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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (86 page)

BOOK: Bruja blanca, magia negra
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—Me lo dio Ceri —dijo, resoplando—. ¿Por qué?

Cogí aire para decirle de dónde provenía, pero entonces cambié de opinión.

—Por nada —respondí, dejando que Rex se bajara de mis brazos—. Es que me ha parecido realmente singular. Eso es todo.

—Bueno, ¿y qué hay en la caja? —preguntó él, rindiéndose y poniendo los brazos en jarras.

Sonreí y crucé la cocina.

—Los hechizos de mi padre. Deberías echarle un vistazo a algunas de sus cosas.

Mientras Jenks y yo conversábamos fui sacando algunos artilugios y utensilios envueltos para que él los desempaquetara. Jenks, por su parte, revoloteaba por el interior de los armarios en busca de huecos y recovecos donde meterlos mientras sus alas perdían gradualmente su tono rojizo para adoptar su habitual color grisáceo. Era mejor que una linterna para saber lo que había en la parte posterior de un armario.

—Oye, Jenks —dije dejando una caja de alfileres y amuletos de líneas luminosas sin invocar en el fondo del cajón de los cubiertos—. Esto… siento mucho haberte pegado al espejo de mi baño con seda de araña.

—O sea que ¿te acuerdas de eso? —dijo—. Sin duda contribuyó a que me resultara más fácil tomar la decisión de tumbarte con el hechizo para olvidar. —Seguidamente, tras dudar unos instantes, añadió—: Lo siento de veras. Solo intentaba ayudar.

La caja estaba vacía y, al no ver las tijeras de Ivy, deslicé mi cuchillo ceremonial por el precinto para plegarla y evitar que la reina del reciclaje me echara la bronca.

—No importa —dije, aplastando con fuerza el cartón—. Ya me había olvidado, ¿sabes? —dije con sarcasmo.

Cansada, llevé la caja a la despensa y empecé a clasificar los restantes hechizos. Jenks aterrizó junto a mí y se quedó mirando. El sonido de sus hijos resultaba muy agradable.

—Siento mucho lo de Kisten —dijo Jenks, pillándome por sorpresa—. Creo que, hasta ahora, no te lo había dicho.

—Gracias —respondí, agarrando un puñado de hechizos apagados—. Todavía lo echo de menos. —Aun así, el dolor había desaparecido, reducido a cenizas bajo la ciudad, y podía seguir adelante con mi vida.

Puse los hechizos viejos en mi barreño de agua salada, provocando que salpicara ligeramente. También echaba de menos a Marshal, pero entendía por qué se había marchado. No había sido mi novio, sino algo mucho más profundo: un amigo. Y yo lo había echado todo a perder. Haber intercambiado nuestra energía había provocado que toda la situación pareciera peor de lo que era en realidad.

No le guardaba ningún rencor por haberse largado. Su marcha no había sido una traición y no era un cobarde por no quedarse. Yo había cometido un gravísimo error al permitir que me excluyeran y no le correspondía a él arreglar las cosas. Y tampoco esperaba que aguardara hasta que lo resolviera. En ningún momento me había dicho que fuera a hacerlo. Era evidente que estaba muy cabreado por haberlo fastidiado todo. Si alguien había traicionado al otro, esa había sido yo, faltando a su confianza cuando le había dicho que tenía todo bajo control.

—Rachel, ¿para qué sirve este? —dijo Jenks toqueteando el último hechizo que había dejado sobre la encimera.

Saqué las llaves del interior de mi bolso y me aproximé a él.

—Ese detecta magia de alto nivel —respondí señalando la runa que tenía grabada.

—Pensaba que esa era la función de ese otro —dijo mientras lo ponía en mi llavero junto a mi detector de hechizos malignos o, para ser más exactos, de amuletos letales.

