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Authors: Bartolomé de las Casas

Tags: #Historia

Brevísima relación de la destrucción de las Indias (2 page)

BOOK: Brevísima relación de la destrucción de las Indias
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Si la codicia de los capitanes crecía por la necesidad de cubrir gastos y alcanzar el máximo de beneficios, el aspecto social de la conquista explica los problemas generados por los hombres de armas. El saqueo, el expolio y la violencia eran consecuencia lógica de una empresa que, por su propia dinámica, traslada al Nuevo Mundo los símbolos del prestigio de la sociedad feudal: la posesión de la tierra y el dominio sobre masas de indígenas permitían gozar de la vida señorial vislumbrada en España. Porque si algunos jefes pertenecían a la pequeña nobleza, como Hernán Cortés, Pedro de Alvarado o Pedro Ponce de León, otros eran apenas hidalgos o segundones que aspiraban a obtener riqueza y también prestigio social —tal es el caso de Bernal Díaz del Castillo—, y los más eran plebeyos, como Diego de Almagro y Francisco Pizarro. En verdad, pocos fueron los agraciados con una posesión nobiliaria en las Indias. Un Cortés, nominado Marqués del Valle de Oaxaca, o un Francisco Pizarro, elevado a marqués e investido como caballero de Santiago, son casos excepcionales. Pero las cimas del poder colonial les estuvieron oficialmente vedadas por la Corona, que pronto instauró la figura del virrey. Es que Carlos V, recientemente enfrentado a la revuelta de las Comunidades de Castilla, no ignoraba que América podía convertirse en último refugio de las pretensiones feudales; un Cortés distribuyendo tierras por su cuenta entre sus seguidores y un Gonzalo Pizarro aspirando a reinar en Perú luego de destituir al virrey, en 1544, avivaron esos temores. Pero los más, entre los capitanes de la conquista, gastaron años de su vida en elevar a la Corona memoriales de méritos y servicios para solicitar mercedes compensatorias, o mejorar una situación que consideraban injusta, como demuestra la historia personal de Bernal Díaz del Castillo. Por debajo, una gran diversidad de situaciones sociales, entre quienes hicieron preceder su nombre por el título de «Don» y una enorme mayoría de colonos surgidos de las capas bajas que obtuvieron un pequeño lote de tierra para subsistir. Las grandes propiedades y las
encomiendas
quedaron concentradas entre un reducido número de conquistadores y de altos funcionarios.

Fray Bartolomé de Las Casas

Pese a la inexistencia de documentos que confirmen la fecha, hasta hace poco se aceptaba sin discusión que Bartolomé de Las Casas había nacido en Sevilla, en 1474. Actualmente, las investigaciones de H. R. Parish y H. E. Weidman han dado como probable una fecha bastante posterior: 1484. Siguiendo la monumental biografía del dominico emprendida por Manuel Giménez Fernández —lamentablemente incompleta—, sabemos que el defensor de los indios estudió en Sevilla, donde cursó latinidad y humanidades, al parecer en la escuela hispalense del Colegio de San Miguel, para luego proseguir en Córdoba otras disciplinas de una formación que preparaba su acceso a la vida eclesiástica.

Embarcado en la misma Sevilla como integrante de la expedición de Nicolás de Ovando en 1502, llega a La Española como un poblador más, con la idea de hacer fortuna y explotar ventajosamente una
encomienda,
aunque su buen trato a los indígenas lo diferencia de los demás colonos. Es en el Nuevo Mundo donde recibe su ordenación como presbítero el año de 1512, y más de una vez afirmará, en lo sucesivo, que fue el primer sacerdote consagrado como tal en América. Durante la conquista de Cuba participa como capellán, cuando Pánfilo de Narváez acude a la isla para reforzar los efectivos de Diego Velázquez enfrentado a una campaña que se prolongaba más de lo previsto.

Durante este período, dos hechos gravitaron de modo dramático en su visión de la conquista y colonización española en las Antillas. Uno, la sublevación de los indios en el Higüey, reprimida con sangre y culminada en la captura de esclavos para trabajar en las minas de oro, donde muchos de ellos dejarían sus vidas. El otro, la masacre de los pacíficos indios de Caonao, ejecutada por las tropas de Narváez y que Las Casas, testigo del suceso, relata así en la
Brevísima relación de la destrucción de las Indias:

«Súbitamente se les revistió el diablo a los cristianos, y meten a cuchillo en mi presencia (sin motivo ni causa que tuviesen) mas de tres mil ánimas que estaban sentados delante de nosotros, hombres y mujeres y niños.»

En la
Historia de las Indias
vuelve sobre esta escena, aunque reduciendo los muertos a la cifra de dos mil indígenas. El acto encuentra similitud con el que llevó a cabo más tarde Hernán Cortés en Cholula, durante la conquista de México, sin duda destinados ambos a sembrar el terror entre quienes aún resistían fuertemente el avance de los conquistadores.

