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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (27 page)

BOOK: Cádiz
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—Tú y tu hermana seréis muy desgraciadas.

—Sí; desde que éramos chiquitas, mamá nos asignó a cada una el puesto que habíamos de tener en la sociedad: yo monja, mi hermana nada. A mí me educaron para el claustro; a mi hermana la criaron para no ser nada. Nuestro entendimiento, nuestra voluntad, no podía apartarse ni tanto así del camino que se les había trazado; a mí el camino del monjío, a Presentación el camino de no ser nada. ¡Ay, qué niñez tan triste! No nos atrevíamos a decir, ni a desear, ni siquiera a pensar cosa alguna que antes no estuviera previsto e indicado por mamá. No respirábamos en su presencia, y nos infundían tanto, tanto pavor sus mandatos y reprimendas, que nos era imposible vivir. ¡Ay, para poder vivir nos fue preciso engañarla, y la engañamos!… Dios, o no sé quien, nos inspiraba un día y otro mil ingeniosidades, y se desarrolló en las dos un talento superior para el engaño. Yo me esforzaba, sin embargo, en tener devoción, y pedía a Dios que me diera fuerzas para no mentir y que me hiciera santa; yo se lo pedía todas las noches cuando me quedaba sola y podía rezar con el corazón. Delante de mamá no rezaba sino con los labios… Pues bien; en cierta época de mi vida llegué a conseguir lo que a Dios pedía; llegué a aficionarme a las cosas santas; llegué a sentir un entusiasmo, una exaltación religiosa semejante a la que ahora siento por muy distinto objeto. Me consideraba feliz y pedía a la Virgen que conservara en mí tan agradable estado. Entonces me perfeccioné por algún tiempo, se acabaron los disimulos y tuve la gran satisfacción de hablar repetidas veces con mi madre sin decir cosa alguna que no saliese de mi corazón. Raudales de verdad, de fe, de amor apacible y místico a los santos y santas brotaban de él. Yo dije: «¡Qué fortuna he tenido en que me destinaran al claustro!». Mis insomnios eran dulces y placenteros, y mi imaginación era como un celaje poblado de angelitos. Cerraba los ojos y veía a Dios… sí, a Dios, no te rías; a Dios mismo, con su barba blanca y su capa… pues, como le pintan…

—Todo eso duró hasta que viste a lord Gray con su pelo rubio y su capa negra… pues, como es —dijo Inés.

—Me lo has quitado de la boca —prosiguió Asunción, siempre de rodillas y con los brazos apoyados en los de su amiga—. Lord Gray fue a casa; yo le miré y dije para mí que se parecía a un San Miguel que está pintado en mi devocionario. Le dijeron que yo era muy piadosa y él hizo demostraciones de gran admiración. Después, en las noches sucesivas, empezó a contar las maravillosas aventuras de sus viajes, y yo le oía con más religiosidad que si fuera el primer predicador del mundo narrando las hermosuras del cielo. En aquellas noches yo no veía alrededor de mí más que tigres del África, cataratas de América, pirámides de Egipto y lagunas de Venecia. Estaba encantada y bendecía a Dios por haber creado tantas cosas bellas, incluso a lord Gray.

»¡Oh! Lord Gray no se apartaba de mi imaginación. Al sentir sus pasos me era difícil disimular la alegría; si tardaba me ponía triste; si hablaba con vosotras, y no conmigo, me moría de rabia… Le decían siempre que yo era muy piadosa; ya recordarás que él me alababa mucho por esto. Mamá nos permitía a las tres que habláramos con él. Con el pretexto de la piedad, me decía mil cosas sobre asuntos de religión delante de vosotras. Una noche que pudo hablarme a solas me dijo que me amaba… Yo sentí un sacudimiento; me pareció que el mundo se había abierto en dos pedazos debajo de nosotras. Le miré y él clavaba los ojos en mí. Estaba fascinada y no acertaba a contestarle… Todas las noches hablaba, como sabes, de cosas santas; con dificultad me decía algunas palabras a solas; me preguntó durante tres noches seguidas si le amaba, y a la tercera noche le contesté que sí… Tú sabes muy bien cómo nos entendíamos. Lord Gray me dijo: «Yo hablaré con Inés cerca de ti. Pon atención a lo que le diga y haz cuenta de que te lo digo a ti. Habla tú con tu hermano y procura contestarme con palabras dirigidas a él…».