—Este detecta magia letal —expliqué, lanzando al aire el amuleto de magia terrestre original y dejándolo caer—. El de mi padre detecta magia de alto nivel y, dado que toda magia letal es de alto nivel, haría lo mismo. Solo espero que no haga saltar todas las alarmas del sistema de seguridad del centro comercial, como sucede con el de magia letal, puesto que los dos están basados en líneas luminosas. Voy a llevármelos de compras para ver cuál funciona mejor.

—Ahora lo entiendo —concluyó, asintiendo con la cabeza.

—Lo hizo mi padre —dije, sintiéndome más cercana a él, mientras volvía a meter las llaves en mi bolso. El hechizo tenía más de doce años, pero como no se había utilizado, todavía estaba en buenas condiciones. Mejor que las pilas.

—¿Te apetece un café? —le pregunté.

Jenks asintió y un coro de gritos de pixie hizo que echara a volar. No me sorprendió escuchar la campanilla de la puerta. Los pixies eran mejor que un sistema de seguridad.

—Ya voy yo —dijo Jenks, saliendo disparado y regresando antes de que tuviera tiempo de algo más que de sacar el café molido—. Vienen a traer un paquete —dijo, dejando a su paso una delgada estela de polvo plateado—. Hay que firmar, pero yo no puedo hacerlo. Es para ti.

En ese momento sentí una punzada de miedo que se desvaneció rápidamente. Me habían excluido. Podía ser cualquier cosa.

—¡No me seas niña! —dijo Jenks, que había captado al vuelo mi preocupación—. ¿Tienes idea de la sanción que te puede caer por enviar un hechizo maligno por correo? Además, es de Trent.

—¿En serio? —Repentinamente interesada, eché un vistazo a la cafetera y lo seguí hasta la entrada. En el umbral había un humano desconcertado, iluminado por la luz del cartel que tenía sobre su cabeza. La puerta, que estaba abierta de par en par, dejaba escapar todo el calor, y los pixies se desafiaban unos a otros a salir y a entrar a toda velocidad.

—¡Basta! ¡Se acabó! —grité, agitando las manos para que volvieran a entrar—. ¿Qué demonios os pasa? —les recriminé alzando la voz mientras cogía el bolígrafo y firmaba para que me entregaran un voluminoso sobre reforzado—. ¡Os estáis comportando como si hubierais nacido en un tocón!

—Fue en una caja de flores, señorita Morgan —replicó alegremente uno de los hijos de Jenks, que se había encaramado a mi hombro, lejos del frío de la noche y al abrigo de mi pelo.

—¡Donde sea! —mascullé, sonriendo al aturdido mensajero y agarrando el paquete—. ¿Todo el mundo está dentro? —pregunté, y mientras contaba hasta llegar a cincuenta y tantos, cerré la puerta.

Un grupo de hijos de Jenks, compuesto por más de una docena de ellos, se atrevió a adentrarse en el frío de la cocina, dejándose llevar por la curiosidad en perjuicio de la comodidad, cruzándose por delante de mis ojos como una pesadilla de seda y vocecillas estridentes que se me clavaron en el cerebro y que no cesó hasta que Jenks emitió un terrible chirrido con sus alas. El nerviosismo se apoderó de mí mientras aparcaba en mi lado de la mesa el paquete envuelto en papel manila para ocuparme de él más tarde. Esperaría a que Ivy volviera a casa y me ayudara a levantarme del suelo cuando el hechizo de broma que me había mandado Trent me explotara en la cara.

Con un brazo alrededor de la cintura, saqué del armario mi taza de Encantamientos Vampíricos. Hacía una semana que no me tomaba una buena taza de café. Concretamente, desde que había estado en Junior´s. Me apetecía otro igual, pero tenía miedo de volver. Y, de todos modos, tampoco me acordaba muy bien de lo que era. Canela nosequé.

Jenks se acercó zumbando y luego se alejó.

—¿Es que no piensas abrirlo? —me instigó suspendido sobre la mesa—. Tiene forma abultada.