En Cuba, Las Casas obtiene nuevas
encomiendas
como recompensa por su participación en las filas de Pánfilo de Narváez; esta vez, en beneficio compartido con su amigo Pedro de Rentería, explotadas por ambos con tanto éxito que deciden traer animales de cría desde la isla de Jamaica. Pero las devastadoras consecuencias de la
encomienda
sobre la población indígena, demasiado visibles en las islas del Caribe, levantaron resistencias en muchos religiosos, y pronto los dominicos elevarían sus voces de protesta. El primero en lanzar públicamente duras críticas contra los encomenderos fue, precisamente, un miembro de esa orden: fray Antonio de Montesinos. El ya famoso sermón de 1511 fue una inquietante señal de alarma para los beneficiarios de la explotación del indio. Ha sido Las Casas quien ha rescatado una versión de este alegato en su
Historia de las Indias:

«¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muerte y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y cognozcan a su Dios y criador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos?

»Éstos, ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos?»

Varios memoriales e informes elevados por los religiosos a las autoridades peninsulares trazan, lentamente, el camino que conduce a la discusión sobre la naturaleza del indio, su derecho a la libertad y, por fin, a la polémica de los justos títulos. La Junta de Burgos, convocada por el rey Fernando en 1512, examina los derechos de la Corona a someter a los indígenas para su evangelización. Las leyes de Burgos constituyen un primer paso, todavía tímido. Se reconoce en ellas el derecho a la libertad y al trato humanitario, pero se insiste en un necesario sometimiento para su educación, dada la «natural pereza y tendencia al vicio». Esto implicaba un triunfo de los colonos y la supervivencia de la
encomienda.

Pero en 1513 el rey Fernando vuelve sobre el problema. Reúne una comisión de teólogos para el estudio de un documento destinado a demandar de los indios la aceptación de la fe cristiana, acatamiento al papa y a la monarquía española. Los escritos de fray Matías Paz discurren, al igual que los del doctor Juan López Palacios Rubios, según las tesis desarrolladas por el tomismo. Ambos coinciden en señalar la donación pontifical como título de España sobre las Indias; por consiguiente, la conquista no puede estar fundada en la adquisición de poder o riquezas, sino en difundir la verdadera religión. Pero los indios no son infieles —de acuerdo con Santo Tomás— como los sarracenos, turcos, o judíos, que han rechazado la fe verdadera; puesto que no la conocen aún, pueden ser instruidos en ella y, por lo tanto, deben ser requeridos para aceptar la doctrina. La comisión no acepta el concepto de esclavitud según Aristóteles; los indígenas no deberán ser sometidos, salvo que rechazaran la fe cristiana o la obediencia debida al rey. Los culpables de opresión o maltrato a los indios convertidos deberán ofrecer una justa reparación.

Estos argumentos serán recogidos por Las Casas y llevados, más tarde, hasta sus últimas consecuencias. En esa instancia, la comisión de teólogos produjo un documento, redactado con la participación de Palacios Rubios: el
Requerimiento,
de obligatoria lectura ante los naturales y que sería utilizado por los conquistadores como perfecto instrumento jurídico para tranquilizar las conciencias. La primera expedición que parte provista del nuevo texto es la de Pedro Arias de Ávila (Pedrarias Dávila), donde viaja un grupo de futuros capitanes: Hernando de Soto, Sebastián Benalcázar, Diego de Almagro, el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, Francisco de Montejo y Martín Fernández de Enciso, autor de la
Suma de Geografía.

En esta coyuntura histórica, fray Bartolomé de Las Casas decide hacer renuncia de sus
encomiendas
e inicia, en 1514, su campaña en favor de los indios; una decisión al parecer repentina, que algunos han denominado su «camino de Damasco». Sus sermones condenaron el reparto de los naturales que se realizaba entre los españoles como «injusto y tiránico», y no tardó en verse duramente enfrentado a los intereses que regían la sociedad colonial. Comienza entonces su denuncia ante las autoridades metropolitanas. En 1516 redacta su
Memorial de agravios hechos a los indios,
dirigido al cardenal Cisneros; no sólo contiene críticas, sino que incluye propuestas para corregir una situación a sus ojos perjudicial para la propia Corona. No era fácil, por supuesto, enfrentarse a intereses cuya influencia en la Casa de Contratación, e incluso en el Consejo de Indias, es fuerte y cuentan con el respaldo del cardenal Rodríguez de Fonseca, por mucho tiempo decisivo. Pero la muerte del rey Fernando y la regencia de Cisneros debilitan temporalmente a los fonsequistas abriendo cauce a las reformas.