»Teníamos además mil señales. Tú eras tan buena que te conformaste con tu papel. Ojalá no hubieras sido tan condescendiente. Cuando lord Gray me arrojaba cartas por la ventana y tú te apropiabas la culpa para librarme de las crueles reprensiones, lejos de detenerme en la pendiente me hacías precipitar más por ella. Nada conoció ni ha conocido mamá; ¡ojalá lo conociera, aunque me hubiese matado!… ¿Te acuerdas del día en que fui con ella al convento del Carmen, convidadas por fray Pedro Advíncula para ver desde una tribuna la función de la Virgen? ¡Ay! Después de la función, un lego nos llevó a ver la sala de capítulo. No sé cómo, ni por qué causa me encontré separada de los demás en una celdita sombría. Tuve miedo… de repente se me presentó lord Gray, quien me estrechó en sus brazos repitiéndome con ardientes palabras que me quería mucho. Fue un segundo y nada más, pero en aquel segundo lord Gray me dijo que me era forzoso partir con él, porque si no moriría de desesperación…

—Nada de eso me habías dicho.

—Te tenía miedo. Verás lo demás. Me reuní al instante con mi madre y con el lego. Aquella súplica, o más bien que súplica mandato de huir con él, se me clavó en el pensamiento como una espina. No dormía, no vivía, no pensaba más que en aquello. Me parecía un delito horroroso: echaba de mí esta idea y cuando me encontraba sin ella salía volando a buscarla, porque sin ella no podía vivir… No creas que aborrecí la devoción, al contrario. La meditación era mi delicia y meditando era feliz… ¡Ay! Lord Gray en todas partes; lord Gray en los altares de la iglesia, en el de mi casa; lord Gray en el breve espacio de calle y de mundo que se nos permitía ver desde nuestro cuarto; lord Gray en mis rezos, en mi libro de oraciones, en la oscuridad, en la luz, en el bullicio y en el silencio. Las campanas tocando a misa me hablaban de él. La noche se llenaba toda con él. ¡Oh, Inés de mi corazón! ¡Cuán desgraciada soy! ¡Tener esta enfermedad en el espíritu y no poderla desechar, tener esta fragua de pensamientos en el cerebro y no poder echarle agua para que se apague…!

Breve rato permanecieron las dos amigas en silencio y después Asunción prosiguió de este modo:

—Nos comunicábamos al fin por un medio que tú no conociste ni llegaste a sospechar. Parece imposible que por tanto tiempo pueda guardarse secreto tan peligroso sin que por nadie sea descubierto. Yo le había dicho que si por indiscreción o vanidad suya alguna persona, cualquiera que fuese, llegaba a conocer nuestro secreto, le aborrecería… Después del día en que hablé con él en las Cortes, cuando se empeñó en que le habíamos de seguir a bordo de no sé qué barco, y al fin nos envió a casa con fray Pedro Advíncula; después de aquel día, digo, no le había vuelto a ver… Mi madre sospechaba de ti y le había prohibido entrar en casa. ¿Recuerdas aquella anciana pordiosera que iba a casa a vender rosarios? Pues ella me traía sus recados y le llevaba los míos. Yo le escribía poniendo ciertos signos con lápiz en una hoja arrancada de la
Guía de Pecadores
o del
Tratado de la tribulación
; de modo que el gran fray Luis de Granada y el padre Rivadeneyra
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han sido nuestras estafetas.