Me pasé la lengua por los labios y lo miré con expresión interrogante.

—Ábrelo tú.

—¿Y salir volando en pedacitos porque haya metido dentro algún desagradable hechizo élfico? —dijo—. ¡Ni hablar!

—¿Hechizo élfico? —Intrigada, me giré sobre mí misma y, tras cruzar la cocina, saqué las llaves de mi bolso y me quedé mirando el amuleto de magia de alto nivel, que despedía una tenue luz rojiza. Interesada, espanté a los pixies de encima. No era letal pero… aun así…

—¡Por los tampones de Campanilla, Rache! ¡Ábrelo de una maldita vez!

La cafetera terminó con un gorjeo sibilante y, soportando las quejas de unos veinte pixies, sonreí y me serví una taza. A continuación bebí un trago con cuidado de no quemarme mientras lo llevaba a la mesa con el ceño fruncido. Tal vez, la próxima vez que fuera al súper, podría comprar un poco de sirope de frambuesa.

Los pixies se apiñaron en mis hombros, empujándose unos a otros, mientras yo cogía el cuchillo ceremonial, que seguía en la encimera, y abría el sobre marrón. Sin mirar lo que había dentro, le di la vuelta y, con suma precaución, lo sacudí intentando alejar de mí lo que quiera que hubiera dentro.

—¡Es una cuerda! —exclamó Jenks, suspendido encima, y asomándose al interior para asegurarse de que no había una nota—. ¿A cuento de qué te manda Trent una cuerda? ¿Se trata de alguna broma? —dijo, con una expresión tan enfadada que sus hijos empezaron a recular, susurrando—. A lo mejor quiere que te ahorques con ella, o puede que sea la versión élfica de meterte una cabeza de caballo en la cama.

Agarré cuidadosamente el trozo de soga, no especialmente largo, palpando los bastos nudos.

—Probablemente está hecho de su familiar —dije, recordando que Trent me había dicho en una ocasión que su familiar era un caballo—. Jenks —dije, con el corazón a punto de salírseme del pecho—, creo que es un hechizo de Pandora.

El enfado de Jenks desapareció como por arte de magia. Desde detrás de nosotros, escuché un traqueteo y el ruido de un cubito de hielo al caer al suelo y a sus hijos abalanzándose sobre él. A continuación, agitando las alas al unísono, recorrieron el suelo de la cocina, pasando por debajo de la mesa y rodeando la isla central. El volumen de sus gritos aumentó y todos ellos echaron a volar apenas un segundo antes de que el cubito se estrellara contra la pared, fuera de control.

—¿Y te lo da así, sin más? —preguntó Jenks aterrizando junto a mí y dándole una patada—. ¿Estás segura de que es eso?

—Creo que sí —respondí, sin saber muy bien qué hacer con él—. Tienes que deshacer los nudos y recuperas la memoria.

Entonces, cogí la soga, mirando las hebras grisáceas anudadas con complejas figuras que me recordaban el mar. Habría apostado cualquier cosa a que la había hecho el propio Trent. Podía sentir la creciente tensión de magia salvaje, provocándome un escalofrío a la vez que un suave cosquilleo en mi delicada aura. O quizás la magia élfica transmitía siempre esa sensación.

Jenks levantó la vista de la soga de hebras negras y plateadas y me miró a los ojos.

—¿Vas a hacerlo?

Me encogí de hombros.

—El problema es que no sé para qué recuerdo está hecha.

—Para el asesinato de Kisten —sentenció él, con absoluta seguridad, pero yo negué con la cabeza.

—Puede ser —dije, deslizando la cuerda entre mis dedos, sintiendo los bultos como si fueran notas musicales—. Pero también podría ser algo relacionado con mi padre, o con el suyo, o con el campamento «Pide un deseo».

Con cuidado, volví a dejarla sobre la encimera. No quería saber qué recuerdo contenía. Todavía no. De momento, ya había tenido bastantes regresiones. Quería vivir un tiempo sin ellas, afrontando el presente sin el dolor del pasado.

