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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (43 page)

BOOK: Bruja blanca, magia negra
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—¡Señorita Morgan! —gritó Bis.

Aparté el espejo de mi regazo mientras luchaba por no vomitar. El dolor siguió a las náuseas. Sentía como si tuviera la piel ardiendo, y la energía vibrante me golpeó con fuerza al no contar con el aura para nivelar las subidas y bajadas. Las piernas no me respondían y, cuando intenté ponerme en pie, caí al suelo. Golpeé con el costado el pavimento cubierto de nieve arreglándomelas para estirar los brazos y no partirme la nariz.

—¿Señorita Morgan? —insistió Bis, y yo me encogí de dolor cuando me tocó y me sentí a punto de explotar. ¡Maldición! Me había encontrado bien hasta que Al me había tocado para que el viaje le saliera más barato. La losa de cemento que tenía debajo estaba dura, y la mejilla me ardía en contacto con la nieve.

Percibí el olor a ámbar quemado y, de pronto, aparecieron un par de relucientes zapatos con hebillas ante mis ojos apretados por el dolor.

—¡Corre, Bis! —acerté a decir entre jadeos. A continuación inspiré fuertemente cuando el dolor desapareció con una brusquedad que me llenó de alegría. La energía de la línea había desaparecido, y solo quedaba yo, tirada sobre la nieve.

—¡Por todos los demonios! ¿Qué estoy haciendo sobre la nieve? —escuché decir a Al con su refinado acento británico—. Levántate, Morgan. Ahí tirada, pareces una fregona.

—¡Au! —me quejé mientras me agarraba el hombro con una de sus manos enguantadas y me alzaba de un tirón. Me tambaleé, pues durante uno o dos segundos, mis pies no encontraron el suelo.

—¡Deja en paz a la señorita Morgan! —dijo una voz grave y profunda desde detrás de mí, y a pesar de que todavía no me había soltado, me las arreglé para mirar a mis espaldas.

—¿Bis? —farfullé, y Al me dejó caer. Tambaleándome, conseguí recobrar el equilibrio poniendo una mano en el pecho de Al, estupefacta. Bis había utilizado el calor de su cuerpo para derretir un trozo de nieve y había aprovechado el agua para aumentar de tamaño. En aquel momento era de mi misma altura, su piel era de un negro veteado y tenía las alas extendidas para parecer aún más grande. Sus músculos, henchidos de agua, se contraían y se relajaban desde sus curtidos pies hasta sus nudosas manos. Probablemente pesaba demasiado como para echar a volar y, cuando Al dio un paso atrás, la gárgola emitió un silbido mostrando una larga y bífida lengua. ¡Maldición! Le salía vapor por todos los poros de su cuerpo.

Sentí cómo Al tocaba la pequeña línea que cruzaba el cementerio y di un respingo.

—¡Al! ¡No! —grité, sintiéndome indefensa entre un par de ojos rojos y una gárgola con los ojos del mismo color, afilados cuernos, y sus brazos extendidos en dirección a cada uno de ellos. ¿
Desde cuándo Bis tenía cuernos
?

—¡Es solo un niño! —le grité a Al—. ¡No le hagas daño, Al! ¡Es solo un niño!

Al vaciló y miré a Bis por encima del hombro, sorprendida por el cambio. Los trols de los puentes también podían cambiar de tamaño con agua.

—Bis, no tienes de qué preocuparte. No me hará daño. Ivy no me habría dejado salir sola si no fuera así. Relájate…

La tensión disminuyó cuando Bis dejó de silbar. Poco a poco se irguió y su tamaño se redujo ligeramente por el repliegue de las alas. Las manos de Al dejaron de brillar, y percibí una extraña sensación cuando empujó un montón de energía de vuelta a la línea.

Al resopló con fuerza mientras se ajustaba el abrigo y se recolocaba las chorreras.