»Él me decía cosas hermosísimas y apasionadas que más me arrebataban y confundían. Me pintaba su infelicidad lejos de mí y las grandes dichas que Dios nos tenía reservadas. Por algún tiempo dudé. Yo creo que viéndole, hablándole, o distrayendo con el trato de diversas gentes mi espíritu, se habría aplacado la efervescencia, el bullicio, la borrasca que yo sentía dentro de mí; pero ¡ay!, el largo encierro, la soledad, la idea de sepultarme para siempre en el claustro me perdieron… Inés, figúrate que el corazón se destroza y se oprime, que con la opresión de la naturaleza toda, alma y cuerpo estallan; figúrate que se siente por dentro una iluminación, una inquietud no comparable a las demás inquietudes, porque es la sed del espíritu que quiere saciarse, una quemazón que crece por grados, un mareo que desfigura todo cuando nos rodea, un impulso, un frenesí, una necesidad, porque necesidad es la de romper el cerco de hierro que nos estrecha; figúrate esto, y me comprenderás y me disculparás…

»Yo decía: «Sí, Dios mío, me marcharé con él, me marcharé». Momentos de alegría loca sucedían a otros de tristeza más negra que el purgatorio. Glorias e infiernos se sucedían rápidamente unos tras otros dentro de mi pecho. Dudaba, deseaba y temía, hasta que un día dije: «Sé que me condenaré, pero no me importa condenarme…», y después me ponía a llorar pensando en la deshonra de mi familia. Por último, pudo más mi amor que todas las consideraciones y me decidí. Lord Gray por unos moldes de cera que le envié, falsificó las llaves de la casa, le escribí fijando hora, fue… salí… Pero ¡ay!, al verme fuera de casa, parece que se me cayó el cielo encima con todas sus estrellas… lord Gray me llevó a una casa que está muy cerca de la nuestra, en la calle de la Novena… No era aquella su vivienda. Salió una señora de edad a recibirnos. Yo me sentí acongojada y aturdida, empecé a llorar y pedí ardientemente a lord Gray que me llevase otra vez a mi casa.

»Quiso consolarme; el sentimiento del honor se encendió en mí con inusitada fuerza, y la vergüenza me inflamaba el alma como momentos antes la pasión. Deseé la muerte y busqué un arma para extinguir mi vida; lord Gray fingió enojarse o se enojó realmente. Díjome algunas palabras duras. Prometí amarle con más vivo cariño si me volvía a mi casa. Viendo que no accedía a mis súplicas, grité, acudió la señora anciana, diciendo que la vecindad se había alarmado y que nos fuéramos a otra parte. Irritose lord Gray y amenazó a aquella señora con ahorcarla. Después pareció conformarse con mi deseo, y dándome mil quejas llevome sin dilación a mi casa. Por el camino me aseguró que partiría pronto para Inglaterra y que le concediera otra entrevista fuera de casa. Yo se lo prometí, porque al paso que me aterraba la idea de mi deshonor, me hacía muchísimo daño su determinación de partir para Inglaterra… ¡Ay, Inés qué noche! Entré en casa llena de miedo. Me parecía ver a mi madre esperándome en la escalera con una espada de fuego… subí temblando… Tardé más de una hora en volver a mi cuarto, porque no andaba, sino que me arrastraba lentamente para no hacer ruido. Al fin, llegando a la alcoba, corrí a tu cama para confesártelo todo y no estabas allí. Figúrate cuál sería mi confusión.

—Yo desperté —dijo la otra—. Creí sentir pasos dentro de la casa. Te vi salir, y por un instante el temor no me permitió hacer ningún movimiento ni tomar resolución alguna. Quise después correr tras de ti; yo sabía que tenía poder bastante para destruir tu alucinación, y fiaba en el cariño que nos profesábamos, en lo que me debes, en la deuda que tienes conmigo por haberte librado de las sospechas de tu madre. La idea de tu deshonor me volvía loca… Salí en busca tuya. Lo demás no necesitas saberlo. Yo no soy esclava de la autoridad de doña María como lo eres tú; aquella casa no es la mía; mi casa es esta. Asunción, querida amiga y hermana mía, nos separamos hoy quizás para siempre.

