me lavó, me vendó la oreja, me ayudó a despojarme de las ropas denigrantes. Sus manos ojivales, que a veces comparaba con las mías —si Girolamo había heredado sus ojos azules, yo había heredado sus dedos ahuesados, de grácil contorno, como si nos hubiéramos distribuido las reliquias refinadas de nuestra casa—, se posaron suavemente en mis pómulos, en mis sienes, en mi pelo, durante el desarrollo de mi relato en el que nada callé, y en el curso del cual mis lágrimas humedecieron sus balsámicas manos de reina, mientras sus ojos se velaban también, maravillosamente tristes.

—Tengo algo para ti —me dijo cuando hube concluido—, algo que hoy han hallado en la parte de la Gruta de las Pinturas. Girolamo no puede disponer de más armas que las que descuelga aquí, de los trofeos; pero éstas son unas armas únicas, hechiceras, y estaban en Bomarzo cuando todo el lugar se llamaba Polimartium, por el templo de Marte que había cerca del lago Vadimone.

Me condujo detrás de su lecho y me mostró, ocultas por las cortinas, las armas que un aldeano había descubierto por azar, cuando empujaba su arado en la zona de la Gruta de las Pinturas. Eran unos metales verdosos que, limpiados, fulgían como si hubieran sido espolvoreados con oro fino. Un yelmo, un escudo, una espada de hierro, dos espinilleras, una lanza de bronce y cuatro cuchillos habían sido dispuestos sobre una especie de portentoso muñeco que vigilaba en la sombra, como un guerrero venido desde el más allá del tiempo y sus tinieblas para cuidarme.

Nuestros campesinos solían realizar hallazgos similares, pero hasta entonces no habían extraído nada ni tan completo ni tan turbadoramente hermoso, dentro de su sobria y esquemática grandeza. Hubo que aguardar varios siglos, hasta 1845 (y la espera se estiró más que la de un papa Orsini), para desenterrar en Bomarzo una pieza de esa importancia: el pequeño vaso que desplegó en su dibujo, ante la expectativa y la consternación de los arqueólogos, el primer alfabeto etrusco hasta entonces conocido. Bomarzo entero, en verdad, y su zona de rocas agrietadas en torno de la altura que servía de base a la masa del castillo, era una inmensa necrópolis etrusca, como la próxima de la lucumonia de Tarquinia. Pianmeano, Piano della Colonna y Monte Casuli, las localidades circundantes de Castelluzzo, Rocchette y Castello, rebosaban de testimonios del pueblo más indescifrable de Europa. A veces pienso que en el fondo de mi personalidad sobrevivieron rasgos de esa gente primitiva del lugar, tan poética, tan melancólica, tan lúbrica y sanguinaria, tan capaz de tratar con los demonios como de místicos raptos de loco lirismo, porque Bomarzo estaba saturado de su magia incógnita, fascinante, y las noches de luna, cuando yo salía, adolescente, a caballo, a recorrer el montuoso dominio, sentía encresparse en la lobreguez de los senderos formas que brotaban tal vez de las cavernas, como miasmas, como vapores encantados, las furias, las gorgonas, arpías, moiras,
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con un solo diente y un solo ojo, que nacieron viejísimas,
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orgiásticas, sátiros, ninfas, titanes, jadeantes en la oscuridad; el mundo de esos bosques, el de esos sepulcros de la Tuscia inmemorial a los cuales yo descendí con el preceptor Messer Pandolfo primero y luego con alguno de mis amigos sabios y después, muchísimo después, con guías incoloros, para ver, a la luz bailoteante de las antorchas o a la claridad exacta de las lámparas eléctricas, las siluetas de los luchadores ocres, de las danzarinas y de los monstruos azules que acechaban a Piritoo y a Teseo, agitando las aterradoras diademas de víboras: los actores del drama del amor y de la muerte, del suplicio y de la concupiscencia, prolongados en frescos plutónicos que la humedad roía y que, por eso mismo, resultaban más inquietantes; y para recoger los objetos que tanto entusiasmaron al gran duque Cosme de Florencia, los vasos, los instrumentos de guerra, los relieves, los candelabros caídos alrededor de los sarcófagos y de sus obsesionantes, indiferentes figuras, que sonreían ante la pusilanimidad supersticiosa de los campesinos.

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