—¿Desde cuándo tienes una gárgola? —preguntó con sarcasmo—. Me lo has estado ocultando, bruja piruja. Tráetela esta noche, y podrá tomar té y galletas de argamasa con la mía. Hace siglos que la pobre Treble no tiene nadie con quien jugar.

—¿Tienes una gárgola? —pregunté mientras Bis se movía con torpeza. No estaba acostumbrado a tal cantidad de masa.

—¿Cómo, si no, sería capaz de interceptar una línea subterránea de semejante profundidad? —preguntó el demonio con forzada satisfacción—. Por cierto, es muy inteligente de tu parte disponer ya de una. —Este último comentario lo hizo con acritud, y me pregunté qué otras desagradables sorpresas se estaba reservando.

—Bis no es mi familiar —dije esforzándome por mantenerme erguida después de que la fatiga se hubiera apoderado de nuevo de mí tras el brusco descenso de adrenalina—. Al, de veras necesito que me des la noche libre.

Al escuchar mis palabras, el demonio apartó la vista de la oscuridad de la noche y pareció concentrarse de nuevo en mí.

—¡Levántate! —dijo tirando de mí una vez más—. Y sacúdete la nieve —añadió dándole golpes a mi abrigo para deshacerse de la capa crujiente—. ¿Cómo demonios se te ocurre llamarme en mitad de la nieve teniendo una cocina tan adorable?

—No me fío de lo que puedas hacerles a mis amigos —dije—. ¿Podemos saltarnos esta semana?

Su mano enguantada se abalanzó hacia mí y me agarró de la barbilla antes de que se me pasara por la cabeza la idea de apartarme. Entonces reprimí un grito ahogado y Bis se puso a gruñir.

—Tu aura está tan delgada que casi podría rasgarse… —dijo el demonio quedamente, tirando de mi rostro hacia delante y hacia atrás mientras sus ojos de pupilas rasgadas se asomaban a ocho centímetros fuera del contorno de mi cuerpo—. Es demasiado delgada para trabajar con las líneas, por no hablar de viajar por ellas —sentenció con expresión asqueada soltándome la barbilla—. No me extraña que te hayas dado de narices contra el suelo. Duele, ¿verdad?

Di un paso atrás y me froté donde me había tocado, como si todavía pudiera sentirlo.

—Entonces, ¿me das la noche libre?

Él se rió.

—No seas ingenua, por supuesto que no. Simplemente me acercaré un momento a casa y traeré una cosita que hará que mi querida bruja piruja se sienta muuuuucho mejor.

Aquello no sonaba nada bien. Ya había consultado mis libros, y había descubierto que no existía ningún hechizo de magia blanca que ayudara a recuperar el aura de una persona. Y tampoco sabía de ninguno de magia negra. Si hubiera existido, los vampiros lo conocerían, teniendo en cuenta que era eso lo que los no muertos chupaban de sus víctimas junto con la sangre.

—¿Una maldición? —pregunté reculando hasta que sentí a Bis detrás de mí.

—Si no lo fuera, no funcionaría —declaró Al mientras me observaba por encima de los cristales ahumados de sus gafas y mostraba sus compactos dientes en una sonrisa—. Puede que no me queden muchas cosas, pero lo que sí tengo es una buena colección de auras, guardadas en bonitos tarros alineados, de la misma manera que alguna gente colecciona vino. Me he especializado en el siglo
XVIII
. Fue un buen siglo para las almas.

Reprimí un escalofrío y me dije a mí misma que se debía al frío.

—Gracias, pero prefiero esperar a que la mía se recupere por sí sola.

—Como si me importara algo lo que tú prefieras. —Dándose la vuelta para agarrarse los faldones de la levita, Al miró a través del cementerio hacia la cercana línea luminosa—. Vuelvo en cinco minutos —dijo empezando a desvanecerse—. En cuanto recuerde dónde escondió Ceri esas pequeñas cositas. Espérame aquí —ordenó señalando la línea como si yo fuera un perro—. No quiero que te desmayes cuando regrese. Y coge tu bolsa. Tendrás que pagar por esto empezando temprano hoy. Enseguida vuelvo.