—No te separes de mí —exclamó Asunción abrazando a su amiga y besándola con ardiente cariño—. Si te separas, no sé qué será de mí. Recuerda lo que hice anoche… Inés, no me dejes. Vuelve a mi casa, y prometo no hacer cosa alguna sin tu permiso, esclavizando mi pensamiento al tuyo, y lograré adquirir una parte al menos de la santa serenidad que te distingue. He venido sólo a rogarte que vuelvas a mi casa. Prométeme que volverás.

—Por distintos caminos nos lleva Dios a ti y a mí, Asunción. Por de pronto no admitas cartas, ni avisos, ni recados de lord Gray. Levántate a la altura de tu dignidad, abraza con resignación la vida del claustro, y dentro de algún tiempo te verás libre de ese gran peso.

—No, no puedo. La vida del claustro me aterra. ¿Sabes por qué? Porque tengo la seguridad de que en el convento he de amarle más, mucho más. Lo sé por experiencia, sí: la soledad, el mucho rezar, las penitencias, las meditaciones, las vueltas y revueltas y dolorosos giros del pensamiento, más y más avivan en mí la pasión que me quema. Lo sé muy bien, lo veo, lo toco. Yo he amado a lord Gray porque en mis solitarias devociones se ha apoderado de mi espíritu como el demonio tentador… No, no iré al claustro, porque sé que lo tendré siempre delante, mezclado con aquella dulce poesía del coro y el altar. ¡Ay, amiga mía! ¿Creerás esto que te digo? ¿Creerás esta profanación horrible? Pues sí, es verdad. En la iglesia ha tomado cuerpo esta insensata inclinación. Tal efecto hace en mi espíritu turbado todo lo que se refiere a devociones y piedades, que siempre que escucho el son de un órgano, tiemblo de emoción; las campanas de la iglesia hacen palpitar mi pecho con ardiente viveza; la oscuridad de los templos me marea, y Jesucristo crucificado no puede serme amable si no me lo presento con el mismo rostro que veo en todas partes… Esto espanta, ¿no es verdad? Pero no puedo remediarlo. Yo creo que esto es una enfermedad. ¿Tendré yo un mal incurable? Ojalá me muera mañana de él. Así descansaría…

»No, no quiero claustro. Quiero distraerme con el trato de multitud de gentes, ver diversidad de espectáculos, visitar el mundo, la sociedad, asistir a tertulias donde se hable de muchas cosas que no sean lord Gray: quiero que mi pensamiento se enrede aquí y allí, se desparrame pasando y repasando por distintos caminos, para dejarse un vellón de lana en cada flor, en cada espina. Lo que me ha de curar es el mundo, amiga querida, es el mundo con todo lo bueno que encierra, la sociedad, la amistad, las artes, el viajar, el mucho ver y el mucho oír; que verdaderamente, aunque mi madre crea lo contrario, la mayor parte de lo que se ve y oye en el mundo es honrado, lícito y provechoso… Apártenme de la soledad, que es causa de mi perdición; apártenme de las meditaciones, del cavilar, de este perenne volteo y constante rodar sobre el eje de una sola idea. Si he de curarme, no me curarán los conventos. Querida amiga, segura estoy de que si entro en él, amaré más locamente a lord Gray, porque no habrá cosa alguna que lo aparte de los vigilantes y calenturientos ojos de mi espíritu; y si ese hombre se empeña en perseguirme aun en la casa de Dios, como sabe hacerlo, no podré guardar la santidad de mis juramentos, y rompiendo rejas y votos, me asiré a la primera cuerda que ponga en la ventana de mi celda para arrojarme a la calle. Yo me conozco, querida mía; sé leer claramente en este oscuro libro de mi alma, y no me equivoco, no.

Oyendo estas palabras en boca de la infeliz joven, al paso que compadecía su desventurada pasión, admiraba la gran perspicacia de su entendimiento.

—Pues ten valor. Di a tu madre que no quieres ser monja —indicó Inés.

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