El plan Cisneros-Las Casas intenta dar forma al proyecto de consolidar pueblos de indios para instruirlos en la agricultura, convertirlos en tributarios directos de la Corona y alejarlos de la explotación por los colonos. El desarrollo estuvo a cargo de un grupo de monjes Jerónimos con el apoyo del regente; pero las presiones de los encomenderos sobre los religiosos convirtieron la propuesta en un fracaso. Durante la regencia de Cisneros se otorgaron permisos para la entrada de esclavos negros, siguiendo los propósitos de Las Casas de utilizarlos para sustituir el trabajo indígena e impedir, así, la continuidad de su exterminio. No obstante, pronto comprendió el clérigo que esta práctica tan sólo había trasladado la caza de esclavos al continente africano, creaba nuevas posibilidades de explotación y no mitigaba el padecimiento de los indios.

Caminos de utopía

En 1516, el Protector de los Indios eleva su primer
Memorial de remedios,
en el que desarrolla un modelo utópico, ya analizado por José Antonio Maravall; es que el Nuevo Mundo había reavivado, tempranamente, antiguas leyendas en el hombre europeo. Debemos recordar el nacimiento del mito del «buen salvaje», implícito en las descripciones que hace Colón del hombre americano o en las
Décadas de Orbe Novo
de Pedro Mártir de Anglería. A su vez, la
Utopía
de Tomás Moro, impresa en 1516, hace clara referencia a las noticias que provienen de América.

En 1518, Las Casas presenta un nuevo
Memorial de remedios,
defendido ante Carlos I con el apoyo del ministro Gattinara, donde persigue el mismo orden de ideas: los indios deben ser tratados como hombres libres e iguales a los españoles; debe ser abolida la
encomienda
y todo tipo de prestaciones; sólo así podrán abrazar libremente la verdadera fe, al tiempo que adquieren los adelantos de la civilización. En 1521, Las Casas intenta hacer realidad su utopía cristiano-social en las costas de Cumaná mediante una colonización planificada. La Tierra Firme parecía una zona propicia para ensayar el proyecto, y el clérigo asumió el compromiso de poblar y cristianizar una extensión de 300 leguas a lo largo de la costa, formando una compañía con cincuenta agricultores castellanos. Se fundarían allí tres poblaciones donde habrían de convivir españoles e indios libres; éstos harían suyos los hábitos de trabajo de los peninsulares, aceptarían sus formas políticas, aprenderían a administrarse, e incluso podrían pagar tributo a la Corona a partir del tercer año. Para inclinar a sus asociados a un mayor compromiso cristiano, propone fundar la orden de los «Caballeros de la espuela dorada»; tres fortalezas, una cada cien leguas, custodiarían el territorio, y se prohibía la entrada en la región a todo español ajeno al cuerpo de colonizadores.

No pocos escollos encontró la empresa una vez en práctica desde 1521, puesto que como él mismo afirmaba en su
Memorial
al rey, la Tierra Firme había demostrado ser «la más rica tierra de oro y perlas y otras cosas preciosas». Hecho bien conocido por quienes utilizaban la mano de obra indígena para la pesca de perlas y la minería. Si en el plano político el clérigo triunfa gracias a su habilidad para procurarse alianzas, la expedición integrada por unos setenta campesinos chocó con la dura realidad colonial. A su llegada a Puerto Rico le esperaba una noticia desalentadora: los indios, atacados por un grupo de expedicionarios, se habían vuelto contra los misioneros que predicaban en la zona y dado muerte a varios de ellos. En consecuencia, desde Santo Domingo había zarpado una fuerza en misión punitiva y todo el proyecto se desmorona con rapidez. No fue suficiente para detener el desastre que el clérigo aceptase compartir ganancias con los ávidos funcionarios de La Española. Las factorías instaladas en Cumaná habían sido arrasadas por unos indios de características muy distintas a los pacíficos que Las Casas describía en sus informes; en tanto, sus labradores ya no le aguardaban en Puerto Rico, se habían alistado en expediciones que les prometían fáciles fortunas.

En 1522, el clérigo entra en la orden de los dominicos, donde es recibido con gran entusiasmo, y sus próximos diez años de vida estarán dedicados al estudio en el recogimiento monástico, donde dará comienzo a su obra histórica. Pero este retiro no significaba abandono de la causa de los indios, como pudo saberse en 1529, cuando recomienza su lucha contra la
encomienda y
prepara su segundo proyecto utópico.

La experiencia evangelizadora en Tuzutlán, territorio de Guatemala, se realizaría sobre un área denominada por los españoles «Tierra de guerra». Se trataba de una región tropical defendida por indios belicosos al extremo de haber forzado a retroceder las incursiones destinadas a controlar la zona. Ése fue, precisamente, un factor que facilitó el acuerdo entre los dominicos y el gobernador Alonso de Maldonado para llevar a la práctica una tarea evangelizadora y comunitaria prolongada, al fin, desde 1537 hasta 1550.

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