—Al… —me quejé, cabreada por que intentara disimular su tacañería con un supuesto interés por mi bienestar. No le importaba si me desmayaba o no, pero no le saldría demasiado caro regresar a siempre jamás si estaba en una línea y, aunque no lo reconocería, la situación económica de Al era tan delicada que incluso aquella minúscula diferencia resultaba importante.

—Ahí —dijo Al apuntando hacia el suelo. Acto seguido, un tenue resplandor cayó en cascada sobre él y desapareció, dejando solo las huellas de sus zapatos en la nieve y un persistente olor a ámbar quemado.

Irritada, solté un bufido y miré el alto muro que rodeaba la propiedad. Iba a tener que esperar otras veinticuatro horas para acompañar a Ivy a hablar con Skimmer. Por no hablar de que la SI podría encontrar a Mia durante ese tiempo y alguien más podría acabar muerto. Preocupada por el sonido de un chorro de agua, me giré hacia Bis, sorprendida al encontrarlo escupiendo por todo el cementerio y cubriendo las lápidas de hielo. Estaba reduciendo su tamaño por segundos, volviéndose blanco mientras aumentaba la temperatura del cuerpo gracias a que absorbía el calor del agua antes de expulsarla. A propósito de cosas extrañas…

—No pienso apropiarme del aura de nadie —mascullé imaginándome a Al sentado sobre mí, tapándome la nariz para que mantuviera la boca abierta. Lo cierto era que había visitado sus moradas las suficientes veces como para que ya tuviera un mechón de mi pelo y pudiera dirigir un hechizo contra mí. Lo único que tenía que hacer era invocar la maldición y llevaría el aura de otra persona. Genial.

Bis escupió unos pequeños cubitos de hielo para recuperar por completo la estabilidad y echó a volar para posarse en el hombro del ángel. A juzgar por su aspecto, parecía que no se encontraba bien.

—¿Quieres que te acompañe? ¿A siempre jamás?

El pobre adolescente estaba muerto de miedo y me compadecí de él.

—No. De ninguna manera —declaré con firmeza buscando el espejo que había tirado anteriormente y la bolsa de galletas que casi había olvidado—. Al te estaba tomando el pelo. No te llevaría conmigo ni aunque fueras tú el que me lo pidiera. Es un lugar muy desagradable. —Replegó sus alas, aliviado, y añadí—: Escucha, no me apetece entrar en la iglesia. No quiero que Al se presente y nos cause problemas. ¿Podrías decirle a Ivy que no ha funcionado y traerme mi bolsa? Está en mi armario, ya está todo preparado. ¡Ah! Y asegúrate de que llama al centro penitenciario para solicitar cita para el lunes.

La seguridad era una buena razón para no volver a la iglesia, pero la verdad era que no quería tener que enfrentarme a Jenks. Mierda. No tenía tiempo para perder todo un día en siempre jamás asistiendo a fiestas y manteniéndome a una distancia prudencial de Al. Tenía la sensación de que era lo único que hacíamos. Al lo llamaba «ampliar su red de contactos». No me extrañaba que estuviera arruinado.

—¡Por supuesto, señorita Morgan! —dijo la gárgola cabizbaja, como si supiera la razón por la que lo mandaba a él en lugar de ir yo misma. Bis extendió las alas y se volvió negro mientras atraía todo su calor hacia sus entrañas para mantener la temperatura de su cuerpo mientras realizaba el corto vuelo que le separaba de la iglesia. Apenas batió sus alas coriáceas por primera vez, se elevó en el aire y, con expresión asustada, voló hacia la iglesia.