Se escuchó el sonido de mi móvil desde el interior de mi bolso y miré a Jenks cuando me di cuenta de que se trataba de la melodía de
Sharp Dressed Man
, de ZZ Top. El pixie me miró con expresión inocente, pero, cuando Rex estiró el cuello y se quedó inmóvil en la esquina de la cocina, con una gravedad que me resultaba muy familiar, me quedé blanca y di un paso atrás, decidida a no responder.

—¿Pierce? —pregunté en un susurro.

La presión del aire cambió y, tras una pequeña explosión, apareció una neblina en la esquina que fue tomando forma hasta convertirse en Pierce. Rex se puso en pie con un pequeño gorjeo gatuno y yo di un respingo, estupefacta. Tenía que ser Pierce. A no ser que Al se hubiera disfrazado de él.

—¿Pierce? —pregunté de nuevo. Él se volvió hacia mí, con los ojos brillantes y un traje de lo más elegante según la moda de mediados del siglo
XIX.
Se parecía a sí mismo. Es decir, no se parecía a Tom, y me pregunté qué demonios estaba sucediendo.

—Mi adorada bruja —dijo, atravesando la cocina a toda prisa para cogerme las manos—. No puedo quedarme —añadió, jadeando, con la mirada fulgurante—. Al intentará seguirme el rastro con la misma celeridad con que un perro obliga a un mapache a trepar a lo alto de un árbol en una noche de luna llena, pero tenía que visitarte primero. Para explicarme.

—Te apoderaste del cuerpo de Tom —lo acusé, retirando las manos—. Pierce, me alegro de verte pero…

Él asintió, con el pelo tapándole los ojos hasta que se lo echó hacia atrás con malicia.

—Es magia negra, sí, y no estoy orgulloso de ello, pero no fui yo quien mató al brujo negro. Se lo hizo él mismo.

—Pero tu aspecto…

—Es el de siempre, lo sé —concluyó tirando de mí como si quisiera ponerse a bailar. Estaba exultante—. Formaba parte del trato. Rachel… —De pronto, su expresión se tornó preocupada—. Te has quemado —dijo, apartando de su mente cualquier otro pensamiento. Entonces alargó la mano y yo la detuve antes de que pudiera tocarme la cara.

Tenía el pulso acelerado y empezaba a tener calor.

—En la pira de Kisten —respondí, ruborizándome.

Pierce me miró con firmeza.

—Entonces, se ha acabado.

Asentí con la cabeza.

—Por favor, no me digas que vendiste tu alma a cambio de este… —En ese preciso instante me interrumpí y lo miré de arriba abajo, y él me soltó las manos y dio un paso atrás.

—La cuestión es, al menos, discutible. Deberías ser capaz de retener lo que reclamas y, aunque accedí al pacto, él no puede retenerme. Ninguno de ellos puede.

Su sonrisa era excesivamente presuntuosa para mi gusto; sentí un escalofrío.

—¡Te escapaste!

—Una vez hube conseguido un cuerpo y pude comunicarme con una línea, era solo cuestión de tiempo. Nada puede retenerme por siempre. Excepto, quizás, tú.

Con expresión radiante, tiró de mí hacia su cuerpo y, viendo que iba a besarme, le espeté:

—Jenks está aquí.

Inmediatamente apartó sus manos de mí y, con una mirada de sorpresa en sus hermosos ojos azules, dio un paso atrás.

—¡Jenks! —exclamó, sonrojándose—. Mis más sinceras disculpas.

Yo seguí el sonido de un enfadado zumbido y descubrí a Jenks suspendido sobre la encimera central, mirándonos fijamente con los brazos en jarras y expresión de desagrado.

—¡Fuera de aquí! —dijo secamente—. Quiero que vuelva a ser la misma de siempre. Vete antes de que la conviertas en una patética niñata… enamorada.

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