Una vez sola, recogí del suelo el espejo adivinatorio y la bolsa de galletas con gesto airado. No tenía ninguna gana de llevar el aura de otra persona. Prefería soportar el dolor estoicamente. Con la cabeza gacha, eché a andar por la nieve con dificultad y me estremecí cuando el gélido calor de la línea se apoderó de mí. Normalmente era difícil sentirlas de aquel modo, pero mi aura era muy fina y la única persona que utilizaba aquella línea era yo, ya que era bastante pequeña y estaba rodeada de muertos. La gente era muy supersticiosa.

Al descubrir las huellas que yo misma había dejado la semana pasada, avancé unos pasos y dejé las galletas y el espejo en una lápida cercana.

—Gracias, Beatrice —susurré leyendo el nombre grabado sobre la lápida.

Me rodeé la cintura con los brazos y me quedé mirando la oscuridad de la noche con el deseo de no quedarme helada. Era casi como esperar en una parada de autobús, y me descubrí con la mirada perdida. Con una sonrisa irónica, desenfoqué cuidadosamente la vista (lentamente, hasta que me aseguré de que no me dolería) para activar mi segunda visión, esperando divisar a Al antes de que se presentara sin avisar y me diera un susto de muerte.

De improviso, la cinta roja de energía me rodeó con el aspecto de una aurora boreal mientras se henchía y menguaba, fluctuando sin cesar y propagándose hasta quién sabe dónde. A su alrededor se extendía un paisaje destartalado de maleza raquítica y frías rocas. Todo estaba cubierto de una capa rojiza, excepto la luna y las inscripciones de las lápidas, y aunque la primera mostraba en aquel momento su habitual color plateado, apenas cruzaba a siempre jamás, se cubría de una espantosa capa rojiza. Aunque no es que pasáramos demasiado tiempo en la superficie.

Me estremecí al sentir que mi pelo empezaba a moverse por efecto del viento de siempre jamás. No había ni rastro de nieve, pero hubiera apostado lo que fuera a que el frío era aún más intenso.

—Cuando quieras, Al —exclamé apoyándome en la lápida de Beatrice. Me iba a hacer esperar. Hijo de puta.

—¡Ah! ¡Mi adorada bruja! —suspiró una voz que me resultaba vagamente familiar—. Eres tan astuta como un cepo de acero, pero, en mi humilde opinión, no lograrás mantener unidos tu cuerpo y tu alma por mucho tiempo. Y yo no podré ayudarte si insistes en seguir por esos derroteros.

Me volví de repente y me sonrojé al descubrir a Al delante de mí, apoyado de manera informal sobre una lápida con uno de los pies reposando sobre la punta de la bota. Se había presentado bajo la apariencia de Pierce; con las mejillas encendidas, apreté los dientes fuertemente. Pero entonces caí en la cuenta de que Al no sabía nada de Pierce, que no podía saber cuál era la imagen que tenía de él en mi cerebro, ni cómo solía llamarme o cómo sonaba su peculiar acento, una mezcla entre jerga callejera y el inglés anterior a la Revelación.

Sin poder salir de mi asombro, me quedé mirando al fantasma, vestido con un anticuado traje de tres piezas y el recuerdo del abrigo largo que tiempo atrás había pertenecido a mi hermano. En esta ocasión no llevaba ni barba ni bigote, y lucía un sombrero de aspecto curioso. Al darse cuenta de que lo estaba mirando, se irguió de golpe, abriendo mucho los ojos bajo la luz de luna.

—¿Pierce? —dije, insegura—. ¿Eres tú?

La boca del pequeño hombre se abrió y se quitó el sombrero mientras descendía de la losa. No había ninguna huella tras él.

—Debe de ser por la línea —susurró sin salir de su asombro—. Los dos estamos encima, y tú estás comunicándote con ella… utilizando tu segunda visión, ¿verdad? —Su rostro se iluminó bajo la luz del porche trasero—. No lo haces muy a menudo, quedarte de pie sobre una línea.

La incredulidad me impedía moverme.

—Mi padre me aconsejó que no lo hiciera porque nunca se sabe lo que te vas a encontrar —comenté alegremente. Me sentía irreal, y también mareada.

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